Pepet
José Antonio –Pepet como gustaba que lo llamáramos– era básicamente un caradura, un jeta decíamos entonces (hace tiempo que no escucho el término), pero muy simpático y sociable, condición imprescindible para la supervivencia de esa sub-especie humana que no anda en peligro de extinción. Supongo que yo fui uno más de los que caí bajo la órbita de su vis attractiva porque lo cierto es que en cuarto y quinto de bachiller (con trece y catorce años, aunque él tenía uno más que yo) fue uno de mis "cuatro mejores amigos". Aclaro que esos cuatro mejores amigos que entrecomillo equivalían a mis casi únicos amigos durante esos años o, al menos, esos con los que tenía una relación de confianza casi íntima. Lo curioso –visto después de más de cuatro décadas– es que no formábamos ninguna pandilla de los cinco (como la que protagonizaba una serie de historietas de la británica Enid Blyton que para entonces ya había dejado de leer), sino que me relacionaba con cada uno de ellos separadamente. Yo era una especie de electrón libre que cambiaba de átomo y con cada uno me integraba en una molécula formada por distintos amigos. La de Pepet, desde luego, era la más variopinta y divertida de las cuatro, aunque también llegaba a cansarme permanecer demasiado junto a esos juerguistas.
Pepet era el hijo menor –y la oveja negra– de una familia numerosa y acaudalada del Opus Dei. Estoy evocando los primeros años de los setenta, durante el que fue el decimosegundo gobierno de Franco en el cual había cuatro ministros de "la Obra" que, además, eran de lo mejorcito entre los que sentaban a la mesa de El Pardo. Ya hacía unos años que el Opus había adquirido notable relevancia política a través de la participación de miembros significados en puestos directivos de la administración tardofranquista (los que fueron motejados como "los tecnócratas" y bastante odiados por los "camisas viejas" falangistas). En fin, que mi amigo gozaba, vía familiar, de una posición acomodada y muy enquistada en la urdimbre de aquel Estado. Con su característico cinismo, era bien consciente de ello y, aún calculando los riesgos de sus "hazañas", sabía que contaba con un colchón que, si no alguna magulladura, le evitaría el descalabro total si metía gravemente la pata. No era ni de lejos mi caso, lo que unido a que mis ansias de emociones no eran tan acusadas como las suyas, hizo que me achantara ante algunas de sus temerarias propuestas.
No ante otras; por ejemplo, fue él quien me introdujo en el fascinante mundo de las pellas que, en aquellos años de formar en el patio con el brazo en el hombro del de delante mientras el responsable de curso pasaba lista, tenía su arte y sus técnicas para evitar que llegara a oídos de tus padres que te habías fumado alguna o varias clases. El truco, para Pepet, como en todo, era echarle cara y mentir con aplomo, asegurándome que cuanto más extravagantes fueran las patrañas más verosímiles eran para nuestros maestros. Claro que las excusas para pasar el tiempo de clase en algún antro de las cercanías dándole al billar, futbolín o pin-ball, tenían que personalizarse y mucho dependían de la etiqueta que los profesores le habían colgado al alumno. Mi amigo se aprovechaba de su filiación ilustre, que conseguía de los probablemente mal pagados docentes un cierto grado de servilismo de partida, más o menos mejor disimulado. Yo hube de aprovecharme de mi buen rendimiento escolar que erróneamente les hacía dar por supuesto que también sería sincero, por lo que aceptaban sin apenas garantías la veracidad de mis relatos. Así, durante una buena temporada planifiqué mis pellas presentando todos los lunes en unas cartulinas que había mangado de la óptica las falsas sesiones que me tocaban esa semana para probarme unas lentillas; y a esas horas, con todo el morro, salía del colegio con absoluta impunidad. Tanto gusto le cogí a lo de escaparme que durante quinto de bachiller llegué incluso a superar a Pepet en el ranking clandestino de clases eludidas. Muchas veces me iba solo, cuando lograba juntar cinco duros, suficientes para pagarme los autobuses de ida y vuelta hasta la calle Bravo Murillo, la entrada a algunos de los cines de sesión continua –con preferencia por alguna españolada ligeramente verdosa, lo más que admitía la censura de entonces– y una bolsa grande pipas (y todavía me sobraba una pela).
A medida que avanzaba ese curso 73-74 se iba haciendo evidente que Pepet suspendería casi todas. En más de una evaluación parcial ya había falsificado la cartilla de notas, pero era consciente de que la artimaña no valía para las finales, porque éstas se pasaban al libro de escolaridad que se mandaba al Ministerio para su sellado oficial. Con su característica audacia, tramó y ejecutó un plan tremendamente arriesgado. Hay que decir que mi colegio, que ocupaba una parcela de considerable tamaño, se cerraba a cal y canto al acabar el horario escolar y en una garita junto a la verja de entrada se quedaba de guardia hasta el anochecer Jerónimo, el conserje, que vivía con su mujer y una niña en una casita dentro de la propiedad. Mi amigo hacía tiempo que se lo había camelado, con métodos que calificables de soborno, y más de una vez el pobre Jerónimo le había cubierto en alguna de sus pendejadas. Nunca me explicó cómo lo hizo, pero lo cierto es que logró birlarle una tarde el manojo de llaves de la garita, sacar copias de las que le interesaban, y devolverlas sin que el portero se enterara. Su idea, obviamente, era quedarse escondido las vísperas de cada examen final, entrar en el despacho correspondiente y copiar las preguntas del papel en que cada profesor las había escrito (porque debían hacerlo así para discutirlas previamente entre todos los de una misma asignatura).
Cuando me contó lo que iba a hacer me pareció una locura y hasta intenté, por supuesto sin éxito, disuadirlo, no por consideraciones éticas, claro, sino porque me atemorizaban tremendamente las consecuencias si lo sorprendían. Pero como uno se va haciendo a todo, al cabo de unos días el plan me parecía hasta razonable y pensé que apelando a su amistad también podría beneficiarme. Yo iba bien en el curso, muy bien en realidad; sin embargo, había una asignatura que, aún sin riesgo de suspenderla, estropeaba mi inmaculada colección de sobresalientes: la química. Mas Pepet era de letras y, en vez de química y mates, daba latín y griego, con lo que supuse que no tendría la llave del departamento de ciencias. Pero la tenía y fue él quien en un recreo, con sonrisilla irónica, me preguntó, sabedor de mis problemas con las valencias y compuestos orgánicos, si no me interesaría conseguir ese examen final; el muy cabrón sabía cómo tentar (no fui yo el único a quien se lo ofreció). Así que una tarde, mientras el colegio se vaciaba, nos encerramos en los servicios y esperamos casi una hora hasta que el más sepulcral de los silencios nos garantizara que el escenario del crimen estaba expedito.
Si evoco esa tarde aún siento un levísimo escalofrío y asoma el chiquillo asustado que fui. Porque, en efecto, caminamos por la planta de los despachos, Pepet me abrió la puerta del departamento de ciencias y me dejó para que rebuscara mientras él se iba a por el de latín. En la habitación, de espaldas a la ventana, había un único escritorio con cajoneras en los dos lados. Muy nervioso, pero obligándome a actuar despacio y meticulosamente, empecé a abrirlos uno por uno y a revisar los muchos papeles apilados. No tardé en encontrar un folio con las diez preguntas escritas a bolígrafo. De mi cartera escolar saqué un cuaderno en el que copiarlas (no eran tiempos todavía de fotocopiadoras y mucho menos de escáneres). Justo cuando acababa de apoyar el cuaderno sobre la mesa, escuché pasos en el pasillo exterior y enseguida los ruidos de una llave en la cerradura. Acojonado, apenas tuve tiempo de meter la hoja del examen en el cajón, cerrarlo y agacharme debajo de la mesa. La puerta se abrió y apareció Jerónimo, al que por lo visto le gustaba hacer rondas de vigilancia por el edificio vacío. No es difícil imaginar el pánico que me invadió cuando comprobé que le habría bastado bajar la vista para verme agazapado bajo una mesa que no tenía faldón delantero. Pero –Dios existe– no lo hizo. Se acercó al borde la ventana y bajó la persiana, sin que ni siquiera le llamara la atención que sobre la superficie de la mesa, solitario, hubiese un cuaderno escolar y –lo que es más sorprendente– sin dar muestras aparentes de extrañeza de que la puerta del departamento no estuviera cerrada con llave. Pero unos segundos después él mismo corrigió lo que achacaría a despistes docentes y al salir de la habitación me dejó encerrado. Y ahí me quedé yo, paralizado y a oscuras, sin atreverme a encender la luz ni casi a moverme, confiando en que me rescatara Pepet sin que en esos momentos me importara un ápice el maldito examen de química. Pasó un buen rato, demasiado para mi angustia, durante el cual hasta me planteé la posibilidad de dejarme caer por la ventana aunque era un segundo piso. Por fin la puerta volvió a abrirse y apareció mi amigo que se descojonó cruelmente al verme en mi absurdo escondite. Sin ningún temor dio al interruptor y, pese a mi insistencia para que nos largáramos cuanto antes, me instó a que copiase las preguntas. Cumplidas nuestras respectivas metas, escapamos sin ningún incidente (ya Jerónimo se había retirado a su vivienda). Al día siguiente descubrí con estupor que las preguntas que había copiado no coincidían con las que nos dictaba el profesor (ésas les tocaron a los de 5ºA); aún así, me pusieron un siete.
Ya no me acuerdo de qué fue lo que le falló a Pepet pero, pese a sus varios robos de exámenes, suspendió cinco. No desesperó –no iba con él– y aprovechó por última vez sus copias de llaves para falsificar ni más ni menos que su libro de escolaridad, cambiando treses y cuatros por ochos y sietes. Su nuevo plan consistía en estudiar durante el verano y presentarse a los exámenes de septiembre, pero si las cosas salían mal ahí estaría el libro de escolaridad sellado por el Ministerio. Naturalmente ese verano –lo pasaba en Jávea a donde me invitó unos días– no dio ni golpe y en septiembre ni siquiera se presentó a las recuperaciones. Y ahí se descubrió el pastel, porque el cura que daba griego, muy echao palante él, decidió llamar al importante progenitor para interesarse por la ausencia del chico. Por lo que Pepet me comentó luego por carta, el cabreo de su padre fue apoteósico y le cayeron unas cuantas hostias. Como castigo ejemplar fue sacado del colegio y el curso siguiente lo hizo interno en Baeza, a ver si lograban disciplinar al muchacho. Pero lo cierto es que no repitió quinto, pasó a sexto porque los directivos de mi colegio, bien por vergüenza de tener que confesar al Ministerio que habían remitido una cartilla falsificada, bien para no molestar a un preboste del régimen, echaron tierra sobre el asunto. Como yo, nada más terminar sexto y superar la reválida, marché fuera de España, no volví a ver a Pepet hasta seis años después, cuando, con la excusa de estudiar Derecho, había iniciado una prometedora carrera de negocietes en la universidad. Desde el 82 no he vuelto a verlo ni casi a saber nada de él.
Pero hace unos días me he acordado del amigo de la adolescencia (y por eso he querido escribir este post) cuando he leído su nombre entre otros imputados por corrupción en el área levantina. Si es que apuntaba maneras desde pequeño.
He was a friend of mine - Dave Van Ronk (Dave Van Ronk, Folksinger, 1963)
Pues sí que apuntaba maneras, el cabrón.
ResponderEliminarMe ha gustado la expresión "pendejadas", y el relato me ha hecho recordar que en tercero de BUP también entré con un amigo en el instituto para robar exámenes, pero sonó la alarma y tuvimos que salir por pies, saltando no de un segundo pero sí de un primer piso y escondiéndonos en un bosquecillo que había al lado del patio, desde donde unos minutos después vimos llegar a la Guardia Civil.
Grandiosa, la canción de Van Ronk.
Vaya, vaya, Antonio, también tú un delincuente juvenil :)
EliminarGrande Van Ronk, cierto.
Anda que si se llega a enterar tu padre ;-)
ResponderEliminarNunca lo supo; no iba a darle ese disgusto.
Eliminar¡Jo! ¡Pensar que nunca me eh visto en tales bretes! Al final va a resultar que soy un tipo la mar de honrado. :-)
ResponderEliminarY sí, tu amiguete apuntaba maneras. Estos caraduras pueden ser, en efecto, muy divertidos, pero como decía un personaje de El árbol de la ciencia acerca de la filosofía alemana: "Emborracha y no alimenta". Lo suyo es escuchar sus supuestas aventuras hasta donde te parezca bien, simplemente.
Hombre, Ozanu, por mucho que lo dijera Baroja, comparar la filosofía alemana con esos caraduras ...
Eliminar¿El sinvergüenza nace o se hace? Ambas cosas.
ResponderEliminarYo diría que más nace que se hace, es cuestión de carácter. Luego, si tienes la base, siempre hay que perfeccionarse, claro.
Eliminar¡Vaya tela, qué osado!, ahora está metido en una aventura un poco más peliaguda.
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