sábado, 28 de febrero de 2015

La hamaca

Desdoblo la hamaca y la apoyo sobre el césped. Al echarme, la lona, atada al armazón metálico por varias cuerdas, se hunde bajo mi peso. Hemos acabado de almorzar hace unos minutos. Suena la sinfonía de un compositor checoslovaco de mediados del XX de cuyo nombre no me acuerdo, aunque el locutor de Radio 3 lo ha repetido unas cuantas veces: violín que delinea la melodía con una orquesta algo errática. Pretendo leer por un rato pero enseguida mi cuerpo se afloja y las ganas se desvanecen.

Este fin de semana, por fin, hace buen tiempo. El cielo casi limpio, el aire casi sin viento, menos humedad, poco frío. El sol de invierno, todavía alto pero ya cayendo hacia Poniente, me acaricia suavemente desde atrás; ligera calidez en la calva y la cara, compensada con una agradable brisa fresca que huele a mar y me destapa la nariz. Cierro los ojos sin apretar los párpados; sobre éstos siento el cosquilleo tenue de la luz y comienza el espectáculo de policromías cambiantes, manchas de colores inducidas que mi cerebro (imagino) convierte en sucesiones de imágenes pictóricas.

Música, luces y sensaciones, todo ello en sutiles armonías, exaltan mis sentidos produciendo, a la vez, una relajación cada vez más profunda del cuerpo. Éste, poco a poco, se va transformando en un peso muerto, ajeno, que quisiera destensar su masa, disolverla en la superficie de la hamaca. Especialmente noto el proceso en las piernas, cómo sus fibras se van abriendo, despegando, y al hacerlo pareciera que emiten quejidos que son dolores gustosos, placenteros. A medida que voy abandonando mi cuerpo yacente entro más a fondo en un estado somnoliento y, sin estar dormido del todo, sueño sueños hechos retazos de imágenes y pensamientos en combinación surrealista.

K, mientras tanto, pasea por los alrededores. El perro se me sube encima, sobre las piernas, como si quisiera acelerar la desmasificación de éstas. La perra se mete debajo la hamaca, aunque cada cierto rato, sale para ladrar enfadada a nadie, más que nada –me parece a mí– para dejar testimonio de su territorialidad. No hay más ruido que la música del checo salpicada por los trinos de canarios silvestres. Una delicia, algo que pocas veces me permito y que siento que mi cuerpo me agradece. Ha pasado casi una hora. Poco a poco, mi cerebro va despertando a la realidad cotidiana, mis músculos comienzan a recuperar las tensiones habituales, mi organismo entero me dice que ya hay que poner fin al descanso.


jueves, 26 de febrero de 2015

Apretar un botón

Apretar un botón. Un gesto automatizado por la rutina, al que no presto atención. Y sin embargo, me digo ahora que una sombra de aprensión cruzó fugazmente por mi mente, ínfimo titubeo imperceptible, mientras mi dedo se dirigía al panel de la radio, un instante después de girar el contacto. Asusta cuan triviales son los actos que te cambian la vida. Nunca acompañados de música de suspense, nunca con encuadres de zoom que resalten, anticipándolo, el agente del desastre. La vida, ajena a nuestras vanidades, las ridiculiza con la indiferente crueldad de lo irreversible. Si no hubiera apretado el botón de la radio, si lo hubiera hecho veinte segundos después, cuando la breve nota del informativo ya hubiese sido pronunciada e inmediatamente sepultada bajo las siguientes, todas ellas de mucha mayor relevancia mediática. Si no hubiese sido como fue, no me habría enterado, es muy probable que hubiera pasado mucho tiempo, años incluso, hasta que lo supiera. Y para entonces quién sabe, quizá ya no tuviera efectos, tal vez me habría salvado. Pero apreté el botón.

Escuché la voz del locutor, registré sus palabras sin entenderlas de entrada en todo su alcance, pasaron unos segundos hasta que el significado de la noticia me golpeó con su brutal contundencia. Por un momento sentí que todo se detenía; el tiempo se congelaba y la angustia fría me inundaba por dentro, el corazón parado, la sangre quieta, los pulmones inmóviles, el cerebro desconectado ... Luego, enseguida, el tiempo volvió a moverse y yo a comprender, con una mezcla de resignación y desespero. ¿Qué había de hacer ahora? Ansiaba engañar al destino, hacer trampa negándome a admitir que hubiese apretado el botón, que hubiese escuchado la noticia. ¿Por qué no? Ha sido un nimio error de guión que tiene que poderse corregir, que necesariamente ha de corregirse. Si fuera capaz de convencerme, de imponerme, que no ha ocurrido, que sigo sin saberlo. Pero no, no puedo.

No puedo evitar haber dejado de ser quien era. Así, tan de golpe, tan sin aviso, por tan poca cosa. No puedo evitar que el argumento que me explica haya sido rasgado, quedado en nada. Se me impone la certeza: en la batalla por dar sentido a la vida ya he sido definitivamente derrotado. Y como la vida es sólo esa batalla, ahora no es nada. ¿Seguir jugando los minutos basura de un partido resuelto, por un simple respeto a las reglas del espectáculo? Siento una extraña lucidez. Todavía quedan tareas, esas casi burocráticas de dejar los papeles en orden. Por ejemplo –y sobre todo– que K no se entere. Lo primero, investigar el alcance de la noticia, no tanto el número de quienes la hayan oído sino si ha sido escuchada por los pocos que pueden entender sus consecuencias. Tal vez ninguno de esos pocos haya apretado un botón esta tarde o no lea mañana el breve suelto que sólo aparecerá en algún diario aislado. Y quizá, si hay suerte, puedan seguir con sus vidas, creyéndose que son, recibiendo ignorantes la gracia de una prórroga.

martes, 24 de febrero de 2015

Frente al Mar del Sur

Vicente es un viejo y buen amigo. Vicente es, creo yo, un hombre afortunado. Podría enumerar varios motivos para que así lo considere –quizá me referiría a sus tres maravillosas hijas o al cariño que tantos le guardamos– pero diré solamente que tiene la suerte de habitar un fantástico apartamento que él mismo diseñó al borde del acantilado del distrito limeño de Barranco, frente al Pacífico. Y ese Mar del Sur, como lo llamó Núñez de Balboa, ofrece unos paisajes espectaculares, capaces de inmovilizarte en la terraza de Vicente en estupor alucinado.


La bahía de Lima o Costa Verde es el tramo del litoral limeño comprendido entre el Cerro Morro Solar, al Sur, en el distrito de Chorrillos, y la península de La Punta, al Norte, perteneciente a la vecina Provincia Constitucional de El Callao. Los veinte kilómetros de línea ribereña –bastante abierta– están mayoritariamente orientados hacia el Suroeste, pero justamente a partir de la frontera entre Miraflores y Barranco el litoral gira en sentido Sur, de modo que la casa de Vicente mira casi directamente al Oeste, lo que la convierte en auditorio privilegiado de hermosísimos ocasos. Pero es que además, al estar prácticamente colgada sobre el acantilado, desde la terraza se alcanza una vista completa de toda la bahía, desde la Isla de San Lorenzo enfrente de La Punta hasta el Morro Solar con sus antenas emergiendo entre las brumas.


Sin embargo, no basta con disponer de un espléndido escenario. Hay que saber ver y Vicente sabe. Tiene también la aún mayor suerte de estar dotado de una aguda sensibilidad artística (le vino en los genes), de una delicada percepción cromática. Porque no cualquiera, aunque viva en una casa con vistas al Pacífico es capaz de atrapar en fotografías las cambiantes y múltiples maravillas del mar y el cielo. Desde su terraza, Vicente mira, siente y dispara. Y los resultados los viene subiendo desde diciembre de 2012 al facebook para deleite y asombro de quienes por ahí nos pasamos. En estos dos años y poco ha colgado más de medio millar de imágenes, una elocuente crónica visual que lo es casi íntima, como si ese paisaje primigenio, telúrico (sólo a veces tintado con signos humanos), fuera espejo de su alma, pero también de las nuestras. Pero además, repasar esas excelentes fotos equivale a recorrer los últimos siglos de la historia de la pintura. Cuando en momentos de pausa (las tengo  como salvapantallas del ordenador) saltan a mis ojos esas mágicas explosiones de lilas, naranjas, amarillos, rojos, morados, azules, verdes, grises, rosados ... me evocan nombres y cuadros ilustres, al menos desde Turner, pasando por todo el impresionismo y llegando hasta el expresionismo abstracto de mediados del siglo pasado (Rothko desearía haber firmado más de una de sus instantáneas). Este fin de semana, me fue casi imposible seleccionar unas cuantas con las que componer un slide-show de dimensiones asequibles para internet. Aquí va el resultado (recomiendo que se espere hasta que se cargue el video y se vea en pantalla completa a 1080p).


Fotos: Vicente de S. / Música: Bourée (Jethro Tull-2003)

sábado, 21 de febrero de 2015

El desmemoriado

Gracias a Internet parece haberse abolido –o al menos mitigado enormemente– la dimensión espacial. Sentado tranquilamente en casa, sin ningún esfuerzo ni coste económico, puedes ponerte a charlar con un amigo que está a 10.000 kilómetros, viéndose y escuchándose casi con la misma fluidez que si estuvierais en la misma habitación. Lo siguiente será la transmisión por la red de los olores y hasta de sensaciones táctiles. Vistos los avances en las últimas décadas, no se me antoja ningún imposible que en algunos años podamos pasear virtualmente por Buenos Aires o asistir a una reunión en Nueva York, sintiendo con completo realismo que estamos ahí, aunque nuestro cuerpo esté en nuestra casa u oficina, al otro lado del mundo. Supongo también que la incorporación de estas posibilidades de “movilidad virtual” a la vida cotidiana, el asumirlas como “naturales”, irá transformando nuestras personalidades. De hecho, uno de los factores más significativos actualmente en las diferencias “generacionales” tiene que ver con el grado de integración personal de las aún llamadas nuevas tecnologías. Quienes nacimos, crecimos e iniciamos nuestra vida laboral sin Internet, por más que las usemos (y hasta con entusiasmo) seguimos concibiéndolas como algo externo, medios ajenos a los propios (los de nuestro cuerpo), pero esa separación perceptiva no es ya tan clara entre los más jóvenes, para quienes el móvil (con lo que implica de integración en la red) es asumido como un miembro más de ellos mismos, y de los más importantes. Si, como creo, se están produciendo significativas transformaciones en la percepción psicológica del espacio, será inevitable que muchísimas de las prácticas e instituciones sociales basadas en otra concepción de éste comiencen también a transformarse (pensemos, por ejemplo, en la exigencia de “presencialidad” en lugares concretos). Claro que ello requiere que se alcance la casi completa interconectividad de los miembros de una sociedad, que todos integren como propias estas posibilidades. También es verdad que, según cómo se desarrollen las cosas –y, en particular, la gestión y el control de Internet, donde ya se juegan las luchas de poder–, puede que esta “evolución” de la especie agudice las desigualdades entre las personas. Ya se verá.

Ahora bien, si las rígidas barreras del espacio parecen estar aboliéndose, no ocurre lo mismo, de momento, con la dimensión temporal. Pienso en concreto en la memoria, en la capacidad individual que cada uno tenemos de guardar los recuerdos de vivencias pasadas y recuperarlos a voluntad en el presente. La memoria es lo que nos garantiza la continuidad de nuestra identidad, el sabernos cada uno en cada momento, como sucesión ininterrumpida de lo que hemos sido (y vivido). La conciencia del yo está necesariamente vinculada a un grado mínimo de funcionamiento de la memoria, a un equilibrio entre recuerdos y olvidos, a lo mejor a un ejercicio de reinvención constante del pasado que permita a nuestro cerebro garantizar mínimamente la continuidad de lo que somos (o, al menos, de lo que nos contamos que somos). Los fallos orgánicos de esta capacidad mental –alzheimer, por ejemplo– hacen que el individuo deje de saber quién es. Ciertamente, los medios actuales permiten guardar y recuperar eventos (información) del pasado. Pero, que yo sepa, aún no existen ensayos de integrar esas “memorias virtuales” en las orgánicas de los individuos, aunque ya contemos con varios relatos cinematográficos al respecto. No es difícil imaginar la posibilidad de que nuestro cerebro fuera “complementado” con un disco duro bien indexado al que éste recurriría a voluntad para recuperar las caras de viejos conocidos, la película de acontecimientos de hace veinte años o incluso revivir las emociones que sentimos cuando nos ocurrían. Claro que, si eso llega a ser posible, también cabría que esos discos duros tuvieran recuerdos “falsos”, puestos a nuestra voluntad o contra ésta. Desde luego, elucubrar en esta dirección lleva a concluir que, más que reforzar la continuidad de nuestras identidades individuales, es más posible que éstas se diluyeran en un carrusel alucinógeno.

Si escribo estos desvaríos es porque, comparándome con otras personas, me considero bastante desmemoriado, tanto que a veces me pregunto si yo sigo siendo yo, pues me es imposible establecer la continuidad vivencial de mí mismo a lo largo de mi vida. En romance: no me acuerdo de casi nada de mis vivencias, como mucho de los “títulos” –a modo de nota sintética– de episodios pasados, pero poco más. Y no se crea que estoy refiriéndome a mi remota niñez porque el olvido llega hasta tiempos muy recientes, como una máquina quitanieve que va limpiando la memoria con muy poco retraso. Supongo –porque así me lo han dicho quienes de esto saben– que esos recuerdos los tengo almacenados en rincones de mi cerebro, pero será que éste ha perdido los índices. Aún así, ha habido momentos –pocos– en los que determinados catalizadores, a modo de magdalena de Proust, me han traído al presente, como relámpagos brillantes pero efímeros, escenas de mi pasado, incluso fuertemente coloreadas con su carga emocional. Mas lo normal es una persistente desmemorización, bastante más efectiva que la de la mayoría de mis conocidos. Así, tengo más que comprobado que cuando reaparecen personas de mis anteriores vidas, éstas se acuerdan de mí mucho más de lo que yo me acuerdo de ellas (con frecuencia, no las recuerdo en absoluto). Y en este punto volvemos a internet, ya que otro de sus efectos es que posibilita estas “resurrecciones”, a través de Facebook y similares.

Hace dos años, mi empresa encontró un posible campo de trabajo en el Perú (que todavía no se ha concretado en nada), lo que significó que hiciera un viaje de una semana a Lima, ciudad en la que viví mi etapa universitaria y a la que volvía después de casi treinta años. Esos pocos días allí, reencontrándome con viejos amigos, significaron un cúmulo de recuerdos revividos con fortísima carga emocional. Pero también volví a comprobar, en las inevitables charlas rememorando antiguas anécdotas, que casi todos mis amigos se acordaban de muchísimas más cosas que yo. Este miércoles, un compañero de la empresa que está ahora en Lima tratando de cerrar un contrato me envió un whatsapp comentándome que había contactado con un par de arquitectos peruanos quienes, cuando salió mi nombre en la conversación, resultó que habían sido compañeros míos de estudio. Sus nombres no me sonaban de nada, así que me mandó una foto de ambos en la que me sonreían muy contentos: tampoco nada (bien es verdad, que lo que vi fue a dos tipos cincuentones que probablemente no se parecerían demasiado a los veinteañeros que pude tratar). Me quedé algo jodido con esta nueva muestra de mi mala memoria, que tanto contrastaba con la de esos dos que le aseguraban a mi compañero que se acordaban perfectamente de mí. Así que, esa misma noche, conecté por el facetime con mi mejor amigo peruano y pasamos una hora conversando casi con la sensación de que estábamos juntos. Le pregunté por esos dos y él, en efecto, aunque tampoco los ve desde la universidad, se acordaba perfectamente de ellos. En fin, que con mi desastrosa memoria; me temo que nunca podré escribir mis Memorias; eso que se pierde la posteridad.

 
I forgot more than you'll ever know - Bob Dylan (Another Selfportratit: 1969-1971, 2013)

sábado, 14 de febrero de 2015

Bob sings Frank

Cuando me enteré de que Dylan estaba grabando un disco de versiones de Sinatra, pensé que ya volvía de nuevo a las andadas –genio y figura–, desconcertando al personal; pero si eso es lo que viene haciendo durante toda su carrera, con más razón a los setenta y tres años. También, dicho sea de paso, me temí que le saliera un bodrio como el disco de villancicos que hizo con fines benéficos en 2009 (en mi opinión, claro, porque sobre ese trabajo hay críticas y opiniones de lo más diversas). En todo caso, y aunque con Bobby no hay que sorprenderse de nada, me extrañó que le interesaran los clásicos temas que conforman el llamado Great American Songbook, compuestos mayoritariamente a partir de la Primera Guerra Mundial por los nombres consagrados de la época (Irving Berlin, George Gershwin, Richard Rodgers, Cole Porter, Hoagy Carmichael ...) y difundidos a través de Broadway y Hollywood para un público biempensante. Un estilo que fue casi definitivamente exterminado con el triunfo popular del rock, expresión musical del radical cambio generacional de los sesenta, uno de cuyos más significativos voceros –incluso a su pesar– fue el propio Dylan. ¿Vendría en cierto modo a hacer ahora con este disco un ejercicio de penitencia?

La verdad es que a mí nunca me ha gustado ese tipo de música, tan correcta y melódicamente previsible, excesivamente orquestada. Además, Sinatra –su más famoso representante– siempre me cayó mal. Verdad es que todo ello lo asocio a mi infancia, a algún vinilo que escuchaban mis padres y a viejas comedias musicales que me aburrieron (aunque luego, más mayor, supe apreciar algunas películas excelentes en las que, sin cantar, actuaba La Voz). Aún así, a la muerte de Sinatra (1998) y la consiguiente avalancha de recopilatorios póstumos, mi ex de pronto se entusiasmó con el cantante y durante una temporada en casa sonaron sus canciones con frecuencia. Ahí tuve la oportunidad de acercarme a su música, pero no lo hice. Así que a la fecha sigo bastante analfabeto en este tipo de música y si he en los últimos días he curioseado sobre ella, ha sido sólo porque Dylan ha sacado este disco.

 
I'm a fool to want you  - Frank Sinatra (Where are you?, 1957)

Leo que las diez canciones que Dylan interpreta en este Shadows in the Night proceden de los llamados años de Capitol, periodo comprendido entre 1953 y 1961, durante el cual el crooner publicó para el sello discográfico de Los Ángeles. Aunque no sea completamente verdad (algunos temas no fueron grabados durante esa etapa), sí es cierto que todos ellos expresan un "aire" común, estrechamente emparentados, que refleja el ánimo que embargaba a Sinatra por aquel tiempo –y que, según los que saben, supuso un verdadero renacimiento del intérprete–. Durante los cuarenta Sinatra, grabando para Columbia, se había convertido en el máximo ídolo popular de la canción romántica, pero en los cincuenta cae en un grave bache: en parte porque los gustos evolucionaban y no supo adaptarse pero también porque sufrió problemas de voz; además, se dice que el rechazo de una importante porción de sus fans mucho tuvo que ver con su matrimonio con Ava Gardner, precedido de cuernos a su mujer de entonces, Nancy, y el divorcio subsiguiente. De hecho, en los primeros cincuenta ninguna compañía estaba dispuesta a hacerse cargo del cantante y cuando finalmente lo fichó Capitol fue con la humillante condición de que se pagara él mismo los costes de estudio. Parecía que su estrella declinaba definitivamente cuando consigue volver al primer plano gracias a su participación en De aquí a la Eternidad, que le valió el Oscar al mejor actor de reparto de 1953 (es leyenda hollywoodiense que Frank consiguió el papel gracias a las presiones de sus amigos de la Mafia –historia recreada en El Padrino con la famosa escena de la cabeza de caballo–, pero parece que no hubo tales pero sí ruegos de la Gardner a los magnates del cine). El caso es que, entrando en su cuarentena, Sinatra remonta el vuelo. Pero la relación con Ava es turbulenta y desgraciada (sobre todo para ella) y la vida emocional del cantante se proyecta en su evolución artística y así, en 1955, publica uno de sus mejores discos, In the wee small hours, pleno de melancolía y sensibilidad, deudor según dicen los entendidos de la forma de cantar baladas de la grandísima Billie Holiday. Dos años después, coincidiendo con el inevitable divorcio de la actriz, graba en la misma línea Where are you?, del que provienen cuatro de las canciones que ahora retoma Dylan.

 
I'm a fool to want you  - Bob Dylan (Shadows in the Night, 2015)

¿Son parecidos sentimientos melancólicos los que embargan a Dylan y le han impulsado a hacer suyas las viejas canciones de Sinatra? Pues no tengo ni idea y desde luego él, fiel a su estilo, no da ninguna pista al respecto. A diferencia de la de Frank, la vida amorosa de Bob siempre ha sido sumamente discreta, al menos desde que se separán de Sara Lownds en 1977. No fue hasta la publicación de la biografía de Howard Sounes en 2001 que se supo que entre el 86 y el 92 estuvo casado con Carolyn Dennis, una de las cantantes que le hacían los coros en sus discos "cristianos"; recientemente, The National Enquirer, la más famosa revista yanqui de cotilleo sensacionalista, ha desvelado que Dylan se casó en 2012 con una tal Darlene Springs, su pareja desde hacía siete años, pero que la relación estaba a punto del divorcio debido a que la mujer gastaba tanto que casi se había pulido la fortuna del de Minnesota. En todo, tanto las diferencias de edad como de carácter, no parecen apuntar a que el estado emocional de Dylan pueda parecerse al de Sinatra hace sesenta años. Más bien –como él mismo cuenta en una entrevista a la revista AARP– parece que se trata de un viejo anhelo que provendría de sus recuerdos de niñez, porque él sí creció escuchando esas canciones y le gustaban. Es más, a finales de los setenta, al salir el Stardust de Willie Nelson –un álbum de versiones de temas clásicos–, le propuso al presidente de Columbia hacer algo parecido, pero a éste no le interesó la idea en absoluto (y Dylan publicó Street Legal, que en su momento me defraudó un poquillo –le había precedido el notabilísimo Desire– pero que con el paso del tiempo y las audiciones más me ha ido gustando). Total, que no versionó a Sinatra cuando tenía treinta y ocho años y lo hace con setenta y tres; ahora es el momento adecuado, dice.

 
Where are you? - Frank Sinatra (Where are you?, 1957)

Dije antes que Dylan hace suyas esas viejas canciones, y para mí quizá esa sea la característica más relevante del nuevo disco. De entrada, logra esa "credibilidad" optando por un acompañamiento musical relativamente sobrio, una banda de cinco instrumentistas que nada tiene que ver con las habituales orquestaciones que se asocian a estos temas. Dice en la entrevista que el productor quería poner cuerdas, vientos, pero que se negó; ni siquiera aceptó piano porque le parecía que habría adquirido excesivo protagonismo. Cuenta el ingeniero de sonido que además le obligó a alejar los micrófonos, excepto el suyo, y que se negó a que se emplearan auriculares, cabinas, overdubs o pistas separadas. De alguna manera quería grabar como se grababa entonces; incluso lo hizo en el estudio B de la Capitol, el más frecuentado por Sinatra. Pero, sobre todo, lo que me ha impresionado de este álbum es la voz y la forma de usarla, suavemente intimista, interpelándote. Creo que, desde el punto de vista exclusivamente vocal, es una de las mejores obras de Dylan, aunque sea casi "otro" Dylan. En relación a este disco ha declarado que "tienes que creer lo que dicen las letras, porque las letras son tan importantes como la melodía; si no te crees la canción y la has vivido, no tiene sentido interpretarla". Pues bien, al escucharle (y entender mejor que en cualquiera de sus canciones lo que dice) uno se cree lo que dice y también que lo ha vivido. Tras unas cuantas audiciones, me puse el Where are you? de Sinatra y comparé los cuatros temas que interpreta Dylan: me gustan más, me convencen más, los de Bob (claro que reconozco que soy poco objetivo). Y eso que el de Minnesota considera un chiste que se le pueda comparar con Frank: "nadie ha llegado tan lejos como Sinatra, ni yo ni ningún otro". Aún así, preguntado sobre qué opinión cree que habría tenido de su trabajo, contesta que piensa que estaría sorprendido y algo orgulloso. En fin, tampoco es que este disco vaya a cambiar mis gustos musicales (ni lo ponga entre mis preferidos de Dylan), pero sí considero que merece la pena.

 
Where are you? - Bob Dylan (Shadows in the Night, 2015)

jueves, 12 de febrero de 2015

¿Perros en los parques? No, gracias

Ordenanza municipal reguladora de la protección y tenencia de animales de Santa Cruz de Tenerife

Art. 17: En los espacios públicos o en los privados de uso común, los perros y demás animales de compañía habrán de estar acompañados y ser conducidos mediante cadena o cordón resistente que permita su control.

Art. 22: El Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife, dentro de las disponibilidades urbanísticas, conforme a sus posibilidades presupuestarias y a las necesidades, habilitará espacios públicos o delimitará zonas dentro de los mismos, para el paseo, esparcimiento y socialización de los animales de compañía, así como espacios adecuados para la realización de sus necesidades fisiológicas en correctas condiciones de higiene.


Según leo, en Santa Cruz de Tenerife hay inscritos en el Registro Censal de Animales de Compañía unos 38.000 perros, lo que equivale, más o menos, a uno por cada 5,5, residentes, proporción muy alta ya que la media española anda en torno a uno cada 10 personas; será por el más benigno clima del archipiélago. Supongo también que ese registro municipal es fiable, teniendo en cuenta que sus datos los pasan los veterinarios cuando identifican a un perro por primera vez, y quiero creer –quizá con un exceso de ingenuidad– que a la fecha casi todos los propietarios cumplen esta elemental obligación con su mascota. Pues bien, casi cuarenta mil perros cuyos dueños han de sacar a pasear y hacer sus necesidades (que adornan bellamente las aceras de esta ciudad, aunque hay que reconocer que se nota una mejoría cívica de los chicharreros) y, según el artículo 17 arriba transcrito, han de ir debidamente amarrados a una correa. En efecto, cuando camino por Santa Cruz (o por cualquier otra ciudad) casi todos los perros que transitan por sus calles lo hacen umbilicados a sus amos, no diría yo que porque éstos conozcan la ordenanza y sean respetuosos cumplidores de la misma, sino simplemente para evitar que el colega de cuatro patas moleste a los viandantes o –mucho peor– salte alocadamente a la calzada y sea atropellado. Ahora bien, ¿dónde –en la ciudad– pueden los perros estar sueltos, correr, jugar y socializar con otros congéneres? El artículo 22 dice que el Ayuntamiento habilitará espacios públicos para ello, claro que dentro de sus posibilidades presupuestarias. Pero lo cierto es que no lo ha hecho, y eso que la ordenanza se aprobó en 2006.

Parece que la obligación de que los perros vayan atados es norma común en todas las ordenanzas municipales (lo que no es de extrañar porque se van copiando siempre unas a otras). Pero en las ciudades se distinguen dos tipos de espacios públicos abiertos: los de circulación –calles– y los estanciales –parques–. Los parques, a su vez, pueden ser de muy distintos tipos y contar con muchas áreas diferenciadas, entre ellas zonas libres, de hierba o tierra, sin mobiliario urbano ni un destino específico. ¿Por qué no se pueden soltar los perros en esos espacios? El argumento, imagino, es que hay personas a las que molestan, lo cual en la práctica no es tan verdad porque los primeros que se preocupan de que eso no suceda son los dueños, a quienes no se les ocurre poner a jugar a sus animales en zonas donde hay personas ajenas descansando. Pero no, lo fácil es prohibir con carácter general, diciendo que ya se crearán lugares acotados y específicos, aunque no se haga. Aunque de vez en cuando se hace, como el Ayuntamiento de La Laguna, municipio vecino, que hará unos tres o cuatro años, con gran alharaca publicitaria, acotó en el parque de San Benito un espacio exclusivo para los canes. Allí he ido varias veces con los perritos de K –quien vive muy cerca– y rara vez hay más de diez animales; desde luego, con este equipamiento canino no se cubre más que una infinitesimal parte de la demanda. Lo cual me lleva a pensar que, igual que las normas urbanísticas obligan a que los planes califiquen una determinada superficie de espacios libres en proporción a la población previsible, a lo mejor habría que completarla señalando el porcentaje de estos terrenos que debe destinarse al recreo de los perros (no sigo por ese camino: más complicaciones para hacer un plan).

Naturalmente, la ordenanza no se cumple. Los dueños de perros se buscan la vida y encuentran parques urbanos con áreas abiertas adecuadas en las cuales puedan soltarlos para que se desfoguen por un rato. Uno de esos parques, probablemente el de mayor población canina, está justo enfrente de mi casa. Durante toda su vida Cani bajó a ese parque dos veces al día. Ahora son los dos perritos de K los que, cuando están en mi casa, perpetúan la costumbre. Como digo, hay un montón de perros a todas horas, y es rarísimo que ocurra nada desagradable. Con el tiempo, acabas conociendo a los dueños y a los animales, y pasas un buen rato con ellos. Hoy mismo, por ejemplo, cuando volvía solo a mi casa atravesando el parque, me detuve un rato a jugar con algunos (aclaro que me gustan mucho los perros y yo a ellos también). En fin, que la actividad canina del parque no es nada del otro mundo, una más de las que en una ciudad se desarrolla cotidianamente con naturalidad, por muy ilegal que sea. Por supuesto, las autoridades hacen la vista gorda y aquí no pasa nada.

O, al menos, solían hacerla, porque la semana pasada cuando llegué con los enanos (uno es un yorkshire y la otra mezclada del mismo tamaño) que correteaban libres a mi lado a uno de los meeting points más concurridos, me encuentro la inaudita escena de unas veinte personas de pie más o menos arrejuntadas, cada una con su correspondiente perro amarrado. Enseguida descubrí que, unos metros más abajo, había una pareja de municipales hablando, libreta en mano, con una mujer, también asidua. Por lo visto, la señora iba con su mascota suelta y, por violar la ordenanza, le fue debidamente notificada la denuncia dándole tres días para que se presentara en las oficinas de la policía local con la cartilla veterinaria y el recibo bancario de haber satisfecho la multa. La "campaña", sin embargo, no duró más que dos o tres días y por el momento las cosas parecen haber vuelto a la normalidad. Desconozco qué motivos habrá tenido el responsable que haya ordenado estas efímeras actuaciones policiales, quizá recordar a la población que existe una norma y que las normas están para cumplirse, faltaría más. Pues vale, lo gracioso es que la ordenanza declara en su exposición de motivos que tiene por finalidad la protección de los animales.

 
Saca tu perro a pasear - Los Impecables (Euskodemos, 2015)

martes, 10 de febrero de 2015

Tres poemas de Gil de Biedma

Esta tarde, así, de pronto, me ha venido el antojo de releer poemas espigados de Gil de Biedma. Algo me habrá despertado las ganas, alguna asociación de ideas subconscientes mientras almorzaba con el ronroneo televisivo de fondo, apenas atendido. Pero lo cierto es que con el café saboreaba ya en mi boca ese verso inicial, desde hace tiempo tan mío, "que la vida iba en serio ..." El desorden de mis estanterías escondió con éxito el par de libros que de Jaime sé que tengo, si no es que acaso hayan escapado hacia ajenos ojos. Sí encontré, en cambio, otro de más reciente llegada, una biografía escrita por Miguel Dalmau, amena y sugerente, que te engancha a la personalidad atormentada del poeta, a su inteligencia sin concesiones.

Transcribo a continuación uno de los más impresionantes poemas de amor del siglo pasado. Su título –Pandémica y Celeste– remite a las dos advocaciones de Afrodita recogidas en El Banquete de Platón al exponer las dos formas amatorias: las experiencias puramente eróticas a través de la promiscuidad, o espiritualización del amor único. Ahora bien, no son opciones excluyentes sino, así lo declara poéticamente Gil de Biedma, complementarias; como si se necesitara de la acumulación de cuerpos para reforzar o dar sentido al "verdadero amor". El poema lo escribió en el verano de 1963, en Deià, paraje inspirador de mitologías clásicas (Robert Graves), justamente cuando su relación sentimental de años llegaba a su fin. Gil de Biedma tenía treinta y cuatro años.

PANDÉMICA Y CELESTE

Imagínate ahora que tú y yo
muy tarde ya en la noche
hablemos hombre a hombre, finalmente.
Imagínatelo,
en una de esas noches memorables
de rara comunión, con la botella
medio vacía, los ceniceros sucios,
y después de agotado el tema de la vida.
Que te voy a enseñar un corazón,
un corazón infiel,
desnudo de cintura para abajo,
hipócrita lector -mon semblable,-mon frère!
Porque no es la impaciencia del buscador de orgasmo
quien me tira del cuerpo a otros cuerpos
a ser posible jóvenes:
yo persigo también el dulce amor,
el tierno amor para dormir al lado
y que alegre mi cama al despertarse,
cercano como un pájaro.
¡Si yo no puedo desnudarme nunca,
si jamás he podido entrar en unos brazos
sin sentir -aunque sea nada más que un momento-
igual deslumbramiento que a los veinte años !
Para saber de amor, para aprenderle,
haber estado solo es necesario.
Y es necesario en cuatrocientas noches
-con cuatrocientos cuerpos diferentes-
haber hecho el amor. Que sus misterios,
como dijo el poeta, son del alma,
pero un cuerpo es el libro en que se leen.
Y por eso me alegro de haberme revolcado
sobre la arena gruesa, los dos medio vestidos,
mientras buscaba ese tendón del hombro.
Me conmueve el recuerdo de tantas ocasiones…
Aquella carretera de montaña
y los bien empleados abrazos furtivos
y el instante indefenso, de pie, tras el frenazo,
pegados a la tapia, cegados por las luces.
O aquel atardecer cerca del río
desnudos y riéndonos, de yedra coronados.
O aquel portal en Roma -en vía del Babuino.
Y recuerdos de caras y ciudades
apenas conocidas, de cuerpos entrevistos,
de escaleras sin luz, de camarotes,
de bares, de pasajes desiertos, de prostíbulos,
y de infinitas casetas de baños,
de fosos de un castillo.
Recuerdos de vosotras, sobre todo,
oh noches en hoteles de una noche,
definitivas noches en pensiones sórdidas,
en cuartos recién fríos,
noches que devolvéis a vuestros huéspedes
un olvidado sabor a sí mismos!
La historia en cuerpo y alma, como una imagen rota,
de la langueur goûtée à ce mal d’être deux.
Sin despreciar
-alegres como fiesta entre semana-
las experiencias de promiscuidad.
Aunque sepa que nada me valdrían
trabajos de amor disperso
si no existiese el verdadero amor.
Mi amor,
íntegra imagen de mi vida,
sol de las noches mismas que le robo.
Su juventud, la mía,
-música de mi fondo-
sonríe aún en la imprecisa gracia
de cada cuerpo joven,
en cada encuentro anónimo,
iluminándolo. Dándole un alma.
Y no hay muslos hermosos
que no me hagan pensar en sus hermosos muslos
cuando nos conocimos, antes de ir a la cama.
Ni pasión de una noche de dormida
que pueda compararla
con la pasión que da el conocimiento,
los años de experiencia
de nuestro amor.
Porque en amor también
es importante el tiempo,
y dulce, de algún modo,
verificar con mano melancólica
su perceptible paso por un cuerpo
-mientras que basta un gesto familiar
en los labios,
o la ligera palpitación de un miembro,
para hacerme sentir la maravilla
de aquella gracia antigua,
fugaz como un reflejo.
Sobre su piel borrosa,
cuando pasen más años y al final estemos,
quiero aplastar los labios invocando
la imagen de su cuerpo
y de todos los cuerpos que una vez amé
aunque fuese un instante, deshechos por el tiempo.
Para pedir la fuerza de poder vivir
sin belleza, sin fuerza y sin deseo,
mientras seguimos juntos
hasta morir en paz, los dos,
como dicen que mueren los que han amado mucho.


Solo tres años después, al poeta le estalla la que luego llamó su crisis de madurez. Tras su ruptura amorosa abandonó el "sótano negro" de la calle Muntaner y se muda a un apartamento cerca del Turó Park, que decora con ortodoxo gusto burgués. Poco a poco el rechazo hacia sí mismo va creciendo, sin que frente al malestar encuentre más que salidas transitorias –viajes, alcohol, ligues– y la incapacidad de escribir. Uno de sus últimos poemas antes del hundimiento fue el famoso "Contra Jaime Gil de Biedma", personal auto-juicio sumarísimo que se saldaba con una condena ejemplar: dejaba de creer en la poesía, la poesía ya no le servía.

CONTRA JAIME GIL DE BIEDMA

De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso,
dejar atrás un sótano más negro
que mi reputación —y ya es decir—,
poner visillos blancos
y tomar criada,
renunciar a la vida de bohemio,
si vienes luego tú, pelmazo,
embarazoso huésped, memo vestido con mis trajes,
zángano de colemena, inútil, cacaseno,
con tus manos lavadas,
a comer en mi plato y a ensuciar la casa?

Te acompañan las barras de los bares
últimos de la noche, los chulos, las floristas,
las calles muertas de la madrugada
y los ascensores de luz amarilla
cuando llegas, borracho,
y te paras a verte en el espejo
la cara destruida,
con ojos todavía violentos
que no quieres cerrar. Y si te increpo,
te ríes, me recuerdas el pasado
y dices que envejezco.

Podría recordarte que ya no tienes gracia.
Que tu estilo casual y que tu desenfado
resultan truculentos
cuando se tienen más de treinta años,
y que tu encantadora
sonrisa de muchacho soñoliento
—seguro de gustar— es un resto penoso,
un intento patético.
Mientras que tú me miras con tus ojos
de verdadero huérfano, y me lloras
y me prometes ya no hacerlo.

Si no fueses tan puta!
Y si yo supiese, hace ya tiempo,
que tú eres fuerte cuando yo soy débil
y que eres débil cuando me enfurezco...
De tus regresos guardo una impresión confusa
de pánico, de pena y descontento,
y la desesperanza
y la impaciencia y el resentimiento
de volver a sufrir, otra vez más,
la humillación imperdonable
de la excesiva intimidad.

A duras penas te llevaré a la cama,
como quien va al infierno
para dormir contigo.
Muriendo a cada paso de impotencia,
tropezando con muebles
a tientas, cruzaremos el piso
torpemente abrazados, vacilando
de alcohol y de sollozos reprimidos.
Oh innoble servidumbre de amar seres humanos,
y la más innoble
que es amarse a sí mismo!

 
Contra J.G.B - Luis Emilio Batallán & Joaquín Sabina (Tu Retrato, 2007)

Y para acabar el que más temprano conocí y más hondamente me hirió. Y la herida sigue vigente, más cada año que pasa. Según el propio poeta lo mejor que nunca escribió. Lo hizo en la primavera del 67, saliendo de su crisis cargado de una fuerte pulsión autodestructiva. Se publicaría en 1968, en el que sería su último libro, bajo el expresivo título de Poemas Póstumos. Tenía treinta y siete años; más o menos la edad mía cuando lo leí por primera vez.

NO VOLVERÉ A SER JOVEN

Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.



domingo, 8 de febrero de 2015

Periodismo infamante

En los últimos meses se vienen produciendo varias noticias cuyo denominador común es poner de manifiesto que estos chicos, que tanto se la dan de éticos y denuncian la galopante corrupción de los chupópteros del sistema, no están libres del inmundo virus, que son incluso tan corruptos como esos a los que, en su arrogancia, se atreven a llamar casta. Se trata siempre de noticias interesadas, cuya finalidad no es que los ciudadanos conozcan los hechos en todos sus detalles y cada uno saque sus propias conclusiones, sino que son en sí mismas juicios condenatorios, en forma de titulares simplones y tajantes, que ocultan gran parte de los datos y cuentan engañosamente muchos otros. Esta forma de “informar”, propia del sensacionalismo o periodismo amarillo, es absolutamente inmoral y contraria a cualquier código deontológico del oficio. Sin embargo, los “profesionales” que practican con persistente contumacia este modo de hacer periodismo, carentes del más mínimo pudor, se presentan a sí mismos como adalides de la ética pública y de la libertad de información (llevando su descaro a acusar a quienes les afean sus conductas de ser anti-demócratas). Sin duda uno de los ejemplos más representativos de esta calaña es el empleado de El Mundo, Eduardo Inda, quien, en cualquier sociedad seria, estaría absolutamente desprestigiado y expulsado de la profesión por su constante comportamiento de tergiversaciones y engaños. En cambio, por mucha repugnancia que sienta al verlo y escucharlo, parece que lo que este tipo dice encuentra eco y credibilidad, no ya en quienes también están interesados en propalar sus mentiras, sino en algunas gentes bienintencionadas.

Repasemos, por ejemplo, el “escándalo” de Tania Sánchez, que en esta semana ha sido noticia por abandonar Izquierda Unida, en cuyas recientes primarias había sido elegida como candidata a la presidencia de la Comunidad de Madrid. Ayer, en un programa televisivo, la explicación que daba Inda de este suceso venía a ser la siguiente: Tania Sánchez se ha ido de IU antes de que la expulsaran por ser incluso más corrupta que su excorreligionario Moral Santín, ya que éste se había apropiado de 456.500 € por medio de la tarjeta black de Bankia, mientras que ella, como concejal del municipio madrileño de Rivas, había dado a su hermano la friolera de 1.400.000 €. Éste, con las variantes que se quiera, es el titular que interesa que quede en las mentes de los ciudadanos: Tania Sánchez, que tanto denuncia la corrupción vinculada al PP, es tanto o más corrupta ella misma. Yo no conozco a esta chica y, por tanto, no puedo dar ninguna opinión sobre su ética personal; pero, sabiendo suficientemente cómo funciona un ayuntamiento, sí me queda claro que estamos ante un ejemplo burdo y evidente del vergonzoso amarillismo a que me refería. Analicemos un poquito el titular de Inda para ver en que queda.

De entrada, de lo que se está hablando es de contratos adjudicados por el Ayuntamiento de Rivas a una cooperativa denominada Aupa, cuyo administrador era Héctor Sánchez, hermano de Tania. Según información de ABC, son 29 contratos para realizar actividades de animación socio-cultural (a lo que se dedicaba la cooperativa) encargados entre 2002 y 2009 (8 ejercicios) que suman un total de 1.318.935 € (no 1,4 M€ como decía Inda), lo que supone algo menos de 165.000 € anuales. Lo que hizo el Ayuntamiento de Rivas durante esos años fue encargar la realización de unos trabajos a una sociedad cooperativa, no “dio” dinero a cambio de nada, como parece apuntar Inda (en algunos medios se habla de “subvenciones”, lo cual es falso). Si a mi empresa un ayuntamiento le adjudica la realización de un trabajo por un determinado precio –como es el caso–, para realizarlo incurriremos en gastos (pagar a quienes empleemos, por ejemplo); si el contrato municipal sale a un precio bastante mayor de lo que cuesta hacer el trabajo, la empresa tendrá beneficios importantes. Ahora bien, ninguno de los medios que se dedica a “denunciar” la corrupción de Tania se ha molestado en analizar si los precios de cada uno de los 29 contratos estaban ajustados a sus costes reales, ni tampoco las cuentas de la cooperativa (o los ingresos de sus socios) para comprobar si se estaban forrando con esas adjudicaciones. Lo que sí sabemos es que en 2009 Aupa fue disuelta con resultados negativos y sin capital social que adjudicar (y en esa fecha todavía no había “estallado el escándalo”). De otra parte, por mi experiencia puedo asegurar que rarísima vez los presupuestos de adjudicación de contratos públicos están sobredimensionados; por el contrario suelen salir demasiado ajustados a la baja (una de las “técnicas” de las empresas constructoras adjudicatarias de obra pública para sacar beneficio es la de, una vez conseguido el contrato, plantear “revisiones de precios” casi a modo de chantaje, algo que no parece que haya ocurrido en este caso). Así que, en principio, a mí no me parece nada sorprendente ni inmoral que una cooperativa que se dedica a la animación sociocultural haya obtenido del ayuntamiento de su pueblo contratos para dar unos servicios. A esa sociedad se le pagó por hacer unos trabajos; nada que ver con cobrar por la cara un dinero que nadie declara. Poner en el mismo plano ambos hechos revela por sí solo el grado de deshonestidad del “periodista”.

Pero, claro, a nuestros ilustres “periodistas de investigación” lo que menos les interesa es justamente investigar, porque lo que se apresuran a resaltar con “santa indignación” es que la concejala de IU  “dio” los contratos a su hermano. Durante el periodo en que Tania Sánchez fue concejala de Rivas (2007-2011), la cooperativa Aupa fue adjudicataria de 8 contratos (puede que alguno menos, porque sólo sé los años y he contado todo 2007 aunque el cargo lo ocupó desde finales de mayo) por un importe total de 231.328 €. Es decir, que de la cantidad total que a lo largo de 8 años contrató el Ayuntamiento de Rivas a Aupa, la parte que se adjudicó mientras Tania era concejala representa el 17,54%. Naturalmente, aunque lo sepa de sobra, a Inda eso no le impide en absoluto seguir hablando de un millón cuatrocientos mil euros. Al fin y al cabo, la Sánchez desde el 2003 estaba vinculada como asesora al grupo municipal de IU en Rivas y, además, su padre era concejal del Ayuntamiento desde bastante antes. Los contratos previos a la cooperativa de Héctor se los “dio” el padre, desde luego con la connivencia de toda la familia, así que cuando le tocó a la hija seguir “dando” contratos fraudulentos, no puede caber duda que lo único que hacía era poner su firma en la práctica de mucho tiempo de la que era conocedora y hasta actora. Así que Inda tiene razón, por supuesto, también los contratos que adjudicó el Ayuntamiento de Rivas a Aupa cuando Tania Sánchez no era concejala deben imputarse en el monto total de la corrupción de la chica. Reconozco que todavía me asombra que haya personas con tal nivel de cinismo y desvergüenza; aunque más que asombro lo que me produce ese individuo es verdadera repugnancia.

Ahora bien, la cuestión que a mi juicio mejor refleja el afán desinformador de esa comadreja pedante (y de los muchos otros que lo emulan) es el empleo del verbo dar poniendo a la entonces concejala como sujeto de la frase. Supongo que si tanto lo repiten es porque hay bastantes personas que creen que los contratos de las administraciones públicas pueden “darse” a voluntad de un munícipe. El “escándalo” este surgió a partir de un contrato de 2008 de 137.000 € para impartir talleres musicales, que se adjudicó el 21 de octubre mediante ratificación por unanimidad de la Junta de Gobierno del dictamen emitido el 8 de octubre por la Mesa de Contratación. En esa Junta de Gobierno estuvo Tania Sánchez, con siete personas más (de las cuales, tres del PSOE). Por cierto, según leo en un artículo de eldiario.es (el único serio que he encontrado sobre el “caso Tania”), éste de 2008 fue el último contrato que adjudicó el Ayuntamiento a Aupa y el único en cuya decisión participó nuestra protagonista. Así que lo que ocurrió –como siempre ocurre en las adjudicaciones de contratos públicos- es que un órgano colegiado municipal ratifica una decisión previa tomada por la correspondiente Mesa de Contratación, lo cual sólo con muy mala intención se puede vender como que uno de los miembros de la Junta “dio” el contrato a su hermano. Ciertamente, Tania Sánchez, al ver que uno de los asuntos del orden del día era ése, debería haberse abstenido (incluso haber salido de la reunión), algo que ella misma ha reconocido. El que no lo hubiera hecho, lo único que pone de manifiesto es la bisoñez política de no prever que años después unas cuantas sabandijas lo aprovecharían para echarle mierda. Porque lo que es evidente es que si la chica no hubiera estado en esa Junta igualmente se le habría adjudicado por unanimidad a Aupa el contrato de marras. Y también que si el expediente no hubiera llegado a la Junta con la propuesta de ajudicación a Aupa, a una concejala le habría sido imposible conseguir que se contratase a la cooperativa de su hermano. Más o menos esto es lo que viene a decir un informe solicitado ex profeso a causa de este asunto a los servicios jurídicos del Ayuntamiento que, citando una sentencia del Tribunal Supremo, concluye que un acto en el que ha participado quien debiera haberse abstenido se considerará válido si la intervención del interesado no fuera decisiva, por ser el resto de los votos favorables suficientes para la adopción del acuerdo, y sólo podría declararse nulo cuando con la participación del que tiene causa de incompatibilidad se conculcaran las reglas esenciales para la formación de la voluntad del órgano colegiado (la Junta de Gobierno, en este caso).

Por supuesto que lo todo lo que he contado hasta aquí esa hedionda alimaña que se les da de azote de corruptos lo sabe de sobra; con su experiencia es imposible que desconozca que Tania Sánchez no podía "dar" ningún contrato, como tampoco ignora que las cifras que repite incansablemente son falsas. Justamente el que lo sepa y además se niegue, como sería su obligación, a entrar en los detalles es la prueba más palmaria de su deshonestidad, de su despreciable desprecio por la verdad, de su carencia de todo atisbo ético gracias a la cual no tiene el menor cargo de conciencia en ganarse la vida por medio de la infamia. Una mala persona, en suma. Asentada la mentira, se apuntala con cantidad de bulos que nunca son documentados. Que la cooperativa Aupa obtenía los contratos municipales por estar en ella Héctor Sánchez, lo que se prueba por la cantidad de encargos continuados que recibieron. Sin embargo, no es nada extraño –ni mucho menos ilegal– que una empresa trabaje con continuidad para un mismo ayuntamiento, sin que de ello se deduzca necesariamente que hay trato de favor. Pero, por favor, si era el hijo de un concejal (y luego hermano de otra); con lo que los hipócritas defensores de la moralidad parecen decirnos que una persona no puede trabajar para una administración pública en la que tenga familiares, cuando precisamente para eso están los escrupulosos procedimientos de la Ley de Contratos. Pero, añaden, resulta que los pliegos de condiciones los hacían dos chicas que habían pertenecido a la cooperativa y después entraron de funcionarias municipales y, claro, se redactaban a medida de Aupa. Sin embargo, leído el pliego del contrato que "dio" Tania la corrupta no encuentro nada que haga sospechar esa acusación. Entonces, siguen diciendo, cómo es que sólo se presentó Aupa. Pues quizá, contesto, porque no era ningún chollo sino a lo mejor todo lo contrario, y a los que se sonrían irónicamente les diré que más de una vez nos hemos presentado a un encargo público en el que no íbamos a ganar nada por la sencilla razón de que estábamos "comprometidos" con ese municipio. Con todo esto no pretendo asegurar que la relación del Ayuntamiento de Rivas con la cooperativa Aupa haya sido un ejemplo palmario de ética por la sencilla razón de que no lo sé (aunque apostaría que no ha habido ninguna ilegalidad). Pero tampoco lo saben quienes se apresuran a convencerse –porque es lo que quieren– de que en ese municipio los Sánchez habían montado una trama mafiosa para forrarse. Si hay sospechas de irregularidades lo que hay que hacer es investigar (lo que está haciendo el Ayuntamiento, aparentemente con bastante rigor y transparencia) pero no dar por sentadas maledicencias. En el fondo, que los repugnantes Indas del periodismo español puedan seguir prostituyendo el oficio se debe a lo mucho que a tantos les gusta regodearse en las difamaciones ajenas. Y así nos va.

 
Dirty laundry - Don Henley (I Can't Stand Still, 1982)

jueves, 5 de febrero de 2015

Una oportunidad perdida en los inicios del derecho urbanistico español

A mediados del XIX Madrid, con poco más de doscientos cincuenta mil habitantes, era un poblachón compacto de unos cuatro kilómetros cuadrados, si bien con dos importantes añadidos en sus lados Este y Oeste: el Parque del Buen Retiro y el Palacio Real. Sus límites quedaban definidos por la cerca que cerraba la ciudad, más por motivos fiscales (todo producto que entrara o saliera de la capital había de pagar los correspondientes impuestos) que defensivos, con sus correspondientes puertas (cinco) y portillos (14), que cerraban durante la noche. En 1846, al principio del reinado efectivo de Isabel II, el ministerio Pidal propone que se haga un plano para el ensanche de la Villa, pero Mesonero Romanos, influyente concejal del Ayuntamiento, se opuso al entender que los esfuerzos debían dirigirse a la reforma interior de la población y no a su expansión. Conviene decir que para entonces ya se había constituido una sociedad mercantil dispuesta a enriquecerse con los réditos de las inmensas operaciones inmobiliarias, en emulación de lo que estaba ocurriendo en París bajo el impulso de Haussmann y que tan maravillosamente nos ha relatado Zola. Pero las ansias de los especuladores, capitaneados por el poderoso Marqués de Salamanca –bestia negra del Bienio Progresista– hubieron de esperar (presionando entretanto, se entiende) hasta que, acabadas las veleidades reformistas, llegó a la Presidencia del Consejo el general O'Donnell y en 1860 se aprueba por Real Decreto el anteproyecto de Ensanche de Madrid (del ingeniero Carlos María de Castro que se inspiró en el barcelonés de Cerdá). Es el banderazo de salida para la frenética expansión urbana, para la construcción de la capital burguesa, integrando a Madrid en las corrientes urbanísticas de la época. La superficie que se ordenaba, con el trazado detallado de todas las futuras calles, cubría la friolera de 2.300 hectáreas; es decir, casi multiplicaba por cinco la extensión consolidada, una proporción desmesurada y cuya consolidación no se alcanzaría hasta la II República. Como puede verse en el plano original que adjunto, basándose en un modelo reticular con algunas diagonales y plazas circulares en cruces estratégicos, el esquema reforzaba el trazado de la antigua cerca convirtiéndola en un recorrido perimetral (los bulevares al Norte, las rondas al Sur) y además definía el límite del ensanche también mediante una amplia avenida de circunvalación que llegaba en sus dos extremos al Manzanares (la pata Norte que habría debido prolongar la actual Reyes Católicos nunca se ejecutó ni tampoco la conexión directa del extremo norte de San Francisco de Sales con la glorieta de Cuatro Caminos; pero a partir de ahí, el plano actual recoge fielmente el de Castro: Raimundo Fernández Villaverde, Joaquín Costa, Francisco Silvela, Doctor Esquerdo, y la muy reciente avenida del Planetario). Conviene señalar que para esas fechas –y durante los cien años siguientes– el término municipal de Madrid no se extendía mucho más allá del espacio que se proyectaba para el crecimiento urbano, salvo en el extremo Oeste, donde quedaba (y ahí sigue) la Casa de Campo, posesión de la Corona. Hasta que se los anexionó después la Guerra Civil, el término municipal de Madrid lindaba con los circundantes de Húmera, Aravaca, El Pardo, Fuencarral, Chamartín de la Rosa, Canillas, Vicálvaro, Vallecas, Villaverde y Carabanchel Bajo. 



Demos un salto de más de medio siglo, hasta 1914, cuando José Sánchez Guerra, ministro de Gobernación con Eduardo Dato, presenta un primer intento de Ley para regular la urbanización de los suburbios; es decir, de las áreas al exterior de los ensanches, de las ciudades planificadas. De hecho, aunque no se decía así entonces, los poblados informales que surgían en los extrarradios no eran sino la respuesta espontánea de los marginados del mercado inmobiliario oficial, bien apoyados en caseríos preexistentes bien de espontánea y nueva formación. Con cierta ingenuidad propia del ideario biempensante de una burguesía todavía ochocentista, el Gobierno cree que lo que ha de hacerse es extender el régimen planificador de los ensanches a la totalidad de cada término municipal, sentando así las bases de lo que años después –en 1956– vendría a ser la figura del Plan General (aún vigente) y el principio –nunca cuestionado seriamente hasta la fecha– de que compete a los Ayuntamientos planificar sus crecimientos urbanísticos. Es ilustrativo reproducir un fragmento del preámbulo de ese Proyecto de Ley: "Allí donde la acción urbana no llega por limitaciones de la Ley y de los ingresos municipales o por cualquier otra causa, se acumulan barriadas inmundas y misérrimas, en donde los estímulos de exagerada economía, alguna vez la codicia explotadora de los propietarios, y siempre las desgraciadas consecuencias de la incultura y la pobreza, van tejiendo una red infecciosa que oprime y contamina las grandes ciudades, dándose el caso de que el contraste más deplorable se ofrezca en España entre el vivir de las grandes poblaciones y el de sus anejos o barriadas extremos". Por esas fechas, el Ayuntamiento de Madrid había encargado al ingeniero municipal Núñez Granés (incorporado como funcionario después de pasar varios años en Cuba ocupándose de las fortificaciones de La Habana) el estudio de la urbanización del extrarradio, en donde se disponían pequeños núcleos: el arrabal de Cuatro Caminos que creciendo a lo largo de la carretera de Francia (la actual Bravo Murillo) llegaba a unirse con el poblado de Tetuán; la barriada de Prosperidad –surgida hacia mediados del XIX mediante un proceso de parcelación de tierras agrarias a ambos lados del camino a Hortaleza–; La Guindalera, pegadita al borde del Barrio de Salamanca pero al exterior del límite del Ensanche, lo que permitió una operación inmobiliaria especulativa sin prácticamente control administrativo; la colonia de chaletitos adosados de estilo modernista, llamada Madrid Moderno, que estaba junto a la actual plaza de toros y de la que ya no queda sino una veintena de supervivientes en las actuales calles Castelar y Roma ... Y sólo menciono los poblados que ocupaban el sextante noreste –entre la carretera de Francia y la de Aragón– y no sigo bordeando el límite del Ensanche porque el post se haría muy largo.


En 1916, a poco de pasar de alcalde de Madrid a ministro de Gobernación con Romanones, Joaquín Ruiz Jiménez (padre del político democristiano de la Transición) presentó otro proyecto de Ley para urbanizar la periferia de la capital ya que "de persistir por más tiempo el anárquico estado del extrarradio, llegaría nuestra metrópoli a estar completamente rodeada por un conjunto de suburbios infecciosos y antiestéticos que constituirían un grave peligro para la salud pública y una notoria prueba de atraso e incultura". Como escribe Martín Bassols en la que sigue siendo la referencia imprescindible para conocer los orígenes del complejo tinglado de nuestro derecho urbanístico (Génesis y evolución del Derecho Urbanístico español, 1973), la importancia y novedad de esta iniciativa legal es que por primera vez se plantea en nuestro país una política de municipalización del suelo. Así, para llevar a cabo las actuaciones, el Proyecto plantea dos soluciones alternativas: o bien que el Ayuntamiento expropie los terrenos necesarios para las grandes arterias dejando a los particulares la urbanización de los polígonos interiores a éstas, o bien que se expropie la totalidad de los terrenos para la expansión de la ciudad que luego podrían cederse en usufructo a los promotores mediante el pago de cánones anuales. Si bien el coste inicial de esta segunda opción era bastante mayor, suponía prever unos ingresos continuados para el municipio pero, sobre todo, se planteaba –y hace ya un siglo de esto– la cuestión central del debate sobre el crecimiento urbano: que los aumentos del precio del suelo beneficiaran al Ayuntamiento y no a los propietarios (como ya se había sobradamente comprobado que ocurría con la urbanización del Ensanche). El Proyecto no superó el trámite parlamentario y su revolucionaria propuesta suscitó gran oposición en la Cámara, liderada por Juan de La Cierva y Peñafiel, político conservador y vocero del más reaccionario caciquismo de la época. Tampoco llegó a aprobarse el siguiente Proyecto de Ley (1918) del ministro García Prieto que, con bastante menos ambición, planteaba una especie de "enajenación temporal" por el Ayuntamiento de los terrenos para la expansión urbana. Se abandona pues la pretensión de que mediante la intervención directa los Ayuntamientos fueran los beneficiarios de las plusvalías derivadas de la expansión urbana, asumiéndose implícitamente que éstas forman parte del contenido del derecho de propiedad privado e iniciándose ensayos (proyectos de Ley de Santiago Alba de 1916 y 1918) para gravar por vía fiscal esos incrementos de valor.

Es importante resaltar que estos primeros balbuceos del derecho urbanístico español son todavía previos a lo que podríamos denominar planteamientos generales desde una comprensión integral de los fenómenos urbanos (tanto de expansión como de actuaciones sobre las ciudades consolidadas). Acabada la Primera Guerra Mundial, nuestro país sufre una brusca transformación social –crisis de las regiones agrícolas en contraposición con el auge de las zonas industriales– que acelera un proceso de migraciones hacia los principales núcleos urbanos (sobre todo, Madrid, Barcelona y el País Vasco). En este contexto, llegan a España las nuevas concepciones sobre el urbanismo (provenientes del Movimiento Moderno y su famosa Carta de Atenas de 1933) y se comienza a reclamar la necesidad de una legislación general que compendie y unifique las diversas normas previas, algo que no se lograría hasta la Ley del Suelo de 1956, cuya estructura sigue siendo la base de nuestro derecho urbanístico actual (a través de las reformas del Estado o por las leyes autonómicas sólo aparentemente de "nueva planta"). Si hace un siglo, de la mano de los partidos alfonsinos –nada sospechosos de izquierdismo radical– hubiese germinado la elemental tesis de que las plusvalías derivadas del crecimiento urbano, en tanto tienen su origen en la comunidad y no en la inversión o el trabajo del propietario, deben ser públicas y, consiguientemente, destinarse a los intereses públicos, totalmente distinto habría sido el proceso de urbanización (y destrucción) que sufrió la geografía de nuestro país durante las siguientes décadas. Y no sólo eso, también habría sido completamente distinta la evolución de la economía española y, con altísima probabilidad, seríamos ahora una sociedad bastante menos desigual y con una estructura productiva mucho más saneada y sostenible. Pero es que en este caso, como en tantos otros, la historia de España es la las oportunidades perdidas (para la mayoría, no para los pocos que se han encargado de frustrarlas en su provecho).

 
My city was gone - The Pretenders (Learning to Crawl, 1982)

miércoles, 4 de febrero de 2015

El coleccionista de arte

Escribo estas notas sobrevolando el Atlántico. Pensaba cenar en Londres con algunos amigos pero, debido a que aterrizamos en el London City y a su puñetero cierre a las veintiuna treinta, habría tenido que hacer noche. Prefiero echar una cabezada en el jet y llegar de madrugada a Nueva York, con tiempo para pasar por el apartamento y estar en la agencia a las nueve. En fin, otro viaje relámpago que, he de reconocerlo, cada vez me cansan más. El motivo oficial, asistir a las subastas de obras surrealistas e impresionistas de Sotheby's. En realidad no iba con intención de comprar nada, aunque reconozco que me tentó el Monet del Gran Canal, otra versión del que guarda el Fine Arts Museum de Boston, más luminosa ésta pero quizá más sugerente la que se acaba de subastar, de sobra es conocida la maestría del francés para aprovechar los matices expresivos de las variaciones de luz, aunque ello le obligara a pasarse el día entero delante de la misma escena. Y eso que cuando estuvo en Venecia ya notaba el comienzo de las cataratas, pero aún seguía teniendo ojo el cabrón y en todo caso –esto lo digo yo– querría incorporar la Serenissima a su catálogo antes de que fuera tarde, emular y superar a Turner. En fin, que no habría estado mal darme el gusto, aunque solo fuera para ceder el cuadro a la pinacoteca de mi ciudad, cimentando así un poco más mi prestigio en Nueva Inglaterra, donde casi me consideran como si descendiera de los pioneros del Mayflower. Y tampoco es que saliera a un precio alto, a algo más de treinta millones de dólares. Pero me llamó R que se había emperrado en adquirirlo; pobre hombre, cuánto se le notaba su ansiedad asustada, poco le faltó para suplicarme. No te preocupes, le dije, si sólo voy para hacerle un favor a Sotheby's, para animar las pujas. Por eso me abstuve en el Monet y R casi ni tuvo que pelearlo, ya le cobraré el favor. Distinto habría sido si el óleo subastado hubiese sido la vista de San Giorgio Maggiore en el crepúsculo incendiado de La Laguna ...


No, venir a esta subasta de Sotheby's no tenía por objeto comprar otro Monet, u otro Matisse, u otro Tolouse-Lautrec, u otro Seurat; ni tampoco ningún Magritte, o Tanguy, o Miró, o Domínguez, o Picabia o Ernst, que también había unos cuantos surrealistas; ni siquiera estaba interesado en las piezas escultóricas de Rodin, Picasso o Julio González. Hace tiempo que no adquiero nada en subastas públicas e intuyo que mis ansias de coleccionista ya no volverán a encontrar en ellas algo que las sacie. Dar el salto hasta Londres ha obedecido al interés de mi biógrafo, este joven inquieto y erudito, con múltiples masters, empeñado en revelar mi alma, en comprender la psicología profunda –así lo dice– de alguien como yo, de alguien que ha dedicado gran parte de su vida y de su fortuna a acopiar obras de arte, muestras sublimes de la capacidad humana de crear belleza. Quiere Michael saber por qué lo hago, cuáles son mis más enraizadas motivaciones. Y para ello, me hace hablar incesantemente, me obliga a relatarle los más nimios acontecimientos de mi existencia, remueve en las más insospechadas fuentes para presentar ante mi memoria adormecida viejas escenas, para obligarme a que la reviva y las explique. Pero también me sigue como una sombra en mis días e incluso a veces hasta en mis noches. Observa, más bien escudriña, todas mis acciones, mis gestos, mis decisiones, como si quisiera descifrar a través de ellas algún código secreto, la clave que revele esa que él considera el alma pura del coleccionista de arte. Su biografía, una vez acabada (y va ya por el millar de páginas) no ha de ser sólo el relato de la vida de un hombre acaudalado que ha invertido su considerable fortuna en arte, sino un ensayo definitivo sobre la avaricia de lo bello, una enfermedad que consume implacablemente a los de mi especie, una adicción que nunca se calma. Cree Michael que ese libro lo consagrará definitivamente en el mundo académico. Yo, a cambio de la gloria que me ofrece, le he prometido sinceridad, siempre que no lo publique antes de mi muerte, que no ha de tardar más que unos escasos meses.


¿Sinceridad? Pobre imbécil que ha creído en mi promesa grandilocuente (no más, para ser justos, que su propia grandilocuencia exaltada). ¿Por qué habría de serte sincero? ¿Qué ganaría yo, que ganarías tú, si supieras la verdad de mis afanes por adquirir obras de arte, lo que me ha impulsado durante tantos años a acumular la que posiblemente sea la mejor colección de pintura de la primera mitad del siglo XX? Más le vale que termine de construir su retrato psicológico sobre "el enfermo de arte", que me presente ante la posteridad como un artítico artrítico (le brindaré el juego de palabras). Y más me vale a mí, claro, a mi vanidad, que no se conozca que mi avaricia de fondo no es de arte sino de riqueza, la única que importa, que las pinturas impresionistas, fauvistas, surrealistas, expresionistas, de las que he llegado a ser un conocedor experto, no son para mí más que otra forma de dinero. Cierto que me produce placer detenerme ante mis cuadros y repasar sus colores y formas, ya tantas veces vistos. Y ese placer es mucho más inmenso cuando los exhibo ante visitantes escogidos, personajes poderosos, importantes, respetados, pero que no poseen ese Gauguin (pongan cualquier otra firma ilustre) que admiran embelesados y que es mío. Entonces absorbo sus envidias y mi vanidad se nutre; he ahí la auténtica esencia de mi alma: una esponja que existe para inflarse con el reconocimiento envidioso y admirativo de los otros, a quienes desprecio pero sé que en el fondo necesito. Uno solo de mis cuadros supera el patrimonio total de los residentes en cualquier manzana de Queens que veo desde los ventanales de mi oficina, mi colección completa vale más que la riqueza total de algunos países africanos. Cómo habría de entender Michael estos sentimientos que sólo los que somos varias veces milmillonarios podemos albergar. Cómo puede un individuo vulgar comprender la infinita potencia de la posesión que se impone a cualquier otra emoción, minimizándola hasta la casi nulidad. Somos nosotros, los muy ricos, el verdadero pueblo escogido, los muy pocos que trascendemos, los bendecidos con la gracia divina de la omnipotencia y, por tanto, con el derecho absoluto a apropiarnos de la belleza. Por eso colecciono, poseo, arte.

 
Rene and Georgette Magritte with their dog after the war - Paul Simon (Hearts and Bones, 1983)