sábado, 3 de mayo de 2008

¿Querrías conocer la fecha de tu muerte? (I)

¿Querrías conocer la fecha de tu muerte? Esa pregunta rompió su silencio ensimismado; así, a bocajarro, con una mirada muy triste. Había despertado una hora antes. Me lo advirtió, sin abrir los ojos, apretándome la mano que tenía sobre las suyas. Yo llevaba más de tres horas junto a su cama, apenas sin levantarme de la silla, observando en ese cuerpo narcotizado cada uno de sus casi imperceptibles movimientos. Lo escrutaba obsesivamente, como si quisiera descubrir alguna clave que explicara el intento de suicidio de mi ex marido.

Era sábado, hacia el mediodía. Sábado 16 de mayo de 2015, para ser exactos. El día anterior, el viernes 15 de mayo de 2015, serían las nueve de la noche, llegaba reventada y sola al apartamento de Nerviano; ese mes me tocaba la sede de Milán. Tiré el bolso en el sofá de la sala y me encerré en el baño; casi al instante sonó el móvil. En el visor una llamada perdida y luego un nombre, Rüdiger ... ¿Rüdiger? Tardé un poco en recordar: el compañero bávaro de Alberto en el laboratorio de Basilea. Lo conocía muy poco, de los primeros días de Alberto en Suiza; cuarenta y pico, alto y flaco, muy feo y muy hablador, aunque costaba entender su sucio alemán del sur y la cosa no mejoraba demasiado con su inglés. Si Rüdiger me llamaba, algo le había pasado a Alberto.

Pulsé el botón de devolver llamada e inmediatamente la voz de Rüdiger. Clara, es Alberto, muy grave, en el Hospital Universitario, deberías venir ... ¿Qué ha pasado, Rüdiger (maldito acento bávaro)? No me lo quería decir, rodeos titubeantes, pero al fin: barbitúricos, muchos, estaba en coma, había sido en el propio laboratorio, él se había ido a la hora de almorzar, los viernes no trabajan por la tarde, pero había vuelto a las cuatro, quería revisar unos resultados, casualidades, y ahí estaba Alberto, echado boca arriba sobre la mesa de reuniones, con la bata puesta pero sin zapatos. No puede ser Rüdiger, no puede ser. Pero era, y colgué y sin fijarme en lo que hacía llené la maleta pequeña y bajé al sótano y arranqué el coche y lo enfilé hacia la autostrada de los Lagos. No necesitaba activar el navegador GPS: todo recto hasta Basilea; eso sí, cruzando los Alpes y Suiza entera.

Casi hacia medianoche entraba en Suiza. La breve detención en la frontera me obligó a tomar conciencia de mí misma, de lo que estaba haciendo. Venía actuando como si todos mis movimientos fueran guiados por un piloto automático, sin intervención de mi voluntad y mucho menos de mis pensamientos que parecían dormidos. Pero entonces, de pronto, sentí dolor en todo el cuerpo. Crucé la frontera y entré en Chiasso, un pueblito anodino y callado de casas unifamiliares. Callejeé a marcha lenta hasta toparme con un bar abierto en la estación. Sólo dos hombres sentados a una mesa y una camarera negra inmensamente gorda. Cogí una tarrina de plástico que encerraba una ensalada nada apetitosa y pedí un café muy cargado. Cuando me lo llevó a la mesa, la gorda, en un italiano ceceante, me preguntó si buscaba hotel. No, he de seguir viaje, le dije. Bueno, respondió, quizá sea lo mejor; hay que hacer lo debido, aunque sea inútil. ¿Qué quiere decir? Disculpe, no pretendí molestarla, y se fue tras la barra. El rato que pasé allí, mientras comía, sentía su mirada fija en mí. Los dos hombres, de improviso, empezaron a discutir a gritos en ruso. No entendía nada y noté que la ansiedad me oprimía. Me levanté y salí.

Lugano, Lucerna y otras poblaciones de toponimias italianas primero y alemanas después; todos entrevistos como mosaicos de luces indiferentes desde la autopista y a velocidad constante. No iba rápido, el aire fresco de la primavera alpina me mantenía despejada, recordaba a Alberto, nuestros veintitrés años de vida en común. Nos separamos porque no podíamos vivir juntos; demasiadas diferencias en nuestros anhelos de incompatible coexistencia. Y, sin embargo, cada uno sabía que no quería vivir con nadie que no fuera el otro. Evoqué los intentos tímidos de un arreglo cuando decidió aceptar la oferta de Basilea; pensamos entonces en Lugano, a medio camino entre Milán y su nuevo laboratorio. ¿Fue mi orgullo el que truncó una opción de consenso? La duda me agobiaba mientras conducía; me incomodaba cuestionar mi "versión oficial"; necesitaba sostener ante mí misma que Alberto no cumplió su parte, que me seguía debiendo algo.

Casi eran las cinco de la madrugada cuando llegué al Hospital Universitario de Basilea. En la recepción había un sobre a mi nombre; era una nota de Rüdiger: que lo llamase. Antes quise ver a mi ex marido, pero no lo permitían. Pregunté por el médico responsable, pero no estaba. Sentía la rabia, una garra espinosa que me apretaba y rajaba las vísceras. Era un dolor que salía hacia afuera, agresivo, pero que, al mismo tiempo, tapaba al otro, más hondo y sordo. La rabia me mantenía activa, el otro me hubiese apabullado, embotado en el agotamiento. Sin darme cuenta empecé a gritar; quería ver a mi marido (ya no era ex). Sin darme cuenta aparecieron dos agentes de seguridad interna; señora, por favor, debe retirarse. Sin darme cuenta, flanqueada entre ellos, levitaba (¿o era yo quien caminaba?) hacia el aparcamiento. ¿Necesita que la acompañemos a algún lugar? La voz del chico (era muy joven) sonaba amable, casi cariñosa. No, gracias, disculpen. Sabemos que hace lo que tiene que hacer; no debe preocuparse, señora; además no gana nada, es inútil. Perdón, no entiendo. Pero ya se habían ido y ahí estaba yo, de pié junto a mi coche, sola frente a un edificio en el que yacía Alberto, mientras el amanecer se insinuaba tímidamente.

Como la otra vez, Rüdiger contestó al teléfono casi de inmediato. Ven a mi casa, me dijo, así podrás descansar; hasta las nueve no dejan entrar a nadie. Me gustó que usara el imperativo, que eligiera frases cortas, inequívocas, que no me diera margen para decidir. Mi cuerpo necesitaba órdenes simples y directas. Pero mi voluntad parecía haberse derrumbado y mi capacidad de raciocinio se deshacía. Conduciendo hacia la casa de Rüdiger no lograba entender las instrucciones del navegador y me costó unos cuantos errores absurdos llegar. Era un chalet precioso, muy al estilo Meier, de volúmenes limpios, sin apenas concesiones. Además, pegado al río; seguro que esa era la mejor zona residencial de Basilea, pensé.

Rüdiger me abrió, de nuevo inmediatamente, ¿todo lo hace en el acto, este hombre? En el mismo umbral me abrazó, sin saludarme siquiera. Mi cuerpo amagó con tensarse; mi reacción instintiva ya absolutamente interiorizada. Pero al cerrarse esos huesudos brazos sobre mi espalda y apretarme hacia él más estrechamente de lo convencionalmente adecuado, sólo deseé abandonarme, disolverme en ese alemán que tan poco conocía. Fue un rato largo, largo y extraño. Fue él quien, despacio y en silencio, aflojó su abrazo y empezó a separarme, casi a cámara lenta, con minucioso cuidado, como si manipulara una fragilísima porcelana (no andaba errado: tal era yo en ese momento). Tranquila, Clara, todo va a salir bien. La vida de Alberto no corre ya peligro; esperan que despierte del coma de un momento a otro. Pero, ¿Por qué, Rüdiger? ¿Sabes por qué ha intentado suicidarse? No, no lo sé; aunque han ocurrido cosas raras en estos últimos meses y tu ex marido ha estado raro. Te lo contaré, pero no ahora. Estás agotada y debes descansar un rato. Querrás que Alberto te vea guapa cuando despierte, ¿a que sí?

Me conduce hacia dentro de la casa, una sala de doble altura y enorme cristalera hacia el lago. Dos hombres se levantan a nuestra entrada, ambos sesentones, cabezas canosas, delgados, trajeados de marca. Señora Carducci, mi apellido de casada declamado a dos voces, suaves y profundas, acentos neutros. Rüdiger me presenta. Los dos son altos mandamases de los laboratorios; ¿qué hacen aquí? Imaginamos que estará agotada, señora Carducci; el doctor Carducci está fuera de peligro, ya se lo habrá dicho el doctor Bauer. Sí, me lo ha dicho, quizá debería descansar un rato, si ustedes me disculpan. Por supuesto, señora; no obstante, cuando esté descansada, cuando su marido se encuentre mejor y lo haya visto, nos encantaría poder conversar con usted sobre él. Naturalmente, siempre que no le moleste. ¿Estará algunos días en Basilea? Rüdiger me rescata de ese educado pero insistente interrogatorio a dos voces que parece una sola, me hace atravesar sus palabras que apenas llego a procesar dirigiéndome hacia un lateral de la sala, unos escalones que bajan hasta una puerta roja, un umbral escondido, protegido de no se qué amenazas intuidas.

Rüdiger abre la puerta y asoma un dormitorio, la cama bien hecha, las persianas entornadas. Vuelve a abrazarme bajo el dintel y ahora soy yo la que, sin pensarlo, aprieto todo mi cuerpo contra el suyo. Noto sus manos acariciando mi espalda, bajando despacio hasta mis nalgas. Me aprieto más, empujo mi sexo hacia el suyo, siento que quiero meterme dentro de él, refugiarme, olvidarme, abandonarme. Acuéstate conmigo, Rüdiger. No sé si lo he dicho en voz alta o sólo lo he pensado. Pero es lo que necesito, descansar abrazada a ese hombre flaco y feo, a quien casi no conozco. Entramos despacio en el dormitorio y, a cada paso, noto que Rúdiger va desabrazándome. De pronto está separado de mí, sus manos en mis hombros, una mirada triste y a la vez divertida. Descansa un rato, Clara, te despierto en un par de horas. Me besa suavemente en los labios y se va. Cierra la puerta roja.

CATEGORÍA: Ficciones

19 comentarios:

  1. Me gusta este relato. Espero que lo continues.

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  2. Una historia que promete ser interesante... y además me ha recordado mis viajes a Lugano.
    Seguiré atenta el desenlace del relato.
    Un beso

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  3. Si todos los libros que empiezo me engancharan desde la primera línea como tus relatos, sin duda habría leído muchos más de los que he leído.

    Besazos.

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  4. Yo no estoy segura. Veo ventajas y desventajas en ambas opciones.

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  5. Miro, deberías escribir un libro, no es la primera vez que te lo digo.

    Muás.

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  6. Has visto la película "First Snow" (Mark Fergus, 20069?

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  7. Repito lo dicho por otros. El relato muy bueno, engancha. Sobre la fecha, decididamente, no querría saberla ni por aproximación.
    Como dijo mi suegra el otro día: acaba de cumplir 93 espléndidos años, con todas sus facultades, aunque algo achacosa fisicamente, como es lógico. Y le contamos: "pues ya ves, en la TV ha salido una señora de 107 años, trabajando con un pico" y contesta: "Pues para que me pongan a picar, no se si quiero llegar a los 107 años..."

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  8. Yo sí querría conocer la fecha de mi muerte.
    Pero a condición de que me la digan después de muerto. Siempre me gusta saber en qué día NO vivo.

    Bueno el cuento, miroslav.

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  9. Mmmm, suena interesante,
    me gusta tu estilo de narracion a lo "Saramago",
    un beso,

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  10. Saber la hora de la muerte, cuando la vida hace mucho daño, puede ofrecer un alivio al que sufre porque limita lo que parece eterno. Pero ¿es lo suficientemente intenso ese alivio como para dejar de padecer siquiera en parte? Si lo es, entonces, la hora de la muerte cierta no es más que un nuevo e inevitable dolor que impide el renacer de la esperanza y, si no lo es, ¿para qué saberlo?

    Total, que ni en los peores momentos quiero saber la hora de mi muerte. O al menos en los que soy capaz de imaginar ahora, cuando la desesperación aún no ha venido a visitarme (me refiero a la total, la otra va y viene). Sin embargo, sí me hubiera gustado saber la hora de la muerte de algunas personas que se fueron de pronto, aunque no con mucha antelación, apenas el tiempo necesario para estar a su lado.

    Poco antes de morir mi padre, intuí que le quedaban sólo unas horas de vida y tuve la suerte de poder hablar con él. Estaba penamente consciente pero no se imaginaba ni por asomo que podía morirse. Creo que mis palabras se lo hicieron ver y creo también que lo aceptó con una enorme paz. A la media hora de la conversación había muerto. Sentí una especie de vértigo por si habían sido mis palabras el desencadenante del final pero la verdad es que este recuerdo me ha servido para reconfortarme y aceptar su muerte con la naturalidad que creo que se debe afrontar.

    Miroslav, ayer leí casi todo tu blog de un tirón. Me dieron las tantas y mi trabajo se resintió pero pasé un rato estupendo, sobre todo al descubrir en tus comentarios literarios algunos de los libros que recuerdo como favoritos. El siglo de las luces, por ejemplo, hace añales que lo leí pero no me olvido que fue mi vuelta a la lectura después de la adolescencia en la que la había abandonado por completo; sólo por eso es uno de mis libros más queridos.
    Gracias por recordármelo y gracias por tu blog.

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  11. Saber la hora de la muerte, cuando la vida hace mucho daño, puede ofrecer un alivio al que sufre porque limita lo que parece eterno. Pero ¿es lo suficientemente intenso ese alivio como para dejar de padecer siquiera en parte? Si lo es, entonces, la hora de la muerte cierta no es más que un nuevo e inevitable dolor que impide el renacer de la esperanza y, si no lo es, ¿para qué saberlo?

    Total, que ni en los peores momentos quiero saber la hora de mi muerte. O al menos en los que soy capaz de imaginar ahora, cuando la desesperación aún no ha venido a visitarme (me refiero a la total, la otra va y viene). Sin embargo, sí me hubiera gustado saber la hora de la muerte de algunas personas que se fueron de pronto, aunque no con mucha antelación, apenas el tiempo necesario para estar a su lado.

    Poco antes de morir mi padre, intuí que le quedaban sólo unas horas de vida y tuve la suerte de poder hablar con él. Estaba penamente consciente pero no se imaginaba ni por asomo que podía morirse. Creo que mis palabras se lo hicieron ver y creo también que lo aceptó con una enorme paz. A la media hora de la conversación había muerto. Sentí una especie de vértigo por si habían sido mis palabras el desencadenante del final pero la verdad es que este recuerdo me ha servido para reconfortarme y aceptar su muerte con la naturalidad que creo que se debe afrontar.

    Miroslav, ayer leí casi todo tu blog de un tirón. Me dieron las tantas y mi trabajo se resintió pero pasé un rato estupendo, sobre todo al descubrir en tus comentarios literarios algunos de los libros que recuerdo como favoritos. El siglo de las luces, por ejemplo, hace añales que lo leí pero no me olvido que fue mi vuelta a la lectura después de la adolescencia en la que la había abandonado por completo; sólo por eso es uno de mis libros más queridos.
    Gracias por recordármelo y gracias por tu blog.

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  12. PERDON POR LA REPETICIÓN, ES QUE SOY UN DESASTRE Y ALGO NOVATA TODAVÍA

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  13. Sobre la pregunta del título... mmmm... no, creo que no.

    El relato más te vale terminarlo o te montamos una manifestación en toda regla :)

    Besos

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  14. Veo que andamos todos un poco vagos últimamente en esto de escribir, ¿no? El puente nos ha dejado un poco "plof", a lo que parece. No se trata sólo de mí o de ti, sino es que llevo varios días dándome vueltas por varios blogs, y nada, que nadie actualiza.

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  15. No es la primera historia que nos traes con el amor de dos personas que por circunstancias de la vida tienen que vivir separadas. Y tu manera de nombrar esos sentimientos supongo que reivindican eso que muchos anhelamos, la ruptura de esos rolles que hoy encierran al amor.

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  16. Envidio la concentración con la que juegan los niños, volcados en el momento presente, ignorantes del paso del tiempo: es exactamente lo opuesto a la repugnante consciencia del tiempo que solemos tener los adultos, que siempre sabemos cuándo va a acabarse lo que en ese momento estamos haciendo. Unas verdaderas vacaciones no tienen final previsible, una buena velada con amigos es "eterna" en el verdadero sentido de la palabra: el de no ser vivida como finita, transitoria, sujeta al paso del tiempo. Todo lo verdaderamente bueno de la vida lo es en la medida en que logramos vivirlo así. Lo que más lamemnto de mi triste condición de asalariado, con tiempo y dinero limitados, es que mis viajes tienen, necesariamente, un final ya previsto cuando empiezan, y eso los priva de ser del todo lo que yo entiendo por un verdadero viaje.

    Para una cosa que hacemos cuyo final no tenemos programado -vivir- ¿voy a querer estropearla también sabiendo cuándo se va a acabar? Quita, hombre. Ni loco.

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  17. hay muchas más cosas, Vanbrugh, cuyo final no está programado, aparte de la fecha de la muerte: el final d euna relación sentimental, el destino de los hijos, etc. Y el final de la vida, al revés que los casos anteriores que menciono sí lo puede programar el interesado, se llama suicidio y es el último reducto d elibertad que le queda a la persona.

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