lunes, 31 de mayo de 2010

Mi padre antes de serlo (II)

Como este post acaba en tierras americanas, pongo una de mis canciones favoritas del gran Don Ata, sin duda el mejor floklorista que ha dado el continente.


Guitarra, dímelo tú- Atahualpa Yupanqui (1969)

Calculo que mi padre acabaría el bachillerato en el 45 y que ese mismo año se trasladaría de Barcelona a Madrid para, tras los exámenes de estado y de ingreso a la universidad, empezar la carrera de medicina. Un chaval de diecisiete años, acostumbrado a vivir desde su niñez separado de la familia, a quien le atraían la filosofía y las humanidades. Pero mi abuelo quería que fuese médico y ni los tiempos ni el carácter de aquél dejaban margen a la discusión. Así que entró en la antigua Facultad de San Carlos, de la calle Atocha, él, una persona que casi se mareaba a la vista de la sangre. Por cierto, descubro que hasta 1965 siguió funcionando como facultad de medicina ese magnífico edificio de la época de Fernando VII, pese a que las obras de reconstrucción de la nueva facultad de la ciudad universitaria, que acabada en 1936 había sido derruida durante la guerra, finalizaron en el 45. Barrunto que durante esos veinte años los estudios médicos se irían impartiendo en ambos inmuebles; en todo caso, mi padre nunca llegó a pisar como alumno las aulas de la universitaria (tampoco estudió, según sus palabras, en la Complutense, sino en la Universidad Central de Madrid).

Sus propias inclinaciones le llevaron a aproximarse a los profesores más "humanistas" de la facultad. Sería así discípulo de Marañón, por aquellos años recién reincorporado a su cátedra de endocrinología, y de López Ibor (neuropsiquiatría). Como no podía ser de otra manera, enseguida se encaminó hacia la psiquiatría, la menos "médica" de las ramas de la carrera, y en esa especialidad realizó sus prácticas en el vecino Hospital Provincial. Pero probablemente fue el conocimiento de Laín Entralgo, por aquellos años uno de los más eminentes intelectuales falangistas que llegaría a ser rector de la Complutense, lo que hacia el final de la carrera de mi padre más influyó en el rumbo que tomaría su vida. Laín era catedrático de Historia de la Medicina, entonces una asignatura de último año o del doctorado (no estoy seguro). Por lo que mi padre decía, sus clases no convocaban demasiados alumnos y sin embargo los pocos que asistían en un aula enorme y desvencijada quedaban prendados del entusiasmo y saber que transmitía el profesor. Laín dirigía entonces el Instituto de Historia de la Medicina Arnau de Vilanova, una sección del CSIC y mi padre se integró enseguida entre los colaboradores.

Hacia el 52 o 53 ya debería llevar varios años en una residencia universitaria, sobreviviendo con becas y guardias en el hospital, pues, como dije en el post anterior, mi abuela lo había echado de la casa familiar. Desde su formación médica, cada vez se sentía más atraído hacia la antropología cultural y fue por esos años, muy influido por la filosofía de Zubiri (y de Ortega, claro), que empezó a construir su pensamiento sobre el hombre, la historia y la política que sería constante a lo largo de toda su vida. Becado por el Instituto, empezó a trabajar en su tesis doctoral sobre el médico francés Alexis Carrel (1873-1944), cuyo libro "La incógnita del hombre", que durante un par de décadas tuvo bastante difusión en Europa y América (y en el cual se defendían algunas ideas cercanas a postulados eugenésicos y racistas), le había impresionado notablemente. Seguramente de ese libro proviene la cantinela de mi padre de complementar las dos funciones de la medicina, curativa y preventiva, con una tercera que él denominaba "mejorativa" (llegó a crear un Instituto de Medicina Mejorativa, supongo que inspirado por la Fondation française pour l'étude des problèmes humains de Carrel, clausurada inmediatamente después de la liberación de París).

Mi padre quería doctorarse con cierta urgencia porque parece que, a instancias de Laín, se pretendían crear varias cátedras de Historia de la Medicina que sólo existía en Madrid. Según contaba él, los del Arnau de Vilanova tenían claro que ellos habrían de ganar las correspondientes oposiciones y, como eran pocos y amigos entre sí, se habían repartido ya los futuros destinos. A mi padre, por lo visto, le había tocado Sevilla, de donde era una novieta que tenía por aquellas fechas y con la que fantaseaba establecerse junto al Guadalquivir como un respetable catedrático. Sin embargo, tras salir las primeras oposiciones, se interrumpió el proceso (eso decía él, que no he podido confirmarlo) y mi padre se encontró con que se le esfumaban sus halagüeñas perspectivas. La tesis la llevaba bastante adelantada (nunca la acabó) pero como ya no corría tanta prisa decidió que para su culminación debía entrevistarse con la viuda de Carrel que vivía en la Argentina. Ni corto ni perezoso escribió a Perón solicitándole una beca y, para sorpresa de sus burlones compañeros, recibió una invitación del gobierno argentino con la correspondiente, y muy escasa, dotación económica.

Intuyo que marcharse para Argentina no obedecería exclusivamente a sus intereses académicos. No me extrañaría que pesaran razones más "materiales": frustradas sus expectativas laborales (a lo mejor también sentimentales), España no era por esos años un país muy atrayente, a diferencia de los americanos, y poco debía animarle a seguir en Madrid (desde luego, no su familia). También puede que ya por entonces empezara a desarrollar su idea de la Hispanidad, que tanto peso adquirió en su pensamiento antropológico y político y que tanto marcaría su vida posterior (y, lógicamente, la mía y, en menor medida, la de mis hermanos). Además, mi padre tenía espíritu viajero, y no paró nunca de moverse dando conferencias de un lado a otro. A lo mejor ese ser "culo inquieto" (que, curiosamente, nunca percibí hasta que he pensado sobre él después de muerto) provenía de su infancia trashumante, con una casa familiar a la que iba poco más que de visita. Como fuera, la cosa es que, en cuanto podía (y poco se podía en esos tiempos), se iba por ahí. Así, había recorrido casi toda Francia con una beca del gobierno de ese país para recoger datos sobre la vida y obra de Carrel y ahora, en el año 54, se atrevía a cruzar el charco.

Mi madre me dice que viajó con algunos colegas pero éstos, a los pocos días y acabado el motivo que los llevó a Buenos Aires, se regresaron. Mi padre, en cambio, permanecería en América hasta junio del 57, unos tres años durante los cuales recorrió, además de la Argentina, Uruguay, Chile, Perú, Bolivia, Ecuador, Colombia, Venezuela, Cuba, República Dominicana y Puerto Rico. En esos años hizo innumerables amigos, recurriendo, supongo, a su labia y simpatía. Gracias a sus dotes oratorias y su notable capacidad didáctica, pudo ir sobreviviendo de ciudad en ciudad dando conferencias (me imagino que, a través de los amigos que sucesivamente iba haciendo, se organizaba su itinerario), porque no tenía nada de dinero. Contaba, por ejemplo, que era una broma suya más que conocida la de "amenazar" con ser él quien pagaba una ronda de copas diciendo a los amigos: "a que saco el dólar" (dólar que, desde luego, logró estirar milagrosamente). Claro que no faltaron ocasiones en que, entre conferencia y conferencia, hubo de recurrir a otras actividades para pagarse alojamiento y comida, como en Caracas, donde estuvo varios días lavando platos en un restaurante hasta que el dueño del mismo vio su foto en un periódico que anunciaba la conferencia de un joven médico español y le impidió seguir con esas tareas.

Luego, ya casado y con hijos, volvería muchas veces a América, uno de los amores más firmes de su vida. Pero con lo dicho hasta aquí creo que están los antecedentes necesarios para referirme a la anécdota habanera que me recordó el libro de Cabrera Infante que estoy a punto de acabar.

CATEGORÍA
: Recuerdos

sábado, 29 de mayo de 2010

Mi padre antes de serlo (I)

Escojo como banda sonora del post esta canción que años más tarde haría tan popular Ray Charles. Casa cronológicamente con la historia aunque estoy seguro de que ninguno de mis protagonistas la gustaría en su época. Pero es que escucho bastante jazz ultimamente.


Georgia on my mind- Django Reinhardt (1936)

En la autobiografía parcial y póstuma de Cabrera Infante (Cuerpos Divinos) que estoy leyendo estos días se narra, muy de pasada, un incidente habanero que indirectamente le tocó vivir a mi padre. O, al menos, así aparece en alguno de mis difusos recuerdos, si bien no podría asegurar cuánto tienen de tales o de invenciones casi febriles de mi imaginación. Mi padre murió en diciembre de 2000, a los setenta y dos, por lo que no puedo ya corroborar la veracidad de la anécdota, lo cual, de otra parte, tampoco me importa demasiado pues, al fin y al cabo, no tengo claro que exista una separación radical entre lo que fue y lo que pudo haber sido y, desde luego, lo segundo es siempre más fértil y atractivo a la hora de relatar historias. Sin embargo, para no desbarrar mucho en la invención, antes de ponerme a escribir sobre unos lejanos días cubanos de febrero del 57, trato de reconstruir escenas de la vida de mi progenitor de las que apenas conozco retazos que contaba con poca frecuencia y a los que yo, desde un típico desdén adolescente, apenas atendía.

Mi padre nació en Valencia, hijo de un valenciano y de una gallega (sobre mi abuela ya escribí hace un tiempo) que ignoro cómo se conocieron. Si sé, en cambio, que mi abuelo era empleado de Correos y Telégrafos durante la Segunda República y un hombre muy religioso y políticamente fuertemente vinculado al carlismo. El carlismo había venido debilitándose progresivamente desde 1876 (con la derrota en la última de sus guerras) y de su seno se habían ido escindiendo diversos grupos: el Partido Nacionalista Vasco, como el más destacado, pero también el Partido Católico Tradicionalista y el Partido Católico Nacional. Obviamente, por su carácter marcadamente católico y monárquico, los carlistas fueron, desde la misma implantación de ésta, acérrimos enemigos de la República y quienes más enconaron la llamada "cuestión religiosa", que se inició durante el debate parlamentario de la Constitución y en cuyo marco Azaña pronunció su famosa frase de que "España ha dejado de ser católica".

Puedo suponer pues, aunque no me conste, que mi abuelo militaría en la Comunión Tradicionalista de Fal Conde e imagino que, con casi total seguridad, sería un apasionado defensor de las ideas conservadoras y firme opositor de los esfuerzos gubernamentales por separar la Iglesia del Estado y limitar el poder e influencia de la primera en la vida social española. Meses antes de la guerra civil, según me cuenta mi hermano (a quien le gustan las inquisiciones familiares), participo en una Adoración nocturna que acabó con enfrentamientos violentos entre los católicos y grupos anticlericales (quizá de las juventudes socialistas). Las cosas debían estar poniéndose lo suficientemente feas y él debía haber adquirido algún protagonismo en las mismas, ya que temió sufrir represalias, tanto como para que optara por alejar a su familia de Valencia. Así mi abuela, junto con los tres hijos pequeños, viajó a Bande, un pueblo orensano muy cerca de la frontera con Portugal (por si había que cruzarla), en donde contaba con familiares. Poco después les seguiría mi abuelo, una vez que consiguió que le adjudicaran un puesto en la oficina de telégrafos de esa localidad gallega (imagino que pasar de Valencia a Bande, bajar en el escalafón, no tuvo que costarle demasiado).

Allí, en Bande, le cogería a la familia de mi padre, recientemente aumentada con el nacimiento de mi tío Jesús (en la actualidad con demencia senil), el inicio de la guerra. Allí también moriría el tercero de los hijos, Vicente, de unos tres años. Mi padre contaba, y al dato hay que darle la fiabilidad que merece el recuerdo de un niño de ocho años, que al recibir las noticias del levantamiento militar, mi abuelo, erigiéndose en autoridad local en razón de su puesto de jefe de la oficina de correos, requirió a los guardias civiles que lo acompañaran a detener al alcalde republicano, poniendo al municipio, desde el primer momento, en el bando "nacional". Esos años, sin embargo, mi padre no los pasó en el pueblo gallego sino que lo enviaron interno a un colegio religioso de Valladolid. Es curioso que toda su educación, hasta acabar el bachillerato, fue en internados. Eran años duros, esos finales de los treinta y la década posterior, pero mi padre, apartado de su familia, los tuvo que vivir con especial aspereza. Imagino que mucho tendría que ver en ello el carácter intransigente de mi abuelo, quizá decidido a templar la personalidad de su primogénito.

Acabada la guerra, a mi abuelo, como premio a su comportamiento en la "cruzada", le ofrecieron un alto cargo en Correos. Lo rechazó con una de esas frases que más de una vez oí en mi niñez: yo no he hecho la guerra para eso; destínenme al puesto más difícil de que dispongan. Y, claro está, lo hicieron, que siempre habría alguno que agradecería lo que él rechazaba. De forma que, en el treinta y nueve, la familia se trasladó a Gerona, cuya cercanía al Pirineo la convertía en una plaza importante para vigilar los movimientos antifranquistas (el maquis, básicamente). La terrible penuria de esos años se agravaba con la estricta moral de mi abuelo. Contaba mi tía, por ejemplo, que un día en que estaban comiendo, reconoció el sabor del aceite de oliva con el que habían frito los huevos, ingrediente que era prácticamente indisponible por entonces. Airado, preguntó de dónde había salido y mi abuela hubo de confesar que provenía de un estraperlista. Sobre la marcha ordenó que se tirara a la basura toda la comida cocinada con ese aceite y que se vaciara por el retrete la garrafa. Durante la estancia en Gerona, mi abuelo se puso muy enfermo, tanto que estuvo durante varias semanas a las puertas de la tumba. Parece que mi abuela se dedicó a su cuidado con tanto esfuerzo y devoción que logró que se recuperara para acto seguido, absolutamente debilitada, enfermar y morir en pocos días. Desconozco la fecha de su fallecimiento, pero tuvo que ser muy poco avanzados los cuarenta, porque los dos hermanos de mi padre eran todavía muy niños.

Probablemente sería la muerte de esa abuela que nunca conocí lo que obligó al viudo a ir a Madrid con sus dos hijos pequeños, pues mi padre siguió interno en los jesuitas de Sarriá. En la capital su confesor le presentaría a una señora de "familia decente y religiosa" con la que se casó. Mi padre siempre se refería a su madrastra (la abuelita, como la llamábamos de niños) como una mujer ejemplar que renunció a su vida más o menos acomodada para ocuparse de un viudo y unos huérfanos, lo que implícitamente suponía reconocer que no se trataba para nada de un matrimonio "por amor". Si mi abuelo era de una dignidad (rayana en la soberbia, diría yo) y religiosidad a machamartillo, encontró en esa mujer un alma gemela. Seca y austera, la recuerdo como una mujer nada efusiva, pródiga en comentarios cortantes. Esa vocación por el sacrificio ha sido una especie de mito en mi familia, aunque tampoco sé muy bien qué es lo que sacrificó. Parece que durante los primeros meses madrileños mi abuelo y mis tíos vivían prácticamente como desarrapados en una pensión madrileña y escasísimos de recursos (lo cual, por otra parte, no debería ser para tanto ya que era funcionario público) y que la abuelita, imagino que tras casarse, los acogió generosamente en la vivienda de su familia, en una buena zona de la capital. Otra de las anécdotas familiares es la de esa mudanza, con mi abuelo y sus tres hijos empujando un carro con sus pertenencias por las calles de Madrid. Luego se fueron de alquiler a la casa de Donoso Cortés (adecuado personaje dada la forma de pensar de mis abuelos) en la que todavía vive mi tía, la cual, con los años, adquirieron.

Estos son mis dos abuelos, conmigo y mi hermana, en 1963

En todo caso, mi padre siguió interno en Barcelona hasta acabar el bachillerato, así que en esa etapa de su primera adolescencia mucha vida familiar no haría. Tampoco después porque, instalado en Madrid para estudiar medicina (calculo que hacia el 45 o 46), al tercer año su madrastra lo echó de la casa y pasó a vivir en colegios mayores hasta el final de la carrera. Supongo que la buena señora no haría buenas migas con el hijo mayor de su marido, al cual no habría podido educar según su gusto. No obstante, hasta que murió (a mediados de los ochenta) siempre observé en mi padre una actitud tremendamente respetuosa (no cariñosa, ciertamente) hacia la abuelita. Aunque era más que evidente que no teníamos con la familia paterna la misma cordialidad que con la materna (entre otras cosas, desde el principio mi abuela había despreciado a mi madre), mi padre procuraba evitar los roces y que los nietos (nosotros) mantuviéramos unas relaciones familiares comme il faut.

En fin, cuando empiezo no sé parar. Como dije al principio de lo que quería hablar era de un episodio cubano del 57 y me dije que, antes de contarlo, había de situar a mi padre. Pero tampoco lo he hecho hasta ahora, porque los antecedentes necesarios provienen de su época universitaria madrileña, cuyo desempolvamiento requerirá un próximo post. Qué se le va a hacer.

CATEGORÍA
: Recuerdos

domingo, 23 de mayo de 2010

La mejor canción del siglo XX

Según estableció la revista Time en su número de diciembre de 1999, que no pasa de ser una opinión. Si uno se pone a curiosear un poco encuentra multitud de listas de las mejores (no sólo canciones). Como los más aficionados a esto de los records son los anglos, prácticamente la totalidad de las mejores canciones son en ese idioma. Si bien es obvio que no hay unanimidad (yo mismo no la consideraría en ese puesto de honor), lo cierto es que este tema aparece en bastantes clasificaciones e incluso en el National Recording Registry que recoge las grabaciones más importantes cultural, histórica o estéticamente en cuanto reflejan la vida en los Estados Unidos.

Me refiero a Strange Fruit, grabada por Billie Holiday para el sello Commodore en 1939. Fue escrita en forma de poema en 1936 por Abel Meeropol, un profesor de instituto del Bronx afiliado al partido comunista americano. Cuenta Meeropol que compuso el poema original tras llevar varios días obsesionado con la foto del linchamiento de dos negros en Marion, Indiana, en 1930. Estos negros, Thomas Shipp y Abram Smith, eran unos adolescentes que, por lo visto, durante un robo, habían matado a un joven blanco que estaba con su novia. Los detuvieron casi inmediatamente, junto con un tercero, James Cameron acusándoles además de violar a la chica (lo cual no era cierto). En pocas horas varios miles de ciudadanos furiosos fueron hasta la cárcel y, sin ninguna oposición por parte de los policías, sacaron a los tres chicos, los apalearon y los colgaron de un árbol en la misma plaza del pueblo. Cameron salvó la vida in extremis porque alguien gritó que no había participado en el crimen; como recuerdo, conservó hasta su muerte (en 2006) las cicatrices de la soga en el cuello.

Meeropol y su mujer musicaron el poema y durante unos meses lo cantaron en varias funciones izquierdistas con fines benéficos (no me sorprendería que la canción hubiera contribuido, por ejemplo, a recaudar fondos para la España republicana). En 1938 se abrió en el Greenwich un local llamado el Cafe Society, en irónica burla a la clase alta neoyorkina. Su propietario, Barney Josephson, quería promover la música negra (mayoritariamente jazz) y sobre todo la integración racial. La afición al jazz en las grandes ciudades era enorme ya desde hacía más de una década, pero en todos los locales se prohibía el acceso a espectadores negros, pese a que eran también negros los artistas más aclamados (quienes, a su vez, también se mantenían segregados). Este ambiente está magníficamente reflejado en la gran película de Coppola sobre el Cotton Club, sin duda el local de este tipo más famoso durante las décadas de los veinte y treinta. Justamente contra ese segregacionismo absurdo se rebeló Josephson con la apertura del Cafe Society, "el lugar equivocado para la gente correcta", como lo definió un periodista de aquellos años.

En ese local neoyorkino, a principios del 39, estaba actuando la joven Billie Holiday, "descubierta" apenas unos años antes por una de las personas que más contribuyó al desarrollo de la música popular americana, John Hammond (quien, un cuarto de siglo después también "descubriría" a Bob Dylan). Se cuenta que Meeropol le dio a leer la canción a Josephson y le pidió que Holiday la interpretara. El dueño del club dudó pues, aunque le emocionó el texto "hasta las lágrimas", tenía miedo de que provocara represalias. Sin embargo, se lo enseñaron a Billie y ésta, con algunas reticencias iniciales (parece que le traía recuerdos dolorosos) se animó a cantarlo, con ese tono rabioso que no ha sido superado en ninguna de las múltiples versiones que tantos otros han hecho de este tema. Poco después, en abril del 39, Holiday quiso grabar la canción en Columbia, pero hasta Hammond se asustó de las consecuencias. Así que, con un permiso especial de la discográfica que la tenía contratada, fue a Commodore y les cantó el tema a cappella dejando al productor tan emocionado que se atrevió a sacar el single (así estaban las cosas por aquellos tiempos). A partir de ahí, la canción se convirtió en un fijo del repertorio de Lady, que solía dejarla para el final de sus actuaciones, negándo bises para que la gente meditase sobre el texto (si bien, hubo no pocos que no cogían el mensaje y pensaban que se trataba de un temilla frívolo y sexi). Strange Fruit se convirtió así en uno de tantos símbolos de la lucha antisegregacionista y por los derechos civiles que alcanzaría su máxima intensidad en los sesenta e influyó decisivamente en el renovado movimiento folk de esa década y en muchos artistas de generaciones posteriores (me viene ahora a la cabeza la magnífica Four Women de Nina Simone, sobre la que ya escribí en este blog).

Pero creo que ya me he enrollado bastante y de lo que se trata es de oír esta canción que escuché por primera vez hace casi treinta años y que la tenía bastante olvidada hasta que ayer, ordenando CDs y pasándolos al disco duro, volvió a golpearme y a traerme viejos recuerdos. Tras el video va mi traducción (para los que quieran leer el texto original, pinchar en la wiki).



Los árboles sureños dan una extraña fruta
Sangre en las hojas y sangre en la raíz
Un cuerpo negro se balancea con la brisa
Extraña fruta colgando de los álamos.

Bucólica escena del galante Sur
Ojos desorbitados y bocas torcidas
Aroma de magnolias dulce y fresco
Y el repentino olor a carne quemada.

He aquí una fruta para que los cuervos la desgarren
Para que la lluvia la acopie, para que el viento la sorba
Para que el sol la pudra, para que un árbol la suelte
He aquí una extraña y amarga cosecha.

CATEGORÍA: Canciones y otras líricas

jueves, 20 de mayo de 2010

¿Por qué escribo en primera persona?

Nota previa: Como este post viene inspirado por Lansky, justo es que la banda sonora sea elegida con la intención expresa de que le guste (a ver si acierto) y, siguiendo un consejo de Strika, cambio mi costumbre y la paso del final al principio.


Concierto de Aranjuez (part 1) - Miles Davis (Grabación en vivo en el Carnegie Hall, 1961)

En el post anterior, Lansky me comenta que a veces le sobresalta mi "manía" de escribir en primera persona y, la verdad, es que me ha hecho pensar porque, así a bote pronto, no tengo nada clara la razón por la que, en ciertos relatos, elijo esa forma pronominal. Como paso previo para investigar mis propios motivos, compruebo que Lansky tiene razón. Chequeando sólo los posts de lo que va de año, he asumido como narrador la personalidad de Rudolf Höss, el SS que estuvo a cargo de Auschwitz, del Braghettone, un pintor que ha pasado a la historia por tapar genitales en el Juicio Final de Miguel Ángel, de un cura imaginario del siglo XVI enfrentado al grave problema teológico de si comer huevos rompe la abstinencia, de un anónimo predicador que expresa su propia versión de la herejía bogomila, de la mujer de Lenin preocupada por los manejos de Stalin, del dios Pan desmitificando a la casta Penélope homérica, de una chica algo despendolada que habla de la mala suerte de su novio y de un carnicero maltratador que recibe de su propia medicina. O sea, ocho sobre cuarenta y cuatro que, casi casi, es uno de cada cinco, proporción lo suficientemente relevante como para conceder que no anda muy desencaminado Lansky usando el término manía.

Por cierto, en el sentido que Lansky la emplea, manía vendría a ser sinónimo de hábito obsesivo e incluso patológico o, cuando menos, una inclinación excesiva hacia algo. Interpreto (y asumo a modo de hipótesis previa) que a juicio de Lansky escribo en primera persona más de lo que sería conveniente o, si se prefiere, sobrepaso un límite a partir del cual dicha abundancia pasa a ser considerada excesiva. Por supuesto, interpreto también que Lansky se refiere a los escritos en los que estoy "suplantando" otra personalidad (no, obviamente, en los que hablo yo mismo). La "manía" consistiría pues en abusar de esa suplantación. Si me fijo en cuáles son los personajes cuya voz (y personalidad) he hecho mías, compruebo no sólo que en nada se me parecen, sino que en la gran mayoría de los casos me resultan poco simpáticos, cuando no descaradamente repulsivos. ¿Puede haber en este dato alguna explicación de mi manía?

Explorando lo dicho antes quizá cabría suponer que al ponerme en el papel de esos personajes tan ajenos revelo una tendencia íntima a entenderlos. Vendría a cuento el "hombre soy, nada humano me es ajeno" de Terencio, que me impresionó en mi adolescencia a través del comentario que a esta locución hacía Unamuno. Hasta un tipo tan moralmente repugnante como Höss, por citar mi última "encarnación", estaba hecho con la misma materia que yo, tenía las mismas conexiones neuronales y, para los que en ella crean, guardaba un alma como la mía. Imaginarse, aunque sólo sea durante el rato que tomo prestadas sus voces, que soy cada uno de esos tipos tal vez sea un ejercicio de exploración de mi propio yo. Ejercicio que espero inofensivo; de momento no he sentido la menor tentación de quemar judíos, predicar la abstinencia (sexual y carnívora), maltratar mujeres o cualquier otra de las actividades de mis protagonistas.

Tampoco habría que descartar que la elección de la primera persona obedezca en alguna medida a una vanidosa voluntad efectista. Este posible motivo me lo sugiere el sobresalto que dice Lansky que le producen los relatos en los que recurro a prestar mi voz al personaje. Sin duda, una misma historia, y más si es truculenta, tiene mayor impacto cuando quien la cuenta es el protagonista. Pues sí, puede ser que, sin ser del todo consciente, haya en mi decisión irreflexiva el deseo de sacudir a mis escasos lectores, si bien considerando los pobres resultados (en términos cuantitativos) obligado es concluir que no es una táctica muy eficaz o soy bastante torpe en su empleo.

Pero he de hacer constar que las explicaciones anteriores, así como cualquier otra que yo o quien sea pueda aventurar no pasan de ser una especie de divertimento de introspección carente, desde luego, del más mínimo rigor analítico. Porque lo cierto es que cuando se me ocurre algún relato casi al mismo tiempo me viene impuesta la voz del narrador. Así que no me atrevería a decir si las causas hay que buscarlas en algún rincón remoto de mi carácter o en los caprichos de las modestas musas que me inspiran esas historias.

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

lunes, 17 de mayo de 2010

Triángulos púrpuras

Esta madrugada me ha tocado asistir a un espectáculo rayano en lo insoportable. En los meses que llevo en Sachsenhausen, y en mi calidad de ayudante del comandante del campo, he tenido que ocuparme de varios fusilamientos; no sólo ordenar abrir fuego al pelotón, sino también dar el tiro de gracia al condenado. Ya he visto pues muchas formas de afrontar los últimos instantes, desde las más miserables hasta las más dignas, pero hasta hoy no me había encontrado con gente que, llevada de su fanatismo religioso, mostraba la más exultante alegría ante el paredón.

Se trata de esos locos que denominamos estudiosos de la Biblia, cristianos que se llaman Testigos de Jehová, y cuyas doctrinas radicalmente pacifistas les han llevado a una oposición frontal con el estado nacionalsocialista. No pienso que sean malas personas, ni siquiera creo que sus idearios, en otros momentos, tendrían que ser incompatibles con la sociedad alemana que nos esforzamos por construir. Muchos de ellos no son más que ingenuos campesinos de la Prusia oriental. Sin embargo, sus almas bondadosas han sido campo fértil para las insidiosas manipulaciones de nuestros enemigos, quienes han sabido aprovechar su buena fe para enfrentar sus creencias con los valores incuestionables del patriotismo.

Verdad es que, desde los primeros tiempos de nuestra conquista del Estado, los pastores de esta secta han ido manifestando sus críticas a la inevitable y necesaria política del partido, pero tampoco eran mucho más molestos que los representantes de otras iglesias y quizá, si no hubiera existido el envenenamiento malintencionado que desde el exterior han azuzado nuestro adversarios, hasta se hubieran podido alcanzar acuerdos con los Testigos similares, por ejemplo, a los pactados entre nuestras autoridades y los católicos. Las cosas cambiaron de golpe, en todo caso, a partir del reciente inicio de esta guerra que habrá de significar la liberación definitiva de Europa bajo la supremacía alemana. Los de Jehová se negaban casi todos a las órdenes de reclutamiento, algo que bajo ningún concepto puede ser admitido en estado de guerra.

Así, desde el otoño pasado han estado llegando a Sachsenhausen cada vez más de estos individuos; son ya tantos que se han convertido en una categoría propia, merecedora de su propio color distintivo: un triángulo violeta cosido en sus chaquetas carcelarias nos permite identificarlos rápidamente. Su comportamiento en el campo no ha cesado de crear conflictos, debido a la implacable terquedad con que se niegan a hacer cualquier tarea que consideren que colabora con la actividad bélica. Contestan que ellos no obedecen a los hombres sino a Dios y que Dios les prohíbe contribuir al mal. Por supuesto esos actos de indisciplina son duramente castigados, pero poco ganamos, pues los muy locos aceptan encantados los sufrimientos ya que de esa manera, dicen, dan mayor testimonio de Jehová y se hacen más merecedores de su reino.

No sé si de Jehová, pero es verdad que sí dan testimonio de una actitud de rebeldía que muy mal ejemplo aporta, tanto entre los reclusos como entre nuestros propios guardias y soldados. Por eso, incluso a disgusto, no nos ha quedado otro remedio que la condena a muerte de los más recalcitrantes y, como ya he dicho, esta madrugada le ha tocado el turno a la primera tanda de ellos. Anoche, yo mismo hube de leerles en su celda el veredicto del Reichsführer. No fui capaz de esconder mi estupor viendo cómo esos maltratados y famélicos seres, al entender que estaban a punto de morir, caían de rodillas, las manos alzadas en plegaria al cielo, y gritaban cánticos religiosos de alegría. Todos estaban felices, casi se diría que no podían dominar su impaciencia por correr hacia el paredón. Gracias, Señor, clamaban, por contarnos entre tus elegidos. Y los que no oían su nombre entre los condenados, me suplicaban que también me los llevara. La situación derivó en pocos minutos en una especie de extraño tumulto martiriológico y mis SS tuvieron que emplear la máxima dureza para separar a los seleccionados de sus compañeros y apartar a éstos, antes de lograr salir del barracón.

El fusilamiento de este grupo de "elegidos" fue penoso, demoledor para la moral de los hombres que participamos. Los fanáticos se negaron a ser atados y, cogidos todos de las manos, se colocaron voluntariamente contra el muro, cantando sus himnos religiosos. Sus miradas extraviadas revelaban una luz gozosa que asustaba, las sonrisas de felicidad brillaban en sus rostros. Sobreponiéndome yo mismo a una dolorosa sensación de parálisis, hasta tres veces tuve que gritar la orden de fuego antes de que los SS dispararan y aún así hubo dos de ellos que ni apuntaron sus fusiles (están naturalmente pendientes de castigo). El resonar de las descargas rompió por fin ese hechizo insoportable y pude acercarme a los cuerpos abatidos para dar a cada uno de ellos el preceptivo tiro de gracia. Apunté a los rostros, para borrar ese aire de beatífica felicidad que incluso muertos todavía conservaban.

Y pensar que a esta gente le bastaría con firmar un papel para ser liberados. Pero, salvo casos muy aislados, apenas conseguimos que traicionen sus creencias, ni siquiera que, al menos, las escondan. Habremos de matarlos a todos y habremos de hacerlo con la máxima discreción y premura, pues sus comportamientos, tanto en los campos como ante la muerte, producen muy perniciosos efectos. Y, sin embargo, cuánto debemos aprender de ellos. Esa fe fanática en las propias creencias es la que debe animarnos a todos. De hecho, como nos dijo ayer Eicke en su discurso, nosotros, los SS, la vanguardia ideológica del nacionalsocialismo, habríamos de tomar ejemplo de estos Bibelforscher. Lástima que estén equivocados. No son pocos ni fáciles los esfuerzos que nos han tocado en estos tiempos de lucha.

(Recreación a partir de la autobiografía de Rudolf Höss)


Vocalise, pour l'Ange qui annonce la fin du Temps - Messiaen (Cuarteto para el fin de los tiempos, 1940)
CATEGORÍA: Personas y personajes

domingo, 16 de mayo de 2010

Ajetreo y gatillazo

Esta semana que hoy acaba será probablemente, en mi concurso personal, una de las candidatas a la más agobiante del año. Compruebo en mi agenda que han sido doce reuniones (incluso dos simultáneas pues se me empieza a exigir capacidad de desdoblamiento espacial), cuatro almuerzos de trabajo, tres conferencias (a técnicos de una empresa pública, a los vecinos de un barrio especialmente conflictivo y a una delegación de uruguayos interesados en algunas de las cosas que hacemos), cinco aviones (el sexto será esta tarde) … En medio de todo este ajetreo, intentar que las tareas cotidianas cuya ejecución me compete vayan saliendo medianamente bien y, a la vez, ir apagando los fuegos que continuamente van prendiendo por los más nimios motivos, que a la gente le encanta disparar primero y preguntar después. Para colmo, a pesar de que el balance general de la marcha de los trabajos es más que positivo, al concejala de urbanismo se ha agarrado una bronca descomunal conmigo debido, parece ser, a que no estoy disponible para ella las veinticuatro horas del día de los siete días de la semana y a que tampoco le resuelvo los problemillas que, sin ninguna planificación, me va planteando a salto de mata cada vez que le surgen.

Aunque creo que no lo llevo demasiado mal, lo cierto es que en la empresa en la que me integro, dadas las circunstancias, hemos decidido que hay que dar un puñetazo en la mesa y plantearle un ultimátum al Ayuntamiento: o se cambian las actitudes ante el trabajo, recuperando unas reglas mínimas de respeto que se están perdiendo (en parte a causa, por paradójico que parezca, de nuestro buen funcionamiento y disponibilidad hacia ellos) y encauzando las relaciones en un programa temporal pactado entre ambos, o adiós muy buenas. Dudo que el alcalde, quien en el fondo sabe que estamos trabajando bien y que está sacando buenos réditos de la revisión del plan general, acepte el órdago, pero ya veremos qué pasa mañana por la tarde …

Pero el suceso más relevante de la semana ha acontecido en mi visita al urólogo y, en concreto, en la “flujometría”. Me levanto el viernes a las siete sabiendo que no he de orinar; bebo, con aversión, cuatro vasos de agua; a las nueve y media estoy en la consulta y tras un cuarto de hora de espera la enfermera me hace pasar para la prueba. Se trata de orinar en una especie de embudo dotado de los correspondientes sensores que miden la intensidad, duración, frecuencia y otras más variables del flujo. Como es natural, tenía tremendas ganas de vaciar la vejiga. Sin embargo, no me salía nada. Tras un tiempo cae un chorrito ridículamente corto y flojo; pasa un rato y me viene un segundo de similares características; y luego un tercero y un cuarto, siempre patéticos. La enfermera me pregunta si normalmente es así mi micción y le aseguro, sin mentir, que en absoluto y que no entiendo qué me ocurre. Me recomienda que vuelva a la sala de espera, aproveche para beber abundante agua (así lo hice) y que repitamos la prueba una media hora después. Nunca segundas partes fueron buenas y, en este caso, la regla se cumplió en los términos más deprimentes, pues apenas logré un minimísimo chorrito, esta vez en presencia del propio urólogo. El hombre, no obstante, le quitó importancia diciendo que se trataba del conocido (para él, no te jode) fenómeno de la “orina inhibida”; luego mi cuñado médico me diría que también lo llaman el “síndrome de la bata blanca”.

Salgo hacia las once de la clínica camino de una de las reuniones a las que ya me he referido y aprovecho para meterme en un bar y pedir un cortado. Mientras me lo preparan entro al baño y meo un chorro espectacular, lo cual, si bien tranquiliza mis tendencias hipocondríacas, me genera una irritante sensación de estupidez. Esa mañana volví al baño tres veces más, todas ellas con resultados que habrían sido estupendos en la dichosa flujometría. En fin, también existen los gatillazos urinarios.

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

lunes, 10 de mayo de 2010

¿Deben mantener los políticos sus promesas?

Todos admiramos a aquéllos que viven de modo íntegro, sin dobleces en sus conductas. Sin embargo, la experiencia demuestra que triunfan quienes actúan engañosamente y no en cambio los que proceden con lealtad. Por eso, el político prudente, si advierte que atenerse a sus palabras redunda en su perjuicio, no sólo puede sino que debe apartarse de ellas. Quien considere detestable este precepto ignora la naturaleza de los hombres, pues cualquiera está siempre dispuesto a faltar a sus compromisos si, teniendo la ocasión, así le conviene, lo cual autoriza moralmente al político a hacer lo mismo. Pero, siendo lícito el engaño, es necesario que el político encubra el incumplimiento de sus promesas con astucia y habilidad de fingimiento. No es difícil, ya que nunca faltan razones para justificar la desviación de la palabra dada.

No se piense que sólo los deshonestos pueden ser buenos políticos; casi diría que, por el contrario, quienes son de carácter falso y así actúan de continuo no obtendrán en los más de los casos sus objetivos. De hecho, un político puede ser fiel y leal en su corazón y estas virtudes hasta le resultarán provechosas siempre que esté dispuesto a desviarse de ellas cuando los vientos lo exijan. Debe comprender que, incluso mientras miente (sobre todo entonces) debe aparentar que sigue siendo íntegro y, para ello, nada mejor que la honestidad radique en su alma. De tal modo serán convincentes sus palabras y protestas de buena fe, aunque haga lo contrario de lo que está prometiendo.

Así pues, procure el político cumplir sus promesas pero sin dudar en apartarse de ellas en las frecuentes ocasiones que, de seguirlas, pondría en riesgo su permanencia en el poder. Téngase en cuenta que los hombres juzgan en función del resultado de las acciones y por tanto, si un político acierta (o consigue que sus actos se perciban como tales) se tendrán por honrosos los medios que ha empleado y se olvidarán las promesas previas, ya que el vulgo siempre se deja seducir por el éxito.

Los anteriores párrafos son una adaptación personal del capítulo XVIII de El Príncipe, de Nicolò Machiavelli, escrito en 1513. Este tan conocido (y poco leído) libro se considera la primera obra que trata del poder como es y no como debería ser y, por tanto, piedra fundacional de lo que se ha dado en llamar "ciencia política", bajo cuyos enfoques seguimos. Ha llovido mucho en este casi medio milenio y, sin embargo, qué actuales parecen estos "consejos". Por cierto, el modelo de Maquiavelo no era, como suele decirse, el arrogante y desventurado César Borgia sino nuestro Fernando el Católico, más listo que el hambre el tío. Y la canción que a continuación suena, aunque traída por los pelos, es para Lansky, para demostrarle que me gusta el viejo Cash, incluso cantando un tema de Marley.


Redemption Song - Johnny Cash (Unearthed, 2003)

CATEGORÍA: Política y Sociedad

sábado, 8 de mayo de 2010

Otro accidente absurdo

Jerome, el protagonista de un breve relato de Graham Greene (Un accidente absurdo), es un escolar de nueve años interno en un colegio privado inglés. Una mañana, le llama el director para comunicarle que su padre ha muerto en Nápoles aplastado por un cerdo que le cayó encima desde un balcón. Este "accidente absurdo" y, sobre todo, la hilaridad de cualquier interlocutor cuando se entera, marca la personalidad del chaval. El cuento "acaba bien": cuando años después, una tía suya le cuenta a su novia el desdichado suceso, Sally, en vez de estallar en la habitual risa incontenible, expresa la más sincera de las aflicciones. Jerome se siente redimido de todos sus fantasmas y la besa apasionadamente.

Leí esta historieta en mis años adolescentes (junto a muchos libros de Greene) y, no sé por qué, se me quedó siempre grabada. Esta semana me volvió a la mente a raíz de una noticia local. Un hombre de cincuenta y siete años, residente en el municipio tinerfeño de La Victoria de Acentejo, murió a resultas del disparo de una escopeta que formaba parte de un sistema de seguridad que él mismo había instalado en su vivienda. Volvía a su casa y se olvidó de desactivar el mecanismo de alarma, lo que le permitió comprobar que su invento funcionaba. Es fácil barruntar cuáles serían sus últimos pensamientos. El tipo, que vivía solo, tenía que estar mal de la sesera (así han declarado los familiares) y, desde luego, mejor que haya sido él la víctima de su locura que cualquier otro.

Me pongo en el lugar de un posible hijo de este hombre, sufriendo en el colegio el cachondeo inmisericorde de sus compañeros. Un chaval que, con el transcurso del tiempo, al igual que el Jerome de Greene, irá elaborando distintas versiones sobre la muerte de su padre con las que ocultar su vergonzoso patetismo. Contará, por ejemplo, que una noche el sistema de seguridad despertó al padre y éste se enfrentó a unos intrusos armados quienes lo mataron a quemarropa; y mientras lo hace, espiará cualquier indicio de sospecha en su interlocutor, temeroso de que la ominosa verdad lo precipite de nuevo al ridículo. Y a lo mejor también este imaginario hijo encuentra la redención de sus miedos gracias al amor.

Si es que, antes de hacer gilipolleces, hay que pensar en las consecuencias, y no sólo en las que caerán sobre uno mismo. Confiemos en que este hombre no tuviera hijos en edad escolar.


Pigs on the wind (part One) - Pink Floyd (Animals, 1977)

jueves, 6 de mayo de 2010

Información pública

Uno (exaltado): ¿Cómo se les ocurre proponer eso ahí? Es un completo disparate.
Yo (conciliador): Bueno, eso de disparate será según qué opiniones.
Uno (tajante): Pues no. Yo creo que objetivamente es un disparate.

Un segundo: Ustedes nos han engañado, siempre mienten.
Yo: Pero si cuando se discutieron las alternativas, en su zona mayoritariamente dijeron que no querían más asfalto, que el suelo siguiera siendo agrícola.
El segundo: Pero suponíamos que podríamos seguir construyendo al borde de la carretera, como en el Plan actual.

Un tercero: Pues ya estamos preparando una campaña que se va a enterar el Ayuntamiento.
Yo: Pero si lo que estamos enseñando es un borrador, para que los vecinos opinen.
El tercero: Ya, eso dicen, pero tú sabrás lo que estáis ocultando. Que sepas que soy periodista.

Un cuarto: Como al final esos terrenos salgan edificables, al Ayuntamiento le va a salir caro con la de indemnizaciones que tendrá que pagarnos porque devalúa el valor de nuestras propiedades (chalés que están enfrente de unos suelos baldíos que se está estudiando pasar a urbanizables).
Yo: Hombre, que yo sepa el cambio en la ordenación urbanística no genera derechos indemnizatorios (hay excepciones en que sí, pero no venían al caso).
El cuarto: ¿Qué no? Hay muchísima jurisprudencia. Te lo digo yo, que soy abogado.

Un quinto: Mucho decir el alcalde que se quería hacer un Plan consensuado con los ciudadanos y yo había pedido que en mi barrio permitieran cuatro plantas de altura y veo que siguen poniendo sólo dos.
Yo: Es que en su barrio, prácticamente la totalidad de las manzanas son de dos plantas.
El quinto: No, algunos hemos construido una tercera. Y me ha dicho un abogado que para que para poder legalizarla (en realidad, para que no se la demuelan, pues le han abierto expediente disciplinario) tienen que subir la altura en el Plan.
Yo: Pero entonces, usted la ha construido sin licencia ...
El quinto (interrumpiéndome ofendido): ¿Y eso qué tiene que ver? La cuestión es que ustedes tienen que hacer el Plan que los vecinos quieren.
Yo (procurando no entrar al trapo): ¿Y para qué quiere una cuarta planta?
El quinto: Pues para cuando se case mi otra hija.

Una señora mayor: He traído los papeles porque no estoy de acuerdo con lo que me dicen.
Yo: Bueno, ya sabe que esto es un borrador en el que estamos trabajando. Se trata, justamente, de que nos hagan llegar sus opiniones para poder mejorarlo entre todos. A ver, dígame por dónde está su casa y vemos en el ordenador lo que se propone.
La señora: ¿Qué importa mi casa? Además, no es mía, vivo de alquiler. Con lo que no estoy de acuerdo es con la declaración que me han enviado. Ustedes están para atender sobre el borrador, ¿verdad?
La hija de la señora: Mamá, que ya te dije que el borrador de aquí no era el de la renta.

Y así, muchísimas más ...


Going, Going, Gone - Steve Howe (Portraits of Bob Dylan, 1999)

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

miércoles, 5 de mayo de 2010

Pornografía del Cinquecento

Con motivo de mi anterior post, se me despertó la curiosidad por Pietro Aretino de quien nada había leído pese a haberme topado con su figura en diversas ocasiones. Probablemente, si le hubiese tocado vivir en nuestros días, el de Arezzo habría triunfado en cualquier cadena televisiva escandalizando al personal y arriesgándose a continuas querellas por difamación y a alguna que otra paliza. Aunque no me resulte demasiado simpático, debe admitírsele abundante ingenio y sobrado sarcasmo. Como es tradicional con los bufones, encontró siempre, a cambio de combinar astutamente adulaciones y chanzas, quienes lo protegieran, desde papas a grandes príncipes de la Europa renacentista. Si hasta Carlos V, tan religioso, llegó a calificarle de divino, no extraña que su vanidad la tuviera inflada en exceso y se considerara a sí mismo oráculo inefable de la verdad.

Su obra, desde luego, no ocupa puestos de renombre en la historia de la literatura, mas sin embargo no fue sólo moda de un momento. De hecho, hasta el XIX sus sonetos lujuriosos seguían escandalizando a los bienpensantes y pasándose de mano en mano para regocijo de pajilleros y libertinos. Me permito traducir dos de ellos (pido disculpas de antemano) para que se aprecie el estilo (aquí pueden leerse los originales italianos).

–Follemos, alma mía, follemos presto
Porque todos por follar hemos nacido
Si mi polla adoras, yo tu coño admiro
Que un coñazo sería el mundo sin esto.

Y si post mortem follar se pudiera
Diría follemos hasta que muramos
Pues así tanto Adán y Eva follaron
Que la muerte les pareció traicionera.

–Mucha verdad es, porque si esos tunantes
no hubiesen comido aquel fruto tan pravo
bien se habrían desfogado los amantes.

Pero basta de cháchara y no seas vago
Clávame la polla todo lo que aguantes
Que mi alma nace y muere por tu rabo

–Ya voy, y te pido si no te es enfado
que entren hasta los cojones en el coño
que de mi placer den también testimonio.


Después de mi traducción (que me ha costado porque se trata de un italiano algo rebuscadillo y porque me he forzado a conseguir rimas y métricas, incluso a costa de variar muy ligeramente alguna frase) he encontrado varias webs donde otros aportan sus versiones castellanas. Hay una que es formalmente mucho más correcta que la mía (en la rima, que hace consonante, y en la métrica, pues consigue endecasílabos) pero cambia demasiado las frases y, lo que me parece mucho más grave traición, elude los términos procaces y directos característicos de los sonetos. También puedo remitir a otra que ha seguido el criterio contrario (más acertado a mi juicio) pero que, a cambio, se ha despreocupado de las rigideces formales (y tiene la ventaja de ser bilingüe). En fin, aunque sin duda mi versión es manifiestamente mejorable, no aprovecharé estos hallazgos a posteriori para cambiar la traducción inicial.

La cosa es que la inspiración para estos tan elegantes sonetos la encontró el Aretino deleitándose la vista con dieciséis dibujos que había hecho en 1524 Giulio Romano, un arquitecto especialista en decorados. Giulio hizo los dibujos como ensayos para unas pinturas con las que su mecenas, Federico II Gonzaga, deseaba adornar el Palazzo Te, la villa de recreo que le estaba construyendo a las afueras de Mantua. Los dibujos representaban distintas posturas sexuales (un kamasutra renacentista, vamos) que no llegaron a materializarse como serie completa en las paredes del palacio, aunque supongo que el óleo Júpiter seduciendo a Olympia que adornó la Sala de Psyche en el banquete que se celebró en honor de Carlos V (y que ahí sigue todavía hoy) fue pintado por Romano a partir de alguno de los diseños previos. Como fuera, los dibujos llegaron a manos de Marcantonio Raimondi, el más famoso grabador de la época, quien los convirtió en grabados posibilitando su publicación en forma de un album que se denominó I Modi, básicamente un catálogo de posturas sexuales. Así los conoció el Aretino que quedó absolutamente fascinado, tanto que viajó a Módena para ver los dibujos originales, para sorpresa de Romano que no sabía que circulaban con gran escándalo y secreto disfrute de muchos mirones. Debió ser tan grande el impacto de las posturitas que Clemente VII encarceló a Raimondi y ordenó secuestrar y quemar todos los ejemplares, con tan gran eficacia que parece que no ha sobrevivido ninguno (y mucho menos los dibujos originales). Las versiones que actualmente conocemos son copias, de dudosa fiabilidad, realizadas por un curioso aventurero y de miscelánea erudición que se presentaba como el conde de Waldeck. Este personaje hizo unos nuevos grabados según él a partir de calcos de veinte originales de Raimondi que encontró en 1831 en un convento cercano a Palenque donde estaban en depósito (hasta en México se habrían difundido las estampas pornográficas). La resucitación de los Modi supuestamente cuasi-originales tuvo enorme éxito en el pudoroso e hipócrita XIX y fomentó la proliferación de literatura erótica ilustrada, por más que se difundiera con la debida discreción.

Entre paréntesis y para quien le interese, Siruela editó hace un par de años un libro titulado I Modi y los sonetos lujuriosos en el que reproduce los grabados de Waldeck con los sonetos del Aretino, además de algunos textos críticos sobre los dibujos y sus influencias en el arte erótico. Lo estuve hojeando el fin de semana pero no me decidí a comprarlo.

No es éste, desde luego, el primero ni el último ejemplo de interrelación entre literatura y arte, que en uno de los terrenos en el que encuentran mejor ayuntamiento (y nunca mejor dicho) es en el del erotismo. Sumar dos fuentes de excitación resulta más efectivo que una sola para estar en mejor disposición en los entretenimientos sexuales. Agotados por el celo eclesiástico los ejemplares originales de los sonetos del Aretino con los grabados de Raimondi, no pasó demasiado tiempo para que aparecieran nuevas ediciones ilustradas, siendo la más famosa la que incluía la serie confeccionada por Agostino Carracci hacia finales del XVI. Durante el XIX y el XX, los sonetos han sido objeto de múltiples ediciones y varios artistas las han ilustrado. Personalmente, de todas las que he podido ver durante estos días, las que más me han gustado han sido las hechas por Édouard-Henri Avril en 1892, quien también ilustró la conocida (y recomendable) Fanny Hill. Pero hay bastantes más ejemplos, incluso muy recientes ya que parece que, en los últimos años, el Aretino vuelve a ponerse de moda, aunque sólo como pretexto (innecesario) para dignificar las representaciones explícitas del amplio abanico de cópulas humanas que desde siempre hemos venido ensayando.

Acabo ya. Estos sonetos son, sin duda, la obra más famosa del Aretino, pero ni mucho menos la única, que no puede acusársele de poco productivo. Era un plumífero habilidoso cuya literatura, descaradamente oportunista, le sirvió para vivir como le dio la gana y ganarse un prestigio y un respeto, no exento de temor a sus críticas, de lo más rentable. Su burlón pragmatismo, que no quita una buena dosis de vanidad, contribuyó, mediante la caricatura satírica y obscena, a la superación de la moral escolástica medieval o, si se prefiere, encontró en el nuevo clima ético de la Italia renacentista el caldo de cultivo para poder exhibir sus dotes (que no es fácil discernir las causas de las consecuencias). Claro que enseguida vendría Trento y el Aretino iría a parar a la lista de los escritores malditos, lo que, al fin y al cabo, siempre ha sido una marca de distinción. En todo caso, y enlazo como mi anterior post, no deja de indignar que este tipo fuera uno de los principales instigadores de las acusaciones de inmoralidad contra Michelangelo Buonarroti. En fin ...


When I look in your eyes - Outkast (Idlewild, 2006)

CATEGORÍA: Personas y personajes

domingo, 2 de mayo de 2010

Il Braghettone

Es triste para un artista que su nicho en la posteridad lo deba a haber mutilado la obra de un genio. Me llamé Daniele Ricciarelli, pero apenas hay quien recuerde mi nombre. Soy ya para siempre el "Braghettone", el infame que cubrió las partes pudendas de algunos de los personajes del Juicio Final, el gran fresco de la Capilla Sixtina, el que traicionó al divino Michelangelo, su maestro y amigo. Y sin embargo, nadie dice que fue el propio Miguel Ángel quien me pidió, ya muy enfermo, que fuera yo quien se ocupara de tan ingrata tarea.

Buonarroti estaba culminando el grandioso fresco cuando lo conocí. Tenía sesenta y cinco años y yo en poco pasaba de los treinta. Llevaba ya algunos años en Roma y era todavía un aprendiz que ayudaba a los consagrados en las pinturas al fresco, por aquellos tiempos los encargos más lucrativos de la Iglesia renacentista. ¿Cómo olvidar aquella mañana? Contratado como asistente de Bonaccorsi, a quien llamaron Perino del Vaga, estaba retocando algunos detalles del San Mateo en una de las capillas de San Marcello, aún en reconstrucción. El infernal estruendo de las obras me impidió oír la entrada de mi maestro acompañado de cuatro o cinco personas, y tuvo que gritar varias veces para hacerse notar y ordenarme que bajase del andamio a saludar al notable visitante. Imaginad mi emoción al reconocer a mi más admirado artista, ese hombre feo (cabezón, de cabellos desagradablemente ralos, nariz chueca) que creaba la mayor belleza que los siglos han visto hasta ahora. ¿Falto a la modestia si digo que Miguel Ángel ensalzó mis trazos?

Mi amor fue pagado con su amistad durante los siguientes veinticuatro años, que hasta en su muerte quiso que le asistiera. Evoco con nuevas lágrimas las que derramé mientras, a partir de su máscara mortuoria, modelaba el busto que fue mi humilde homenaje. Fui uno de los que ayudé a trasladar su cuerpo desde Roma a Florencia, envolviéndolo en un fardo de tela oculto dentro de un carro, pues temíamos que los jerarcas vaticanos impidiesen el deseo del genio de reposar en la ciudad de su infancia. Estuve entre los que portaron el ataúd desde la Compagnia dell'Assunta hasta la Basílica de la Santa Croce, nocturno desfile multitudinario alumbrado por infinitas antorchas. Asistí desolado al solemne funeral en la Iglesia de San Lorenzo, presidido por el Duque Cósimo de Medici. Y volví a una Roma que me parecía vacía, a penar mi dolor y mi penitencia que, Dios así lo quiso, no duraron mucho; sólo dos años de tristeza para caer en la nada eterna, que no en el olvido. ¿Acaso merezco tan injurioso apodo?

Mas volvamos a los días en los que nuestra amistad se iniciaba. Como ya he dicho, andaba Miguel Ángel encerrado en la Capilla Sixtina, a la que hasta el propio Papa tenía prohibida la entrada: nadie había de ver su obra hasta que la considerase acabada. Sin embargo, desde hacía tiempo circulaban por la ciudad demasiados rumores sobre el fresco y Buonarroti hubo de acceder a enseñarlo a Paulo III y a algunos otros. También yo estuve allí y doy fe de que el pontífice quedó impresionado ante la majestuosa belleza de las escenas, sin mostrar ápice de escándalo (no en vano era un Farnesio, gustador de todos los placeres). En cambio, el bobalicón de Messer Biagio de Cesena, el maestro de ceremonias de la corte vaticana, se atrevió a calificar esa obra maestra como propia de un burdel, de tantos desnudos que exhibía. Le contestó Miguel Ángel que no se preocupara por la pequeñez de una pintura cuando tantos pecados y desórdenes había en nuestros tiempos. Mejor haría la Iglesia, añadió con su altivez característica, en afanarse por arreglar el mundo, que es harto difícil, antes que retocar las imágenes de un muro. Ya imaginaba el maestro lo que habría de suceder y hasta diría que lo incitaba, como si tales mezquinas hipocresías no le concerniesen. Aun así, pocos días más tarde, añadiría el retrato del insolente en el ángulo inferior derecho, que corresponde al infierno, representando a un Minos con orejas de asno y una serpiente enroscada. El de Cesena, corrió a quejarse al Papa para que ordenase al artista que corrigiese esa afrenta, pero Paulo, que encontró graciosa la broma, le contestó que su poder sólo alcanzaba a sacar cristianos del Purgatorio.

El Juicio Final se mostró al público en la solemne misa de la Navidad de 1541 y, si ya Miguel Ángel era considerado el más grande artista de la cristiandad, gracias a esa maravilla pasó a ser tenido por divino. Se dijo por aquellos años que era la pintura más gloriosa jamás hecha en todo el mundo. Los Tramezzino, los famosos editores venecianos que habían publicado los sermones del fanático fraile Savonarola, escribieron que "todas las maneras, todas las encarnaciones y movimientos, todas las posturas, todos los estados posibles de un cuerpo humano, todos los matices del alma, se ven expresados en los antiguos milagros y en vos, Miguel Ángel, como cosas ordinarias tan naturales, tan vivas, tan propias, que podría casi decirse que apenas la propia natura podría añadir algo". Los artistas peregrinaban hasta el Vaticano para admirar los frescos de Miguel Ángel y el Papa Paulo mostraba orgulloso su capilla privada a los más ilustres visitantes. Pero, entre la generalizada admiración, no faltaron desde muy pronto las críticas envidiosas, sobre todo las que desde Venecia profería el conocido hijo de puta (que así él mismo se denominaba) del Aretino. Vergüenza habría debido darle a ese tosco muñidor de poemas y comedietas pornográficas hablar de pudor, y justa medida de su hipocresía es esa cínica propuesta suya de velar los atrevimientos pictóricos para no escandalizar a los luteranos. No prestó oídos Buonarroti a esos graznidos, atento sólo a las preocupaciones de su genio. Pero los tiempos estaban cambiando y poderosos enemigos acechaban a la espera de su hora oscura.

La herejía luterana campeaba ya por los principados alemanes y Paulo, de natural tolerante, quiso en un principio buscar fórmulas de concordia. Hasta en dos ocasiones intentó convocar un concilio y los dos fracasos no sirvieron sino para reforzar las posiciones de los halcones vaticanos. Pocos meses después de la presentación del Juicio, el cardenal Caraffa, uno de los más encarnizados detractores de Miguel Ángel y su obra, consiguió que el Papa restableciera el Santo Oficio, que tanto daño haría. Finalmente pudo abrirse el Concilio y desde sus inicios, bajo la estricta organización de los recién llegados pero astutos jesuitas, se comprobó que no optaba precisamente por la concordia. Murió Paulo III (que descansa en la tumba que le diseñó Miguel Ángel) y fue elegido Julio III. Murió Julio III y por sólo veintidós días reinó Marcelo II. Y luego subió al solio Caraffa, muy anciano ya pero con su rabia de quince años todavía intacta. Fueron cuatro años de dura represión en Roma y, sin embargo, mi maestro y amigo no sufrió graves ofensas, por más que las esperaba con calmada indiferencia. El Papa y yo nos conocemos desde hace demasiado, me comentó durante esos días; somos de la misma edad, dos ancianos que siguen sin gustarse. Él querría hacerme daño, borrar mis frescos, romper mis esculturas ... Pero no se atreve y además no le conviene. Pero aunque no sea una prioridad urgente, te aseguro, Daniele, que incluso después de muerto (que poco nos queda a los dos para dejar este mundo) conseguirá obtener su miserable venganza.

Acertó Miguel Ángel pues, aunque murió Caraffa, poco después, bajo el nuevo Papa Pío, se reanudó el Concilio que por fin llegaría a su término. Una tarde la pesada aldaba de bronce de la casa de Marcel de' corvi resonó amenazadora y el viejo sirviente subió hasta la cámara del maestro para anunciar al visitante, un melifluo y bisoño jesuita español, cuyo nombre he olvidado. Buonarroti, ya cercano a los noventa, reposaba su dolorido cuerpo en el lecho, mientras la joven Sofonisba tocaba suavemente el laúd y yo, en un rincón de la estancia, ajustaba algunos detalles del grandioso diseño de la cúpula de San Pedro. En su áspero italiano, el sacerdote se explayó sobre las nuevas doctrinas de Trento y la necesidad de una mayor moralidad en las obras sacras cuya finalidad, así nos dijo, era mover los ánimos hacia la oración y nunca a la lujuria. Impacientado de tantos circunloquios, lo interrumpió el maestro con displicente sonrisa irónica: ¿os envían del vaticano para que autorice que pintéis taparrabos en el fresco de la Sixtina? Se trataría, signore, tartamudeó el clérigo, de aminorar algunos de los perniciosos efectos de vuestro Juicio Final sin que, por supuesto, se malograse en nada su egregio valor artísticos. ¿Perniciosos efectos? ¿A qué os referís? ¿Acaso a que hay demasiados penes y testículos y alguna que otra teta? Sí, maestro, balbuceó el jesuita, y Santa Catalina que mira lascivamente hacia las partes pudendas de San Blas ... Marchad, spagnoletto, volvió a interrumpirle Miguel Ángel, volved a vuestra bandada de cuervos negros y a los hipócritas que os alimentan; decidles que guarden la mínima decencia de no molestarme que ya poco tienen que esperar para lograr sus empeños. Y sabed, acabó irguiéndose en el lecho, que yo no corrijo hombres.

Cuando el cura se fue, Buonarroti me hizo una seña para que me acercara; pese al cansancio que ya nunca le abandonaba, se notaba el rubor de la ira en su rostro, las señales de su majestuosa indignación que siempre desplegó sin ningún temor frente a los más grandes personajes de la época. Aguardarán a que muera, Daniele, y entonces llamarán a algún braghettone de mala muerte para que mancille el Juicio. No quiero que eso ocurra, pero no está de mi mano impedirlo, tan sólo limitar los daños y quién sabe si hasta mejorar la obra; y en este punto me hizo un guiño guasón. No, maestro, contesté al adivinar de inmediato sus intenciones, no me pidáis eso; movilizaré a todos los artistas de Italia, a toda la cultura de Europa, os juro que no se atreverán. No seas ingenuo, querido (y con cariño me cogió las manos), no lograrás nada y, además, qué importa, que se alegre Caraffa en el infierno. Te aseguro que si no fuera tan viejo y orgulloso, yo mismo pintaría los taparrabos. No puedo, Daniele, pero tú sí. Estas manos tuyas saben moverse como las mías, pintarán velos que se fundirán armoniosamente en esos cuerpos que tanto escandalizan. No dejes que otro lo haga; si no te llaman, que lo harán, ofrécete tú mismo.

Tres meses después moría Michelangelo Buonarroti, el genio, mi maestro, mi amigo, mi benefactor. Como había predicho, me ofrecieron el encargo a los pocos días de mi vuelta de Florencia. Nunca ninguna de mis obras me costó tanto dolor y esfuerzo. Aupado en el andamio, lloraba mientras el pincel acariciaba las pieles nacaradas de sus ángeles, los muslos atléticos de Cristo, unas cuantas entrepiernas. A veces me creía en trance y sentía que Miguel Ángel sujetaba mi mano entre las suyas y la guiaba amorosamente. Trabajé muy despacio, deseando no acabar nunca a riesgo de encender las iras de los censores vaticanos. Al final hube de abandonar, sin haber tapado todo lo que los clérigos pedían. Ya por entonces habían empezado a llamarme el braghettone. ¿Cómo creéis que me sentía al oírlo? Gracias a Dios, no tarde mucho en morir, ya lo he dicho. Pero, casi quinientos años después, la vergüenza sigue asociada a mi nombre: Daniele de Volterra, el braghettone, sí, pero por amor.


CATEGORÍA: Personas y personajes