sábado, 30 de agosto de 2008

Sexo con el diablo (II)

Vuelvo al sexo diabólico. Sépase que los íncubos, si bien adquirieron universal fama durante la edad media cristiana, están documentados en muchas y distintas culturas anteriores. De entrada, en el capítulo 6 del Génesis, se nos dice que "cuando comenzaron los hombres a multiplicarse sobre la faz de la tierra, y les nacieron hijas, que viendo los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas, tomaron para sí mujeres, escogiendo entre todas". ¿Quiénes eran esos "hijos de Dios"? El propio San Agustín admite que se trata de los ángeles malos, de demonios que engendrarían a través de esos coitos los gigantes a los que el texto bíblico se refiere poco después. Agustín no tuvo dificultad en identificar a esos diablos bíblicos porque sabía que, en su misma época, seguían copulando con mujeres lascivas; se trata de los sátiros y faunos de las épocas clásicas. Hacia el siglo XV, que es cuando se escribe el Malleus Maleficarum para la mejor persecución de la brujería, pareciera estar bastante claro que la actividad sexual de los demonios existía desde siempre y se mantenía en plena forma. Lo curioso es que quienes gozaban de estos coitos malignos eran siempre, vistas las referencia, mujeres. Dicho de otra forma, apenas hablan los escandalizados inquisidores de súcubos que follasen con hombres.

Sin embargo, tenía que haber súcubos que copulasen con hombres aunque sólo fuera para recibir el semen que luego, vueltos ellos mismos íncubos o pasándoselo a otro íncubo, inyectarían en una mujer para engendrar así hijos diabólicos. A esta conclusión llegaba la escolástica medieval mediante sus razonamientos teológicos y no, como he dicho, porque se conocieran casos de hombres que se hubiesen apareado con súcubos (a diferencia del supuesto inverso). La argumentación de los inquisidores dominicos se basaba en que engendrar un niño es un acto de un cuerpo vivo, dar la vida procede del alma, y los cuerpos que adoptan los demonios carecen de ésta, no son, en sentido estricto, vivos. Pero, como estaba asumido que las brujas lascivas, a resultas de sus demoníacos fornicios, parían hijos, era necesidad lógica que previamente un súcubo hubiese obtenido el imprescindible semen mediante la correspondiente cópula.

Naturalmente, Kramer y Sprenger erraban, amén de contradecirse. Los íncubos y súcubos no son cuerpos inanimados o, al menos, no lo son siempre. El diablo puede, y con frecuencia lo hace, poseer un cuerpo vivo, de hombre o de mujer, y enseñoreado de su voluntad, follar a través suyo con otro hombre o mujer. ¿Cómo, si no, actuaban las más de las veces los ángeles bíblicos y los sátiros y faunos de la antigüedad? Por tanto, no es necesario ese coito "recolector" previo, ya que el semen con el que el íncubo preña a una bruja es el del hombre poseído. Entonces, ¿podríamos suponer que, dada la escasez de noticias de hombres que copulan con diablos así como la innecesariedad de tales coitos para los fines engendradores del demonio, no existen los súcubos o son escasísimos? Si así fuera, nos encontraríamos con que el diablo nos trata a los varones de forma injustamente discriminatoria, restringiéndonos el acceso a sus excelsas experiencias sexuales.

Lo cierto es que la proporción de coitos diabólicos de hombres es mínima en comparación con la de las mujeres. Naturalmente, podemos atribuir tan gran diferencia en los procesos inquisitoriales al incuestionable machismo de la sociedad medieval (y siguientes), acentuado por el hecho de que quienes organizaban esas "cazas de brujas" eran frailes de frustradas sexualidades y patológicas misoginias. Pero esta explicación, a mi juicio, no basta para cubrir la magnitud de la desproporción; la propia lógica del sistema inquisitorial habría tenido que descubrir más casos de súcubos de haber existido suficiente equilibrio entre sexos en tales prácticas. Que no haya sido así me hace pensar que, efectivamente, las mujeres follan más con demonios que nosotros. Por supuesto, aceptando provisoriamente esta hipótesis, no la voy a justificar diciendo que "como (las mujeres) son más débiles de mente y de cuerpo, no es de extrañar que caigan en mayor medida bajo el hechizo de la brujería" (Malleus Maleficarum).

Como el diablo copula con los seres humanos para seducirlos y pervertirlos, no me parece razonable que el presunto menor número de coitos con hombres que con mujeres se deba a que el sexo es tentación menos eficaz en éstos. Puedo imaginar a más de uno pronto a pactar con un Asmodeo transfigurado en bella y voluptuosa hembra que, además, ejerza con sublime maestría las artes amatorias. Por ahí no pueden pues ir los tiros y quizá hayamos de pensar que hay menos súcubos que íncubos porque el diablo, para los juegos eróticos, prefiere a las mujeres, sea por orientación sexual o por intereses procreadores. Se me ocurre, sin embargo, que parte de la explicación puede encontrarse en el diferente significado que históricamente ha tenido para hombres y mujeres el acto sexual. Hay que tener en cuenta que la relación del ser humano con el diablo es siempre de vasallaje, de servidumbre; al pactar con el Maligno, el hombre se pone a su servicio, renegando de Dios. El acto sexual, sea en la ceremonia iniciática o en posteriores aquelarres, simboliza siempre una entrega del cuerpo (además de la del alma) al Diablo. Esto encaja perfectamente en la concepción histórica de la sexualidad femenina (asumida por las propias mujeres), pero chirría más en el caso de los hombres.

Entre las historias que la Inquisición revelaba de pactos diabólicos de brujas, abundaban las de jóvenes doncellas que eran presentadas por brujas veteranas al demonio. Éste le ofrece el Pacto, prometiéndole prosperidad y larga vida a cambio de que abjure de la Fe. Si la novicia acepta el Diablo le requiere copular de inmediato, en presencia de las otras brujas, y así lo hacen con infinito deleite para ella. Pero, al margen del placer inmenso, que también lo es para el hombre que alcanza a copular con un súcubo, la mujer con ese acto siente, como difícilmente cabe pensar que lo sentiría un hombre, que se ha entregado plenamente al Diablo, que ha consumado una ceremonia de sometimiento a través del acto sexual. Pienso que esta singular capacidad simbólica del acto sexual en las mujeres que no tanto en los hombres (sobre todo si lo valoramos con perspectiva histórica) podría explicar la mayor abundancia de íncubos, porque, desde luego, el Diablo carece de orientación sexual definida o, mejor dicho, no le hace ascos a nada. También tiene su importancia el afán procreador del demonio, pero tratar este asunto nos llevaría por enrevesados senderos (otro día será).

Aun así, súcubos, haberlos haylos, por lo que no debemos (los varones) perder la esperanza de vivir alguna vez una de esas catárticas experiencias sexuales. Pero no conviene engañarse: cuesta mucho, demasiado, conseguir una cópula diabólica siendo hombre, y más en estos tiempos de descreimiento. Aunque, para ir abriendo boca, siempre se puede buscar a una bruja. Quienes han gozado del verdadero sexo sublime son capaces, a su vez, de darnos placeres que las restantes mujeres ignoran. Reconocer a las modernas brujas y acceder a sus favores es también tarea complicada pero, guardando ciertas reglas, presenta bastantes más probabilidades de éxito y, desde luego, ofrece mucho menos riesgo que la relación directa con Satán.

CATEGORÍA: Creencias y descreencias

martes, 19 de agosto de 2008

Breve paréntesis vacacional

Pasado mañana me escapo por apenas una semanita. Aterrizaré en un municipio en donde, todavía, se habla catalán; me alojaré en una ciudad cuyos coches tenían la misma matrícula que los de mi ciudad natal; recorreré una isla de montañas y playas, doce veces más extensa que ésta que habito ...

Van a continuación unas cuantas fotillos de mi destino, recogidas en internet. A mi vuelta podré poner fotos propias.


Necesito estos días de descanso porque los dos meses y medio que llevo en el nuevo curre han sido (siguen siendo) bastante intensos. Lo malo es que me voy justo antes de que hayamos de presentar una primera entrega que habrá de salir a exposición pública. Es decir, que en cuanto vuelva tendremos al menos quince días de histeria y stress colectivo. Pero, para entonces, ya habré pasado una semana de desconexión.

Pues nada, hasta dentro de poco y feliz final del verano a todos.


PS: Esta mujer nació y vivió en la isla a la que marcho; una repentina enfermedad cortó su vida en el mes de abril de este año. Tenía sesenta y un años y en su última etapa había publicado unos discos realmente interesantes. Vaya en su homenaje este tema suyo de 1997, en el idioma propio de esa isla.


CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

sábado, 16 de agosto de 2008

El odio de las masas

En L'Ancien Régime et la Révolution, dice Tocqueville que el odio del pueblo francés hacia su aristocracia alcanzó la mayor intensidad y violencia justo cuando más habían perdido los nobles su poder, cuando más débiles eran. Desde esa cita, Hannah Arendt, en su estudio sobre el Antisemitismo (Los Orígenes del Totalitarismo, Taurus 1974) afirma que "ni la opresión ni la explotación como tales han sido nunca la causa principal del resentimiento; la riqueza sin función visible es mucho más intolerable, porque nadie puede comprender por qué debiera tolerarse".

Hablamos del odio de las masas; de ese sentimiento tan repugnante que prende entre las clases más bajas de cualquier sociedad y las enardece, impulsándolas a la comisión de los más atroces y cobardes crímenes colectivos. La tesis de Tocqueville y Arendt viene a decir que esa sucia pasión no la provoca que el de arriba tenga poder sobre nosotros, los de abajo, y lo ejerza despóticamente. Esos de arriba están cumpliendo una función necesaria para que la sociedad funcione y ello justificaría nuestra opresión y su poder y riqueza. Que haya una "racionalidad" en esta relación asimétrica (racionalidad que, de alguna manera, está interiorizada por nuestro "inconsciente colectivo"), explicaría, para la filósofa alemana, que no se genere odio desde los explotados hacia los explotadores. Supongo que en esas situaciones, constantes a lo largo de la historia de la humanidad con las breves excepciones de los momentos "revolucionarios", los explotados experimentan determinadas emociones hacia quienes los explotan, pero según Arendt no son de odio.

El odio que aviva los pogromos, el ejemplo por antonomasia, provendría pues de una combinación de envidia y cobardía; envidia a unos judíos que son ricos pese a ser débiles, incapaces de hacernos daño. Puedo admitir que la envidia derive en odio, pero dudo que explique esos odios colectivos de tan sanguinarios efectos; la tengo como una emoción más miserable y limitada en sus consecuencias. Puedo también entender que los explotados, bajo determinadas circunstancias, no sientan aversión hacia sus explotadores sino incluso sentimientos opuestos, siempre que éstos, efectivamente, sean poderosos. Sin embargo, no creo (y la historia aporta numerosos ejemplos) que esa relación afectiva interclasista sea estable durante mucho tiempo sino que responde, más bien, a periodos de espejismo, como son todos los enamoramientos desequilibrados.

Así que, pese a mi admiración por la Arendt, disiento de esa tesis suya; quizá sea válida en excepciones pero, a mi juicio, no como regla. Creo, por el contrario, que el odio de las masas a un determinado colectivo, sean los aristócratas o los judíos, se alimenta a lo largo del tiempo (nunca surge de golpe) mediante la continuada recepción de daños producto de una relación de explotación. Es decir, las clases bajas van acumulando odio porque van siendo agraviados por el mismo colectivo que es más poderoso que ellas. Ese odio que desemboca en matanzas requiere pues que quienes luego forman esas masas rabiosas hayan percibido durante un tiempo suficientemente largo que los miembros de ese colectivo son más poderosos que ellos y que les están haciendo daño con sus acciones.

Por supuesto, lo importante es que esos dos requisitos sean percibidos por las masas, independientemente de que sean o no verdad. Me atrevería a decir que, en la totalidad de revueltas populares animadas por odios asesinos, esos agravios que han sido interiorizados tienen poco que ver con la realidad, son burdas tergiversaciones instiladas casi siempre por agitadores interesados. Las masas están siempre prestas a mirarse sus agravios y a creer enseguida a quien les señale un culpable. Y, como el odio es una hoguera, una vez que las inflama, más quieren creer en esas culpabilidades y en esos agravios, para justificarse sus crímenes y seguir odiando. No olvidemos el gran poder terapéutico del odio para las masas (nunca para los individuos).

Hay un tercer requisito para que exista ese odio que, de tan tautológico, he olvidado mencionar: las masas tienen que poder identificar inequívocamente a los explotadores (que siempre son individuos concretos) con un grupo determinado al cual se le imputa colectivamente la culpa de los agravios (presuntamente) recibidos. El corolario de esta premisa, aunque no sea consecuencia en términos estrictamente lógicos, es que basta que en cualquier sociedad exista un colectivo claramente identificable como tal para que en un momento u otro sea designado como responsable de males del pueblo y, por tanto, pueda ser objeto del odio popular. De ser correcta esta idea (yo estoy convencido de ella) sobrarían las otras dos condiciones; identifiquemos un grupo social que con facilidad puede "separarse" de las masas indiferenciadas y ya tenemos un candidato más que probable al odio de éstas, independientemente de lo que pueda a hacer; ya habrá quienes "interpreten" los acontecimientos para que "demuestren" la culpabilidad de ese colectivo. Judíos, gitanos, inmigrantes ...

Volviendo al comentario de Hanna Arendt con el que iniciaba este post, diré, para acabar, que quizá la filósofa confundía el momento en que el odio explota criminalmente con el odio mismo. Porque sí que es cierto que las masas, como cobardes que son, sólo se revuelven contra los explotadores cuando perciben la debilidad de éstos. Pero los llevan odiando desde mucho tiempo antes porque, si no, no habría habido tal revuelta; y los odiaban porque eran poderosos no porque no lo son ahora, mientras los matan. Lo que sí puedo admitir es que ahora, mientras los matan, las masas pueden estar sintiendo, como decía Tocqueville, un plus de odio. Pero no creo que sea por la indefensión de sus víctimas (al menos, no creo que ese sea el motivo principal); pienso más bien que se trata de una especie de "odio autoinducido" por los propios asesinos para animarse en sus crímenes. Para ejercer esas cruentas violencias hay que recurrir al odio, exacerbar el que ya se trae.

CATEGORÍA: Política y Sociedad

miércoles, 13 de agosto de 2008

Sexo con el diablo

Como en estos tiempos impíos la ignorancia es grande, he de empezar aclarando que el diablo gusta de tener relaciones sexuales con los humanos y, para ello, adopta nuestra forma, sea de hombre o de mujer. Sépase que el diablo masculino se llama íncubo que significa "yacer sobre", mientras que el femenino es un súcubo que alude a "estar debajo". Quienes escogieron estas denominaciones (frailes pajilleros y/o teólogos reprimidos) pensarían que el diablo se atenía en sus prácticas sexuales a los poco imaginativos cánones que ellos mismos observaban. Nada más falso; copular con un demonio es, sin duda, la más excelsa de las experiencias sexuales.

Hoy la mayoría de las personas piensa que las brujas no existen; la verdad es que poco se oye hablar del asunto y ni a la misma Iglesia parece interesar que se remueva mucho, sin duda para no airear los excesos cometidos en el pasado. Sin embargo, ya quedó sentado, al menos desde la bula Summis desiderantes affectibus de Inocencio VIII, que la existencia de las brujas era un hecho cierto, tanto que, en algunas épocas, llegó a sostenerse que negarlo era incurrir en herejía y ser merecedor de excomunión. Pero, ¿se sabe actualmente qué es la brujería? Porque me temo que la verdadera naturaleza de esta actividad ha quedado enmascarada por la imaginería almibarada de los cuentos infantiles y, peor aún, de sus versiones en dibujos animados.

La brujería requiere, necesariamente, un pacto con el diablo, una petición a los espíritus malignos de su intercesión para lograr efectos que están más allá de los poderes naturales del hombre. Los brujos y brujas prestan adoración al Maligno y, consecuentemente, reniegan de los sacramentos así como de las doctrinas y símbolos de nuestra Santa Iglesia. Por supuesto, la actividad brujeril tiene por finalidad obtener beneficios para el que la practica, las más de las veces de índole pecaminosa y/o dañinos para otros. Follar con el demonio es, como ya he dicho, ejercicio muy placentero y eso ya bastaría para justificar la afición al mismo; pero es que, además, implica otras consecuencias importantes en cuanto a la relación diabólica.

Hay que aclarar enseguida que el diablo, como cualquier otro espíritu, no hace nada por sí sólo sino a través de un agente material. Así pues, no es estrictamente cierto que que el íncubo o súcubo con quien se fornica sea el demonio, sino un hombre o una mujer poseídos por él. Pero en esa cópula, todos los movimientos y acciones del poseído están guiados por la voluntad del espíritu maligno y es esa voluntad, esa sabiduría diabólica, la que procura un acto sexual extraordinario, la que provoca placeres que ni siquiera podrían ser sospechados en las alcobas de los matrimonios burgueses.

No ocultaré que más de un Padre de la Iglesia (San Agustín, por ejemplo) ha defendido que el diablo puede por sí mismo hacer cualquier mal material y que, si usa a un brujo, lo hace no por necesitarlo sino para empujarlo a la perdición. Quizá sea verdad esta tesis pero de ahí no deriva que, aun pudiendo, tal sea el comportamiento habitual del demonio. No olvidemos que también él está bajo el dominio de Dios y nunca Nuestro Señor permitiría que el hombre se convirtiese en mero instrumento del mal, perdiendo su más alta potencia que es la del libre albedrío. Por el contrario, pienso yo que tratar con el diablo, no digamos ya llegar a follar con él, no es nada fácil, que requiere esfuerzo y constancia. En absoluto se piense que el demonio ronda por ahí tentando a cualquiera, y menos en estos tiempos de mediocridad tan generalizada.

Por tanto, sentemos taxativamente que los brujos o brujas lo son por voluntad propia y, las más de las veces, han tenido que convencer arduamente al diablo para que pacte con ellos. ¿Y por qué habría un humano de querer acogerse a los poderes del Maligno? Si consultamos los tratados eclesiales e inquisitoriales (entre ellos el más famoso: el Malleus Maleficarum de finales del siglo XV) no nos quedaremos del todo satisfechos con ninguna de las dos "versiones oficiales". La primera afirma que hay personas que llevan en su naturaleza la inclinación al Mal, que desde su concepción son "servidores del demonio". La segunda, compatible con la anterior, explica el interés de los brujos por el diablo en meros motivo pragmáticos, como si sólo trataran de obtener beneficios materiales, con frecuencia bastante cutres. Pero lo cierto, por más que a la Iglesia no le guste reconocerlo, es que lo que más mueve a quienes pactan con el diablo es el ansia de conocimiento. Así ha sido desde siempre, desde el origen mítico de la serpiente ofreciendo la fruta del conocimiento y –también- de la libertad. Porque ("simpática" paradoja) Dios nos regala el libre albedrío para que libremente decidamos no usarlo.

No sigamos por ese hilo que nos lleva a entretenidísimas pero distantes disquisiciones. Aunque, antes de volver a las cópulas demoníacas, permítaseme relatar una historieta tangencial que he recordado al mencionar hace un momento a los que son, por su naturaleza, "servidores del demonio". Dice Vicent de Beauvais, en su Speculum Historiales, que el primer brujo fue Zoroastro y éste no era otro que Cam, el hijo de Noé. Recordemos que Cam, una vez finalizado el Diluvio, aprovechando una borrachera de su padre, mantuvo relaciones sexuales con su madre y luego invitó a sus dos hermanos, Sem y Jafet, a que hicieran lo mismo, pero éstos, según las palabras del Génesis, "no vieron la desnudez de su padre" (es decir, no quisieron yacer con la esposa de Noé). Es sabido que, enterado de esta escena, Noé maldijo a Canaán, el hijo de Cam que había de nacer fruto de ese incesto y lo condenó a ser esclavo de Sem. Es más que evidente que con este pasaje el autor bíblico quería legitimar el derecho de los israelitas para sojuzgar a los cananeos que vivían en Palestina antes de su llegada. Para ello necesitaron establecer que eran un pueblo maldito desde su mismo origen y no había peor oprobio que ser fruto del incesto.

Al margen de la fértil utilidad política que ha demostrado este pasaje bíblico (y la subsiguiente relación de los descendientes de Noé) en especial para justificar ideologías racistas o nacionalistas (que tanto montan), lo que enseguida resaltaron los estudiosos cristianos de los primeros tiempos fue la maldad congénita de Cam, manifiesta, según dicen que cuenta San Agustín, cuando nada más nacer estalló en sonoras carcajadas, inconfundible signo de ser un servidor del diablo. Si San Agustín dijo tal cosa, que no lo sé de fuente primaria, más que probable que se lo inventara, pero es significativa esa asociación entre la risa y el mal; asociación que efectivamente se mantuvo (¿todavía sigue?) durante largos siglos como una especie de dogma implícito en la Iglesia: la risa, la alegría, el júbilo, todos son signos sospechosos de merodeos diabólicos. Me acuerdo ahora del personaje del Nombre de la Rosa (el best seller de Eco que desarrollaba una intriga policíaca en un monasterio medieval), el ciego Jorge de Burgos (trasunto de Jorge Luís Borges), que quiere impedir a toda costa que se conozca la opinión elogiosa de Aristóteles, el sumo filósofo, sobre la risa.

Tenemos pues a Cam, un hombre impelido hacia el mal desde su nacimiento, aunque ese impulso se tradujera, sobre todo, en una alegre y despreocupada búsqueda del conocimiento, sin importarle, más bien al contrario, llevar a cabo cualesquiera transgresiones. Con tales atributos, es obligado que él sea el inventor de la brujería, como sostuvo Vicent de Beauvais. Los medievales, en todo caso, imputaban el título de primer mago (o brujo) al mítico Zoroastro, quien a la vez les fascinaba y repelía. La identificación entre Cam y Zoroastro, sin importar las incoherencias cronológicas, resultaba pues de lo más conveniente. Aun así, manteniendo siempre el parentesco camita, las leyendas difieren. Una, por ejemplo, cuenta que fue Misraim, uno de los hijos de Cam, quien en Babilonia y Persia decidió hacerse adorar como un Dios e hizo varios prodigios invocando al Diablo, además de enseñar a los hombres a leer e interpretar las estrellas. Lo importante, en todo caso, es que con estas filiaciones fantasiosas, los autores cristianos trataron de mostrar la estrecha relación de la brujería con el pecado, la idolatría, el orgullo y el conocimiento pagano.

Pongo fin a esta digresión "camita" para continuar con mi caótica disertación sobre el sexo con demonios. Pero será en un próximo post que, si sigo, me echan la bronca por alargarme demasiado.

CATEGORÍA: Creencias y descreencias

jueves, 7 de agosto de 2008

El Corominas

Como saben quienes siguen este blog, me gusta la etimología; me gusta curiosear sobre el origen y causas de las formas y significados de las palabras de nuestro idioma. En general, me atraen los procesos, la evolución de las cosas, casi más que las cosas en sí. Comparto esa sentencia que dice que lo importante es el camino, el viaje, mucho más, en todo caso, que el lugar de destino. A veces o casi siempre, lamentablemente, la dictadura de la eficacia exige resultados de forma rápida. Ojalá que esas concesiones no nos impidan disfrutar del saboreo espacioso de los acontecimientos. Pocas actividades me son más entretenidas que perderme en los laberínticos vericuetos de asuntos entrelazados, dejando que la apetencia del momento decida en cada encrucijada y sorprendiéndome gozoso con los hallazgos que ese deambular distraído me regala.

Pero al tema, que me enredo. Decía que me gusta la etimología y que con frecuencia trato de descubrir de dónde viene tal o cual palabra. Tengo en mi casa algunos diccionarios y, por supuesto, están los inmensos recursos de internet. Sin embargo, todos ellos no me son suficientes y más de una vez me he quedado con ganas de profundizar algo más sin disponer de medios. El mejor de todos, en español, se llama Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, más conocido como el Corominas (Editorial Gredos, 6 volúmenes).

Joan Corominas (1905-1997) fue uno de los grandes filólogos del siglo pasado, una de las mayores autoridades en las lenguas hispánicas. Catalanista y republicano convencido, hubo de exiliarse al final de la guerra civil para regresar a su jubilación, en 1967, a Pineda del Mar, donde vivió hasta su muerte dedicado a sus investigaciones lexicológicas. Su diccionario es, como dice José Antonio Millán, bastante más que eso, "da mucho más de lo que promete". Cada una de sus entradas se convierte en un esbozo de artículo científico que aporta ingente material de debate. En fin, que se trata de una obra magna, de esas que ennoblecen una lengua y que, además, no tiene equivalente en nuestro idioma. Por lo menos, hasta que no salga el ambicioso Nuevo diccionario histórico de la lengua española, en el que lleva tiempo trabajando la RAE bajo la dirección de José Antonio Pascual, discípulo de Corominas y colaborador suyo en la redacción final del Diccionario etimológico.

Hacía bastantes años que le tenía ganas al Corominas, pero siempre me echaba para atrás el precio: los seis tomos cuestan una pasta. Además, había leído que la Universitat Autonoma de Barcelona estaba trabajando en la versión digital y pensé que, a lo mejor, en breve podríamos disponer de esta obra a través de internet (como pasa con bastantes de los recursos de la RAE, por ejemplo). Naturalmente, no sería lo mismo que tener los libracos en mis estantes (lo digital no aporta ese morbo fetichista del papel impreso y encuadernado) pero ... De otra parte, mi apetencia no dejaba de ser un capricho falto de fundamento; al fin y al cabo, el Corominas es una obra para especialistas y yo no paso de ser un simple aficionadillo.

Hace unos días fue mi cumpleaños. A mí es difícil hacerme regalos y, además, reconozco que no me entusiasma recibirlos. Pese a mis advertencias en ese sentido, hay personas que insisten en hacérmelos y no me queda más remedio que resignarme y, a veces, incluso emocionarme, aunque me esfuerce en disimularlo. Una persona de terquedad incombustible (y no sólo porque se empeñe en quererme) ha tenido el maravilloso atrevimiento de regalarme el Corominas, poniéndome en la incómoda posición de no saber si enfadarme con ella por haber hecho tan grande gasto o dejarme llevar por el entusiasmo de un niño el día de Reyes. Lo que no ofrece ninguna duda es mi agradecimiento: muchas gracias, preciosa.

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

lunes, 4 de agosto de 2008

Geometrías de la ignorancia

Al hablar del conocimiento y de la ignorancia se recurre con frecuencia a metáforas geográficas. Leo, por ejemplo, que lo que conocemos serían las tierras y los mares nuestras ignorancias; la ciencia entonces se nos presentaría como la gran desecadora, aunque a veces terrenos que creíamos definitivamente ganados al mar se nos inunden de repente. Sin embargo, no me gusta demasiado esta imagen, probablemente porque presupone que el conocimiento y la ignorancia son los dos elementos complementarios de un universo finito. Además, pareciera que, si la ignorancia son los mares, al menos somos capaces de conocer sus límites, de recorrer las orillas desde la tierra firme de nuestros conocimientos.

Esa ignorancia es la más obvia, la que se refiere a aquéllo que sabemos que ignoramos; es, valga la sólo en apariencia paradoja, la ignorancia conocida. Naturalmente, los asuntos que la forman los podemos delimitar desde nuestro conocimiento, y ahí sí me valdría la metáfora del mar o, mejor todavía, la de un lago que circunvalamos desde tierra firme empeñados en desecar sus húmedos misterios. Pero, por supuesto, hay otra ignorancia mucho más merecedora de ostentar solemnemente tal título, es la formada por aquellos asuntos que no sólo desconocemos sino que ni siquiera sabemos que desconocemos. Los angloparlantes le han dado el ridículo apelativo del unk-unk (de unknown unknown, desconocimiento desconocido), qué le vamos a hacer.

Puestos a ensayar metáforas sobre estos temas hace bastante tiempo ya que tengo una propia (y si es plagiada, juro que lo he olvidado). Me imagino el ámbito de lo que conocemos como un círculo y el área exterior al mismo sería nuestra ignorancia. Desde nuestro círculo somos incapaces de saber la extensión real de la ignorancia; de hecho, en mi imagen, es la ignorancia la que rodea al conocimiento y no a la inversa. Ahora bien, la circunferencia que define el límite de nuestro saber representaría la dimensión de la ignorancia conocida. Me gusta que su longitud crezca con la superficie del círculo porque, efectivamente, cuanto más sabemos más ignorancia identificamos. Es el sólo sé que nada sé socrático, que sería más exacto reformular diciendo cuanto más sé, más sé lo que no sé.

Lo que no sabemos que no sabemos es, para nosotros, como si no existiera; esa ignorancia (la verdadera) no podemos ni siquiera intentar despejarla. No saber lo que ignoramos; eso sí es un tormento porque nos privamos del más intenso acicate vital, el de la curiosidad por saber. Y es que, lo que sí sabemos (aunque sea de forma inductiva más que deductiva) es que existe ciertamente un inmenso universo del que todo lo desconocemos. El progresivo incremento de la dimensión de nuestra ignorancia conocida (vuelvo a la circunferencia fronteriza de mi metáfora) nos aporta argumentos más que suficientes para convencernos de que el unk-unk es todavía mayor. Si a medida que más sé, más cosas que no sé descubro que antes ni siquiera sabía que existían, es razonable suponer que éstas existen en mayor cantidad de la que pueda estimar.

En mi metáfora, nuestro conocimiento (el known known anglosajón) lo imagino como una superficie, una entidad bidimensional; lo que sabemos que no conocemos (el known unknown) es una línea, una entidad unidimensional. Evidentemente, no cuadra demasiado, obliga a manejar unidades distintas de medidas cuando deberían valer las mismas. Pero graciosamente me absuelvo de mi falta de rigor reclamando un más que dudoso valor poético. Y ya puestos, progreso en el dislate métrico y proclamo que la ignorancia que ni siquiera sabemos que ignoramos (el unknown unknown) sería en mi metáfora una entidad tridimensional, obviamente una esfera. Así, el círculo original de nuestro conocimiento pasa a convertirse en una superficie curva, una especie de parche adherido a la esfera infinita (o en eterno crecimiento) del universo. Y el que no nos percatemos de que nuestro conocimiento es curvo es porque la curvatura es muy suave; y el que sea muy suave es una clara prueba geométrica (en la geometría de mi metáfora) de la inmensidad de la esfera de nuestra ignorancia.

También, desde mi metáfora, podríamos inducir que nosotros, ampliando nuestros conocimientos (la superficie del círculo), estamos expandiendo nuestro desconocimiento o, en suma, el propio universo. Dicho de otra forma, descubriendo el universo lo vamos ampliando, aunque sea a costa de ser incapaces, por definición ontológica (más bien por las restricciones euclideanas de la metáfora), de llegar a conocer lo que es resultado de nuestro desconocimiento. Y no sigo porque, aunque se me ocurren muchos más corolarios derivados que nos llevan al campo del gnosticismo más disparatado, esta marihuana, aunque estupenda, no te deja con muchas ganas de seguir tecleando.

PS: Parece que el que popularizó la distinción entre los dos tipos de ignorancia fue Donald Rumsfeld, el ex-secretario de defensa de los USA durante una intervención pública en 2002 (wikipedia). Al margen del cachondeillo que supuso, el asunto enlaza con varias cuestiones centrales de la epistemología de la ciencia.

CATEGORÍA: Todavía no la he decidido

domingo, 3 de agosto de 2008

Canciones tristes de amor

Este fin de semana ha sido musical y melancólico. No es ése mi estado de ánimo, pero me ha dado por buscar canciones tristes de amor, de las que cuentan finales de historias, anuncian separaciones, certifican adioses. Por supuesto, descarto las melosas, aunque es inevitable que cualquier búsqueda traiga ejemplos como la oidísima Goodbye to Love, de Los Carpenters (curioso que ayer aclarara que la cantante country del mismo apellido nada tenía que ver con ellos).

Entre la pléyade de canciones que encajan en esta categoría, una de mis favoritas es, sin duda, Babe I'm gonna leave you (cariño, voy a dejarte). La oiría por primera vez en mi adolescencia y desde el primer momento me cautivó. La guitarra acústica inicial de acordes casi hipnóticos mientras Robert Plant llora los repetitivos versos; las interrupciones amenazantes entre las estrofas, anunciando lo que se avecina, y la voz subiendo por la escala de la desesperación, el intercambio de rasgueos y punteos con las súplicas y gritos vocales hasta que ... Hasta que el cantante que anuncia su abandono cae exhausto y la maravillosa guitarra es como una túnica sutil que cae sobre él como mortaja de su fracaso.


Por cierto, me acuerdo ahora de que años después, sería a finales de los ochenta, oí la versión que de esta misma canción hacía Joan Baez. Me sorprendió no haberla escuchado antes (a la Baez, por culpa de Dylan, la "trabajé" bastante durante la universidad) y también que "versionara" a los Zeppelin. Pero enseguida descubrí que estaba equivocado, ya que la grabación de Joan Baez era de 1962 (de su tercer disco: In Concert) y la de los británicos procedía de su álbum de debut que es de 1969. En su momento me picó la curiosidad y así me enteré de que cuando Jimmy Page fue a conocer a Robert Plant a Birmingham porque andaba buscando un vocalista para el nuevo grupo, éste le cantó su propia versión del tema, a partir, efectivamente, del disco de la Baez. Uno par de meses después, en las famosas sesiones de grabación en los estudios Olympic de Londres (sólo fueron 30 horas, sin apenas ensayos), Plant y Page hicieron sobre la marcha sus propios arreglos y salió el maravilloso tema. Y que conste que la versión de Joan Baez tampoco está nada mal.

Y es que tampoco la cantante gringo-mexicana es la compositora del tema, sino Anne Bredon (California, 1931), una estudiante de postgrado de matemáticas en Berkeley a finales de los cincuenta y aficionada , por lo visto, a componer canciones folk. El Babe I'm gonna leave you lo cantó hacia 1960 en un programa de folk de la KPFA, la emisora de la bahía de San Francisco que, durante esa década, sería acusada por los cazabrujas de entonces (el macarthysmo) de estar controlada por los comunistas. El caso es que la canción debió alcanzar cierta popularidad entre los folkys progres que se recorrían los circuitos universitarios musicales y Joan Baez la escuchó en una de esas sesiones (en el Oberlin College, una prestigiosa universidad privada de Ohio), decidiendo incorporarla a su repertorio. Cuando se publicó el disco citado, la canción aparece como Tradicional, con arreglos de la propia Joan Baez. No parece que la omisión se debiera a la mala fe sino a una confusión de la propia discográfica; en cualquier caso, ya en 1964 el error estaba públicamente subsanado.

Las malas lenguas dicen que Page y Plant sabían bien en 1969 que el tema que versionaban tenía una autora viva y, pese a ello, prefirieron decir también que era tradicional, con sus propios arreglos. Hay quienes opinan que tal ha sido una práctica recurrente del grupo británico ya que muchas de sus famosas canciones fueron grabadas como propias o tradicionales sin reconocer al autor de las mismas (véase esta página, aunque me da la impresión de que se exagera; habré de comprobarlo). Lo cierto es que sólo a partir de 1990, el tema de los Zeppelin aparece atribuido a Anne Bredon (imagino que por sentencia judicial) lo que ha permitido que desde entonces la buena señora haya empezado a cobrar los sustanciosos royalties (seguro que más generosos los provenientes de las ventas de Led Zeppelin que de Joan Baez).

¿Y qué es de la compositora de tan desgarrado tema folk-blues-rock? Pues ya no es una veinteañera universitaria, claro, ni tampoco se dedica a la música. Es una señora de 77 tacos que vive en North Fork, una pequeña ciudad del condado californiano de Madera, en el interior del Estado. Ha debido mantenerse toda su vida consecuente con el rollito hippie de los sesenta y en la actualidad se dedica a la artesanía de tapices y joyas. Aporto el enlace a la galería californiana que comercializa sus obras por si a alguien le apetece comprar un objeto producido por la compositora de una de las mejores canciones del siglo pasado (los precios son asequibles).

La letra de Babe I'm gonna leave you es simple: un hombre le repite insistentemente a una mujer que va a tener que dejarla porque algo (una voz interior que a él le sorprende que ella no oiga) le ordena que se mueva, que se eche al camino. Por supuesto, él preferiría quedarse con la mujer y no descarta volver a ella más adelante (parece querer asegurarse la fidelidad de ella durante su ausencia) pero, con gran dolor, no tiene más remedio que obedecer y abandonarla. Es curioso que el tema haya sido compuesto por una mujer; ¿una visión irónica, quizá, sobre este arquetipo del comportamiento masculino?

Pero, además de ésta, hay dos temas de Dylan que siempre incluiría en mi personal colección de canciones de amores que acaban (o de desamor). La primera, cronológicamente hablando, es Don't Think Twice, It's Alright (No lo pienses dos veces, está bien), grabada en 1963 en el album que lo catapultó a la fama (Freewhelin'). Como en la canción de Bredon, también aquí el hombre se pone a caminar (por una carretera oscura y solitaria) pero, en este caso, no se va porque oiga ninguna voz interior, sino porque no puede seguir más con una mujer. Las estrofas son las parrafadas que le larga a la chica que acaba de abandonar, muy duras palabras rematadas siempre con un "pero qué más da, ni te molestes en pensar en ello". Se ha ido sin despedirse; le encantaría que ella hiciera o dijera algo que le permitiera cambiar de idea, pero está tristemente convencido de que eso no ocurrirá. Le recrimina que la amó y que ella le hizo malgastar su precioso tiempo, que él le dio su corazón pero ella quería su alma. Se mezclan en la canción el rencor y el amor; pero predomina el primero. En la época en que la compuso, Bobby salía con Suze Rotolo (la chica con la que pasea por las calles neoyorkinas en la portada de Freewhelin') pero ya había empezado sus coqueteos con Joan Baez. En el famoso festival de Newport de julio del 63, antes de cantar esta canción dijo al público que se refería a una relación que había durado demasiado; la pobre Suze salió del recinto llorando.

En todo caso, me parece una buena recreación de una ruptura desde uno de los puntos de vista. Pero lo que más me impactó desde el principio (desde que era un chaval sin el más remota conocimiento acerca de las relaciones de pareja) fue esa sensación de inevitabilidad de la incomunicación, de imposibilidad de arreglar una crisis cuando ya se ha instalado. No hay más opción que abandonar, no tiene sentido darle vueltas ni, por supuesto, intentarlo. Ese derrotismo no parece muy propio de un chico de veintidós años. De hecho, las letras de canciones posteriores que es fácil vincular a sus problemas matrimoniales, responden a planteamientos muy distintos; quizá esa actitud juvenil no fuera más que una bravata para "hacerse el duro". Sin embargo, cuántas veces uno se da cuenta que no hay nada que hacer, que no merece la pena ni siquiera pensarlo dos veces.

Don't Think Twice, It's Alright es una de las canciones más versionadas de Dylan; en su propia discografía he contado cinco versiones diferentes. Los versionadores, además de muchos, son de los muy ilustres. Los primeros que la grabaron, ambos en el año 63, fueron Joan Baez y Peter, Paul & Mary. A partir de ellos, muchos más, algunos de los cuales aparecen en la inefable wikipedia; citaré sólo las versiones que conozco: Elvis Presley, Johnny Cash, Ramblin' Jack Elliott, Waylon Jennings, Bobby Darin, Chet Atkins (todas éstas bastante country), las más blues-rock de Rory Gallagher, Eric Clapton o Susan Tedeschi, la punky de Mike Ness y la más melódica pop de Vonda Shepard. Quería adjuntar las de Baez y Clapton, para que lograr un estupendo contraste entre el folk acústico y el rock eléctrico, pero el único video que encuentro de la primera en youtube no me termina de convencer; así que, con ustedes, Eric Clapton en el concierto del Madison Square Garden en homenaje a los 30 añitos de carrera de Dylan.


La otra canción de Dylan a que me referí antes es It Ain't Me Babe, grabada en 1964 en el cuarto LP (Another Side). Se trata otra vez del discurso de un hombre a una mujer y nuevamente son palabras duras: "vete, no soy yo el que necesitas, yo te decepcionaría; no siento nada por ti y, además, no estoy solo". Uno se imagina a un chulito presuntuoso cebándose sádicamente en una chica enamorada. Pero también puede cambiarse el contexto y oír la voz de un hombre que no quiere entregar su alma, que no quiere una relación "convencional" en la que ha de ser siempre fuerte para protegerla, cerrar su inteligencia y sus emociones a cambio de ese amor, ser sólo un amante para toda la vida, y nada más. Contra ese tipo de relación se rebela el chico, que se nos antoja el mismo, más o menos, que el de la canción anterior. No soy yo, cariño; no soy yo ese que estás buscando.

La versión original sólo está acompañada de guitarra acústica y armónica, pero tiempo después haría versiones electrificadas que, en mi opinión, le confieren a este tema mucha más fuerza (creo que las primeras versiones eléctricas grabadas provienen de la famosa gira Rolling Thunder Revue). También fue Joan Baez la primera en cantar este tema, que ya aparece en su quinto album. No voy a mencionar más cantantes que han hecho sus versiones, porque ya me he alargado demasiado (supongo que he vuelto a superar mi media de longitud); así que pongo la versión de Baez, que no está nada mal, aunque me parece demasiado dulce y femenina para hacer creíble la letra.


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sábado, 2 de agosto de 2008

Vas a hacer que me sienta solo cuando te vayas

Woodie Alan es una banda de blues y jam de Pekín. De ellos sólo conocía el Beijing Blues, que me recordaba a los Allman Brothers con algunas reminiscencias Doors. No suenan mal. Curioso que haya bandas de blues-rock en China; según veo tienen una agenda muy apretada para los próximos días debido a los Juegos Olímpicos.


Antigone Rising es otra banda, ésta de rock. ¿Cómo se traduciría? ¿El resurgir de Antígona? Antígona era la mitológica hija del rey de Teba que, desobedeciendo las leyes del nuevo rey, enterró a su hermano y fue condenada a muerte; su muerte trajo dos suicidios: el de su prometido, Hemón, y el de la madre de éste, Eurídice. Las Antigone Rising son cinco mujeres (ahora cuatro porque la vocalista, la rubita del centro que no está nada mal, ha dejado el grupo) que empezaron a mediados de los noventa en la parte baja de Manhattan. Dicen que su música tiene influencias de los grandes del rock tipo Led Zeppelin, aunque a mí no me lo parece y les noto más el estilillo country pop norteamericano.


Fiona Landers es una chiquilla californiana de 22 años que se declara folksinger y tiene una voz un poco demasiado de pito para mi gusto (me recuerda remotamente a Joni Mitchell). De familia asentada en el mundo artístico, ha trabajado en televisión y cine y en este año ha publicado su primer disco, The Lake.


Ben Watt es un londinense de 1962 que, antes de conocer a Tracey Thorn y formar con ella Everything but the girl (además de más cosas) y volcarse en la música electrónica (?), publicó un disco acústico, North Marine Drive, que merece la pena escuchar (al menos, a mí, me parece bastante más interesante que toda la discografía de EBTG). Por cierto, en la actualidad Watt es uno de los más importantes DJs del mundo.


Shawn Colvin es una cantante tejana (bueno, nació en Dakota del Sur) a caballo entre el folk y el country. Una mujer interesante (y guapa) con ya una larga carrera (empezó en los setenta) y que enlaza con tantas otras americanas que, sin llegar al estrellato absoluto, sí mantienen un prestigio sólido. Su mayor éxito, sin duda, Sunny came home, que ganó el Grammy a la canción del año en 1998.


Madeleine Peyroux es una vocalista y compositora de jazz, de bastante éxito últimamente; tiene cuatro albumes publicados, aunque sólo conozco los dos últimos. El penúltimo se llama Careless Love, y lo he oído por primera vez hace una semanita. La cuarta de sus canciones, la curiosa versión que hace esta chica franco-estadounidanse, es la que me ha motivado este post.

¿Y qué tienen en común los seis grupos/cantantes que he citado? Sería una buena pregunta para un juego de verano, pero basta con haber visto/oído los videos/audios que he ido adjuntando para saber la respuesta. Que es, en efecto, que todos han versionado la canción You're gonna make me lonesome when you go, compuesta por Bob Dylan en 1974 y publicada por primera vez en su disco Blood on the Tracks. Pocos meses antes de que saliera ese LP había descubierto yo a Dylan, y desde entonces.

Vas a convertirme en un solitario al dejarme, dice el estribillo (o vas a hacer que me sienta solo cuando te vayas) y, sin duda, el tema va dirigido a Sara, su mujer entonces, buscando superar la crisis matrimonial que vivían. Bobby no la volvió a grabar y tampoco es ésta una de sus canciones más versionadas, al menos no por los grandes de los grandes, como tantas otras del genio de Minnesota. Pero el otro día escuché la versión jazz de la Peyroux (que me sorprendió agradablemente) y me apeteció investigar un poco a ver cuantas versiones más descubría. Algo que, antes de internet, habría sido una tarea inabordable y ahora, en cambio ...

Bueno aquí va la canción original: ¿Cuál de las siete prefieres? Yo, desde luego, la de Dylan; en cuanto a las versiones, las tres primeras no me dicen mucho, pero sí las tres últimas.

Y a continuación, para quienes no entiendan el inglés nasal dylaniano, la letra en castellano (confío en que no demasiado mal traducida):

He visto al amor pasar por mi puerta,
Nunca antes estuvo tan cerca,
Nunca fue tan fácil, tan cómodo.
Demasiado tiempo he estado a oscuras,
Si algo no está bien, está mal.
Vas hacer que me sienta solo cuando te vayas.

Hay nubes como dragones en lo alto.
Sólo había conocido el amor fugaz
Que siempre me golpeaba por afuera.
Esta vez ha sido más centrado,
Justo en el blanco, tan exacto.
Vas a hacer que me sienta solo cuando te vayas.

Trébol púrpura, zanahoria silvestre,
pelo carmesí cruza tu rostro,
podrías hacerme llorar, por si no lo sabes.
No puedo recordar lo que estaba pensando
quizá me mimas demasiado, amor.
Vas a hacer que me sienta solo cuando te vayas.

Flores al pie de la colina, brotando locamente,
grillos hablando en rima por todos lados,
el río azul fluyendo lento y perezoso,
podría quedarme contigo para siempre
y no notar el paso del tiempo.

Las circunstancias han llevado a un final triste,
Las relaciones son todas malas.
las mías han sido como las de Verlaine y Rimbaud
pero bajo ningún aspecto pueden compararse
aquellas escenas con esta historia.
Vas a hacer que me sienta solo cuando te vayas.

Vas a hacer que me asombre de vivir
tan lejos sin ti,
harás que me pregunte qué es lo que digo,
me obligarás a conversar en serio conmigo mismo.

Te buscaré en el viejo Honolulú,
En San Francisco, en Ashtabula.
Vas a tener que dejarme pronto, lo sé.
Pero te veré allá arriba en el cielo,
en la alta hierba, en aquellos que amo.
Vas a hacer que me sienta solo cuando te vayas.

Suena mejor en inglés, ¿verdad? Aun así, me gusta ese trío del trébol púrpura, la zanahoria silvestre y el cabello carmesí. El cantante, demasiado mujeriego, asegura a la madre de sus cinco hijos que ella es el único amor que ha dado en su centro, las otras sólo lo rozaban. Sara representa, parece, la tranquilidad, la paz bucólica (flores, ríos) y algo mágica (grillos que hablan en rima), donde el tiempo pasa sin notarse.

Pero la canción es una despedida, el cantante ha renunciado a convencer a su amada: han llegado a un final triste, él se ha portado como Verlaine y Rimbaud (pedantería alusiva a sus lecturas del Greenwich) y sabe que ella lo va a tener que dejar irremisiblemente. Dylan lo acepta, pero quiere hacerle saber lo solitario que va a quedar sin ella. Aun así, la buscará sin encontrarla en los lugares más inusitados y se consolará viéndola por todas partes y, especialmente, en aquellos a los que ama.

No tengo ni idea, por cierto, de por qué razón menciona esos tres lugares en la canción. "El viejo Honolulu", no es que haya demasiada parte vieja en la capital de Hawaii, que yo sepa. San Francisco, preciosa ciudad a la que me encantaría volver. Ashtabula, una ciudad de Ohio, junto al lago Erie, de la que hasta hoy no había oído nunca hablar. ¿Estarían esos tres lugares relacionados con Sara Dylan?

Y, para acabar, no me resisto a adjuntar otro video de youtube en el que Shawn Colvin, con Mary Chapin Carpenter (no confundir con Karen, la de los cursísimos Carpenters) y Rosanne Cash (la hija de Johnny, que es quien las presenta), interpretan You Ain't Goin' Nowhere en el concierto homenaje a los 30 años de carrera profesional que se celebró en el Madison Square Garden el 16 de octubre de 1992. Esta canción ha sido bastante más versionada que la que es objeto de este post (el propio Dylan la ha grabado tres veces) y por cantantes bastante más famosos. La que nos ofrecen estas tres mujeres es una de mis preferidas; Shawn, por cierto, es la que canta en tercer lugar.


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