lunes, 30 de marzo de 2015

La primera iglesia americana

En un comentario a un post reciente de Lansky sobre una desaparecida ermita mexicana que consideraba probable que fuera el primer templo cristiano en América, le señalé que, teniendo en cuenta que para las fechas de la conquista de Tenochtitlan los españoles ya llevaban casi tres décadas en el Continente y habían fundado varias ciudades, habían de existir iglesias anteriores; no olvidemos que desde sus inicios los viajes colonizadores, junto a su más importante motivación de conquista y enriquecimiento, se justificaban con la propagación de la verdadera fe. De hecho, para cuando los castellanos llegan a las Indias ya había una cierta tradición de fundaciones urbanas y siempre que se creaba una ciudad se disponía la erección del templo en posición prevalente, con frente a la inevitable plaza a la que también se asomaban los otros edificios públicos imprescindibles. Así que la primera iglesia americana tenía que haberse construido en la primera ciudad del Continente, que no fue otra que La Isabela –hoy sólo ruinas– en la costa Norte de La Española (isla de Santo Domingo).

En realidad, el primer asentamiento español en América fue Fuerte Navidad, más al occidente (en el actual Haití), consistente en unas cuantas cabañas y una torre fortificada que se construyeron a toda prisa con las maderas de la Santa María (encallada en los bajíos costeros el 24 de diciembre de 1492) sobre un terreno desforestado y rodeado por un foso. Allí dejó Colón a treinta y nueve hombres el 4 de enero de 1493, cuando con La Pinta y La Niña zarpó de regreso a España. Casi once meses después –el 28 de noviembre de ese año–, el almirante regresa con una flota de diecisiete naves y encuentra la fortaleza incendiada y todos los españoles muertos. Es más que probable que a raíz de ello, Colón cambiara sus iniciales intenciones pacíficas hacia los indígeneas; lo que parece seguro es que decidió buscar otro emplazamiento para la que sería la primera ciudad en el Nuevo Mundo –más alejada del feroz cacique Caonabo– y, para ello, costeó hacia el Oriente intentando llegar hasta Puerto Plata, pero unas tormentas, tras pasar el puerto de Montecristi, le obligaron a refugiarse en una pequeña bahía, algo abierta al noroeste, una llanura repleta de vegetación abundante, fértiles tierras, temperatura suave y templada y una peña muy bien posicionada donde poder construir una fortaleza. Además, en esa porción de costa desembocaban dos ríos cercanos, uno caudaloso y otro más pequeño, cuyas aguas podían desviarse fácilmente para abastecer a la futura ciudad. Así que ordenó desembarcar y, tras replantear un sencillo trazado urbano y repartir solares entre su gente, puso a todos a construir. Eran los últimos días de 1493 y la villa fue inaugurada el seis de enero del 94; probablemente no estarían todas las casas, pero sí los edificios principales de mampostería, de cuyos cimientos quedan los vestigios: el destinado para bastimentos y municiones de la armada (polvorín), una casa fuerte para su propia morada, la alhóndiga almacén, el hospital y la iglesia con cementerio anejo. La construcción del templo fue probablemente la que se llevó a cabo con mayor premura, no sólo por la religiosidad de Colón y muchos de sus hombres, sino urgida por el iracundo fraile Bernardo Boyl –el que sería nombrado primer vicario apostólico de las Indias Occidentales por el Papa Borgia–, quien logró celebrar en ella la misa inaugural el día de Reyes.


La iglesia se situaba junto a la costa en la parte meridional del perímetro urbano (aunque más al norte de la Casa de Colón), orientada Este-Oeste como mandaban los cánones religiosos anteriores al Concilio de Trento. Era muy pequeña (no llegaba a noventa metros cuadrados de espacio interior), de una sola nave rectangular, con el altar en el extremo Este y la entrada principal en el Oeste. El suelo era de mortero de cal salvo en la zona del altar y de la sacristía que, de acuerdo a la tradición litúrgica, estaría probablemente pavimentada con otro material (ladrillo, madera o piedra) del que no han quedado trazas. Fue techada con cubierta a dos aguas de madera, paja o yeso, siendo el único edificio principal que no llevaba teja, probablemente porque se acabó antes de que funcionara el horno del que luego dispusieron los colonos. Las dos fachadas cortas eran de bloques de piedra enfoscados con mortero de cal, pero las laterales serían probablemente de adobe.  En esta iglesia, a diferencia de lo acostumbrado en las españolas, no se hicieron enterramientos en el interior (probablemente por la insuficiente profundidad del terreno), sino en el cementerio que se dispuso adyacente al Sur y al Este. Hacia el centro del muro septentrional se levantaba el campanario en el que, según la tradición, se instaló una campana que le había regalado al Almirante la propia reina Isabel. Cuenta la leyenda que, abandonada La Isabela, la campana fue llevada a la torre de la catedral de Concepción de La Vega (la segunda fundación de Colón) que fue derruida por un terremoto en 1562. La campana estaba perdida entre las ruinas hasta que en el siglo XIX creció un un árbol que, milagrosamente, la sujetaba en una rama. 

En este segundo viaje Colón habría traído una buena cantidad de ladrillos y cal y, además, según cuenta De las Casas, “había allí muy buena piedra de cantería, y para hacer cal, y tierra buena para ladrillo y teja, y todos buenos materiales, y es tierra fertilísima y graciosísima y bienaventurada”. Creo recordar (pero no lo he comprobado) que también viajaron con el almirante algunos oficiales de la construcción, pero, aún así, no se trataría de profesionales renombrados, como los que serían llamados un par de décadas después para las obras de la Catedral de Santo Domingo. Así que la primera iglesia americana, erigida en pocos días, sería una edificación sencilla, con poco ornamento, pero suficiente para cubrir lo que, entre los castellanos, era requisito imprescindible de su empresa: albergar la práctica del culto y, sobre todo, tener a su lado la casa del Dios verdadero, en cuyo nombre (y en el de los reyes) sustentaban ideológicamente la conquista y colonización.

La Isabela se fundó a imitación de las factorías portuguesas de la costa africana, con la idea dominante en ese tiempo de asegurar la presencia estable de población que permitiese intercambios comerciales ventajosos y la explotación de lavaderos de oro. Por más que Colón pretendió crear una capital colonizadora –y nombró alcalde y constituyó Cabildo–, La Isabela desde muy pronto se reveló como un lugar poco adecuado para los españoles. Nada más asentarse, y después del agotador esfuerzo de erigir la ciudad, tuvieron que aclimatarse a un medio tropical al que no estaban acostumbrados, sin ser capaces de acondicionar tierras de cultivo suficientes para alimentarse, además de carecer de los productos habituales en su dieta. Tampoco es que los recién llegados pusieran mucho empeño en acomodar el entorno a sus necesidades, ya que principalmente estaban preocupados por buscar oro; el descuido de las tareas imprescindibles para organizar la subsistencia trajo hambre y enfermedades (la sífilis hizo estragos), tensiones entre españoles y conflictos con los taínos que habitaban en el entorno y que, poco a poco, pasaron de considerarse amigables a hostiles. De otra parte, a medida que exploraban la Isla fueron dándose cuenta de que la costa meridional, más fértil y poblada así como más cercana a los recursos mineros del interior, ofrecía mucho mejores posibilidades. Por fin, en 1496, Bartolomé Colón fundó, en la desembocadura del Ozama, la Nueva Isabela o Santo Domingo, y a allí se mudaron todos los pobladores de la primera ciudad americana, abandonándola sin ninguna pena. Un par de años después, a la llegada del almirante en su tercer viaje, sólo los cerdos traídos de España paseaban por las que ya empezaban a ser ruinas de una villa que llegó a contar con más de doscientas casas en un área de unos nueve mil metros cuadrados. Cuenta De las Casas que por entonces nadie se atrevía a pasar por La Isabela despoblada “porque se publicaba ver i oír de noche y de día los que por allí pasaban o tenían que hacer ... muchas voces temerosas de horrible espanto, por los cuales no osaban tornar por allí”. La Isabela representa, en suma, el fracaso de los planes utópicos de Colón, pero también de la convivencia de un grupo humano que no supo adecuarse al medio. El frustrado modelo colombino sería sustituido por el de Nicolás de Ovando –quien llegó a Santo Domingo en 1502–, mucho más acorde con la tradición castellana de colonización y el proceso urbanizador vivido en la Península durante la Reconquista.

Como ya he dicho, nada salvo los cimientos queda de La Isabela ni de esa primera iglesia cristiana en América. Habrá que esperar a la primera década del XVI para que, bajo el gobierno de Ovando, se empezaran las obras del templo que posteriormente se convertiría en la Catedral de Santo Domingo, primada de América. En principio, a expensas de que subsista en esa isla o en las de Cuba, Puerto Rico o Jamaica, alguna ermita de mucha menor importancia, sería la seo dominicana la iglesia cristiana todavía en pie de mayor antigüedad del Continente. En la actualidad, al otro lado de la carretera 29 que pasa muy cerca del Parque Arqueológico de la Isabela histórica, se erige una iglesia que conmemora la original y que fue construida con motivo del V Centenario con el rimbombante nombre de Templo de Las Américas. Poco que ver con la colombina, pero en fin.


PS: Aunque el sitio de La Isabela ya había sido estudiado por otros, la más extensa y precisa investigación fue llevada a cabo por el arqueólogo catalán nacionalizado venezolano José María Cruxent –quien gustaba llamarse el andariego– formando equipo con la profesora de la Universidad de Florida Kathleen Deagan, entre 1987 y 1993. En 2002, Yale University publica dos libros que se complementan: Columbus’s Outpost among the Taínos y Archaeology at La Isabela: America's First European Town. En el primero –que es del que dispongo– los autores presentan la historia de Colón y de La Isabela, a fin de comprender el nacimiento de la sociedad hispano-americana; para ello se basan en las pruebas materiales de sus excavaciones, cuyos aspectos técnicos son narrados en el otro libro.

domingo, 29 de marzo de 2015

Sobre las elecciones andaluzas (3): proporcionalidad

En un sistema representativo, lo que parece más democrático para que el Parlamento represente al cuerpo electoral, es que el reparto de escaños sea lo más proporcional posible a los resultados de las votaciones. Así, en Andalucía, con un censo electoral en torno a los seis millones y medio y un parlamento con 109 escaños, cada diputado debería representar en torno a casi 60.000 votantes. Si el reparto se hace sólo sobre el total de votos válidos (poco más de cuatro millones), a fin de evitar al "partido abstencionista", la cifra baja a unos 36.860 votantes por escaño. Sin embargo, por diversos mecanismos del sistema electoral, ese coste de cada escaño en votos no es igual para cada partido. Así, en las recientes elecciones andaluzas, al PSOE cada escaño de los 47 obtenidos le ha costado algo menos de 30.000 votos, mientras que, en el otro extremo, Izquierda Unida ha necesitado casi 55.000 votos por escaño (y no digamos UPyD –como el resto de partidos que concurrieron y no consiguieron representación–, cuyos 76.653 votos no han valido ni siquiera para un escaño). Parece bastante razonable pensar que si los de Susana Díaz han tenido un respaldo popular cinco veces superior a los de Maillo, obtuvieran el quíntuple de escaños y no 9,4 veces más. En mi opinión, cuanto más se desvíe la distribución de escaños de la distribución proporcional de votos recibidos, menos democrática es la composición del Parlamento. Todos los argumentos que suelen esgrimirse para defender correcciones mayoritarias a la proporcionalidad se basan en limitar las excesivas fragmentaciones parlamentarias pues éstas –dicen– dificultan la gobernabilidad. Estas razones a mí no me convencen.

Los mecanismos correctores del sistema electoral andaluz para la asignación de escaños en función de los votos válidos son tres: la división del censo por circunscripciones provinciales, la exigencia de obtener un 3% de votos válidos y el reparto mediante la Ley d'Hondt. En realidad, el listón electoral cuando se asignan los votos por varias circunscripciones tiene poco efecto en la distribución final de escaños, ya que la Ley d'Hondt se ocupa de eliminar a los partidos con escasa representación. En Sevilla, por ejemplo, se presentaron 16 formaciones políticas de las cuales sólo las cinco que obtuvieron escaños superaban el 3% de los votos válidos en la provincia; si se hubieran distribuido los escaños sin exigir el mínimo del 3%, los resultados habrían sido exactamente iguales (8, 4, 3, 2 y 1 escaños para los mismos cinco partidos). Sin embargo, sí habría operado de haberse aplicado dicha Ley sobre circunscripción única, ya que entonces suprimiría a UPyD y al Partido Andalucista –con el 1,93% y el 1,53% de los votos– que, de no haber mínimo, entrarían en el Parlamento (con 2 y 1 escaño, respectivamente). En todo caso, no me parece que se justifique ningún listón superior a la inversa del número de escaños a repartir, ya que eso significa ir contra la proporcionalidad. ¿Por qué un partido que obtiene el 2,5% de apoyo popular no va a obtener, más o menos, esa proporción de los escaños del Parlamento?

La Ley d'Hondt no es más que un algoritmo para hacer una distribución proporcional de unidades enteras, resolviendo el problema de las inevitables fracciones. De hecho, si el número de objetos a repartir es suficientemente grande, la fórmula lleva a distribuciones muy cercanas a las resultantes de la aplicación de los porcentajes exactos (que salen con decimales). Por ejemplo, al PSOE, con un 35,92% de los votos válidos, le corresponderían en estricta proporcionalidad 39,158 escaños y aplicando la Ley d'Hondt sobre circunscripción única le tocarían 41. Las diferencias son mayores cuando el número de escaños a repartir es menor, como ocurre en Andalucía con las ocho circunscripciones provinciales. Así pues, aunque es verdad que la Ley d'Hondt tiene una ligera tendencia a asignar a los partidos con más votos algún escaño más del que les correspondería en estricta proporcionalidad, la parte de culpa que le toca en cuanto a las diferencias respecto de una distribución estrictamente proporcional es muy pequeña. De hecho, como trato a continuación, no vería inconveniente en mantenerla siempre que se aplicara sobre el total de votos (no por circunscripciones).

Porque lo que más rompe la proporcionalidad, tanto en Andalucía como en las elecciones nacionales, es la división en circunscripciones al reducir los escaños a repartir. En la tabla adjunta recojo las cuatro distribuciones que tendría el Parlamento andaluz con las últimas votaciones según los mecanismos de reparto electoral. La primera columna es la del sistema vigente, con las 8 circunscripciones provinciales y la Ley d’Hondt en cada una de ella; la segunda es aplicando la proporcionalidad (redondeada) en cada provincia; la tercera, la Ley d’Hondt para el conjunto de Andalucía; y la cuarta, proporcionalidad estricta también sobre circunscripción única. Las columnas están ordenadas, en mi opinión, de menos a más representativas (democráticas) y, como puede apreciarse hay notables diferencias entre la primera (la que configura el Parlamento en la realidad) y la última. Así, el PSOE tiene mucha más representación de la que le corresponde, y también, pero en menor medida, el PP. Podemos y Ciudadanos; en cambio, deberían tener un escaño más cada uno, pero es sobre todo Izquierda Unida la más perjudicada, algo a lo que ya están acostumbrados porque siempre les ocurre. Finalmente, UPyD, los Andalucista y el Partido Animalista (este último forzando el redondeo) habrían entrado en la Cámara regional. ¿Tan terrible habría sido esta distribución del Parlamento? Al margen de lo verdaderamente importante –que represente lo más fielmente posible las preferencias de los votantes–, no pienso yo que fuera nada malo en cuanto a la gobernabilidad. Más bien al contrario, obligaría a buscar consensos y acuerdos, algo muy recomendable en democracia.


En general, los sistemas electorales organizados por circunscripciones reducen la diversidad parlamentaria suprimiendo a los partidos minoritarios y, en último extremo, tendiendo al bipartidismo. El modelo paradigmático –y de más rancio abolengo– es el de los distritos ingleses, en el que cada circunscripción envía al Parlamento un único representante; pero mucho peor son las elecciones norteamericanas en las que todos los congresistas que aporta un Estado se los lleva el partido con más votos. Puedo admitir la fragmentación del censo para cámaras representativas de los territorios (por ejemplo, lo que debería ser el Senado), pero a mi juicio carece de lógica que en las elecciones al Gobierno de Andalucía se descarten los votos a los partidos minoritarios. En resumen, una de las reformas imprescindibles sería la de las leyes electorales, al objeto, claro está, de lograr que las cámaras legislativas sean lo más proporcionales posible a las preferencias de los electores.

viernes, 27 de marzo de 2015

Impedir que los pilotos estrellen los aviones

Si, como parece –porque uno no puede fiarse nunca al cien por cien de la información oficial–, la reciente catástrofe del A320 de Germanwings ha sido causada por la voluntad del copiloto de estrellar el avión, la pregunta inmediata es cómo es posible que esas actuaciones puedan llevarse a cabo en la actualidad. Hace ya algunos años, un amigo mío, buen conocedor de la tecnología de la aviación, me comentó que ya era factible operar un vuelo comercial sin piloto, desde el despegue hasta el aterrizaje en destino. Los principales obstáculos para que se pusiera en práctica –me dijo– provenían de los sindicatos de pilotos, así como del previsible rechazo de los pasajeros. Lo cierto es que tras un breve chequeo por Internet, compruebo que hoy en día hay medios tecnológicos más que sobrados para guiar aeronaves (piénsese en los drones, sin ir más lejos). De hecho, según tengo entendido, la ruta de cualquier avión comercial está permanentemente monitoreada a través de los radares. En cuanto se desvía del tubo imaginario por el cual debe discurrir, en alguna torre de control salta inmediatamente la alarma y –como se ha repetido hasta la saciedad en estos días– los controladores intentan comunicar con él e incluso avisan a cazas militares para que se acerquen a ver qué pasa.

Ahora, conmocionados todos por el desastre, se habla de reforzar las medidas de seguridad y he escuchado dos propuestas: la primera, obligar (en Estados Unidos ya es así) a que en la cabina haya siempre dos personas, de modo que si a una de ellas le da por intentar estrellar el aparato el otro se lo impida o dé la alarma. De otra parte, se dice que van a reforzarse los tests psicológicos para evitar que nadie con tendencias suicidas o cualquier otro desajuste mental se ponga a los mandos de un avión. Sin embargo, no he oído que se hable de algo que me parece obvio: introducir mecanismos teledirigidos en los aviones que permitan bloquear el manejo de éstos desde su interior. Me sorprende que no se hable de esto, pero también que no esté en funcionamiento desde hace bastante tiempo, en especial desde los ataques del 11-S. Ante el miedo de que un terrorista (o un depresivo con ganas de suicidarse a lo bestia y de paso llevarse consigo a centenar y medio de inocentes) se apodere de un avión, nada más fácil que inutilizar los mandos de éste y desde una torre de control llevarlo a donde se quiera. El silencio oficial (y de los medios) ante estos recursos tecnológicos hace que inevitablemente uno sospeche que en este asunto hay algún gato encerrado.

No sé; tengo la sensación de que abdicamos continuamente de nuestra capacidad crítica (del ejercicio de la ciudadanía, en el fondo), dando por sentado que hay quienes velan por nuestra seguridad. Y sólo cuando ocurren tragedias como esta reciente nos asalta el miedo, pero estamos ya tan desentrenados, tan desacostumbrados a hacernos y a hacer preguntas que es muy fácil apaciguarnos. Todavía espero que, como este del Airbus sigue siendo el tema candente, en cualquiera de los medios de comunicación se plantee la discusión sobre mecanismos de bloqueo y teledirección de las aeronaves, de modo que los inocentes ciudadanos podamos enterarnos de por qué no están implantados en los aviones comerciales. Porque, la verdad, yo al menos tengo bastante interés en que alguien que sepa (y que mande en la aviación civil) me lo explique.

jueves, 26 de marzo de 2015

Sobre las elecciones andaluzas (2): bipartidismo

Otro de los mantras recurrentes en estos últimos meses es la necesidad de acabar con un reparto bipartidista del poder, que vendría a denunciar que en España el gobierno se ha alternado durante toda esta etapa democrática entre solo dos partidos, un poco al modo en que funcionó en tiempos pasados desde la Restauración canovista. Hay que recordar, de entrada, que en las dos primeras elecciones nacionales (1977 y 1979) el partido más votado fue la UCD de Suárez; luego se disolvió y el PP ocupó el lugar de pareja del PSOE –que estuvo desde el principio– en esto de la alternancia. Es verdad, en todo caso, que sólo dos partidos (admitamos que el PP hereda a UCD) han gobernado el país y, por tanto, es legítimo hablar de alternancia bipartidista. Ahora bien, ¿cuánto de bipartidista? Una manera clara de verlo es sumar el número de escaños en el Congreso de los dos primeros partidos en cada elección. Los resultados son bastante apabullantes ya que varían desde un mínimo de 282 diputados (1989) a un máximo de 323 (2008), lo que equivale a un intervalo entre el 80,57% y el 92,29% del total de escaños. Bien es verdad que los porcentajes de votos son bastante inferiores porque el sistema electoral prima a los partidos más votados, pero lo que importa es la proporción conjunta respecto al conjunto de la Cámara. Y parace bastante incuestionable que un Parlamento en el que solo dos grupos tienen estos pesos relativos debe calificarse de fuertemente bipartidista. Digamos que, para que no lo fuera, la suma de los dos partidos con más escaños no habría de superar los 2/3 de los escaños. Visto así, está claro que mucho vuelco tendría que dar el electorado para llegar a eso (conste que no me pronuncio si sería o no deseable).

En los parlamentos autonómicos hay más variedad: algunos muy bipartidistas y otros bastante menos. En Canarias, por ejemplo, –fomentado por un sistema electoral "singular"– el Parlamento es tripartidista: los tres partidos con más escaños suman 56 de los 60 escaños y los dos más votados 41, lo que equivale a un 68% de bipartidismo, rozando el límite para no serlo. El Parlamento catalán, con 7 grupos políticos, no es bipartidista, ya que los dos más votados apenas alcanzan el 53% del total de escaños (71 de 135). En el otro extremo, por ejemplo, el de Castilla-La Mancha, absolutamente bipartidista porque los 49 escaños se reparten solo entre el PP y el PSOE. Pero como estos apuntes vienen suscitados por las recientes elecciones andaluzas, veamos que ha pasado en ellas en relación a este asunto.

La evolución del Parlamento de Andalucía desde el primero de 1982 se ha caracterizado –hasta estas últimas elecciones– por un progresivo descenso del número de partidos políticos representados y también –aunque con altibajos– por el fortalecimiento del bipartidismo. En el 82 había cinco partidos, los tres que han seguido hasta la fecha (PSOE, IU entonces PC y PP entonces AP) más la UCD y el Partido Andalucista. UCD ya se había disuelto en el 86 por lo que, a partir de esa segunda cámara y hasta 2004 (séptima legislatura) se quedaron los cuatro restantes. A partir de 2008 desaparece el Partido Andalucista y durante los dos anteriores periodos ya sólo quedan los otros tres. Ahora a ellos se suman Podemos y Ciudadanos con lo cual se vuelve a la casilla de salida: 5 grupos parlamentarios. En términos de escaños, la suma de los dos partidos con más representación (PSOE y PP, salvo en la primera etapa en que el segundo era la UCD) hasta estas últimas elecciones siempre ha estado por encima del 75%, así que claramente puede calificarse de bipartidista. Aún así, el bipartidismo andaluz es algo inferior al del Congreso (en torno a dos puntos porcentuales de media) y, desde luego, dominado por el PSOE –con la única excepción de las anteriores elecciones– que obtiene en Andalucía, al menos desde la época de Felipe, su principal cosecha de votos. Los resultados de los comicios del domingo configuran el parlamento menos bipartidista de la democracia, ya que el porcentaje sumado de PSOE y PP baja hasta el 73,39%, casi tres puntos menos que el primero que se constituyó.

Ahora bien, ¿hemos de concluir de estos resultados que, como afirmó un portavoz de Podemos la misma noche electoral, ha quedado demostrado que estamos ante un proceso irreversible de desaparición del bipartidismo? Desde luego que no. El nuevo Parlamento andaluz será menos bipartidista que el anterior, pero seguirá siendo bipartidista y, de otra parte, el descenso es tan pequeño que no permite sostener ninguna tendencia sólida y mucho menos que la misma sea irreversible. Como ellos mismos han dicho (y también los de Ciudadanos) es un paso importante en esa intención de reducir el bipartidismo y diversificar la Cámara que hayan entrado en ella, pero nada más que eso, un paso. Un paso que perfectamente puede retrocederse en la siguiente cita electoral. Como en el asunto de la participación, estas elecciones andaluzas no parecen tampoco en esto del bipartidismo corresponderse con lo que cabría esperar del hartazgo e indignación de los votantes. Quizá las expectativas estén desinflándose.

martes, 24 de marzo de 2015

Sobre las elecciones andaluzas (1): participación

Las de el domingo fueron las décimas elecciones andaluzas. Con casi seis millones y medio de ciudadanos con derecho a voto, el índice de participación se situó en el 63,94%; es decir, casi 2,3 millones de andaluces prefirieron no votar (abstención del 36,06%). Excluyendo las europeas del pasado año, éstas son las primeras elecciones en las que se debería reflejar la supuesta indignación ciudadana, un renovado interés por acudir a las urnas para cambiar las cosas. Sin embargo, si bien es verdad que la abstención ha caído algo más de tres puntos porcentuales respecto de las de 2012, el aumento de la participación no se me antoja nada impactante; por el contrario, casi diría que es decepcionante ante tantas expectativas de los pasados meses. De hecho, el índice de participación en las andaluzas desde las primeras de 1982 hasta éstas se ha movido desde un mínimo del 55,51% (1990) hasta un máximo del 77,94% (1996). O sea, que el porcentaje del domingo está incluso por debajo del promedio; si ordenamos las diez elecciones de más a menos participación, las del domingo quedan en un triste octavo lugar. La cosa empeora si comparamos el dato con los equivalentes en las once elecciones generales que llevamos desde 1977, que varían desde el 68,04% (1979) al 79,97% (1982). Repito, me resulta muy curioso –casi más que los resultados– que no haya habido un incremento significativo de la participación. Y, ya puestos, también que los medios apenas hayan resaltado este hecho. Parece pues que uno de los síntomas anunciados del tan cacareado cambio –el de que los ciudadanos se iban a volcar activamente para acabar con la "vieja política"– no se ha producido, al menos de momento y en Andalucía. Veremos si las cosas cambian en las locales y restantes autonómicas de dentro de dos meses.

Como el Parlamento andaluz tiene 109 escaños, no estaría mal que se dejaran tantos asientos vacíos como correspondiera a los votos no emitidos (más los blancos y los nulos). Aunque el cálculo habría de hacerse aplicando la Ley d'Hont para cada una de las ocho provincias, para no perder tiempo supondré un reparto proporcional sobre circunscripción única. A este imaginario "partido" de quienes no han votado le corresponderían 42 escaños, de modo que quedarían sólo 67 para repartirse entre los partidos reales. Como puede comprobarse, el grupo de los parlamentarios inexistentes sería el más numeroso de la cámara andaluza; da qué pensar, ¿verdad? Y no se crea que planteo esta idea (que no es mía, claro) de cachondeo; creo seriamente que sería una buena medida de regeneración democrática, además de contribuir un poquito al ahorro en sueldos públicos. Por ejemplo, serviría para que cada parlamentario, al subirse al estrado para soltar su discurso y ver la bancada permanentemente vacía de los abstencionistas (y compararla con el número de escaños de su grupo), fuera consciente de la proporción de ciudadanos a los que representa esa cámara y su propio partido.

En fin, que estoy un poco chafado con esto de que la participación haya sido as usual tirando incluso a lo bajo. De momento no se ve suficiente voluntad popular de que las cosas cambien. Seguiré con otros aspectos de estas elecciones que me han llamado la atención.

lunes, 23 de marzo de 2015

El crecimiento económico español desde el XIX

Ayer escuché a un tertuliano televisivo (personaje que, como es sabido, se caracteriza por pontificar con seguridad absoluta sobre todo) responder enojado a otros que criticaban el "bipartidismo" dominante en España en las últimas décadas porque, según él, gracias a esta alternancia de dos grandes formaciones políticas, España había vivido el más largo periodo de prosperidad y crecimiento de su historia. Ciertamente, el nivel de riqueza material de los españoles en su conjunto nunca ha sido tan alto como en estos tiempos, y también es un hecho incuestionable que el crecimiento reciente de ésta ha sido espectacular, a tasas inimaginables en otros periodos de nuestra historia. Ahora bien, considerar el bipartidismo como factor causal de este proceso no deja de ser una hipótesis frívola que el tertuliano no apoyó en el más mínimo dato. Desde luego, existe una estrecha relación entre la política y la economía, tanta como para que Enrique Fuentes Quintana, entonces ministro de Economía, afirmara en 1977 que "las soluciones de los problemas económicos nunca son económicas sino políticas" (citado por Maluquer, 2014). ¿Cómo y cuánto influyen los regímenes políticos y las formas de gobierno y organización institucional en los niveles de prosperidad material de una sociedad? Indagar en ese campo me parece apasionante pero, a la vez, tremendamente arriesgado pues es muy difícil sortear los prejuicios ideológicos y ceñirse al análisis frío de los datos, además de que –mucho me temo– no debe ser sencillo sentar correlaciones sólidas entre las variables de cada ámbito. En todo caso, sí es posible examinar, al menos a grandes rasgos, el comportamiento de la economía de una sociedad como resultado de concretas políticas de actuación, aunque hayan necesariamente de simplificarse los escenarios (por ejemplo, valorar, como hace Piketty en su libro, los diferentes efectos sobre la deuda pública de una política de austeridad u otra basada en la mayor imposición al capital). No pretendo, sin embargo, meterme ahora en esas procelosas aguas; sin entrar a elucubrar sobre las causas, quiero revisar la evolución macroeconómica que ha vivido España desde mitad del siglo XIX.

El gráfico al final de este párrafo recoge la evolución del Producto Interior Bruto (PIB) por habitante español en euros constantes de 2012, desde 1850 hasta 2013, con los datos elaborados por Jordi Maluquer en su libro La economía española en perspectiva histórica. Ha de señalarse en primer lugar que, como ocurre con todas las cifras macroeconómicas, no son fiables al cien por cien, pero sí en cuanto a los órdenes de magnitud, lo que nos permite obtener una imagen fiel de lo que ha pasado en nuestro país en una visión a largo plazo. El PIB, por otra parte, es el agregado macroeconómico más significativo que, aunque no exactamente, puede hacerse equivalente a la renta de un país durante un año. Su división entre el número de habitantes vendría a expresar la renta media de cada español en el año considerado. Ciertamente, es mucho más relevante ver la evolución histórico en euros/habitante que en euros totales, porque de esa manera anulamos la parte del crecimiento debida al aumento demográfico. Aunque, claro está, el PIB por habitante es un promedio; no expresa obviamente las diferencias de renta que hay en el país, cuestión fundamental. No obstante, al margen de las desigualdades económicas (que en España siempre han sido muy importantes), está claro que la subida del PIB por habitante hace a los pobres menos pobres (y a los ricos, bastante más ricos). De otra parte, las cifras con las que he elaborado el gráfico adjunto son en euros de 2012; es decir, están descontados en cada año los incrementos del PIB causados por el aumento de los precios durante el ejercicio. Tampoco estos cálculos son absolutamente exactos (y menos cuanto más atrás se van en el tiempo) pero valen en términos globales y son imprescindibles para poder comparar años distintos. Así pues, los datos son los que corresponderían si los bienes y servicios de la economía española hubieran mantenido sus precios inalterables durante los últimos 163 años. El "hueco" que aparece en la gráfica se debe a que Maluquer no aporta datos entre 1905 y 1919.Por último, la línea roja son los valores equivalentes del PIB por habitante de los países de la Europa Occidental (la UE de los 15, incluyendo a la propia España). En este caso, provienen de un artículo de Albert Carreras y Xavier Tafunell, de la Pompeu Fabra. La conversión a euros 2012 la he hecho yo, así que es posible que haya errado; no obstante, creo que la gráfica es válida en cuanto a los órdenes de magnitud.

Simplificando mucho, la evolución española es muy suave hasta la Guerra Civil, resultando, pese a los pequeños altibajos, una tasa media acumulativa anual de crecimiento en torno al 1%, un porcentaje ridículo frente a los habituales durante nuestras vidas. En la II República, un español medio (mi abuelo, por ejemplo) disponía de una renta hoy equivalente a 345 € mensuales. No es de extrañar que el 90% del gasto familiar se dedicara a comida y vestido y en bastante menor calidad y cantidad que actualmente. Aún así, el PIB por habitante español era en esas fechas más del doble que a mediados del XIX: ciertamente, en tres generaciones nuestros antepasados habían progresado significativamente en su nivel material pero, eso sí, poco a poco. También en ese periodo los europeos occidentales mejoraron de forma suave, aunque algo más acelerada que en nuestro país (1,15% anual). Ya a mediados del XIX el PIB por habitante español era inferior al medio europeo y, por tanto, la brecha se había ampliado al inicio de la Guerra Civil (pasamos de un 85 a un 75% de la media europea). Estas tasas de crecimiento, aunque parezcan muy bajas, son según Piketty la que cabe esperar para el siglo XXI, lo que, además, es congruente con las cada vez más obvias limitaciones ecológicas. Es decir, el espectacular crecimiento del PIB, tanto español como europeo, de la segunda mitad del siglo pasado es, visto con perspectiva histórica, una anomalía excepcional.

La Guerra Civil y la larga posguerra (toda la década de los cuarenta) supuso una brutal interrupción del crecimiento, que se explica en primera instancia por la deblacle bélica pero, sobre todo, por la posterior política autárquica del régimen franquista, motivada por un nacionalismo trasnochado y la férrea voluntad de perpetuarse. Son los años del hambre, durante los que transcurrieron las infancias mis padres, con las cartillas de racionamiento y el mercado negro. Desde el año 35 hasta el 50, la tasa interanual es negativa (–1,07%) y habrá que esperar hasta 1952 para que se alcanzan los niveles de PIB por habitante de antes de la Guerra. En esta década Europa Occidental incrementó su tasa de crecimiento hasta el terrible batacazo de la Segunda Guerra Mundial, que llevó a la mayoría de los países a niveles de ingreso similares a los de inicios de los 30, en plena Gran Depresión. Sin embargo, a poco de acabar la contienda, empezó la recuperación económica europea con un ritmo endemoniado del 6,80%, media anual entre 1946 y 1950. Unas políticas económicas marcadamente distintas a la franquista –y con el imprescindible apoyo de la financiación norteamericana promovida por el Plan Marshall– hicieron que al empezar la década de los cincuenta, la separación entre el bienestar material de España y Europa llegó al máximo nivel histórico hasta entonces (el PIB por habitante español se situó en torno al 55% del medio europeo).

Las cosas comienzan a cambiar algo en la década de los cincuenta, que Maluquer califica de "un crecimiento económico lastrado". La Guerra Fría y el consiguiente acercamiento de los Estados Unidos de Eisenhower a España permite superar –a trancas y barrancas– el aislamiento internacional y ofrece un salvavidas al Régimen. La contrapartida es ir abandonando la autarquía y llevar a cabo políticas económicas más liberales, a lo que a regañadientes, con poca decisión y abundantes incongruencias se empieza a hacer (aparecen profesionales nuevos que poco a poco van sustituyendo a los falangistas más radicales). En todo caso, las cifras de cada año suponen, pese a algunos altibajos, una tasa de crecimiento medio interanual en torno al 3,5%, que no está nada mal pero quedaba casi un punto por debajo de la tasa europea de esa década. Al final de los cincuenta, cuando yo nací, a un español medio le correspondía una renta mensual de unos 455 € de 2012; no era para echar las campanas al vuelo pero desde luego la joven pareja de mis padres podía apañárselas algo mejor que mis abuelos a su edad.

El llamado milagro español comienza a partir del Plan de Estabilización de 1959 y dura los quince años que quedaban de franquismo. La tasa media interanual durante este periodo se situó en torno al 5,5%, una barbaridad, más de dos puntos por encima del ritmo medio europeo durante ese periodo, lo que hace que el PIB por habitante de España casi roce el 80% de la media de Europa Occidental. Bien es verdad que esta enorme aceleración mucho tuvo que ver con que el país partía de un retraso muy importante respecto de su entorno, pero en cualquier caso lo cierto es que esa década prodigiosa (la de mi infancia) supuso una completa transformación socioeconómica –y territorial– del país, y probablemente su rasgo más destacado fuera la consolidación de una amplia clase media. Así, a la muerte de Franco, la renta mensual por español se ponía ya en algo más de mil euros (de 2012) mensuales. Sin embargo, este vertiginoso ascenso se vio frenado durante la Transición por culpa de la crisis del petróleo, que llegó con retraso (debido a la política pública) respecto de Europa pero duró bastante más. Los años de UCD –con los relevantes Pactos de la Moncloa– estuvieron marcados por los altibajos en la evolución del PIB, con apenas un 0,10% de incremento anual medio, entre el 76 y el 82.



En ese 1982 Felipe González ganaría las elecciones con mayoría absoluta y se iniciaría una nueva remontada que, con sus pequeños bajones (el más llamativo el posterior a los fastos del 92), se mantendrá hasta 2008, cuando se inicia la crisis en la que todavía estamos. Seguramente, como hace Maluquer, habría que dividir este periodo en al menos dos partes, ya que los motores del crecimiento fueron bastante distintos. Así, especialmente a partir del primer gobierno Aznar, la burbuja inmobiliaria adquiere absoluta preponderancia con la inevitable consecuencia del masivo recurso a las hipotecas (y de aquellos polvos estos lodos). Sería interesante analizar el crecimiento distinguiendo entre los gobiernos del PSOE y del PP, para ver si en la evolución de este agregado macroeconómico básico se observan diferencias significativas a efectos del discurso izquierdas-derechas (mucho me temo que no se obtendrían conclusiones). En todo caso, lo que es innegable es que a una tasa media interanual del 2,5% se tradujo en un enriquecimiento espectacular del español medio, llegándose en 2007 a una renta mensual de unos 2.000 €, máximo absoluto de nuestra historia. Lo que viene pasando desde entonces lo tenemos demasiado reciente: una tasa media anual entre 2007 y 2013 del –1,70%, una batacazo que en nuestra historia sólo ha sido peor durante la Guerra Civil. En estos seis años (son siete, pero no tengo los datos de 2014), el PIB por habitante ha caído en un 10% por término medio, si bien agravado por los muy distintos efectos de la crisis entre la población española debido a su alto nivel de desigualdad económica.

Y acabo con dos breves consideraciones. La primera, anecdótica, es para corregir al tertuliano que citaba al inicio del post: el periodo de mayor crecimiento económico de la historia de España (aunque no de prosperidad) no ha sido el del bipartidismo sino los últimos quince años del franquismo; que nadie saque conclusiones simplistas. La segunda es para dejar constancia de mi asombro personal tras comprobar la magnitud del crecimiento que ha experimentado nuestro país justamente durante mi vida. Puede que haya muchos que no compartan mi estupor ante el gráfico de este post, quizá menospreciando lo que, de forma algo peyorativa, se califica como "meramente cuantitativo". Pero lo cuantitativo, cuando es tan espectacular, se convierte en cualitativo, y los números son los que mejor expresan la profundísima transformación de una sociedad. Mi impresión es que las tasas de crecimiento del PIB que han caracterizado a este país desde los sesenta no van a repetirse, no son sostenibles a largo plazo. También que no somos verdaderamente conscientes de cuánto nos hemos enriquecido (por término medio, claro) y de la enorme diferencia de bienestar material que tenemos respecto de nuestros padres y, no digamos, de nuestros abuelos.

viernes, 20 de marzo de 2015

El mal francés

Morbo gálico –mal francés– era como se denominaba la sífilis entre los españoles en el siglo XVI. Nada extraño, se trataba de echarle la culpa a los vecinos, nunca amados, sin importar lo infundado de la imputación. Más razón histórica parece que corresponde a los franceses que la llamaron mal napolitano, pues las primeras infecciones masivas registradas fueron entre los soldados que batallaban contra la corona de Aragón en la capital de la Campania a finales del XV. Pero, aunque la acepción más popular de la expresión se asocia todavía hoy a la enfermedad venérea, gracias a la lectura del reciente y muy buen libro de Jordi Maluquer de Motes (La economía española en perspectiva histórica), me entero que Edmond Demolins, sociólogo y pedagogo de la segunda mitad del XIX, también bautizó así lo que consideraba una generalizada nota de la mentalidad de sus compatriotas: la excesiva confianza en el Estado, en detrimento de la iniciativa individual. En La superioridad anglosajona: a qué se debe, publicada en 1897, dice que "es habitual entre los franceses encerrarnos en una admiración beatífica y exclusiva de nosotros mismos, alabándonos y cantándonos como "la grande nation", proclamando que estamos por delante de todos los demás países ... Mientras tanto, el mundo avanza y avanza sin nosotros, y no nos damos cuenta". Para este autor, la superioridad anglosajona derivaba de un carácter desarrollado por una educación que fomentaba la independencia individual, el espíritu emprendedor y las habilidades prácticas. La educación francesa, en cambio, sumergía al chico en un entorno de saberes y frases huecas, ajeno al mundo real, con el único propósito de superar un examen público que le convirtiera en funcionario. Este carácter francés –denostado por Demolins como causa principal de la decadencia gala– derivaba hacia una concepción "comunista" del Estado, el nido estable y protector en el cual refugiarse. Conviene añadir que hacia finales del siglo XIX, los franceses vivían una desmoralización nacional consecuencia de la dolorosa derrota de 1871 en la guerra contra los prusianos.

Alain Peyrefitte, alto funcionario que ocupó cargos importantes en los gobiernos franceses durante los sesenta y setenta (no confundir con el más famoso Roger Peyrefitte), retomó el asunto en su libro de 1976 –El mal francés– e incluso más tarde (en La sociedad de la confianza, 1995) señaló que la crítica tiene su origen no en Demolins sino en el pensamiento liberal francés –anglómano y neerlandómano– del XVII, opuesto a las tendencias burocráticas y dirigistas del Estado impulsadas por Colbert, el gran ministro de Luis XIV. En este remontarse a textos antiguos, Peyrefitte destaca un opúsculo anónimo de 1758 –Consideraciones sobre el comercio y en particular sobre las compañías, sociedades y maestrías– que imputaba al afán reglamentista de los funcionarios franceses el atraso económico y profesional del país, en claro contraste con la mentalidad mucho más abierta de ingleses y holandeses. La exuberancia reguladora conduce a la esterilización del talento, a combatir y denigrar a quienes se atreven a pensar, a ahogar toda innovación. La figura más relevante en esta línea sería Turgot –padre de la fisiocracia– quien, como ministro del joven Luis XVI cuando éste no imaginaba que acabaría guillotinado–, se esforzó en acabar con los monopolios y privilegios e impulsar la libertad de comercio, limitando el intervencionismo estatal. Sin embargo, Turgot no tendría éxito y ese mal francés seguiría enseñoreando el espíritu de nuestros vecinos durante los dos siglos siguientes.

Dice Maluquer que, si bien manteniendo el término, Peyrefitte sostenía en su obra que el mal francés era, en realidad, un mal latino (de hecho, así se tradujo el libro al español: Plaza Janés, 1980), común por tanto a los países mediterráneos y herencia del Derecho Romano, agravado al espíritu de la Contrarreforma católica. Enlaza así con la famosa tesis de Max Weber (La ética protestante y el espíritu del capitalismo, 1903) y pone en primer plano el esquema dicotómico –evidentemente, una simplificación– de los patrones de desarrollo socioeconómico, el anglosajón y el latino, que ha sido retomado por innumerables autores hasta la actualidad. Naturalmente, España queda adscrita de lleno al mismo, que entre nosotros se amplía hasta pasar de mal francés a plaga española . Cito a Maluquer: "Entre estos elementos de inercia en las mentalidades y en la opinión pública sobresalen la profunda desconfianza y rechazo hacia la racionalidad del mercado y la asignación de toda clase de virtudes a la maquinaria del Estado. Las esperanzas de la población entera se cifran en el Estado y las frustraciones proceden de que el Estado no satisface las expectativas, desmedidas, que se han puesto en él. La aspiración mayor de la clase media de estos países es entrar a su servicio". En el libro se transcribe también una referencia (recogida por Fabián Estapé) de un observador en la España de 1928 (Dictadura de Primo de Rivera): "La tendencia a obtener un empleo estatal, el deseo de tener unos ingresos pequeños pero seguros, se ha desarrollado aquí mucho más que en Francia, que siempre suele indicarse como ejemplo en este sentido, y cuanto menos trabajo signifique el cargo, tanto más deseable es". Esta mentalidad parece haber subsistido hasta la actualidad y podría ser un factor relevante en las dificultades de la economía española para lograr una efectiva dinamización. De hecho, dice Maluquer, pese a la apertura de las últimas décadas y el aumento de la competencia en una economía globalizada, las actitudes de los trabajadores y de la opinión pública, así como las disposiciones de los gobernantes, dibujan un entorno decantado hacia el sector "protegido", muy poco sensible al bajo rendimiento laboral y escasamente incentivador de la iniciativa empresarial.

A mi modo de ver es cierto que ese mal latino impregna fuertemente nuestras mentalidades y yo mismo me reconozco en varios de sus síntomas. No obstante, en nuestra defensa frente a quienes elogian las bondades del "libre mercado", hay que decir que hay motivos fundados para desconfiar de éstas. Ello no quita, en todo caso, que ciertamente hayamos de reconocer muchos de los males que se nos achacan. Así, en los últimos tiempos vivo con preocupación y cabreo el asfixiante y despótico funcionamiento de nuestra burocrática administración pública, pareciera que sólo buena para impedir que se haga nada y crear dificultades –por ejemplo mediante el incremento de un cuerpo legal cada vez más farragoso– en vez de solucionar problemas. En fin ...

miércoles, 18 de marzo de 2015

Bajar impuestos es de izquierdas (1)

La frasecita que titula este post fue pronunciada por Rodríguez Zapatero en 2003, cuando era el líder de la oposición al último gobierno de Aznar y, aún con todas las cautelas que hay que tener ante enunciados simplistas, lo cierto es que, a mi juicio, merece un lugar relevante entre los hitos simbólicos que han ido marcando la errática evolución ideológica del PSOE desde aquel ya legendario congreso de Suresnes (1974) hasta la demagogia incongruente del actual secretario general. Lo cierto, en todo caso, es que uno de los grandes éxitos del discurso dominante neoliberal ha sido que a casi todos los españoles les parezca que, en efecto, bajar impuestos –así, en términos generales– es bueno. Y, como es bueno, los del PSOE no tienen rubor en apostar por ello y proclamar, en enésimo ejercicio de vaciamiento ideológico, que además es de izquierdas. Si es que pareciera que izquierda o derecha ya no tienen contenido real, como si pudieran definirse sencillamente por lo que en cada momento dicen los dos partidos con los que se identifica cada una de estas posiciones. O sea, lo que hacen y dicen los socialistas es de izquierdas; lo que hacen y dicen los populares, de derechas. Lamentable el nivel intelectual de nuestro escenario político.

Si algo es, o debiera ser, el Estado es la organización pública para garantizar la vida en común de los ciudadanos. Estado somos –deberíamos ser– todos, como en relación a Hacienda rezaba el famoso eslogan de hace unas décadas. Y todos, se supone, hemos decidido dotarnos de unos servicios públicos comunes que, por tanto, pagamos entre todos. Los impuestos (directos e indirectos) representaron en 2014 del orden del 90% de los ingresos del Estado (descontando transferencias entre administraciones). En la actualidad pues, con un Estado sin prácticamente actividad productiva (en el sentido de que casi no genera ingresos directos, lo que es absolutamente congruente con el ideario neoliberal), su financiación depende casi absolutamente de lo que pagamos los ciudadanos y las empresas. Consecuentemente, la cantidad y calidad de los servicios que podemos darnos entre todos –desde la seguridad pública hasta la atención sanitaria– son directamente proporcionales a los impuestos que pagamos. Bien es verdad que influyen otros factores, entre los que destaca la capacidad de gestión de los recursos por el Sector Público –que los neoliberales consideran pésima por definición, sin necesidad de corroborar su prejuicio con datos–, pero la afirmación anterior es válida en términos generales.

Hay dos cuestiones de discusión ideológica que se relacionan con la frasecita de Zapatero. La primera sería la proporción de la riqueza de un país que debe destinarse a financiar el Estado. La posición tradicional del PP ha sido que cuanta menos mejor, añadiendo que donde mejor ha de estar el dinero es en el bolsillo de los contribuyentes y no en las arcas de un Estado voraz. A su obsesión ideológica por reducir hasta el mínimo imprescindible el peso económico del Estado, suman el argumento de que si el ciudadano se queda con más perras (porque paga menos impuestos), éstas se movilizarán en la economía productiva –más consumo y, por lo tanto, más producción; más ahorro y, por lo tanto, más inversión– y, consecuentemente, aumentara la riqueza del país, resultando que con una carga impositiva media menor se podría recaudar lo mismo o más que con impuestos más altos. Vale, la teoría parece convincente, aunque habría que verificar cuál es la relación real, en la práctica, entre la presión fiscal media y el incremento del PIB por habitante. Lo cierto es que desde la muerte de Franco el PIB español ha aumentado vertiginosamente, pasando de los 4.227 € por habitante en 1980 a 22.800 € en 2014 (un 540%), mientras la presión fiscal también ha ido creciendo en el mismo periodo (con una ligera bajada en el último lustro) desde un 23% a un 33%, lo que significa que, por término medio, cada español paga hoy siete veces más que hace treinta años pero dispone de casi cinco veces más renta de la que disponía entonces. Si se observa la gráfica de las evoluciones durante los últimos treinta y cinco años del PIB por habitante y la recaudación fiscal también por habitante, no parecen encontrarse correlaciones entre ambas. El lustro en que más creció la carga impositiva (la segunda mitad de los 80) también fue en el que más se incrementó el PIB por habitante.



A lo mejor hay sesudos economistas que han sido capaces de establecer el grado de correlación entre la presión fiscal media de un país y su riqueza y, consiguientemente encontrar el punto de equilibrio en que la recaudación se optimiza. Pero intuyo que no existen fórmulas de ese tipo y, desde luego, estoy casi seguro de que nuestros gobiernos cuando toquetean los tipos impositivos de los distintos tributos lo hacen "a sentimiento", sin tener nada claro sus efectos sobre la relación entre ambas variables (básicamente se preocupan de conseguir ingresos para financiar las previsiones de gasto). En todo caso, sin entrar en la segunda cuestión que es la más relevante (cómo se reparte entre los ciudadanos el pago de impuestos), podríamos presumir simplificadamente que, en cuanto a eso de izquierdas o derechas, los primeros deberían defender una mayor presión fiscal que los segundos porque eso significa, en principio, que hay más parte de la riqueza nacional que se destina a los servicios comunes.

A este respecto puede ser pertinente comparar la evolución de la presión fiscal (en relación al PIB) española con la de otros países, tal como hace la gráfica adjunta tomada de una publicación del Banco de España. Puede verse que España ha estado siempre (desde 1965) muy por debajo de la media europea (aunque por encima de Japón y Estados Unidos), si bien desde la transición democrática se comprueba un notable esfuerzo de convergencia que pierde intensidad a partir de los noventa. Si nos fijamos en los gobiernos democráticos, se aprecia que el fuerte impulso inicial hacia una presión fiscal propia de los países desarrollados corresponde a la UCD –recuérdese que la gran y rupturista primera reforma fiscal fue la de Fernández Ordoñez– que nos puso en las tasas medias de norteamericanos y japoneses, continuada durante las dos primeras legislaturas de Felipe González, cuando nos ponemos por el nivel de la OCDE y unos 5 puntos por debajo de la media europea, diferencia que se ha mantenido de ese orden desde entonces. Los dos últimos gobiernos de González supusieron un descenso no demasiado acusado de la presión fiscal, que fue ligeramente corregida en el primer gobierno de Aznar, para estabilizarla en su segundo. Luego vino un Zapatero eufórico (era la época de la burbuja) y empujó significativamente la presión fiscal hacia arriba, logrando hacia el final de su primera legislatura que estuviéramos más cerca que nunca de la media europea (nótese que en esos años se observaba una suave tendencia a la reducción en Europa). Sin embargo, le llegó la crisis y empezó a bajar la presión fiscal (a la par que a desmantelar el Estado Social) hasta dejarla en torno al 30% del PIB, valor equivalente al del inicio del segundo gobierno González. Finalmente, el actual gobierno de Rajoy no parece haber mantenido una política clara en estos casi cuatro años, aunque lo cierto es que la presión fiscal media ha aumentado algo desde el suelo en que la dejó Zapatero, pero sin reducir la brecha respecto de la media europea.

 A la vista de la evolución descrita uno se siente incapaz de sacar ninguna conclusión sobre si los distintos gobiernos que hemos tenido (sufrido) son más o menos de derechas o de izquierdas en cuanto a su actuación respecto de la carga fiscal y de la construcción del Estado Social. Me quedo con la sensación de que si hasta finales de los ochenta hubo una decidida política de incremento de la presión fiscal no fue tanto por posiciones ideológicas sino porque partíamos de unos niveles ridículos que era necesario actualizar hacia los propios de los países desarrollados (entre otras cosas, fue una exigencia de Europa). Naturalmente, ese espectacular incremento de la recaudación impositiva se tradujo en importantísimos avances en inversiones públicas –tanto en infraestructuras como en servicios básicos como sanidad y educación– que fueron conformando nuestro Estado Social (porque llamarlo del bienestar es presuntuoso). Quien detuvo la línea ascendente no fue un partido que se califica de "centro-derecha", sino los que se dicen socialistas. Y aunque el PP –ni los gobiernos de Aznar ni el de Rajoy– nunca ha mostrado gran entusiasmo en avanzar en esa dirección, lo cierto es que considerado globalmente tampoco es responsable de los mayores retrocesos (de momento). El descenso más grande –en pendiente negativa– es responsabilidad de otro gobierno que se proclama "de izquierdas", el gobernado por quien dijo la frasecita de que bajar impuestos era de ellos (aunque después de decirlo, los subió, antes de darle el brutal palo de su segundo mandato).

En fin, que de momento sigo pensando que, en términos generales y más en el caso de España, subir impuestos –o, para ser más precisos, subir la presión fiscal media– es de izquierdas. También creo que, una vez culminada la etapa de aggiornamento fiscal de nuestro país (aunque sin llegar a la media europea), la política fiscal no ha obedecido más que a meros ejercicios contables, sin que se pueda descubrir ninguna filiación ideológica en los distintos gobiernos. Con lo cual, estas breves ojeadas a la política fiscal española de las últimas décadas refuerzan mi idea de que, en materia económica y con mínimos matices, PSOE y PP vienen a ser fieles creyentes en los dogmas dominantes, sin que por sus hechos pueda decidirse quien está más o menos a la derecha o a la izquierda (los dos están a la derecha, claro). Ahora bien, la presión fiscal media es un indicador mucho menos relevante que la cuestión de la distribución de la misma entre los ciudadanos a efectos de discutir sobre la posición ideológica. A este segundo y más importante asunto me referiré en un próximo post.

domingo, 15 de marzo de 2015

El capital en el siglo XXI

A Lansky, cuya recomendación acabó de decidirme a leer este libro.

Hace unos días terminé la lectura del famoso libro del economista francés Thomas Piketty que tanto revuelo ha causado, llevando a su autor a ser foco de atención mediática y objeto de la inevitable simplificación demagógica de sus tesis. Se trata de un libraco denso de más de seiscientas páginas que exige –al menos para quienes no somos economistas– considerable esfuerzo de concentración y también dejar de vez en cuando la lectura para ponerse con papel y lápiz (o mejor con una Excel) a comprobar por uno mismo los efectos de las expresiones matemáticas y de los datos que va aportando. O sea, que no es de fácil lectura, pero está lo bastante bien estructurado y escrito como para que, aunque uno no alcance a entender completamente cada argumentación, sí va quedándose con lo fundamental y, por tanto, haciéndose un esquema mental congruente de los factores principales que subyacen en la historia material (económica) de la humanidad durante los dos últimos siglos. Dice el propio autor en la conclusión que ha intentado presentar el estado actual de nuestros conocimientos históricos sobre la dinámica de la distribución de los ingresos y de la riqueza y examinar qué se puede aprender de ellos para este siglo que empieza. En mi opinión, lo ha logrado con nota muy alta.

Nuestra especie, como todas, ha intentado sobrevivir y perpetuarse; el trabajo, las actividades de cualesquiera de los individuos vivos, tiene como primera finalidad justamente ésa, seguir vivos. Los seres vivos actúan sobre unos recursos previos; las plantas obtienen nutrientes del terreno y energía del sol, los mamíferos carnívoros disponen de otros animales para su alimento. Esos recursos son capital y los humanos lo hemos aprovechado, mejorado y hasta incrementado (aunque también dilapidado) a una escala infinitamente mayor que cualquier otra especie. Pero, sobre todo, hemos basado en grandísima medida nuestra actividad económica en la apropiación individual (o de unos grupos frente a otros) del capital. Contar –y comprender– la historia de la humanidad, más allá de reyes y batallitas, debería ser el relato de las condiciones materiales de los hombres. Describir cuánto poseían, cuánto trabajaban, cómo se distribuían la riqueza y los ingresos; explicar por qué esas magnitudes fueron las que fueron y por qué evolucionaron como lo hicieron. Y, desde esta base, entender los hechos históricos, la relación de los mismos con los factores económicos –dinámicos y conflictivos–; relación esta que, ciertamente, no es siempre simplonamente unidireccional.

No estoy diciendo nada nuevo, desde luego. Ya lo puso de manifiesto Marx a mediados del XIX, aunque su rígida interpretación controlada desde los estados del “socialismo real” se tradujera en una ingente producción de obras de materialismo histórico que sacrificaron la complejidad de la realidad al servicio de la propaganda ideológica. En cambio, desde los años treinta y gracias a la llamada Corriente de los Annales francesa, se desarrolló una historia centrada, más que en los acontecimientos y los individuos relevantes, en los procesos y las estructuras sociales, posibilitando una visión mucho más lúcida del pasado (y del presente) mediante la integración de los enfoques de muchas disciplinas sociales, entre ellas, claro está, la economía. No es casual que el desplome del comunismo y el triunfo ideológico de la llamada revolución conservadora a lo largo de la década de los ochenta, trajera aparejado el abandono arrogante de las premisas de aquel enfoque de investigación, desde la estúpida y banal pretensión del “fin de la historia”. En ese marco ideológico nos han venido colando esa especie de inevitabilidad de la sucesión de acontecimientos en razón de unas pretendidas leyes inmutables de la economía (casi como si fueran leyes físicas). Piketty declara sin ambages que concibe la economía como una subdisciplina más de las ciencias sociales, reivindicando el estudiar con rigor los factores económicos en la historia.

La principal innovación metodológica de Piketty es haber acumulado y procesado una importantísima cantidad de datos sobre las evoluciones de la riqueza y los ingresos y su distribución en varios países y durante un amplio periodo temporal (desde 1700 hasta 2012, aunque con más precisión desde 1870). Parece que nadie hasta la fecha había dispuesto de tan amplios ámbitos temporales y geográficos; lo normal, desde Marx, era contar con estadísticas muy limitadas y, a partir de éstas, elaborar teorías con pretensión de generalidad más basadas en las intuiciones personales (y argumentaciones lógicas) que en conclusiones empíricas. La investigación de Piketty y su equipo permite tener una visión de la evolución de las variables económicas en el largo plazo y, en base a ello, plantear y discutir modelizaciones (con sencillas expresiones matemáticas) que explican esos procesos. Naturalmente, que se haya podido realizar este exhaustivo trabajo de recopilación y análisis de datos debe mucho al estado actual de la tecnología y de los medios disponibles, pero eso no desmerece la voluntad de unos investigadores por derivar de los hechos (y basarlas en ellos) las teorías económicas. Algo que, con la mediocridad intelectual tan habitual en nuestros gurús económicos oficiales, suele brillar por su ausencia. La fuerza de los dogmas impuestos por el neoliberalismo es tanta que la investigación rigurosa a partir de los datos se desprecia con olímpica arrogancia, cuando no se manipulan y hasta falsean. De hecho, como señala el propio Piketty, uno de los más graves obstáculos para avanzar en el conocimiento de la economía y sus efectos en la vida de los humanos, es la notable insuficiencia de datos. Nos falta información sobre muchísimas variables económicas actuales (no hablo ya de los déficits sobre tiempos pasados), y estas carencias no son precisamente inocentes: quienes controlan el capital no son nada proclives a que se conozcan las cifras reales. Es explicable; ya no tanto que tampoco las instituciones públicas se preocupen por conseguir esa información, máxime cuando desconociéndola difícilmente pueden llevarse a cabo políticas económicas eficaces (pero sí se puede, y de hecho es lo que se hace, actuar sobre los que son “gente corriente”, de quienes sí se sabe lo que ganan y lo que tienen).

La evolución temporal de los datos que presenta Piketty permite una visión esclarecedora de la historia de la humanidad, apreciando las grandes tendencias globales así como las diferencias regionales y por países. A grandes rasgos, hasta el siglo XVIII (más o menos), el crecimiento de la economía mundial iba parejo con el incremento de la población; es decir, no hubo prácticamente aumento de la productividad (producción por habitante). Como además, la evolución demográfica, con sus tremendos altibajos, se situó desde la Antigüedad en muy bajas tasas, el índice de crecimiento económico medio de esos dos milenios resultó en torno a un mínimo 0,1%. Las cosas empiezan a cambiar a partir de la Ilustración y, sobre todo, la Revolución Industrial, primero por la notable aceleración del crecimiento demográfico (tasas medias del 0,4% en el XVIII y del 0,6% en el XIX) y segundo por un continuado incremento de la productividad sobre todo a partir de mediados del XIX. De esta manera, en la sociedad de la Belle Epoque, justo antes de la Primera Guerra Mundial, el poder adquisitivo promedio de los europeos se había duplicado desde los tiempos de Napoleón; también para entonces la riqueza privada (el capital acumulado) había alcanzado proporciones muy altas respecto de los ingresos nacionales y, como es bien sabido, distribuido mucho más desigualmente que en la actualidad. Las dos guerras mundiales señalan un periodo (1913-1950) de caída de la productividad y de profunda destrucción de la riqueza acumulada (descapitalización). El tremendo shock psicológico de ese periodo se tradujo, entre otras cosas, en el derrumbamiento de los viejos esquemas sociales, la desaparición del modelo estamental basado en rentistas y proletarios y el progresivo ascenso de una clase media propietaria. Para ello fueron necesarios treinta años (“los treinta gloriosos”) en los que el crecimiento económico se mantuvo a altas tasas (media del 4%) que permitió –en el marco de un profundo cambio ideológico– la construcción (al menos en Europa) de lo que ahora llamamos Estado Social, uno de los factores fundamentales de sociedades más justas y menos desiguales. La última etapa –en la que estamos– se caracteriza por una progresiva disminución de la tasa de crecimiento económico que, según Piketty, es lo que hay que esperar a largo plazo; ciertamente, confiar (como siguen empeñados en querer hacernos creer desde el Gobierno) en que tasas interanuales del 2, 3 o 4% son sostenibles a medio-largo plazo va contra toda lógica y también contra la experiencia histórica. Lo que ocurrió en la larga posguerra fue un paréntesis excepcional, no la norma, y desde luego no es deseable propiciar desastres de esa magnitud para volver a impulsar la economía (aunque probablemente estará en los cálculos de quienes dirigen el cotarro). En este contexto de bajo crecimiento, con el importantísimo soporte ideológico del neoliberalismo, lo que Piketty constata que se ha ido produciendo un intenso proceso de aceleración de las desigualdades (tanto en ingresos como, sobre todo, en capital) que, sin llegar todavía a los extremos de las sociedades noveladas por Balzac o Austen –a cuyas obras se refiere en varias ocasiones– va en esa dirección. La diferencia entre nosotros y los personajes de las novelas novecentistas es que ellos no habían conocido los servicios que puede ofrecer un Estado Social; obviamente, una vez que se nos va desvelando la magnitud de lo que la inmensa mayoría podemos perder, la indignación social alcanza niveles que no tienen antecedentes en el pasado.

Desde la consideración de las series de datos, particularizándolos por países y distintas variables, Piketty va exponiendo la lógica de los procesos económicos, con especial atención a la medición de las desigualdades. Como es lógico, dados determinados valores de distintas variables (la tasa de rendimiento del capital y el crecimiento de la producción, principalmente), es posible plantear expresiones matemáticas con las que explicar y prever evoluciones futuras. Ahora bien, esas fórmulas no son leyes inmutables de sacrosantos dogmas del capitalismo, entre otras cosas porque las letritas que aparecen en sus ecuaciones no son constantes físicas sino variables que dependen fundamentalmente de factores humanos, en especial de los vinculados a la organización sociopolítica. Dicho de otra forma: las medidas políticas que adoptan los Estados y las organizaciones supranacionales influyen mucho más decisivamente en la marcha de la economía que unas supuestas fuerzas invisibles del mercado. La sacralización de éste desde la ideología neoliberal no es sino una forma de disfrazar los intereses de quienes dominan y controlan el tinglado. El análisis riguroso de las series históricas de las distintas variables macroeconómicas que lleva a cabo Piketty pone de manifiesto la fragilidad de las simplificaciones neoliberales. Ponerlas en cuestión y, a la vez, dar al lector un enfoque para profundizar y entender por sí mismo (por ejemplo, en relación a España, de la que sólo se habla tangencialmente) es, a mi juicio, un gran mérito de este libro, cuya lectura recomiendo encarecidamente. No creo exagerar si digo que es lo mejor que he leído sobre economía (y hasta cierto punto, sobre historia) y el que probablemente más me haya ayudado en mis esfuerzos de ya unos añitos de tratar de entender esta disciplina que nos presentan tan misteriosa y difícil (otra de las técnicas para que nos dejemos guiar por los que “saben”).

Como no podía ser de otro modo, el libro ha despertado no pocas críticas airadas, pero de momento no he encontrado descalificaciones que alcancen ni de lejos el grado de argumentación de Piketty. Por ejemplo, un tal Juan Ramón Rallo señala en su blog los “tres errores clave” del francés, pero ni las afirmaciones que imputa a éste son exactamente como él las dice ni tampoco sus contradicciones las apoya en datos. En todo caso, está claro que las propuestas de política económica de Piketty para reducir la desigualdad compatibilizándolo con el desarrollo capitalista de una economía globalizada, en la medida en que suponen la imposición progresiva al capital, no pueden gustar a los amos del mundo y, por tanto, no es de extrañar que abunden las descalificaciones. Pero más importante que la exactitud de los análisis y recetas del libro es, como ya he dicho, el enfoque metodológico que plantea y que espero que sea seguido por más trabajos. Solo así empezaremos a tener datos y a poder discutir con un mínimo de conocimiento de causa, condición indispensable para que la ciudadanía pueda participar en la construcción del futuro común, para que empiece a haber verdadera democracia. En lo que a mí respecta, y pese a mi escaso bagaje, la lectura me ha dejado con inquietudes suficientes para querer dedicar unos ratos a hacer ejercicios sobre riqueza, ingresos y desigualdades económicas en nuestro país. Ya iré comentando mis “investigaciones” en este blog, aunque me salgan posts tan aburridos como éste.

jueves, 12 de marzo de 2015

Los precios de los contratos públicos de planeamiento

En el contexto actual –exacerbado a través del ruido mediático– de que todo es corrupción, se está dando a entender al público profano que obtener un contrato de alguna Administración Pública es un chollo y, por tanto, abundan los chanchullos deshonestos en las adjudicaciones. Parece olvidarse que cuando una empresa o un profesional suscribe un contrato para la realización de un trabajo a lo que viene obligado es, justamente, a realizar ese trabajo, en contrapartida del cual ha de recibir el justo pago de sus servicios. Desde hace ya varios años, quienes ofrecemos nuestros servicios a la Administración venimos comprobando con estupor y angustia que los precios de licitación están en caída libre. Se me dirá que es consecuencia de la crisis, pues las instituciones han visto mermados sus recursos, pero pienso yo que ésta no es explicación suficiente. Tengo la sensación de que hay al menos dos factores más de naturaleza psicológica que influyen en este proceso. El primero, el dogma imperante neoliberal de que los precios los fija el mercado en el equilibrio entre oferta y demanda; como en los actuales tiempos la demanda de trabajo es altísima y la oferta escasa, siempre habrá suficientes dispuestos a currar a precios de risa (más bien, de llanto). El segundo, un miedo generalizado de los funcionarios que fijan los presupuestos a que los acusen de corruptos, a lo que se suma que, en una gran mayoría de los casos concretos, no tienen ni idea de cuánto cuesta hacer las cosas (estaría bien que midieran sus propias productividades); el resultado es la estúpida idea de que ese riesgo se minimiza cuanto más bajo fijen el precio. Al analizar presupuestos de licitación de encargos públicos que podrían interesarme, siempre me embarga la inquietante sensación de incomprensión: ¿cómo es posible que alguien haga lo que se pide por ese precio? Esas dudas las he despejado en algún caso concreto cuando he podido ver el trabajo acabado: normalmente una porquería que no valdrá para mucho. Claro que eso tampoco importa, porque en el ámbito que me muevo (redacción de planes urbanísticos en Canarias) hace ya tiempo que pareciera que la finalidad del encargo no es contar con un instrumento que resuelva problemas reales, que ordene el ámbito territorial de que se trate, sino simplemente cumplir un objetivo político meramente formal. Lamentable pero cierto.

Ahora bien, este gravísimo problema –para los nos dedicamos a este oficio– no es exclusivo del archipiélago. Gracias a la información que semanalmente me hace llegar el Colegio de Arquitectos puedo chequear los distintos concursos que salen en el conjunto del Estado y las conclusiones son siempre muy similares. Quiero coger como botón de muestra –para que no se me acuse de demagogo generalizador– un ejemplo muy reciente: el concurso que promueve la Agencia de Turismo de Les Illes Balears (ATB) para la contratación de los Servicios de redacción del Plan de Intervención en Ámbitos Turísticos (PIAT) de la Isla de Mallorca, publicado en el Boletín Oficial de las Islas Baleares del 10 de marzo. El título me pareció interesante porque llevo unos cuantos meses implicado en asuntos de ordenación turístico-urbanística en Tenerife, así que lo estudié con algo más de atención que otros anuncios. Naturalmente, no tenía ni idea de lo que era un PIAT y tras leer el pliego de condiciones técnicas me he hecho una idea que, a los efectos que aquí interesa, puede resumirse en lo siguiente: exige un muy fuerte contenido de trabajo. Y es que el servicio comprende la totalidad de las fases tradicionales de formulación de planeamiento, desde la información urbanística (con intensos requerimientos), el Avance, un texto inicial que se somete, a información pública (durante la cual hay que prestar asistencia), informe ambiental y texto definitivo con memoria, normas, planos de información y de ordenación, documento de programación, gestión y fichas individualizadas de las actuaciones propuestas, estudio económico-financiero y de sostenibilidad económica, documento de evaluación ambiental estratégica y resumen ejecutivo. Pero es que además, también hay que ocuparse de la coordinación y seguimiento con las múltiples administraciones públicas y agentes privados implicados (algo que, por mi experiencia, lleva tanto tiempo como las labores estrictas de redacción). Según iba leyendo todo los que minuciosamente exige el Pliego y, teniendo en mente Mallorca y la importancia cuantitativa de sus ámbitos turísticos, me asustaba más: un asunto gordo, que pocos equipos pueden acometer y que supone una dedicación intensiva de tiempo y medios.

Tan relevante trabajo hay que realizarlo en treinta meses, en los que se incluyen los dilatados tiempos muertos no achacables a los equipos técnicos (y que los funcionarios que hacen los pliegos, pese a ser ellos o sus colegas los causantes de las excesivas demoras en los procesos de tramitación del planeamiento, siguen empeñándose en omitir, en absurdo ejercicio de autoengaño). Hay que decir a este respecto que el tema de los plazos es una de las más crueles y leoninas trampas de los contratos de planeamiento, que se resume en la práctica habitual de comprometernos (obligadamente) a hacer por un precio cerrado todo lo que nos manden hacer en un tiempo que puede alargarse muchísimo sin que los contratistas tengamos ninguna opción de cerrarlo. De hecho, eso es exactamente lo que nos ocurrió en un Plan General reciente en el que debíamos resolver las alegaciones e informes de las administraciones y preparar el documento para aprobación provisional por un monto total de cien mil euros; quien fijó el precio había estimado que sería un trabajo de unos cuatro meses y con un equipo reducido (aunque no lo puso en el contrato) y luego las cosas se complicaron –siempre se complican– y esa fase se alargó durante dieciocho meses y requirió obviamente de mucha más gente de lo previsto, sin que hubiera la más mínima "empatía" por parte de los funcionarios (en uno de los muchos informes que se intercambiaron en nuestro intento de resolver una situación económicamente desesperada se llegó a escribir que el precio al que resultara la hora de trabajo era jurídicamente irrelevante, lo cual, por muy exacto que sea, es también dolorosamente ofensivo). Así que, con estos antecedentes –que, repito, son usuales– pensaba que ese Plan para Mallorca llevaría más de treinta meses de trabajo y que habría que dimensionar los costes previendo tal alargamiento.

Ahora bien, en ese dimensionamiento es fundamental aproximar el número de horas por perfil profesional que se va a requerir. Como es lógico, de una primera lectura es casi imposible sacar conclusiones útiles, pero el propio pliego señala que, como mínimo, el equipo que se presente ha de contar con siete titulados diferentes (arquitecto o ingeniero, geógrafo, jurídico, ambientalista, economista, especialista en turismo y técnico en sistemas de información geográfica). No es un requisito exagerado, más bien al contrario; no me cabe duda de que el personal que haya de involucrarse en la redacción habrá de ser más numeroso. Pero, para hacer una primera aproximación, supongamos que estas siete personas con un 100% de dedicación serían capaces de llevar a cabo las distintas tareas que implica cumplir el contrato. Aclaro que los perfiles que no requieran en la práctica un 100% de dedicación quedarán de hecho más que compensados con las horas de otros profesionales que habrán de trabajar, por lo que la estimación que hago a continuación es más que probablemente "a la baja". Pues bien, si se cumple el plazo –que no se cumplirá– estamos hablando de un total de 33.600 horas-persona. Como ya he dicho, esta cifra está sin duda minusvalorada y, por una elemental prudencia, convendría incrementarla en un mínimo del 25% y dejarla en torno a las 42.000 horas de dedicación. Pues bien, ahora viene el palo: el precio de licitación (IVA excluido) es de 371.900 €, lo que supone un coste por hora-persona de 8,85 €. Si a esto añadimos que cualquier empresa profesional tiene unos costes distintos de los de personal que no bajan del 50% de éstos, la cifra anterior significa que el dinero que como máximo puede destinarse a retribuir el trabajo se sitúa en torno a 5,90 euros. Se trata, claro está, de una cantidad bruta, incluyendo los costes de seguridad social (que, en esos valores son siempre a cargo de los curritos, autónomos porque no da para contratarlos). Para decirlo más claro, el contrato que saca la Agencia de Turismo de Les Illes Balears se traduce en una retribución máxima anual a licenciados universitarios de 945 € brutos (y que cada uno se pague su seguridad social y sus otros gastos). Y con estos espectaculares honorarios se pretende pagar a profesionales "con conocimientos específicos acreditados en materia de planeamiento territorial y urbanístico, derecho urbanístico, de ordenación del territorio y medioambiental, planificación turística en el ámbito de la comunidad autónoma de les Illes Balears, y evaluación ambiental estratégica de planes".

Las estimaciones anteriores pueden hacerse de más formas. Por ejemplo, el 25 de octubre de 2013 se publicó en el BOE el XVII Convenio colectivo nacional de empresas de ingeniería y oficinas de estudios técnicos, cuya vigencia se extendía hasta el 31 de diciembre de ese año (no sé si habrá uno nuevo), y que fijaba el salario anual mínimo en contratos por cuenta ajena para titulados universitarios en 23.618,28 € y 1.800 horas, equivalente a un precio unitario de 13,12 €/hora (y, claro está, la empresa pagando la seguridad social). Es decir, que los baleares quieren disponer de los servicios de urbanistas expertos por un coste equivalente al 45% del salario mínimo. O, lo que es lo mismo, si la ATB montara una oficina e hiciera contratos laborales a ese equipo imprescindible de siete personas, con el presupuesto que ofertan (en el cual hay que incluir los costes de la seguridad social a cargo de la empresa), no llegaría para pagar dos años de sueldo mínimo según convenio colectivo. Por supuesto, nunca podrían contratar por el salario mínimo a titulados con la experiencia y conocimientos que requieren, con lo cual sacan un concurso para que se presenten en régimen de autónomos. No quiero ni mencionar los precios por hora que cobran en el "mercado libre" los bufetes de abogados y similares porque habríamos de multiplicar los que estoy manejando por 10 o más. Diré en cambio que cualquier empresita profesional como la mía, simplemente para mantenerse con retribuciones al personal lo más ajustadas posibles, necesita unos ingresos mínimos que no bajan de 35-40 € por hora de trabajador. Eso significa que, si nos presentáramos a este concurso para hacer el Plan turístico de Mallorca, podríamos ofrecer una dedicación de esos siete profesionales imprescindibles que como mucho llegaría al 22-25% del total de horas laborables durante 30 meses, porcentaje que iría bajando a medida que se metiese más personal. Claro que si pusieran esos porcentajes en la oferta al concurso, la mesa de contratación entendería –con razón– que con tan baja dedicación no se garantiza la ejecución del trabajo. Y acabo ya con los numerajos. A la vista del contenido y de los recursos profesionales que requiere el encargo, y en base a mi experiencia, en una primera aproximación ajustada a la baja como corresponde a estos malditos tiempos de austeridad (es decir, con retribuciones a los profesionales que no son ni de lejos "honorarios de expertos"), estimo que el precio mínimo por el que debería haber salido este Plan estaría en torno a un millón cien mil euros, más o menos el triple del presupuesto ofertado.

Después de este somero análisis –que imagino que es el que hace cualquiera cuando se plantea presentarse a un concurso de este tipo–, me asaltan muchas dudas y la principal de todas es si quienes han fijado este presupuesto se han tomado la molestia de calcular a lo que sale la hora de los profesionales que pretenden que les hagan el Plan. Estoy casi seguro de que no (porque la misma duda me surge respecto de los precios a que salen los trabajos de planeamiento en Canarias), lo cual revelaría una insultante frivolidad así como un desprecio implícito hacia el trabajo profesional. Es probable, de otra parte, que la adjudicación de este Plan esté ya pactada y que el equipo que vaya a realizarlo tenga ya hecho gran parte de su contenido porque, si no es así, no se entiende que alguien vaya a suicidarse presentándose. O a lo peor, sí, ya que parece que hemos aceptado sumisamente que la planificación urbanística es una actividad laboral por la que la hora se cobra a la mitad que si nos dedicáramos a la limpieza de viviendas u oficinas. A lo peor, a este concurso mallorquín se presentan equipos que ofrecen bajas en el precio y los funcionarios que lo hayan fijado se sonreirán entre sí al comprobar que no estaba tan mal calculado, e incluso pensarán que el próximo que hagan han de ajustarlo un poquito más. En cualquier caso, salvo que estemos ante el supuesto que me malicio de algún apaño, no me cabe duda de que el documento que resulte será de bajísima calidad: malgastar dinero público desde una errónea pretensión de salvaguardarlo. Y luego se tilda de populistas a ésos que dicen que lo que entiende el Gobierno español por "mejorar la competitividad" de las empresas españolas es ponernos al nivel de Bangladesh. Pues, duela a quien duela, los precios a los que está ofertando la Administración Pública los contratos de planeamiento son, en efecto, una vergonzosa muestra de explotación, a un nivel al que todavía no se ha descendido en el mercado privado. No ya por dignidad profesional, sino por mera cuestión de supervivencia, habría que hacerles entender números como los anteriores a los responsables políticos de este desastre.