jueves, 29 de septiembre de 2011

Las ciencias adelantan que es una barbaridad

Hace treinta años, a causa de un accidente de coche, me rompí el tabique nasal y hube de sufrir una intervención quirúrgica en el Piramidón de Madrid. Guardo una imagen, después de la operación, en la que estoy sentado a una mesa jugando a las cartas con otros tres inquilinos de la planta de cirugía plástica: éramos todos monstruos feísimos de una película de terror de serie B. Yo, con una escayola que me cubría media cara y la descubierta completamente deformada, era probablemente el que menos asustaba, porque los otros desgraciados tenían espantosas quemaduras en el rostro y el cuerpo. La intervención se hacía bajo anestesia general, por supuesto, y consistía básicamente en que el cirujano, a modo de escultor, se dedicaba a machacar a golpes y raspados los huesecillos nasales hasta que el tabique quedara más o menos enderezado. Uno despertaba tremendamente dolorido y con la sensación de haber servido de sparring pasivo a un Cassius Clay entusiasta, de lo cual daban sobradas pruebas los pómulos hinchados, ojos completamente achinados y multitud de moratones. Estuve casi una semana internado y luego un mes más en mi casa con el yeso, a cuya incomodidad se sumaban dolores de cabeza y de los músculos faciales. Para colmo, no me dejaron demasiado bien y desde entonces nunca he respirado todo lo limpiamente que desearía. En muy raras ocasiones he sentido que el aire me entraba despejado por ambas fosas, porque lo normal ha sido que una o incluso ambas las tuviera taponadas. Nada grave, en todo caso, pues siempre he respirado por la nariz y ni siquiera ronco, pero añoraba poder inspirar bocanadas (narigadas) de aire y que me atravesaran sin obstáculos, refrescantes, los túneles nasales hasta los pulmones.

Así que hace algo más de un mes me animé a ir a un otorrino que me habían recomendado, un tipo algo más joven que yo y que, efectivamente, me produjo muy buena impresión (no suele ocurrirme con los médicos). Después de hurgarme y escudriñarme detenidamente las fosas nasales (y mostrármelas en una pantalla: mira que son feas por dentro), me diagnosticó que, además de la leve desviación de tabique nunca bien corregida, tenía los cornetes algo mayores de lo conveniente y probablemente éstos eran los causantes de mis dificultades respiratorias. Tras hacerme estar durante dos breves periodos sucesivos probando unos sprays nasales, me recomendó someterme a una sesión de radiofrecuencia mediante la cual se disminuye el tamaño de los cornetes, aumentando consiguientemente el pasaje de tránsito aéreo y, en teoría, aliviando la insuficiencia respiratoria. La técnica que este hombre usa se llama coblation y consiste en abrir canales mediante la extirpación de tejido, lo que se realiza insertando una vara en el cornete nasal que crea una lesión necrótica submucosa alrededor del canal tisular; ¿queda claro? Sin entrar en detalles técnicos que ni siquiera pretendo entender, la cosa es que te lo hacen en la propia consulta y con anestesia local. Primero me metió dos algodones empapados en anestésico en cada agujero, empujándolos fuertemente hacia arriba (fue quizá la única parte desagradable, aunque tampoco propiamente dolorosa). Tras esperar con las narices tapadas durante un cuarto de hora, me pinchó una segunda anestesia a través de los algodones, que ni siquiera sentí. Con la sensibilidad nasal a cero, me metió una finísima varilla metálica y se dedicó a darme unos toques en los cornetes que sólo percibía porque el zumbido del aparato que activaba y desactivaba (imagino que el generador de la radiofrecuencia). La intervención duró unos veinte minutos, aunque luego hube de esperar otra media hora en la sala, bien pertrechado de pañuelos de papel, porque moqueaba abundantemente sangre con restos mucosos.

Salí de la consulta perfectamente, salvo una sensación de congestión nasal idéntica a la de un resfriado en su etapa final. Según me dijo el médico, es normal y la mantendré unos días, mientras se terminan de limpiar las fosas y cicatrizar las pequeñas hemorragias. Durante una semana debo hacerme tres lavados diarios con suero fisiológico y aplicarme una pomada. A 15 horas de la operación, y pasada la primera noche sin ninguna incidencia, noto una cierta mejoría, pero sigo obviamente con mucosidades y sensación de cosquilleo. Ya veremos si la técnica funciona; no es que confíe en lograr una perfecta inspiración pero sí una mejora apreciable. Pero, en todo caso, al comparar la experiencia con la que sufrí hace treinta años (y la que se sigue practicando hoy en día, según me comentó un amigo que hace apenas unos dos meses le hicieron "a golpes" una reducción de cornetes en quirófano), me viene inevitablemente a la cabeza la frase de La Verbena de la Paloma con la que titulo este post.

martes, 27 de septiembre de 2011

El reparador

Hace un par de semanas Lansky nos aconsejaba la lectura de un escritor judío norteamericano, Bernard Malamud, a quien calificaba como el mejor escritor de cuentos que conoce (por encima de Borges y Cortázar y a la altura de Rulfo, de Poe y de Kafka). Como tengo en buen aprecio las recomendaciones de este gangster ilustrado (judío también él, por cierto) no tardé en hacerme con sus Cuentos Reunidos, así como con dos novelas. En cuanto a los primeros, coincido en que se trata de un hacedor de excelentes relatos, aunque yo no me atrevería a situarlo sobre ninguno de los que Lansky cita, quizá algo hiperbólicamente, pero, al fin y al cabo, no es más que la modesta opinión de alguien con menos lecturas (reconozco, en todo caso, que por Cortázar siento una particular devoción). Pero el objeto de este post es referirme a una de las dos novelas (la otra aún no la he leído), El Reparador (Sextopiso, 2007), que he devorado entre la ida y vuelta a Madrid de este fin de semana.

El libro cuenta las atroces penalidades de un judío ucraniano, Yakov Bok, que en 1911 fue detenido en Kiev acusado del asesinato ritual de un chaval ruso de doce años. Bok se había marchado de su pequeño pueblo a la capital ucraniana uno meses antes, tras ser abandonado por su mujer. Era un hombre amargado, nada religioso, casi renegado del judaísmo y de escasa cultura, aunque se esforzaba en entender la filosofía de Spinoza. Al llegar a Kiev, por una casualidad, auxilia a un hombre rico, miembro de las Centurias Negras, organización reaccionaria antisemita, quien agradecido se empeña en nombrarle director de su fábrica de ladrillos. Llevado un poco por el miedo y otro por la ambición, sin premeditarlo, Yakov oculta su filiación hebrea y se hace pasar por ruso, ocupando el cargo que ejerce con lealtad a su benefactor y ganándose la antipatía del capataz y otros trabajadores, quienes venían cometiendo diversos trapicheos y hurtos, aprovechándose de la ausencia de vigilancia patronal. Cuando se descubre el cuerpo desangrado del chico, oculto en una cueva, la prensa y la propia policía declaran que se trata de un crimen religioso con el fin de usar la sangre cristiana para preparar panes ácimos para la Pascua (massot). A partir de su detención, Yakov vive un verdadero calvario durante más de dos años y, a la vez que asistimos a los infinitos sufrimientos que se le inflingen, se nos pinta un estremecedor cuadro de la tremenda estupidez y crueldad del antisemitismo ruso de principios del siglo pasado. No cuento más porque lo que merece la pena es leer la novela, altamente recomendable para acercarse a ese lado tenebroso, para nada extinguido, de nuestra especie. Por cierto, el libro es de 1966; en 1967 ganó el Pulitzer Pulitzer Prize for Fiction y el National Book Award; y en 1968 se hizo la inevitable adaptación cinematográfica, dirigida por John Frankenheimer, y protagonizada por Alan Bates y Dirk Bogarde (a ver si me la consigo).

La novela ofrece, pese a su enfoque microcósmico, un panorama extremadamente realista de lo que era la Rusia del final del zarismo, durante esa última década larga que transcurrió entre las revoluciones de 1905 y 1917. Un sistema autocrático y corrupto que daba sus últimos coletazos con la furia asesina del agonizante, resistiéndose a las ansias liberales que, frustradas, impulsaron y justificaron los movimientos revolucionarios. En ese caldo de cultivo prevalecen las personalidades más despreciables: los sádicos, los ignorantes y supersticiosos, los cínicos e hipócritas, los cobardes ... Todos fruto y semilla a la vez de ese Mal impersonal que se nos antoja una marea gigantesca contra la que pareciera que no hay más opción que dejarse arrastrar, como si fuera el único destino posible. El propio Yakov enseguida entiende que sólo es una víctima propiciatoria y sin embargo, no tanto desde la voluntad consciente sino probablemente a través de una fuerza más profunda, más instintiva diría, resiste, aguanta casi sin querer. De alguna forma, esta pertinacia en seguir vivo me recuerda la famosa voluntad de ser de Spinoza, cualidad ontológica de todo ser en tanto es, que no por casualidad es la única lectura de referencia del protagonista. Pero también me hace pensar (y seguro que así lo pretendía el autor) que, entre los seres humanos. la misma encuentra su mayor expresión en los judíos. Y de hecho, Yakov Bok es castigado por ser judío y por ser judío es capaz de resistir, aunque él como individuo en numerosas ocasiones habría querido abandonar.

Naturalmente, como toda buena literatura, son muchos los asuntos sobre los que la novela nos obliga a reflexionar, sobre los que nos increpa. Por ejemplo, la relación de Dios con el hombre, con la humanidad, con la Historia; Yakov es ateo desde la religiosidad, tanto como para que su mayor acusación a Dios es que no exista. También por ejemplo, la transformación interior de un hombre a través del sufrimiento y, a la vez, la inutilidad del sufrimiento, que lleva a enlazar con la famosa banalidad del mal que acuñara Hanna Arendt, otra judía, pocos años antes de la publicación de esta obra. En fin, que se trata de una lectura casi dolorosa, que nos creemos y consecuentemente nos sacude, nos hace sentirnos acusados porque, nos guste o no, somos, cada uno, todos esos malvados. Pero también somos, cada uno, el miserable judío sufriente, el pelele que el Mal zarandea a su antojo (aquí viene a cuento la frase de Malamud que cita Lansky en su post: todos somos judíos; y de más está añadir que todos los judíos de los relatos de Malamud son siempre desgraciados, receptáculos de una infelicidad casi metafísica).

Diré para acabar que a poco que avanzaba en la lectura me convencía de que la historia tenía que ser real. No me refiero a la constatación obvia de que el entorno geográfico e histórico fuera verídico, sino a que los mismos hechos tenían que haber ocurrido, por más que Malamud los recreara con las técnicas de la ficción, mucho más eficaces que los de la crónica para traernos la experiencia vivencial de lo sucedido (tesis que repite insistente y acertadamente Vargas Llosa). Anoche comprobé que así era. El verdadero protagonista de la historia se llamó Menahem Mendel Beilis (1874–1934) y fue la víctima en Kiev del último caso en la Rusia zarista del tristemente repetido libelo de sangre, la ridícula acusación cristiana (y musulmana) de que los judíos cometían asesinatos para usar la sangre en la preparación de alimentos rituales. Se trata de una de las tantas muestras del eterno antisemitismo, omnipresente a lo largo de la historia de Europa; en este mismo blog narré la historia del Santo Niño de La Guardia, acaecida a finales del siglo XV. Por supuesto, el autor cambia los nombres (por cierto, le adjudica al protagonista el apellido del famoso poeta ruso Aleksandr Blok quien fue uno de los muchos intelectuales que denunciaron la falsedad de las acusaciones) así como algunos detalles biográficos. Pues nada, que un libro altamente recomendable que, además, me ha tocado leer en unos momentos en que ando interesado en asuntos rusos, tierra en la que nunca he estado.


Porque lloras - Ana Alcaide (Viola de Teclas, 2006)

El tema que acompaña este post es una preciosa versión de dos melodías sefardíes, interpretado a la viola de teclas por Ana Alcaide, una brillante instrumentista que vive en Toledo (creo que ya subí otra pieza de este album, pero ahora no me acuerdo). Los judíos de Kiev serían askenazis (hablan yiddish), pero no tengo música suya.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Marx y la dictadura del proletariado


Cuando Marx y Engels publicaron, en febrero de 1848, El Manifiesto Comunista tenían veintinueve y veintisiete años respectivamente; unos críos, si los miramos desde las referencias actuales. Sin embargo, sobre todo el primero, acumulaba ya abundantes experiencias y lecturas además de agudo razonamiento dialéctico, admirable capacidad de trabajo, radicalismo intelectual (traducido en la tendencia a desnudar de matices las cuestiones y apresurarse hacia conclusiones demasiado rotundas) y, desde luego, una voluntad de acción irrenunciable que guiaba su actividad teórica. Con poco más de veinte años ya se había desesperado leyendo los ladrillazos de Hegel (por más que su filosofía le sea absolutamente deudora) y estaba convencido de que el estudio y análisis de la realidad sólo se justificaban para transformarla. Desde sus primeras obras se aprecia la intención crítica; despojar de artificios los conceptos y tópicos burgueses a fin de aportar armas racionales para su desmantelamiento. Esa actitud tocapelotas y valiente caracteriza el ejercicio periodístico de sus primeros años, nada más egresar de la universidad de Berlín, primero en Colonia, luego en París, después en Bruselas y finalmente en Londres. De las tres ciudades continentales le fueron expulsando tras cerrar las autoridades las publicaciones en las que escribía. Obviamente, no se cortaba un pelo atacando con dureza las políticas de los gobiernos de toda Europa y, cada vez con la puntería más afinada, focalizaba sus críticas en el sistema económico capitalista y las relaciones (intrínsecamente conflictivas) entre las clases sociales. Durante la década de sus tiernos veinte años, este muchacho, casado desde los veinticinco, no sólo vivió a salto de mata entre lecturas y escrituras, sino que comenzó a involucrarse en agrupaciones sociales que querían cambiar las cosas. Cuando estaba en París trabó contacto con la llamada Liga de los Justos, una sociedad con ciertos tintes de secreta (al estilo de los carbonarios italianos), mayoritariamente formada por alemanes exiliados y que buscaba la fraternidad del ser humano, desde postulados heredados del pensamiento socialista utópico (Owens, Fourier). Tal buenismo seguro que irritaba a Karl y, secundado en todo por su fiel Fiedrich (se habían conocido pocos años antes en la capital francesa), se empeñó, con éxito, en derivar esa ideología algo blandengue hacia sus tesis, bastante más aceradas, y reorganizarla hasta incluso cambiar el nombre por el de Liga Comunista, en junio de 1847, recién llegado a Londres. Justamente el Manifiesto se escribió para constituirse en el catecismo doctrinal de la Liga, estableciendo sus principios fundamentales y con la muy específica intención de distinguirse de los diversos grupos que se denominaban socialistas.

El Manifiesto es pues un obra panfletaria, necesariamente simplificadora, con los inconvenientes y ventajas que ello implica, pero por lo mismo suficientemente expresiva de las ideas fundamentales de Marx y Engels que no variarían. Lo primero que debe destacarse es que para esos años ambos socios (y más Karl que Friedrich, creo yo) se podían calificar con toda propiedad de revolucionarios radicales. Negaban, salvo por motivos tácticos coyunturales, cualquier opción de transformación socioeconómica reformista, de ahí sus enfrentamiento con los varios grupos socialistas y su opción por distinguirse incluso nominalmente de ellos. Sin embargo, de la lectura de esta obra, no puede todavía deducirse cómo pensaban sus autores que había de llegarse, en la práctica, a la sociedad sin clases comunista. En el párrafo más elocuente se nos dice que “que el primer paso de la revolución obrera será la exaltación del proletariado al Poder, la conquista de la democracia”, frase que permitiría admitir que no descartaban un acceso “legal” a las posiciones de poder del Estado previo. Una vez en el Poder el proletariado irá “ despojando paulatinamente a la burguesía de todo el capital, de todos los instrumentos de la producción, centralizándolos en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase gobernante, y procurando fomentar por todos los medios y con la mayor rapidez posible las energías productivas”. Los autores se apresuran a aclarar que este “despojo” sólo puede llevarse a cabo mediante acciones despóticas, medidas que han de aplicarse con absoluta dureza y constancia, y a modo de listado no exhaustivo, citan hasta diez de ellas, la gran mayoría encaminadas a socavar la propiedad, pero sin llegar a su completa extinción. Con un gobierno proletario poniendo en práctica medidas como las que se esbozan se iría demoliendo el régimen capitalista de producción y, por el mero transcurso del tiempo, desaparecerían las condiciones que determinan el antagonismo de clases y, por tanto, las clases mismas. En ese momento hasta el Estado habría de extinguirse o, al menos, perdería todo carácter político y seríamos una sociedad de seres humanos libres y, añado yo, felices.

Casi inmediatamente después de la publicación del Manifiesto, se sucedieron en muchos de los países europeos las variadas revoluciones del convulso 1848. Marx vio en ellas que por primera vez en la historia era la clase proletaria la que iniciaba el levantamiento, si bien mal organizada, lo que permitió la traición final de sus intereses a favor de la burguesía, la verdadera triunfante de todos los movimientos. Pero gracias a estas revueltas, en las que se involucraron activamente (especialmente en la francesa) miembros de la Liga de los Comunistas, las proclamas ideológicas del Manifiesto (y en menor medida otros aspectos más elaborados de la teoría marxista todavía en fase embrionaria) empezaron a divulgarse entre los obreros y estudiantes europeos. En marzo de 1850, Marx redacta una circular del Comité Central advirtiendo del peligro que suponía el creciente robustecimiento de los socialdemócratas que redundaba en la pérdida de cohesión de los comunistas y su progresiva asimilación hacia la ideología pequeño-burguesa de éstos. Marx rechaza tajantemente cualquier contemporización con los socialistas burgueses (y mucho menos la unión que éstos reclaman). En particular se opone a las tácticas de lucha “moderadas”, para evitar que la excitación revolucionaria desaparezca después de la victoria. Está sin duda escarmentado de cómo fueron traicionadas las aspiraciones revolucionarias proletarias dos años antes y esa lección le lleva a avanzar un paso más en su convencimiento de la necesidad de la violencia para alcanzar el poder proletario. Así escribe: “Lejos de oponerse a los llamados excesos, deben emprenderse actos de odio ejemplar contra edificios individuales o públicos a los cuales acompaña odiosa memoria, sacrificándolos a la venganza popular; tales actos, no sólo deben ser tolerados, sino que ha de tomarse su dirección. Durante la lucha y después de ella, los trabajadores necesitan utilizar todas las oportunidades para presentar sus propias demandas separadas de las de los demócratas burgueses”. Y también: “El armamento de todo el proletariado con fusiles, cañones y municiones debe ser realizado en el acto; necesitamos prevenir el resurgimiento de la vieja milicia burguesa, cosa que ha sido siempre hecha contra los trabajadores”. Y acaba pronunciando uno de tantos de sus afortunados eslóganes: “Su grito de guerra (el de los proletarios) debe ser: ¡La Revolución permanente!” Karl tiene 32 años recién cumplidos. Está convencido de que, en las circunstancias políticas de los países europeos, al proletariado no le cabe otra salida que el conflicto violento e independiente.

Sin embargo, repasando la actividad de Marx durante los siguientes veinte años y sus escritos, me quedo con la sensación de que dos eran sus motivaciones fundamentales. De un lado la de profundizar en el análisis detallado de los distintos factores económicos de la vida social (muy en especial desmenuzando y contradiciendo las tesis de Ricardo), lo que le permitiría publicar el primer tomo de su obra magna, El Capital, a punto de cumplir los cincuenta. De otra parte, una activa labor organizativa y didáctica hacia el proletariado, cuya culminación sería la fundación en 1864 de la Asociación Internacional de los Trabajadores, también conocida como la Primera Internacional. De su correspondencia con Engels, saco la impresión de que ambos amigos no veían viable la revolución proletaria que había de conducir a la sociedad sin clases. Previamente, pensaban, tenía que triunfar la revolución pequeño-burguesa, representada por los partidos socialdemócratas; entendían que hasta que no se cubriera esa etapa que consideraban históricamente necesaria (erraban, claro) no tocaba el último y definitivo enfrentamiento que llevaría al proletariado al poder. Por eso sus machaconas insistencias para evitar que sus acólitos fueran seducidos por los cantos de sirena de las izquierdas burguesas, a las que consideraba los verdaderos enemigos (Lenin hizo suya esta apreciación del maestro y no le tembló el pulso para deshacerse de los socialdemócratas y mencheviques). Quiero decir que, pese a que Marx fuera un revolucionario radical y luchara por llevar a la sociedad hacia su modelo de comunismo, dudo mucho que creyera que su revolución, y menos aún su sociedad, comunistas eran viables a corto o medio plazo y probablemente por ello no se preocupara demasiado de teorizar sobre el régimen futuro deseado, sobre cómo había de ser esa sociedad sin clases, por el momento poco menos que utópica.

Ahora bien, en 1870 estalla la guerra franco-prusiana que acaba con la entrada triunfal de Guillermo I en París para proclamarse emperador nada menos que en Versalles (restregándoles a los franceses la derrota). El vacío de poder subsiguiente fue ocupado en la capital por un gobierno popular sostenido por la Guardia Nacional y muy influido por las doctrinas de la Primera Internacional. La Comuna de París duró apenas dos meses, pero pleno de sorprendentes innovaciones en la forma de gestionar la vida colectiva, durante el cual se pusieron en práctica varias de las medidas propias del programa comunista. Marx quedó impresionado y admirado con el arrojo de los parisinos y con la implicación de tantos de sus correligionarios, aunque, cuando ya se podía prever que las cosas iban a acabar mal (y muy mal acabaron para los insurrectos contra el orden burgués: más de cincuenta mil ejecutados, ley marcial durante los siguientes cinco años), se quejó de los “excesos” democráticos de los comunistas, que debieran haber centralizado el poder para acabar por la fuerza con el ejército de Versalles. En dos cartas a Ludwig Kugelman (un amigo socialista de Hannover) de abril de 1871 escribe textos muy expresivos de su opinión sobre lo que estaba sucediendo en la capital francesa. De la primera: “¡Qué flexibilidad, qué iniciativa histórica y qué capacidad de sacrificio tienen estos parisienses! Después de seis meses de hambre y de ruina, originadas más bien por la traición interior que por el enemigo exterior, se rebelan bajo las bayonetas prusianas, ¡como si no hubiera guerra entre Francia y Alemania, como si el enemigo no se hallara a las puertas de París! ¡La historia no conocía hasta ahora semejante ejemplo de heroísmo! Si son vencidos, la culpa será, exclusivamente, de su «buen corazón» … El segundo error consiste en que el Comité Central renunció demasiado pronto a sus poderes, para ceder su puesto a la Comuna. De nuevo ese escrupuloso «pundonor» llevado al colmo. De cualquier manera, la insurrección de París, incluso en el caso de ser aplastada por los lobos, los cerdos y los viles perros de la vieja sociedad, constituye la proeza más heroica de nuestro partido desde la época de la insurrección de junio”. Y de la segunda: “ Gracias a la Comuna de París, la lucha de la clase obrera contra la clase de los capitalistas y contra el Estado que representa los intereses de ésta ha entrado en una nueva fase. Sea cual fuere el desenlace inmediato esta vez, se ha conquistado un nuevo punto de partida que tiene importancia para la historia de todo el mundo”. No creo que sea muy descabellado pensar que, a los cincuenta años y gracias a la experiencia de la Comuna, Karl Marx se planteara por primera vez en serio la posibilidad real (y no demasiado lejana) de la revolución proletaria victoriosa.

Como era de esperar, tras el aplastamiento del experimento revolucionario, vino una durísima reacción represiva que obligó a la Primera Internacional a volcarse en la asistencia a perseguidos y exiliados así como a reorganizarse internamente a la defensiva. Pero también se produjeron las disensiones, la más importante la encabezada por Bakunin y Blanqui, derivadas justamente de las formas de llevar la actividad revolucionaria. La última década de su vida la pasaría Marx combatiendo los que para él eran desviaciones peligrosas, no tanto respecto de las bases teóricas de su interpretación económica del devenir histórico (unánimente aceptadas), sino sobre cómo había de comportarse el proletariado. La discusión (y posterior ruptura) con Bakunin se centró en si la dirección del movimiento revolucionario debía ser centralizada y autoritaria (Marx) o atomizada y coordinada (Bakunin). Luego vendrían los enfrentamientos dialécticos con Lassalle, muy en especial cuando sus tesis, parcialmente asumidas por los dirigentes de la sección alemana de la Primera Internacional, llevaron en el Congreso de Gotha de 1875 a la fundación del Partido Socialista de los Trabajadores Alemanes (SAPD). Me imagino la rabieta del viejo Marx (57 años) que quizá, en algún momento de lucidez autocrítica, le llevara a darse cuenta de que la parte más débil de su impresionante edificio intelectual era justamente lo que él mismo definía como el único objetivo legítimo de la filosofía: la definición de esa paradisíaca sociedad futura. En uno de sus últimos escritos, Crítica del Programa de Gotha, se dedica a desmontar casi todos los principios programáticos del nuevo partido y hacia el final aborda, brevísimamente, cuestiones sobre el el futuro comunista. Es en este escrito, que yo sepa, donde Marx acuña por primera vez el término dictadura (revolucionaria) del proletariado, que aparece en el siguiente contexto: “Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de la transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período corresponde también un período político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado”. Nada más, pero lo suficiente para que haya que atribuir a don Carlos la autoría del término que tantos rechazos teóricos suscitaría y tantas perversiones criminales justificaría. En mi opinión, Marx lo único que hacía era poner nombre a la etapa durante la cual el proletariado accede al poder y pone en marcha, decidida y hasta despóticamente, las medidas necesarias para la abolición de las clases, algo escrito treinta años antes.

Pero, como demostrarían los acontecimientos, la elección de la palabreja fue muy desafortunada. De hecho, la Crítica del Programa de Gotha se publicó póstumamente y no tuvo demasiada repercusión ya que se refería a unos acontecimientos con quince años de antigüedad. Como bien dice Lansky en un comentario a mi anterior post, sería Lenin quien desarrollaría ad nauseam el neologismo marxiano y le daría el contenido que más le convenía para sus intereses específicos de conquista del poder. La teoría leninista al respecto se puede encontrar en El Estado y la Revolución, escrito en 1917, justo antes de que Vladimir llegara a Rusia para tomar las riendas del poder. Pero hablar de ello sería objeto de otro post.


Fe de errata (12 de septiembre de 2012): Como puede comprobarse en los Comentarios, hace dos días un anónimo lector me hace saber que el término Dictadura del Proletariado fue empleado por Marx en textos muy anteriores a la Crítica del Programa de Gotha. Lamento mi falta de rigor y hago propósito de enmienda: intentaré ser más cuidadoso en el futuro.

domingo, 18 de septiembre de 2011

El telegrama largo (3)

Mientras leía descripciones del famoso baile del plenilunio de primavera intentaba imaginarme lo que sentirían los rusos que asistieron. Era 1935, habían pasado más de diecisiete años desde la revolución y, para entonces, en Rusia no debían quedar apenas representantes de los poderosos de antaño. Nada de aristocracia zarista, seguro; muchísimos andaban por París ejerciendo de taxistas o profesores de música; pero tampoco habría aquellos viejos e inmensamente ricos terratenientes y ni siquiera los burgueses vinculados al comercio o a la industria que habían hecho grandes fortunas en el medio siglo anterior a la Gran Guerra. Para entonces, ya se había culminado la masiva expropiación a los kulaks y había concluido el primer plan quinquenal para la industrialización del país, pero todo ello desde el férreo control del partido comunista. La gran masa de la población rusa seguía en la pobreza (cuando no muriendo de hambre) y, en cambio, se iba consolidando una nueva elite en torno a los resortes del aparato del Estado y, desde luego, a la fidelidad a Stalin. Pero hay que pensar que casi todos los bolcheviques provenían de grupos muy ajenos a los que, antes de la revolución, accederían a los suntuosos actos sociales del Petersburgo o Moscú zaristas. El embajador Bullit, por su extracción social, poco tenía que ver con los dirigentes soviéticos; provenía de una de las viejas y orgullosas familias de Philadelphia y había estudiado en Harvard y en Yale. Por más que tuviera simpatías socialistas, me imagino que arrugaría la nariz desdeñosamente ante los comportamientos zafios de los bolcheviques y consta que consideraba la vida social del régimen rayana en lo cutre. De ahí que optara por deslumbrarlos con sus magníficas fiestas, buena táctica sin duda para exhibir la magnificencia y poderío norteamericanos, aunque no sé si la mejor para fomentar la amistad entre ambos gobiernos. Quizá esperaba atraer hacia su esfera a personajes concretos del Partido, pero si tal era su intención fracasó de plano, pues, tal como estaba el clima, mostrar inclinaciones hacia el boato capitalista era alimentar la desconfianza de los perros de presa de Stalin y desaparecer del panorama (y del mundo de los vivos en no pocas ocasiones), como habría de demostrarse en los siguientes meses a la famosa fiesta. Pero en ese mes de abril aún no había empezado la Gran Purga (aunque sí suprimidos hace tiempo los más destacados oponentes al poder omnímodo de Stalin) y podían verse varios bolcheviques ilustres paseando sus trajes de gala por los salones de la Spaso House y disfrutando del lujo ostentoso, síntoma claro de la decadencia del capitalismo.

Entre ellos estaba, por ejemplo, Karl Radek, admirador y servidor de Lenin durante los días de Zurich (aunque éste lo consideraba un necio insoportablemente pesado) y uno más de los viajeros del famoso tren precintado que atravesaría Alemania (en la lista de pasajeros cambió su nombre, que ya era un seudónimo, por el de Pripevski, una broma irónica de Lenin alusiva a sus aficiones cantarinas, pues pripev quiere decir estribillo en ruso). Radek, que hasta la Revolución era súbdito austro-húngaro, fue uno de los más activos bolcheviques durante los primeros años, tanto en Rusia como en Alemania, donde intentó organizar el movimiento comunista al acabar la guerra. Después de la muerte de Lenin, su influencia en el Comintern empezó a decaer e incluso llegó a ser expulsado del partido, pero lo volvieron a admitir en el 30. De hecho, cuando se celebró la fiesta de la embajada, el casi cincuentón Karl debía pasar por una etapa de reconocimiento, pues era uno de los encargados de la redacción de la Constitución de la Unión Soviética. Lejos estaría de imaginar, digo yo, que en menos de dos años iba a ser juzgado, condenado y poco después asesinado. Pero, de momento, seguro que se lo pasaba en grande codeándose con los burgueses capitalistas y charlando sin freno, quizá hasta imprudentemente. Se hizo notar empeñándose en que el osezno bebiera champán hasta que dejarlo completamente borracho, imagen simbólica muy poco conveniente para la dignidad rusa, y mucho menos en la casa del que ya empezaba a ser el archienemigo.

Otro de los capitostes que estuvo esa noche en el palacete de la plaza Spasopeskovskaya fue Nikolai Bujarin, desde muy joven volcado en las actividades revolucionarias. Cuando lo conoció en 1912 en Cracovia, a Lenin le gustó aquel tipo entusiasta y radical, devorador de libros en media docena de lenguas y orador entretenido e ingenioso. Luego, tras la victoria de la revolución, Bujarin fue poco a poco haciéndose notar, aunque todavía desde una segunda fila; de esos primeros años son algunos enfrentamientos táctico-ideológicos con Lenin en relación a la forma del Estado y a qué hacer con la guerra contra Alemania, pero sus principales disensos fueron con Trostki (a quien, por cierto, le era profundamente antipático). Es posible que esas rencillas contribuyesen a dejarse seducir por Stalin en los momentos de la sucesión; de hecho, en 1924 entra en el Politburó y se convierte en el contrapeso del ala izquierda (Trotski) y en uno de los ideólogos de la oportunista (y necesaria) tesis del "socialismo en un solo país". De lo poco que conozco a Bujarin me da la impresión de que durante la segunda mitad de los años veinte se creía, con ingenuidad suicida, que las batallas dialécticas de la cúpula bolchevique eran ideológicas y no alcanzó a ver (o al menos no lo valoró adecuadamente) que simplemente disfrazaban las salvajes cuchilladas por la apropiación del poder. A la muerte de Lenin se había convertido en el más firme portavoz de la continuidad de la Nueva Política Económica (NEP), que dejaba un cierto margen al pequeño capitalismo, especialmente en el sector agrario, consiguiendo alcanzar los puestos más relevantes como herramienta de Stalin para socavar las posiciones de Trotski. Pero en el 28 el artero georgiano, una vez expulsados Zinoviev y Trotski del partido comunista (éste confinado en Kazajastán y pendiente de ser deportado), decidió cortar de raíz las limitadas concesiones a la iniciativa privada cuyo eventual florecimiento no podía beneficiar en nada sus intereses autocráticos. El grave error de Bujarin fue hacerse demasiado popular y sus teorías, que tanto habían servido a Stalin para deshacerse de los líderes bolcheviques de un lado, iban a ser vueltas en su contra. Lo de animar a los campesinos a enriquecerse y defender una vía lenta hacia el socialismo (a paso de tortuga) pasó a convertirse en centro de los ataques, sólo aparentemente ideológicos, de Stalin que culminaron con su expulsión del Politburó a finales del 29. Probablemente, lo mejor que podría haber hecho Bujarin hubiese sido estarse calladito y pasar desapercibido pero, en cambio, se dedicó a buscar aliados (incluso entre los ex-dirigentes bolcheviques a cuya degradación él mismo había contribuido) y a chismorrear contra Stalin (lo calificó de un nuevo Gengis Khan), pero al mismo tiempo pidiéndole perdón y que volviera a admitirle en el cotarro. La colectivización e industrialización forzadas que siguieron al abandono de la NEP no resultaron buenas políticas y el descontento entre los bolcheviques empezó a extenderse. Stalin, que nunca dejó de estar atentísimo a las más mínimas oscilaciones de los sentires de los comunistas (gracias a su cada vez más eficaz policía secreta), entendió que convenía aflojar aparentemente las tensiones y así, después del 17 Congreso del Partido, vinieron dos añitos que se llaman del deshielo, casualmente (¿o no?) justo en los cuales se establecieron relaciones diplomáticas con los USA, se abrió la nueva embajada en Moscú y se celebró la famosa fiesta primaveral. Bujarin fue rehabilitado y puesto al frente de Izvestia, desde donde se dedicó a denunciar y advertir sobre el peligro de los fascismos europeos. Supongo que para las fechas de la fiesta de la embajada ya no quedaría nada de su antigua ingenuidad y era bien consciente de que su posición e incluso su vida peligraban. Consta que durante los meses anteriores a su detención (27/2/37) a varias personas les habló de su odio y miedo a Stalin, a quien ahora ya consideraba el mismísimo diablo; así que no es difícil pensar que, conocida su natural locuacidad probablemente avivada por el alcohol, también él se explayara contra el régimen delante de los anfitriones norteamericanos.

Traigo a colación a estas dos personalidades del comunismo soviético porque en cierto modo me parecen buenos ejemplos de lo que se cocía en el enrarecido ambiente de la política rusa mientras el embajador Bullit los acogía en la fiesta más esplendorosa que había visto y vería el régimen. Supongo que la declarada intención de obnubilar a los zopencos rusos se completaba con la de conseguir, de esa manera, llegar a conocer mejor sus secretos a fin de evaluar la futura evolución de la URSS y plantear al gobierno de Roosevelt las tácticas más adecuadas. Presiento que en gran medida esos objetivos se lograron y que, pasadas la resacas, Bullit discutiría largamente con sus asesores, entre ellos Kennan, sobre las tensiones que sin duda habrían detectado entre sus prominentes invitados. No creo que se dejaran engañar por la retórica oficial, preñada de triunfalismo, que había caracterizado los discursos del reciente 17 Congreso del PCUS, mientras sottovoce se propagaba el descontento. Hay que recordar que apenas cuatro meses antes de la fiesta, Kirov, la figura más llamativa de ese Congreso, había sido misteriosamente asesinado en Leningrado y por más que recibiera un funeral de estado y el propio Stalin cargara el féretro, a pocos debía ocultársele que su mano estaba detrás del crimen. Faltaba poco más de un año para que empezaran los juicios de Moscú y el aparente clima de distensión no era más que la calma antes de la tormenta, la tormenta que acabaría con los dos personajes a cuyas semblanzas he dedicado los párrafos anteriores. Esta situación tuvo que ser percibida por Kennan, ya predispuesto a la desconfianza respecto a los para él crueles e intrigantes soviéticos, pero también por Bullit, pese a sus simpatías. De hecho, el embajador en los meses que siguieron tuvo suficientes pruebas de la criminalidad del régimen y, cuando cesó en el cargo (antes de los juicios) ya había visto lo suficiente para convertirse en un combativo anticomunista hasta el final de sus días. Me pregunto, de otra parte, qué efectos tuvo la fiesta de la embajada en los hechos posteriores. No creo que sea muy descabellado suponer que los agentes de la NKVD presentes en la embajada recopilaran buena cantidad de palabras de los figurones bolcheviques que se usarían unos meses después para condenarlos. Bajo esa óptica, el mismo Bullit, que tanto se horrorizaría con las atrocidades de Stalin, pudo convertirse en uno más de sus tontos útiles.


Prospettiva Nevski - Franco Battiato (The Platinum Collection, 2004)

jueves, 15 de septiembre de 2011

De cómo se frustró mi prometedor futuro en el baloncesto

Estos días en los que se está disputando el Eurobasket me he acordado del curso en que fantaseé con dedicarme profesionalmente al baloncesto. Me remonto al otoño del 73, catorce añitos tenía e iniciaba quinto después del verano de mi estirón, durante el cual pasé de golpe de la talla infantil a casi la altura máxima que llegaría a tener, convirtiéndome en un adolescente espigado y uno de los más altos de la clase. Tampoco es que lo fuera mucho, calculo que 177 o 178 centímetros, pero en aquella época y edad bastaba para sobresalir y que te desplazaran bastantes puestos hacia atrás en la fila que se formaba en el patio para pasar lista y cantar algún que otro himno patriotero o mariano (estos últimos en el florido y virginal mayo). A don Fermín, el odiado, por sádico, profesor de gimnasia no le pasó inadvertido mi alargamiento corporal y me propuso, con inusitados halagos, que me apuntara al equipo de baloncesto del colegio. El año anterior, mi especialización deportiva –todos estábamos obligados– había sido el medio fondo, donde había logrado bajar de los tres minutos en la carrera del kilómetro (ya sé que no existe, pero tal era la distancia que corríamos en las pruebas de resistencia). Pero claro, el atletismo tenía mucho menos atractivo para un adolescente con las hormonas borboteantes, sobre todo porque sólo permitía exhibirse en los cutres juegos escolares, sin apenas gancho de público y en los que todos los participantes eran colegios masculinos. Distinto era competir en una liguilla que me suena que organizaba la federación madrileña (o a lo mejor me lo estoy inventando ahora), que nos llevaba a varios pabellones escolares (pomposo nombre, pues la mayoría de las pistas eran de cemento y al aire libre) con graderíos que se abarrotaban (quizá no tanto) de entusiastas supporters entre los que, y aquí viene una de las claves que inclinó mi decisión, abundaban las muchachitas, ya fueran familiares de los jugadores o alumnas de colegios vecinos. De hecho, nuestras animadoras femeninas eran las de un centro escolar muy cercano al nuestro, un colegio de monjas cuyo rebaño provenía, por término medio, de familias con menos recursos que las del mío. No seré yo quien diga ahora que haya ninguna relación, pero visto después de tantos años, estoy convencido de que el rechazo sutil pero inequívoco de nuestros padres a "esas chicas" (obviamente atribuible a prejuicios clasistas) contribuía a dotarlas en nuestro imaginario adolescente de un atractivo al que difícilmente nos podíamos resistir (ni tampoco queríamos). Por ejemplo, uno de los motivos de que en quinto de bachillerato me aficionara en demasía a la práctica del noble e ingenioso ejercicio de las pellas fue hacerme el encontradizo con mis coetáneas de las monjitas, que solían escaparse con mucha más frecuencia y descaro y pululaban fumando y chascarrilleando por el descampado que constituía la tierra de nadie entre los dos colegios. En esos encuentros la verdad es que no llegué a casi nada en el único asunto que nos obsesionaba, pero sí hice algunos avances poco recomendables (por ejemplo, fumar mis primeros y asquerosos celtas) y trabé lo que, remedando Casablanca, podía considerar como el principio de una gran amistad (que, si había suerte y me despojaba de mi exagerada timidez, aspiraba a derivar hacia otra cosa).

La verdad es que, hasta ese año, el equipo de baloncesto (no se decía basket) de mi colegio era bastante malillo, en gran medida a causa del poco empeño que había puesto don Fermín. A éste lo que le gustaba era el balonmano y ahí sí éramos una potencia, con algunos chavales, bastante cuadradotes, que se lo tomaban tan en serio que en los recreos ni se permitían jugar unas canastas porque el tiro era contraproducente con las exigencias técnicas del handball. Sin embargo, ese curso de quinto el profe de gimnasia y todopoderoso dios de nuestro deporte colegial, decidió que había que alcanzar un mínimo nivel competitivo, no está muy claro si por iniciativa propia o, más probablemente, a instancias de la dirección del centro, enojada con el exceso de favoritismo hacia una modalidad en perjuicio de las restantes y/o picada con el pobre papel que hacíamos en la liga de baloncesto, la cual, le gustara o no a don Fermín, gozaba de mayor prestigio que la de balonmano. Así que, reclutado por el zanahoria (era pelirrojo el profesor: los chicos no suelen ser muy originales en los motes) y animado por el secreto anhelo de destacar ante los ojos de Marimar, que así se llamaba la tentadora vecina que me ofreció el primer pitillo de mi vida, empecé a quedarme todos los días una hora más en el colegio para entrenar en unas canchas cutres como miembro del renovado equipo de basket. Por supuesto, ya había jugado durante los recreos y el baloncesto me gustaba, tanto o más que el frontón a mano desnuda, pero esas tanganas de prácticamente todos contra todos poco tenían con ver con la disciplina de unos ejercicios ordenados que, sorprendentemente (para mí), se iban traduciendo casi de forma matemática en progresos técnicos perfectamente comprobables. Mis mejores cualidades innatas eran el dribling con el balón, los saltos y el tiro a media e incluso larga distancia. En la jerga actual (que no se usaba entonces) diríamos que mi puesto teórico era de escolta, pero a veces hacía de base y otras de alero tirador, e incluso me convertía en un falso pívot, yendo a capturar (y capturando) numerosos rebotes en ataque. Recuerdo, por ejemplo, que llegué a perfeccionar una especie de regate mientras subía la pelota consistente en pasármela por detrás mientras me daba una media vuelta vertiginosa (a veces dando un saltito con la consiguiente sanción de dobles) con el que obtuve una moderada fama, así como también me reportaron unos cuantos aplausos (y el mote de el muelles) mis tremendos saltos hacia arriba gracias a los cuales arrebataba el rebote a chavales que me superaban en diez o quince centímetros. En cambio, como defensor era bastante más deficiente, agravado con mi carácter fosforito que me llevaba a exaltarme y cometer demasiadas faltas, muchas de las cuales deberían haberse castigado como intencionadas, pero no recuerdo que existieran. Como tampoco existía en aquella época el tiro de tres por lo que algunas de mis larguísimas canastas sólo obtuvieron la triste recompensa de dos miserables puntos, compensadas, eso sí, con ovaciones que me inflaban desmesuradamente el ego.

En fin, que empezó la liguilla inter-escolar y ahí estaba yo, primero de reserva y a partir del segundo trimestre como titular, si no indiscutible, casi. Lo malo es que en el equipo había otro chico de estilo y características muy similares a las mías y, justo es reconocerlo, con mejores dotes físicas y técnicas (tampoco mucho más, eh, y además él llevaba jugando más tiempo que yo). Pero lo peor no era que me superase en el baloncesto, sino que lo hacía en aspectos mucho más importantes, aunque quizá entonces yo no era demasiado consciente de ello. Para empezar, era bastante más simpático y sociable que yo, mejor persona (más bueno, en el sentido machadiano) y, por si faltaba algo, más guapo y varonil (ya se afeitaba habitualmente mientras lo mío no era más que una pelusilla rala). La cosa se agravaba porque Vicente era un excelente amigo, uno de los tres grandes que tenía en el colegio. Nada habría pasado, ni siquiera se me habría ocurrido hacer las comparaciones que acabo de señalar y mucho menos habría sentido el menor signo de envidia, si no hubiera percibido a mi amigo como una amenaza seria en mis acercamientos hacia Marimar. Porque resulta que a él también le gustaba la que en esos meses colmaba mis deseos eróticos y lo peor es que era bastante obvio que la chiquilla lo prefería (con razón). Y por esa causa, los partidos de baloncesto se convirtieron (sólo para mí, que Vicente era absolutamente ignorante de mis miserables resquemores) en una lucha no tanto contra el equipo rival sino contra las jugadas de mi amigo. Si encestaba, me empeñaba yo en emularlo con éxito en la siguiente jugada, incluso dejando de dar una asistencia cantada (y mucho menos a él); si cogía un rebote, lo mismo hacía yo (en esa faceta le ganaba) y así en todo. Mientras mis piques se limitaban a estos niveles, nada malo pasaba, salvo que el entrenador empezó a acusarme de ser demasiado chupón y descuidar el juego de equipo; pero como esta carrera egoísta pocos progresos me traía en los favores de Marimar, sin ser del todo consciente, mi amistad fue tornándose poco a poco en rabia contenida y manifestándose con airadas recriminaciones a su juego, especialmente cuando Vicente hacía una bandeja (que para colmo acababa en canasta) en vez de pasarme la pelota, que para eso estaba yo en mejor posición. No sé cuantos se dieron cuenta de cuánto mi ánimo se estaba envenenando; no creo que muchos y el que menos, desde luego, el propio Vicente. Pero lo cierto es que se mascaba la tragedia.

Ocurrió en mayo del 74, me acuerdo claramente. Era un partido en casa, o sea, en la cancha menos cutre de nuestro colegio, pero no mucho menos que las restantes. Jugábamos contra el equipo que iba primero y que ya nos había ganado en la primera vuelta. Si les ganábamos por más de diez, podíamos ponernos de líderes, a expensas de lo que hiciera un tercero que jugaba en una cancha muy difícil. Era pues una buena oportunidad, un partido importante. Sin embargo, hacia el final de la primera parte, íbamos perdiendo y lo peor es que yo estaba jugando y Vicente, algo tocado de una muñeca, en el banquillo. Si hubiera jugado bien, habría sido mi gran ocasión de ganar muchísimos puestos en popularidad lo que, en mi malévola estupidez, hacía equivalente a conseguir el amor de Marimar. En cambio, torpe de mí, fallé dos o tres tiros fáciles y hasta mis elásticos saltos no pasaron de mediocres. Como era lógico, en la segunda parte me sentaron y salió Vicente de alero tirador, pese a su muñeca dolorida. Estuvo mejor que yo, pero tampoco a su nivel habitual, y con él en el campo lo más que conseguimos fue frenar el aumento de la diferencia, pero no recortarla. Con vergüenza he de confesar que casi desde el inicio de esa segunda parte estuve incordiando al zanahoria para que me cambiase por Vicente. Don Fermín, claro, no me hacía ni caso y hasta llegó a cabrearse con mi insistencia y, desabridamente, me espetó que ya había tenido mis minutos y no los había aprovechado ni la mitad de lo que lo estaba haciendo mi amigo. Puede imaginarse la rabia que me carcomía, sentía como si fuera a explotar de un momento a otro. En eso se pidió tiempo muerto. Hay que mover la pelota más rápida, decía el zanahoria, y a ver si conseguimos alguna entrada. Pero es que son muy fuertes abajo, dijo Vicente, yo creo que lo mejor es tirar desde afuera. Y entonces el propio Vicente sugirió que entrase yo para que los dos, moviéndonos mucho por el perímetro de la zona, buscásemos el tiro exterior. Así que, gracias al amigo odiado, entré en la cancha y, mágicamente, su idea funcionó. Hilamos cuatro o cinco ataques seguidos en los que el base casi llegaba hasta el fondo y, al chocar con alguna de las moles rivales, soltaba un pase hacia Vicente o hacia mí que, libres de marca, lanzábamos unos maravillosos tiros en suspensión y ... ¡bingo! De pronto, casi sin darnos cuenta, empatamos; faltaban seis o siete minutos y si seguíamos así parecía probable que nos lleváramos el partido, máxime cuando podía apreciarse que los contrarios se mostraban entre desconcertados y abatidos. Pero la situación no me hacía ninguna gracia porque, aunque estaba jugando bastante bien, Vicente lo hacía aún mejor (el pensamiento ruin que me asaltaba era que su mejora se debía a mi presencia en el campo, cuando era justamente a la inversa) y, para colmo, había sido suya la táctica que parecía llevarnos a la victoria. Además, mis atentas miradas a las gradas me confirmaban que el entusiasmo de Marimar se desbordaba especialmente con las jugadas de Vicente; así, tuve que pensar, no voy a ninguna parte. Entonces llegó lo que nunca tenía que haber pasado. Fue un rebote defensivo mío que inmediatamente solté a Vicente. Los dos corrimos un contraataque velocísimo casi a la par por el centro de la cancha hasta llegar debajo del aro donde, haciendo aspavientos con los brazos, estaba el pivot rival. Vicente iba a saltar con la pelota para hacer una bandeja y yo también para proteger el rebote ofensivo, pero justo cuando mi amigo iniciaba el tercer paso, sin pensarlo pero con toda la mala intención, le barrí el pie de apoyo y cayó de bruces contra el cemento rugoso. Nadie vio que había sido yo y se pitó la falta al jugador del otro equipo que nos perseguía inútilmente. Mi amigo se abrió la rodilla y hubo que retirarlo. Yo seguí jugando hasta el final. Perdimos. Cuando nos retirábamos cabizbajos vi que en las gradas no estaba Marimar.

Me fui corriendo a mi casa y me encerré en el cuarto. Esa noche apenas dormí. Toda la rabia, la envidia, hasta mis deseos por Marimar, se habían esfumado, aniquilados de golpe por un sentimiento mucho más potente y mucho mas doloroso: la vergüenza íntima, la conciencia de haber sido, de ser, un mierda. Al día siguiente me di de baja del equipo sin ninguna explicación, ante el asombro y hasta desesperación de don Fermín, que no alcanzaba a entender cómo alguien que tantas ganas le ponía de pronto abandonaba, justo cuando más oportunidades de jugar iba a tener por la lesión de Vicente. A mi amigo casi ni me atrevía a mirarle a la cara y nuestra relación se enfrió, también sin que él acertara las causas. El siguiente año, el último del colegio, me dediqué a otras cosas y del baloncesto sólo me quedó la afición del espectador (eran los tiempos del Madrid de Cabrera y Corbalán, Brabender, Luyk y Walter, y las copas de Europa contra el Ignis de Meneghin). Poco a poco fui aprendiendo a reconciliarme conmigo mismo y, desde luego, nunca más he vuelto a tener un comportamiento tan miserable como aquél ni tampoco he alimentado sentimientos tan ruines. Menos mal.


Prisencolinensinaiciusol - Adriano Celentano (Nostalrock, 1973)

sábado, 10 de septiembre de 2011

El telegrama largo (2)

Dejaba el primer post sobre el telegrama largo en la incorporación de Kennan como tercer secretario a la flamante embajada norteamericana en Moscú, a cargo William Bullit. Como ya dije, este hombre fue sin duda singular. Bien dispuesto a su llegada hacia el régimen soviético, su primordial objetivo era afianzar una verdadera amistad entre Rusia y los Estados Unidos, pese al escepticismo reticente que predominaba en el Departamento de Estado. Para cuando se abrió la embajada, Stalin ya había alcanzado de hecho el poder omnímodo personal, si bien todavía no lo había desplegado en la extensiva, cínica y cruel purga de cualquiera que pudiera hacerle sombra que estaba a punto de iniciarse. Bullit, poco impresionado con las actividades sociales de los bolcheviques, decidió que sería una eficaz estrategia diplomática introducir el glamour y la ostentación en la nueva clase privilegiada. Ciertamente, la huella más recordada de su periodo como embajador (1933-1936) la constituyen las suntuosas fiestas que celebró en la Spaso House, la sede de la delegación.

El gobierno comunista ofreció tres edificios como posibles sedes de la nueva embajada y Bullit se decidió por esta mansión neoclásica, situada en el distrito Arbat, una de las divisiones del Okrug central de la capital rusa, a algo menos de dos kilómetros al oeste del Kremlin. Este barrio moscovita se originó en el XVII ocupándose por residencias de nobles y acaudalados personajes del zarismo, quienes gustaban de su ambiente rural y tranquilo, pese a su cercanía al centro comercial y administrativo (allí vivieron Tolstoi y Pushkin, por ejemplo). El eje principal que articulaba el distrito era (y sigue siendo) la calle Arbat, el principal acceso a Moscú desde el oeste. Por ella entraron en septiembre de 1812 las tropas napoleónicas al mando de Murat, para ocupar una ciudad abandonada tras la sangrienta batalla de Borodino (léase Guerra y Paz), las que provocaron, o tal vez no que sigue siendo un misterio, el devastador incendio que arrasó la casi totalidad de las casas de madera del barrio. Sin embargo, se reconstruirían a lo largo del XIX, ahora en piedra, y el barrio alcanzó mayores esplendores. La calle Arbat, plena de actividad comercial (sigue así, pero hoy peatonalizada) se comparaba con el Boulevard Saint Germain parisiono.

En 1913, Nikolay Vtorov, uno de los más importantes financieros e industriales rusos de la época, compró una gran parcela vacía frente a la recoleta plaza Spasopeskovskaya. Encarga la construcción de su nueva casa al estudio de los arquitectos Vladimir Adamovich (1872-1941) y Vladimir Mayat (1876-1954). Estos dos arquitectos, aunque todavía jóvenes, gozaban ya de reconocimiento profesional. Las obras que he podido ver de ellos en la red, tienen un cierto aire pre-art-déco que me hace aventurar que estuvieran vinculados a los movimientos de vanguardia de la época que en Rusia desembocarían en la arquitectura constructivista. Por eso extraña que se atuvieran a los cánones del ya trasnochado estilo neoclásico, que me lo explico suponiendo que fuera una imposición del propietario. Hay que tener en cuenta que el "neoclásico" fue el modelo de referencia de la aristocracia zarista durante todo el XIX y de algún modo, aunque fuera tarde, reclamado por la burguesía enriquecida de los años anteriores a la Gran Guerra, en sus ostentaciones emuladoras. Para ser más precisos, el adoptado por Adamovich y Mayat para la mansión era el que llamaban Nuevo Estilo Imperio, cuya más prominente figura había sido Joseph Bovè, el arquitecto del Teatro Bolshoi. Las obras duraron algo más de un año (brevísimo tiempo desde la óptica actual) y en agosto de 1914, poco antes de que estallara la guerra, los Vtorov se mudaron a la suntuosa mansión de planta simétrica, ventanas palladianas, capiteles jónicos, salones abovedados y muchos más detalles de exuberante lujo. No he logrado averiguar las dimensiones del inmueble, ni de la parcela ni del edificio, pero desde luego (midiendo en el GoogleEarth estimo en unos 5.000 m2 la superficie de la parcela, pero me da que es mayor).

Durante la guerra Vtorov se convirtió en uno de los mayores proveedores del gobierno zarista (lo que redundaría en importantes incrementos de su fortuna) y, tras la revolución, se puso al servicio del régimen bolchevique. Sin embargo, en 1918, fue asesinado en su oficina en circunstancias que nunca se aclararon. Su familia, en todo caso, no debía sentirse muy segura en Moscú y en cuanto pudo escapó de Rusia. La casa fue expropiada y convertida en edificio oficial, vinculado al comisariado de asuntos exteriores, pero usada más que para tareas administrativas como residencia de cargos importantes (el propio Chicherin, por ejemplo) y visitantes extranjeros. Que los bolcheviques la asociaran al mundo de la diplomacia pudo estar entre los motivos por los que se la sugirieran a Bullit. Al americano le gustaría, seguro, pues el neoclásico era también el estilo predominante en la arquitectura gubernativa y de las clases altas en los USA; pero también porque le pareció perfecta para organizar los fiestorros que tenía en mente y, además, contaba con un moderno sistema de calefacción recién instalado por los soviéticos. Así que le encargó a nuestro amigo Kennan que negociara un alquiler de tres años porque tenía pensado construir una nueva embajada al estilo de Monticello, la famosa y también neoclásica residencia de Jefferson en Virginia (ese plan nunca se materializó y hasta hoy la Spaso House sigue siendo la embajada americana).

La inauguración de la intensa actividad pública de la nueva embajada parece que puede fijarse en la primera celebración del 4 de julio, con una multitudinaria recepción oficial complementada con un partido de baseball entre los diplomáticos y los periodistas acreditados en Moscú; todos americanos, claro, que no me imagino a los rusos bateando y corriendo de base en base. Pero fue a finales de ese 1934, con la recepción de navidad, cuando el embajador dejó claras sus intenciones. Ordenó a su equipo que preparara una fiesta que nunca hubiera sido vista en Moscú para anonadar a los invitados soviéticos. Así que se tajeron cantidad de animales exóticos del zoo de Moscú y de granjas cercanas (un centenar de pinzones, un cachorro de oso, pavos reales), flores desde Helsinki, paté de Estrasburgo, una orquesta de Praga ... Ya comenzada la fiesta, con casi todos los miembros del Politburó presentes, súbitamente se apagaron las luces e hicieron su entrada tres grandes focas amaestradas: una llevaba en equilibrio el árbol de navidad, la segunda una bandeja con copas y la última una botella de champán. Después del show de las focas, parece que algún error del domador produjo un cierto desbarajuste con los otros animales (el oso desgarró el uniforme a un general soviético) que empezaron a dispersarse alocadamente entre los invitados, mientras los pinzones volaban enloquecida y ruidosamente por los salones. Como fuera, lo cierto es que la recepción causó conmoción y alteró radicalmente el nivel de la actividad social de los diplomáticos y miembros de la elite bolchevique.

Sin embargo, la verdadera guinda de las fiestas de Bullit, que ha alcanzado el carácter de legendaria, llegó el 24 de abril con la celebración del llamado Baile del plenilunio primaveral. En el salón de la gran lámpara de araña se dispuso un pequeño bosque de diez abedules sobre un césped artificial de achicoria, la mesa de comedor se recubrió de tulipanes finlandeses, un inmenso aviario estaba abarrotado de faisanes, loros y de nuevo un centenar de pinzones cebra, y además había varias cabras montesas, gallos blancos y el inevitable cachorro de oso. Asistieron más de cuatrocientos invitados y, aunque Stalin no fue, sí lo hicieron numerosos miembros de la cúpula comunista. La fiesta duró hasta el amanecer y por supuesto fue un éxito absoluto. Seguramente la mejor descripción del acontecimiento debe estar en el libro Bears in the Caviar, del diplomático Charles Thayer (a quien en tiempos de McCarthy expulsarían del Servicio acusándolo de espía comunista y homosexual), por entonces asistente personal de Bullit. Pero no tengo ese libro (ni lo he conseguido en internet), por lo que me he de conformar con las breves notas que en su diario escribió Yelena Shilovskaya, la mujer de Mikhail Bulgakov.

No había visto jamás un baile así. Todos vestían frac, sólo una pocos con chaqueta o smokings. Bailaban en una sala con columnas iluminadas por rayos de luz procedentes de una galería; detrás de una puerta que los separaba de la orquesta, había faisanes y otras aves vivas. Cenamos en pequeñas mesas en un comedor enorme donde, en un rincón, había jaulas con cachorros de osos, cabras y gallos. Durante la cena, los músicos tocaban el acordeón. Nuestra mesa estaba cubierta con una tela verde transparente iluminada desde el interior. Había ramos de tulipanes y rosas. Ni menciono la abundancia de comida y champán. En la planta superior (es una mansión grande y lujosa) habían preparado una habitación con una parrilla de pinchos de carne y la gente estaba haciendo danzas caucásicas. Quisimos irnos a las tres y media, pero no nos dejaron. Salimos a las cinco y media de uno de los coches de la embajada. Era ya de día cuando llegamos a casa.

Bulgakov, en efecto, estuvo esa noche en la embajada americana. Por esas fechas, ya era muy crítico con el régimen y si podía seguir escribiendo y en el teatro se representaban sus piezas era gracias a que a Stalin le gustaban. Yelena era su tercera mujer, con la que llevaba casado sólo dos o tres años, y que había conseguido animarle a retomar la que había de ser su obra maestra: El Maestro y Margarita. Un capítulo de la novela está dedicado al gran baile de Satanás, en el que Margarita, tras ser bañada en sangre y aceite de rosas y convertida en reina del Diablo, ejerce de anfitriona en una gran fiesta que, en gran parte, está inspirada en la organizada por Bullit en 1935. Así que, si no valió demasiado para el acercamiento entre los yanquis y los bolcheviques, habrá de reconocerse que contribuyó a la producción de una de las grandes novelas del siglo pasado. ¿Justificará eso la pasta que se gastaron? Yo diría que no, pero hay quien paga gustoso el precio de pasar a la historia. De hecho, el 29 de octubre del año pasado, el actual embajador americano en Moscú quiso celebrar las relaciones culturales entre Rusia y Estados Unidos con el que llamó el Baile Encantado, una recreación (seguro que no tan excesiva) del legendario Baile del Plenilunio de Primavera. Nunca segundas partes fueron buenas.


El video es una escena la versión de El Maestro y Margarita, dirigida en 2005 por Vladimir Bortko de 2005 para televisión. El baile de la embajada americana no sería tan macabro como éste, desde luego.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Por qué me han desheredado

A finales del pasado julio murió mi tía Marisa, la única hermana de mi padre. Las relaciones de mi familia con la rama paterna nunca fueron muy estrechas. Mi padre era el mayor de tres hermanos y su padre (al que ya le he dedicado un post) era un hombre demasiado a la antigua que nunca supo hacerse querer. De cuando éramos niños y venían los abuelitos guardo el recuerdo de unos señores muy viejos y muy secos, radicalmente distintos a los maternos. Venían casi siempre con Marisa, siempre pegada a sus faldas, la típica tía solterona, muy dada a zalemas disforzadas y empalagosas que, a mí al menos, me producían un rechazo instintivo. Tampoco contribuía para nada a hacer más fluida y afectuosa nuestra relación con ellos la clara hostilidad de mi madre, que no se guardaba en absoluto de ocultar ante nosotros. Mi padre, por su parte, los respetaba pero yo diría que se sentía incómodo, lo que entendí años después cuando supe que desde que murió su madre teniendo él doce o trece años y mi abuelo se casó con la que llamábamos la abuelita, fue internado en colegios y prácticamente apartado de la vida cotidiana familiar, salvo en breves vacaciones. Era gracioso, por ejemplo, que los nietos los tuteáramos y mis padres los trataran de usted.

En 1976, viviendo nosotros en el Perú, murió mi abuelo y mi tía se mudó con su madrastra a una casa en el centro de Toledo. En los años 81 y 82, ya de regreso en España, estuve trabajando en un plan de rehabilitación del barrio del Pozo Amargo, entonces el más deteriorado y menos turístico de la vieja capital visigoda. Cuando íbamos a hacer trabajo de campo, me obligaba a visitarlas, lo que, aunque valía para mantener las formas, no logró despertar en mí ningún sentimiento amoroso hacia esas dos personas, que no sólo me resultaban emocionalmente ajenas sino estética o vitalmente casi repulsivas. Mi abuela era una especie de maniquí encopetado con aires de grandeza y mi tía seguía con ternuras infantiloides que me desagradaban, besuqueándome y piropeándome desatinadamente: lo guapo que estaba, lo orgullosa que se sentía de que su sobrino mayor hubiera acabado una carrera tan difícil y similares boberías que me irritaban e impacientaban. Unos años después, creo que ya me había desplazado a Tenerife, murió mi abuela y Marisa se mudó de vuelta al piso familiar a pocos metros de la glorieta de Quevedo madrileña. No puedo asegurarlo pero diría que no he vuelto a ese piso desde que hacía el bachillerato.

Pasaron los años y ya sólo coincidía con mi ella en las navidades en casa de mis padres. Mi relación era nula, salvo en esos momentos durante los cuales no me sentía nada cómodo y, aunque no intencionadamente, le expresé esa aversión porque año tras años ella misma fue enfriando su comportamiento hacia mí. Tras la muerte de mi padre todavía se debilitaron más las relaciones, dado que mi madre, si bien no es que le cerrara la puerta, se esforzó mucho menos en disimular su desagrado (tampoco es que mi madre se haya esforzado nunca en aparentar buen rollito cuando alguien no le gusta, pero bueno). Marisa, sin embargo, durante estos últimos diez años empezó a volcarse en mis hermanos (tengo cinco), pero lo iba haciendo caprichosa y sucesivamente, escogiendo por una temporada a uno y haciéndose querer, a veces con actitudes arbitrariamente tiránicas. Al final, la que más la soportaba fue una de mis hermanas, que la ha ido atendiendo a medida que envejecía y dejándola, con mesura, que explayara en sus hijas sus melindres todavía más empalagosos que hace treinta o cuarenta años. Justamente fue en casa de esta hermana, cuando la vi por última vez en la pasada nochebuena; apenas intercambiamos unas frases intrascendentes y fríamente correctas, casi las que exige el protocolo con los parientes.

El día que murió, por la tarde, había ido a visitar a su "novio" a la residencia de ancianos en que vivía, como por lo visto era su costumbre. Casualmente, obedeciendo a un pálpito, mi hermana la llamó esa noche para saber cómo andaba. El teléfono sonó y sonó sin que nadie lo descolgara. Insistió unas cuantas veces e incluso se planteó ir hasta la casa, pero finalmente prefirió acostarse diciéndose a sí misma que se habría dejado el teléfono mal colgado. A la mañana siguiente, al seguir sin respuesta, fueron hasta Quevedo y subieron al piso. Tocaron al timbre y nada; al tratar de abrir la puerta (mi hermana tenía una llave) comprobaron que había otra puesta por dentro. Ya para entonces estaba claro que algo grave le había ocurrido a mi tía. Vinieron lo bomberos y entraron por una ventana del patio de luces. Marisa estaba caída junto al sofá, con la tele encendida. Mi cuñado, que es cardiólogo, aseguró enseguida que había sido un infarto fulminante: probablemente se habría levantado a coger algo y le explotó el corazón, antes de que el cuerpo llegara al suelo, dijo, estaba muerta. Haciendo salvedad de lo desagradable y triste que fue para mi hermana la escena, hay que convenir que fue una muerte estupenda: de golpe, sin enterarse. Me llamaron, claro. A lo largo de esa mañana se reunieron ahí mis cuatro hermanos madrileños (la pequeña vive en París) y hasta mi madre; al fin y al cabo éramos la única familia que tenía. El cuerpo al tanatorio de la M30 y al día siguiente a enterrarlo bajo un sol de justicia en la fosa que tenía comprada en Toledo, donde están los restos de mis abuelo y de mi padre. Yo desde luego no fui; tampoco nadie esperaba que fuera.

A finales de agosto, en una conversación con mi hermana (que, por cierto, es con la que más unido estoy), me cuenta que Marisa la hizo a ella única heredera y que menudo marrón. Por qué marrón, le digo, al contrario es estupendo para ti. Hombre, me contestó, porque a algunos de los hermanos les ha sentado fatal. A mí, desde luego, no me afectaba en absoluto haber sido "desheredado" y así se lo dije. En primer lugar porque estaba plenamente convencido de que así iba a ser y, en segundo, porque creo de verdad que, legalidades al margen, no tenemos ningún derecho "moral" a heredar de nuestros ascendientes (padres incluidos). Pero, aunque no me sorprendiera no haber sido beneficiado, y aunque supusiera que iba a ser esta hermana la principal beneficiaria de sus bienes, sí me extrañó un poco que Marisa no les hubiera dejado nada a mis otros hermanos, ni siquiera a la que va después de mí que era su ahijada. Pero las cosas son así, cada uno es como es (y baja las escaleras como quiere).

No habría escrito este post si no fuera porque hoy hablando con mi madre me he enterado de la verdadera razón de por qué Marisa no me ha dejado nada. Naturalmente ha sido porque le caía mal, ya lo he dicho, y además pienso que la mayor culpa de ese sentimiento es mía, fui yo desde niño y más conscientemente de joven y adulto, quien no tuve ningún interés en mostrarle cariño, casi peor, no hice el más mínimo esfuerzo en disimular que no se lo tenía. Como ya he contado, en los últimos años me fue evidente que tampoco yo a ella le caía bien, y me pareció una respuesta natural a mi desafección. No tenía pues nada que reprocharle. Pero es que ahora me entero de que, sin que mi actitud haya dejado de ser un factor en el desapego de mi tía hacia mí, no fue el único ni siquiera el determinante. Por lo que me ha dicho mi madre, Marisa me hizo la cruz unas navidades, con mi padre todavía vivo (o sea que hablamos de once o más años), a raíz de que manifesté mis opiniones antimonárquicas y, más en concreto, críticas hacia nuestro amado rey. No guardo el más mínimo recuerdo de que fue lo que dije (pero no dudo que lo hice) pero es que tampoco tenía ni idea de que mi tía fuera una fervorosa monárquica y juancarlista (no así ninguno de mis padres). Pues por lo visto, según sabía mi madre y nunca hasta hoy me había dicho, Marisa le hizo saber su absoluto enfado conmigo, tanto que para él yo siempre sería su sobrino primogénito, claro (porque la sangre ...), pero no, no quería tener que ver conmigo.

Así que hace unas pocas horas he descubierto que mi desafección monárquica ha tenido como consecuencia tangible el privarme de parte de una herencia. Creo que es la primera vez en mi vida que mis preferencias (o rechazos) ideológicos sobre la Jefatura del Estado me han costado dinero. Cuando me lo contó mi madre no pude evitar, tras el asombro, una carcajada espontánea; todavía mientras escribo sigo con la sonrisa.


La tieta - Joan Manuel Serrat (En Directo, 1984)

PS: En este post la canción era obligada.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Cantautrici italiane (4): Magoni

Me he operado de las cuerdas vocales. (Gangoso, silabeo la frase; apenas un leve aire vocalizado, casi mudo). Son dos las cuerdas vocales, eso dicen. Dos, dos, dos ... Dicen que las cuerdas vocales son dos, dos como las manos, dos como los pies. ¿Dos como ella y yo?

A veces es mejor no saber. También eso lo dicen, que dos son las cuerdas vocales y que a veces, casi siempre, mejor no saber. Yo no sabía nada, ni siquiera sospechaba nada ... ¿mejor así? A veces uno sabe lo que debe saber, dicen, hablan y hablan, de todo dicen, con las cuerdas vocales. Sí, dos ... ¿o tres?

Dice, dicen, dicen ... Tantas cosas. Parloteo vano (las cuerdas vocales vibrando incesantes). Dicen cosas que no son verdad, ¿para qué? Hasta ella, quizá porque no sabe que sé, porque no sabe que he sabido. A veces es mejor no saber, a veces es mejor perder que encontrar.

Toda mujer tiene un diario, un diario secreto. Secreta su existencia, no sólo su contenido. Tal vez no sean dos las cuerdas vocales, cómo estar seguro, ¿y si son tres? El diario ella lo escondía en el fondo del cajón de la mesilla de noche. Yo lo encontré al azar, de casualidad (sí, ya, al azar). Sí, sí, sí, claro que sí; yo no sabía nada, ni siquiera sospechaba nada.

Lástima que con las cuerdas vocales, tan útiles, tengamos dificultad para explicar algunas ideas, algunos pensamientos, algunas emociones. ¿De ahí esta necesidad desesperada de escribir, de sacar de dentro lo que nos duele, lo que nos quema, lo que nos sangra las vísceras? Ella, su diario secreto, sus cuerdas vocales; dicen que son dos: ¿mienten?

Dice, dicen, dicen ... También hacen. Hacen cosas que no deberían hacer y dicen cosas que no deberían decir. Deberían decirlas antes de hacerlas (no sé) o al menos después de haberlas hecho deberían decirlas (no sé). Dice, dicen, dicen ... y cuando no dicen te dan por culo.


Le due corde vocali - Petra Magoni & Ferruccio Spinetti (Musica Nuda 2, 2006)


Este texto es una versión muy libre de la canción que he puesto justo aquí encima, compuesta, a medias con su compañero contrabajista, por la titular de esta cuarta entrega de cantautrici italiane, una mujer que se llama Petra Magoni. Toscana de Pisa, nacida en los últimos días de julio del 72, así que joven todavía y, desde luego, bastante atractiva, con un rostro simpatiquísimo y pletórico de expresividad. Desde muy pequeñita empezó a cantar y todavía niña empezó a formarse, en principio en música antigua y sacra (ahí es nada). También ópera, improvisación vocal, canto armónico ... Iba para el mundo lírico, parece. En el 95, todavía sin haber cumplido veintidós, se une transitoriamente al grupo de rock pisano Senza Freni y con ellos participa en el Arezzo Wave, otro de los varios festivales italianos, éste para impulsar a los jóvenes rockeros. Luego participará en Sanremo (cómo no), colaborará con raperos y músicos de jazz (incluyendo al pianisto Stefano Bollani con quien se casará) y hasta publicará tres albumes propios en la segunda mitad de los noventa. O sea, que muy activa la niña, pero moviéndose en circuitos para entendidos, sin entrar claramente en el mercado (de hecho, las grabaciones de esa época son imposibles de conseguir fuera de Italia y hasta allí me imagino que debe costar mucho).

En el 203 su carrera recibe un impulso determinante. El detonante, encontrarse con Ferruccio Spinetti, un excelente contrabajista, y descubrir, ambos, que congeniaban a la perfección (Spinetti colaboraba con el grupo de jazz de su marido). Se les ocurre, un poco de coña, formar un duo al que denominan Musica Nuda, porque sólo hay dos instrumentos: el contrabajo de Ferruccio y las excepcionales cuerdas vocales de Petra. Sacan un primer disco con quince versiones de canciones en su gran mayoría bastante conocidas (Los Beatles, Sting, Lucio Battisti, Burt Bacharach ... hasta de Monteverdi) y descolocan al personal. Repiten la jugada un par de años después (2006) y el descoloque inicial adquiere ya la categoría de entusiasmo y consiguiente éxito comercial. Se trata, sin duda, de un estilo propio, original, pleno de virtuosismo. Ya sobrados se atreven a publicar un album de música sacra en el 2006 en el que incluso componen dos temas que no desentonan nada de los que interpretan de Mozart, Brahms o Bach. Habrá dos albumes más, en 2008 y 2011, en los que, aunque siguen predominando sus originalísimos covers de temas en inglés, francés o italiano, hay ya unas cuantas composiciones propias, que si no, no podría incluirla dentro de esta serie y la verdad es que me apetecía mucho.

Porque la chica es espectacular, impresionante. Diré que la he descubierto hace poco y, comparativamente con otras de las que ya he hablado o de las que hablaré, la tengo poco escuchada, aunque últimamente es una fija en el iPod durante mis caminatas. Tiene una voz increíble y, lo que es más importante, hace con ella lo que le da la real gana, y siempre le da la gana hacer maravillas. En fin, para qué decir más, salvo insistir en recomendarla encarecidamente.

domingo, 4 de septiembre de 2011

El telegrama largo (1)

El 22 de febrero de 1946, el consejero de la embajada de los Estados Unidos en Moscú, un diplomático de cuarenta y dos años recién cumplidos, envió un telegrama al Departamento de Estado en Washington que contenía la friolera de más de cinco mil palabras (impreso ocupó dieciséis páginas). Tan desmesurada extensión le valió inmediatamente que fuera denominado como el telegrama largo, título con el que ha quedado identificado para la posteridad, casi como si se tratara de un record guinness. Pero la importancia histórica de ese telegrama no se debe a su longitud sino a que el texto que contenía se convirtió en la base teórica sobre la que se sustentó la política norteamericana en relación a la Unión Soviética, la que se denominó de contención (quizá no el término más preciso) y que condicionó el largo periodo de la Guerra Fría que, con altibajos en su intensidad, duró hasta la presidencia Reagan con el desmoronamiento de los regímenes comunistas europeos.

El autor de ese histórico telegrama se llamaba George Frost Kennan, (1904-1995), quien para entonces era, desde luego, un experto en los asuntos de Rusia, afición que podría habérsele instilado por vía genética, pues un tío abuelo suyo fue un apasionado viajero y explorador de las inmensas extensiones del imperio de los zares (contra cuyo régimen se opuso con vehemencia). Poco después de graduarse en Princeton decidió incorporarse al recién creado servicio diplomático estadounidense, lo que requería aprobar un duro examen de ingreso y pasar siete meses en la academia de Washington. Sus primeros destinos fueron Ginebra y luego Hamburgo. Estando en Alemania, el Foreign Service le ofreció un programa de especialización en idiomas y, como primero de todos, optó por un curso sobre historia, política y cultura rusas en la Universidad de Berlín (a lo largo de su carrera Kennan dominaría muchos más idiomas). En 1931, todavía veinteañero, ocupa el puesto de tercer secretario en la embajada americana en Riga, y sus funciones principales se centran en los asuntos económicos soviéticos.

En esas fechas no había relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y la URSS. La administración norteamericana recibió con bastante desagrado la revolución bolchevique y no se cortó un pelo en hacer cuanto se le ocurrió para incordiar a Lenin y sus colegas: embargo económico, apoyo financiero a los blancos, aporte de tropas a la invasión japonesa de los territorios rusos orientales ... Probablemente, el ideólogo que influyó más en la oposición de la administración USA al estado soviético fue Robert Lansing, quien entre 1915 y 1920, siempre bajo Woodrow Wilson, ocupó el cargo de Secretario de Estado. Lansing había conocido a los revolucionarios al poco de llegar al poder y enseguida le cayeron muy mal (y se esforzó por aumentar la aversión que también Wilson les tenía). Valga como muestra, lo que escribió justo en los días de la Revolución: "la avaricia, la ambición, la crueldad y el odio son las piedras angulares de esa repugnante y horrible estructura que los bolcheviques están tratando de construir sobre las ruinas del orden social y los estados civilizados". Este hombre de los primeros, entre los políticos estadounidenses, que se preocupó seriamente por el peligro rojo. Durante el año 1919, por ejemplo, escribió cantidad de textos alertando de los riesgos inminentes que suponían los bolcheviques: "Me pregunto hasta cuándo vamos a tolerar la propaganda radical que están trayendo a este país y que impele a la clase trabajadora a rebelarse contra el orden económico. ¿Cuánto podemos durar con esta actitud sin precipitarnos en el desastre?" Para esos momentos las valoraciones de Lansing no pueden sino parecernos exageradas (bastante ocupados estarían los bolcheviques, digo yo, con sus propios asuntos internos, muy lejos todavía de la estable situación de algunos años después). Sin embargo, lo cierto es que las ideas de Lansing tenían eco en un nada despreciable sector de la opinión norteamericana y, en cualquier caso, se tradujeron en acciones políticas concretas (hostiles) frente al estado soviético al menos hasta el final de la guerra civil (1923). Luego, poco a poco, la consolidación del poder comunista y el obligado pragmatismo que domina las relaciones exteriores, trajo consigo una progresiva suavización del anti-bolchevismo oficial, hasta la apertura de la embajada en Moscú en 1933.

Lansing fue el primer vocero del anti-bolchevismo en la administración norteamericana, pero sus ideas impregnaron el aire de la División para Europa del Este del Departamento de Estado gracias a su primer y duradero jefe, Robert F. Kelley. Este hombre, que había estudiado ruso en Harvard y trabajado como espía durante la primera guerra, diez años mayor que Kennan, seguramente se convertiría en su mentor ideológico y le transmitiría su profundo anticomunismo. La línea defendida por el Departamento de Estado mientras Kelley estuvo al frente de la citada división fue que no debía haber ningún tipo de cooperación con el régimen soviético. De hecho, durante dieciséis años Estados Unidos (siempre con presidentes republicanos salvo la segunda etapa de Wilson) se negó a reconocer a la URSS, pero Franklin D. Roosevelt debió pensar que ya era tiempo de acabar con esa anomalía. Hay que recordar que a principios del 33 Hitler había sido designado canciller y para noviembre de ese año, que fue cuando los responsables de exteriores soviético y norteamericano acordaron el establecimiento de relaciones diplomáticas, ya el bigotes había dado muestras más que suficientes de que pensaba poner las cosas feas en Europa. Por mucho que los bolcheviques siguieran sin gustar a la administración USA, las borrascas que se cernían sobre Europa aconsejaban no descuidar el inmenso flanco oriental y, además, siempre es bueno estar metido dentro de las filas rivales (aunque para ello debas dejarle que hagan lo mismo en tu casa). Así que hacia finales de ese año, William C. Bullit, diplomático ya de larga carrera a pesar de contar solo cuarenta y dos años, aterrizó en Moscú como primer embajador norteamericano ante Stalin.

Este Bullit era un tipo inquieto, cuya vida merecería un examen detenido. Lo relevante ahora es decir que, muy jovencito todavía, formó parte del equipo de Wilson en Europa y que, tras visitar Rusia en 1919, de vuelta a la Conferencia de París intentó sin éxito convencer al presidente de la conveniencia de reconocer la Unión Soviética. No le caerían tan mal los bolcheviques a este hombre, quien curiosamente se casaría uños años después con Louise Bryant, una periodista marxista y anarquista que era ni más ni menos que la viuda de John Reed, el famoso autor de Los diez días que estremecieron el mundo (hay una peli de Warren Beatty que no está mal). En fin, que con esos antecedentes era el hombre idóneo para el puesto ya que los bolcheviques lo tenían por un viejo amigo; imagino además que se lo tomaría como un agradable, aunque tardío, reconocimiento de sus esfuerzos. Pero aunque Bullit llegó a Moscú con las mejores intenciones y se consiguió un espectacular edificio como sede para la embajada (la casa Spaso, expropiada por el gobierno soviético a la familia de un importante industrial textil), que todavía lo sigue siendo, tampoco pecaba de sobredosis de ingenuidad y una de las primeras cosas que hizo fue reclamar a su lado al protagonista de este post (y los que seguirán). De modo que Kennan, junto a dos colegas más también de reconocido prestigio en cuanto a sus conocimientos sobre el hermético mundo ruso y soviético, fue destinado en calidad de tercer secretario a la flamante embajada. Había llegado, por primera vez y apenas a punto de cumplir los treinta, al cogollo de su principal interés profesional.


Little Lou, ugly Jack, prophet John - Belle & Sebastian (Belle & Sebastian, 2010)