martes, 27 de febrero de 2018

Las joyas del pescador (1)

En 1992, el estado mexicano declaró el Parque marino nacional Sistema Arrecifal Veracruzano, conformado por dos áreas geográficamente separadas. La primera, que es la que nos interesa, se localiza frente al puerto de Veracruz y comprende seis arrecifes, uno de los cuales emerge como la Isla de los Sacrificios, cuyo descubrimiento en 1518 por Juan de Grijalva describe Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Esta isleta, como las restantes de ese sistema arrecifal, ha sido escenario de una rica e intensa historia, aunque en la actualidad su acceso está cerrado al público y protegida por la Marina. Una de las mayores amenazas para la conservación de esta área marina es la sobrepesca, ya que el sistema de arrecifes alberga muchas especies de alto valor comercial, entre ellas el pulpo. La pesca artesanal del pulpo, con palangres y ganchos, se intensificó a partir de finales de la década de los sesenta. Desde la protección de la zona, la pesca está regulada, pero durante casi cuatro décadas las salidas al mar en pequeñas lanchas era una actividad que permitía el sustento, en humildes condiciones de vida, de bastantes pescadores de Veracruz.

A mediados de los setenta, uno de esos pescadores era Raúl Hurtado Hernández. Vivía en la colonia de Playa Linda, una barriada de casas bajas autoconstruidas con los más diversos y precarios materiales; aún hoy –según compruebo con el StreetView–, a pesar de que las calles están asfaltadas, se ve claramente que sigue siendo un entorno de gente humilde. El hombre se emparejó muy joven y enseguida empezó a tener hijos (llegó hasta siete); también desde muy joven aprendió a vivir del mar y todos los días salía desde la Playa Norte veracruzana en su pequeña barca a recorrer los bajíos para capturar pulpos, que atrapaba con ganchos de las cuevas que se formaban en los arrecifes de coral. Un caluroso día de verano de 1975, Raúl y su hermano mayor Francisco salieron a “pulpiar” desde la playa de Punta Gorda, muy cerca de la desembocadura del Río Medio, al Norte de Veracruz y justo en el límite Oeste del que ahora es Parque Nacional marino. En algunas versiones (hay bastantes en la Red), Raúl salió solo e incluso desde otro sitio. Ciertamente, la zona de Punta Gorda queda bastante lejos de la colonia de Playa Linda; lo lógico es pensar que los hermanos tendrían atracada la barca en Playa Norte, que es la que está enfrente de donde vivían. Sin embargo, doy crédito a las fuentes que dicen que caminaron hasta el entorno de Río Medio porque allí estaba amarrada la barca; tal vez en la anterior jornada de pesca habían estado faenando por esas aguas y decidieron desembarcar allí.


Los dos pescadores navegaron mar adentro, internándose unos ciento cincuenta metros desde la costa hacia un bajío llamado del Río Medio. Una vez allí, Raúl se sumergió, con un gancho y sin equipo de buceo, para buscar pulpos y arrancarlos del arrecife. Declararía luego que ya llevaba recolectados unos diez kilos cuando vio un objeto metálico semienterrado en la arena del fondo marino. Lo sacó y lo subió a la barca. Los hermanos se quedaron viendo esa extraña barra metálica de algo menos de medio kilo de peso marcada con dos X y que, pese a estar opacada por las sales marinas, tenía la vaga apariencia de ser de oro. Entonces, inquietos y curiosos, regresaron a tierra, atracaron la barca en Playa Norte y volvieron caminando a la casucha (casi una choza) de Raúl en la colonia de Playa Linda. Allí, con la mujer, decidieron que harían discretamente las gestiones pertinentes para averiguar si ese lingote tenía realmente valor. Unos días después contactaron con un joyero que les dijo que el objeto ni era de oro ni valía nada; o era muy necio o, lo más seguro, quería aprovecharse del zafio pescador quien, sin embargo, no se dejó engañar. Pasado un tiempo les hablaron de otro orfebre, el dueño de la joyería La Esmeralda, Luis Ortega Hernández. Se acercó Raúl a verlo y lo primero que le preguntó el joyero fue por el origen del lingote para asegurarse –eso le dijo– de que no era mercancía robada. Luego hizo la prueba con ácido muriático y comprobó que se trataba de oro de veinticuatro quilates. Acordaron entonces la venta: le pagó once mil pesos, una fortuna para el pescador cuyos ingresos no pasaban de treinta pesos diarios.

Posteriormente, cuando el caso saliera a la luz, Raúl Hurtado se defendería de las acusaciones contando una historia muy distinta: que la barra metálica le apareció en la red (no la extrajo del fondo arenoso), que no dio ninguna importancia a ese objeto e incluso se lo dejó a sus niños para que, atándole un cordel, jugaran arrastrándolo por la playa, que solo bastante después, por consejo de algún amigo fue a consultar con el joyero … Se hace difícil creer tanta ingenuidad pero, en todo caso, lo que es innegable es que tras la visita al orfebre los pescadores quedaron perfectamente enterados de que habían encontrado una pieza de oro entregada por los aztecas a los conquistadores (las marcas de las X en el lingote lo identificaban como perteneciente al emperador Carlos en concepto de quinto del rey). De otra parte, tras hacer algunos cálculos, deduzco que el precio al que el joyero pagó el lingote era bastante inferior al del mercado, lo que abunda en la suposición de que ambos sabían que el negocio no era del todo legal, que habían de informar a las autoridades del hallazgo. (Explico entre paréntesis mis cálculos. Lo primero decir que a partir de 1993 se introdujo el nuevo peso que se correspondía con 1.000 pesos antiguos; así que a Raúl le pagaron 11 pesos nuevos. Teniendo en cuenta que la tasa de inflación mexicana entre 1975 y 2018 ha sido de media del 22% anual, ese importe equivaldría a unos 52.000 pesos actuales o 2.277 €. De modo que el gramo de oro se pagó, en precios actuales, a unos 130 pesos por gramo, cuando se cotiza a unos 800). Por último, apunta también a que el joyero era consciente de que el asunto no era limpio el que se apresurara a fundir el oro y emplearlo en hacer anillos para las promociones de los institutos de secundaria de Veracruz. De modo que no pocos de los que por esas fechas se graduaron guardarán, sin saberlo, anillos hechos con oro azteca.

Así que los hermanos vuelven a sus casas contentos. Parece que este primer ingreso lo administró Raúl con prudencia y ciertas reservas para no llamar la atención. Compró algunos materiales de construcción para mejorar su barraca e incluso se permitió no salir a pescar en algunas semanas. Pero, naturalmente, la pasta no tardó en acabarse y el pescador pensó lo que era inevitable que pensara: que un tesoro no es nunca una sola pieza y, por tanto, cerca de donde había encontrado la barra tenía que haber otras joyas. De modo que volvió a salir al mar, pero ya no a pescar, sino a buscar la fortuna que ansiaba que le estuviera esperando. Por lo visto tardó bastante –meses leo en alguna página– en encontrar más joyas. En esas muchas salidas frustradas, digo yo que aprovecharía para atrapar pulpos, no sólo para disimular ante sus vecinos (sería mosqueante que regresara siempre de vacío) sino, sobre todo, para contar con unos mínimos ingresos económicos. Pero, por fin, casi un año después del primer hallazgo, empezó a encontrar lo que tanto ansiaba: otros lingotes similares y lo que llamó “juguetitos de oro”, joyas aztecas primorosamente labradas. Supongo que la recolección del tesoro la haría en varios días. Los juguetitos que posteriormente fueron confiscados por la policía (no todos los que extrajo presumiblemente) comprendían un escudo colgante, cinco fragmentos de brazaletes, siete pulseras completas, seis colgantes de guerreros águila, dos discos pequeños de oro, nueve colgantes de conchas de tortuga, un colgante completo de tortuga, seis cuentas y un pequeño recipiente de filigrana falsa. Es fácil imaginar la felicidad de Raúl y su mujer (también de Francisco, supongo), los veo en su domicilio examinando los nuevos lingotes de oro y las joyas extendidas sobre la cama, maquinando los pasos a dar y, sobre todo, exultantes de pensar que iban a ser ricos. No creo que les preocupara demasiado en esos momentos de euforia los riesgos a que se enfrentaban; probablemente, confiaban en que Luis Ortega, el joyero con experiencia, les daría las seguridades necesarias. Pero, como suele suceder, las cosas no ocurrieron como esperaban.

domingo, 25 de febrero de 2018

La Companyia llega a Veracruz

En agosto de 1767 arriba al puerto de Veracruz los poco más de cien hombres que formaban la Companyia Franca de Voluntaris de Catalunya, con el capitán Agustí Callis al frente y el teniente Pere Fagés de segundo. Hoy el área metropolitana de Veracruz es un extenso continuo urbano que ronda el millón de habitantes. Pero cuando llegaron los catalanes era un núcleo amurallado de no más de cincuenta hectáreas en la que residirían algo menos de cuatro mil habitantes. Quizá sus dimensiones no fueran muy impresionantes, pero conviene no olvidar que esta ciudad era la puerta de entrada al Virreinato de la Nueva España y el puerto de comunicación con España. Enfrente de la ciudad, en una pequeña isla (hoy absorbida en el puerto), se erigía la fortaleza de San Juan de Ulúa, bastión defensivo ante las constantes amenazas de los piratas. Para nuestro amigo Ticó, muchacho de la Cataluña interior, pisar definitivamente tierra firme después de tres meses en la mar fue la mayor de las alegrías que había sentido en su corta vida. El mareo nauseabundo no le había abandonado prácticamente en ningún momento, tanto así que muchas veces pensó que no volvería a recuperar el equilibrio y tampoco recuperar sus felices digestiones anteriores. Además de flaco y hambriento, tenía el cuerpo horadado por las incesantes picaduras de las infinitas pulgas que lo habían escogido por residencia y de las que era incapaz de librarse. Y a tantas torturas físicas había que añadir los no pocos ratos –que se le antojaron interminables– de inmenso terror, ante el convencimiento de que el océano enfurecido se tragaría en cualquier momento la frágil nao en la que maldita la hora se había dejado encerrar. Fue durante tan espantosa travesía (aunque no más que cualquiera de las de la época) que José Joaquín pudo apreciar la protectora atención –palabras de ánimo y consuelo, algún que otro abrazo– que le prestaba Pere Fages. Pero, gracias a Dios, ya se había acabado ser marinero, algo que nuestro joven se prometió que no volvería a ser en la vida (y así lo cumpliría, de modo que no dejó América hasta su muerte).

No tengo noticias de los soldados de la Compañía desde su arribo a Veracruz hasta que en Octubre llegaron al cuartel de Guaristemba, en la jurisdicción de Tepic. Pero si son ciertas las fechas entre esos dos momentos, dispusieron apenas de dos meses y pico para recorrer algo más de mil kilómetros. Esta distancia, que la habrían hecho a pie (aunque algunos de los militares fueran a caballo) les tuvo que llevar al menos seis semanas completas de marcha, lo que deja poco tiempo para las estancias en las paradas de las que, aunque nada sé, deduzco que obligadamente ocurrieron. Así, algunos días pasarían en Veracruz, para presentarse a las autoridades virreinales, pertrecharse y organizar su misión en esa tierra extraña. También se detendrían en la ciudad de México, donde es probable que los oficiales se entrevistaran con los jerifaltes de la administración novohispana, y sobre todo con Gálvez, quien los esperaba como agua de mayo y sería probablemente el que los urgiría a presentarse ante Elizondo para apoyarle en la expedición a Sonora (Gálvez mostró especial inclinación hacia los catalanes y propició la venida al Virreinato de gentes de allí). También imagino que la última parada antes alcanzar a las tropas expedicionarias sería en Guadalajara, capital de la Nueva Galicia. O sea, que a diferencia de la pachorra con que pareciera que movilizó sus fuerzas Elizondo (véase el anterior post), a nuestros amigos catalanes, para más inri recién cruzados el charco, se les obligó desde el principio a funcionar a toda prisa y, desde luego, respondieron; corroboraron pues la buena fama con la que arribaban a las tierras americanas. Me imagino que esa vida acelerada, de acontecimientos y escenarios que se sucedían casi vertiginosamente, tenía que mantener a José Joaquín en un estado casi permanente de alucinamiento, sobre todo por el radical contraste con lo que había sido su vida cotidiana en su Sedó rural. Estaría cansado como todos, pero su juventud, las continuas inyecciones de adrenalina ante tantas novedades y el alivio de estar en tierra firme, lo mantendrían en una alegre y casi permanente excitación.

He encontrado en la red un excelente artículo de Francisco Muñoz Espejo, arquitecto mexicano especializado en restauración del patrimonio histórico y, en particular, del que se asienta en Veracruz y su entorno. El trabajo, titulado “Camino Real de Veracruz – México” describe, con amenidad y erudición, las rutas que desde los primeros años de la Conquista unían el puerto de entrada al Virreinato con la capital del mismo. Así me entero de que poco después de la llegada de los catalanes había dos caminos principales (y un tercero que era más una variante), ambos bordeaban paralelamente la meseta central y se unían pasando Puebla rumbo a México; los dos necesitados de bastantes infraestructuras y mejoras. Para esas fechas, a la obvia importancia de estos caminos (para los viajeros y comerciantes) se sumaba el estratégico-defensivo debido al conflicto hispano inglés, que se traducía en la siempre presente amenaza de que la armada británica atacase el puerto de Veracruz y, desde allí, se internase hacia la ciudad de México (en la segunda mitad del XVIII se proyectan fortificaciones donde alojar tropas). No sé cuál fue la ruta por la que se desplazó la Companyia para llegar a la capital, pero apostaría a que escogieron el camino por Xalapa, llamado de Las Ventas o de los Carros, tanto porque era el de mayor uso como porque el otro, el que pasaba por Córdoba y Orizaba, tenía una función más comercial, de distribución de productos básicos para el Virreinato. De modo que, igual que hice al hablar del país de la infancia de Ticó, y gracias a StreetView, voy a pasar un rato caminando –aunque sea de forma virtual– por las sendas mexicanas que hace doscientos cincuenta años recorrieron mi protagonista y sus compañeros (no estaría nada mal organizar un largo viaje a México, donde solo he estado una vez, y recorrer de verdad esa ruta).

Veracruz –ya lo he dicho– era una ciudad amurallada, ya que había de defenderse de los ataques de corsarios y piratas. De hecho, la decisión de construir la muralla fue consecuencia del asalto a la ciudad realizado por Laurent de Graff –conocido como Lorencillo porque era muy retaco– en compañía de Michel de Grammont. Transcribo, con ligeras correcciones, la descripción que de este suceso hace la wiki y que, a mi parecer, consigue darnos una idea clara de lo que pasó: “El 17 de mayo de 1683 aparecieron en el horizonte un par de navíos a dos leguas de Veracruz. Doscientos hombres comandados por Lorencillo desembarcaron y llegaron a la plaza de armas. A media noche, seiscientos hombres más tomaron y asaltaron el puerto. Los piratas se dividieron en grupos para saquear la ciudad; los ciudadanos, sin distinción de sexo o edad, fueron llevados a la Catedral, donde permanecieron encerrados hasta el 22 de mayo. Los filibusteros colocaron un barril de pólvora en la puerta del templo que amenazaban con hacer estallar si los prisioneros no entregaban los supuestos tesoros escondidos. La mañana del sábado 22 de mayo, Lorencillo trasladó a los prisioneros a la Isla de los Sacrificios. Tomó como rehenes a los funcionarios y el resto, a punta de palos, fue obligado a cargar el cuantioso botín, empresa que duró hasta el 30 de mayo. El 1 de junio, los piratas levaron anclas, desplegaron velas y se hicieron a la mar. Dejaron cuatrocientos muertos, además de miseria y desolación”. A la vista de esta tragedia se entiende que enseguida se pusieran a construir la muralla, trabajos que duraron hasta 1790. Medía más de tres metros de alta (cuatro varas) y un perímetro de 2.650 metros, y contaba con nueve baluartes adosados, todos bautizados con nombres religiosos y de los cuales solo permanece el de Santiago o del Polvorín. Lo localizo con Googlemaps y compruebo que se sitúa en el extremo Sur del que fue recinto amurallado; me entero también de que en la actualidad es un museo, abierto en 1991, en el cual se exhiben las “joyas del pescador”. De estas “joyas del pescador” no sabía nada y resulta ser una historia sorprendente que me ha hecho pasar unos ratos muy entretenido. Como sería desviarse demasiado del relato (aunque no hago sino desviarme), contaré esa historia en un próximo post.

La muralla de Veracruz tenía tres puertas de tierra y una de mar, que se abrían a las seis de la mañana y se cerraban a las seis de la tarde. La Puerta del Mar se construyó entre 1771 y 1773, en el marco de las obras de refuerzo de las defensas de la ciudad y de la fortaleza de San Juan de Ulúa, como consecuencia de la toma de La Habana por la marina de guerra británica (1762). O sea, que cuando Ticó y sus compañeros llegaron al puerto de Santa Cruz aún no estaba completamente acabado el amurallamiento de la ciudad, pero casi. No obstante, supondré que las falúas que llevaron a los soldados catalanes desde su nao hasta tierra firme los depositaron, más o menos, en el mismo lugar en que se erigiría en pocos años la hermosa Puerta del Mar, anexa al edificio de la Contaduría del Rey, en el terreno entre el convento San Francisco y la muralla, que posteriormente sería llamado plazuela del Muelle. Actualmente, ese espacio se corresponde con la plaza de la República que, por lo que leo en diversas webs, ha sufrido no pocas reformas desde principios del XX hasta estas mismas fechas. Casi ninguno de los edificios que ahora bordean esta especie de atrio urbano existía al arribo de la Companyia, creo que tan solo el hoy Museo de la Reforma y entonces convento y templo de San Francisco. La edificación religiosa –de la orden de los franciscanos, obviamente– se inauguró hacia mediados del XVII y se reconstruiría en la segunda década del XVIII después de quedar asolado tras el ataque ya relatado de Lorencillo. El complejo religioso estaba íntimamente relacionado con la actividad marinera: la Armada de la Flota tenía el patronato de la edificación, la torre de la iglesia (dedicada a San Andrés) era usada como faro y, finalmente, además de los frailes que residían permanentemente, había varias habitaciones para hospedar a los viajeros a su llegada a Nueva España. Me quiero imaginar que, nada más desembarcar, los catalanes hubieron de pasar dos o tres días en Veracruz. Quizá a los oficiales se les facilitó hospedaje en el convento franciscano y, en ese caso, voy a suponer que José Joaquín se alojó en la misma celda de su protector, el teniente Pere Fages, en calidad de su asistente. Seguro que esa primera noche el chaval durmió largas horas a pierna suelta por primera vez en meses. Al día siguiente, mientras los jefes se entrevistaban con las autoridades, aprovechó para reconocer por su cuenta la primera ciudad mexicana.

martes, 20 de febrero de 2018

Ómnibus

Por motivos que sería largo de explicar –relacionados con el azar, la fuerza más poderosa de nuestras existencias– he leído hace unos días el libro Viages de Fray Gerundio por Francia, Bélgica, Holanda y orillas del Rin, que escribió Modesto Lafuente en 1842. De este señor no había leído nada. Es más, si antes de la reciente actualización de mis conocimientos sobre el personaje me hubieran preguntado qué sabía sobre su vida y obra apenas habría podido mencionar nada salvo a vaga idea de que había escrito una historia de España (un trabajo impresionante que he procedido a descargarme y curiosear). De hecho, al oír el nombre lo primero que me venía a la cabeza era la calle madrileña del distrito de Chamberí, donde tuvo su oficina una empresa en la que trabajé unos pocos meses en el año 81. Y aunque también me sonaba el Fray Gerundio, habría sido incapaz de asociarlo al escritor real; ignoraba (o había olvidado si alguna vez lo supe) que aquél fue la cabecera de un periódico satírico que fundó y mantuvo desde 1837 a 1849, que fue asimismo el protagonista ficticio de muchos de sus escritos (en especial de sus capilladas sobre política y costumbres de la época isabelina) y que fue incluso el seudónimo que asumió el propio autor. En resumen, que muy poco, prácticamente nada, sabía de don Modesto, a pesar de que en sus tiempos alcanzó notable celebridad en toda España y se le considera “paradigma oficial de la Historiografía española del siglo XIX”. Y que nunca me haya llamado la atención este señor tiene el agravante de que mi abuela materna era Lafuente, así que hasta es posible que compartamos lejanos lazos familiares. Es que soy un descastado.

El libro (que, por cierto, se puede descargar sin problemas) narra el viaje de cuatro meses y medio que hizo Lafuente (en el texto es su personaje Fray Gerundio) en la segunda mitad de 1841. Salvando mucho las distancias y los años, me ha recordado un tanto el magnífico El Danubio de Claudio Magris, porque de forma similar al italiano, nuestro escritor, además de describir lo que ve en las muchas ciudades en las que se detiene, aprovecha para sazonar el relato con pertinentes anécdotas históricas. En fin, que me permito recomendar su lectura que sin duda resulta más que instructiva para conocer cómo era la vida hace ya casi doscientos años y, de paso, también para disfrutar con una forma de escribir elegante y que ya se ha perdido, me temo que definitivamente (aprovecho para comentar que hay algunas diferencias ortográficas con el castellano actual, entre ellas, por ejemplo, que la letra j no aparecía en tantas palabras como ahora: relox, viages, etc). Pero en este post no pretendo glosar el libro, sino referirme al objeto de uno de sus primeros capítulos, que lo coloca cuando está hablando de Burdeos, a poco pues de haber cruzado la frontera española. El artículo, denominado Ómnibus, describe con entusiasmo los que considera una cuarta especie de carruaje (las tres primeras, descritas en el capítulo anterior, eran los fiacres, cítadines y cabriolets) y que define como “carruajes largos con dos filas de asientos colocados a la larga también, comúnmente para catorce personas, y algunos para diez y seis, los cuales sirven para el trasporte de las gentes de unos a otros puntos notables de las poblaciones”. Dice Fray Gerundio que el servicio de ómnibus estaba por esas fechas generalizado por toda Europa menos en nuestro país. Y, aparte de contar algunas escenas que muestran el talante democratizador de esos vehículos donde su juntaban en armonía todas las clases sociales, nos informa de que en ellos “entran todos los que quieren (que por eso se llaman ómnibus o para todos)”.

Corominas me confirma que, efectivamente, la palabra no es sino el dativo plural de omnis y que adquirió el significado que nos ocupa en el idioma francés. De hecho, parece que ya desde 1828 está registrado como vocablo en los diccionarios de esa lengua, mientras que la RAE no lo tenía incorporado en la edición de 1843 (aparece por primera vez en la de 1884). De hecho, haciendo una consulta en el CORDE (Corpus Diacrónico del Español, de la Academia) compruebo que de los 421 casos registrados, las citas más antiguas son las provenientes de esta obra de Modesto Lafuente. Casi veinte años después, en 1861, Pedro Antonio de Alarcón publicó otro libro de viajes (De Madrid a Nápoles) en el que también se refiere a los ómnibus franceses. Hay que esperar a la década de los setenta y, sobre todo, a la de los ochenta del XIX para que la palabra aparezca con mayor frecuencia y además ambientada en España (el primer caso es de un artículo de Becquer sobre Madrid y años después Pérez Galdós, Pardo Bazán …). Aunque hay algunos antecedentes un poco anteriores que no debieron cuajar, parece que el “inventor” de un servicio de transporte público abierto a todo el que lo quisiera usar fue un tal Stanislas Baudry, un médico y empresario propietario de un establecimiento de baños públicos en Nantes. Como su negocio estaba alejado del centro de la ciudad se le ocurrió montar, con autorización municipal, una línea regular de carruajes que facilitara el acceso. Eso ocurría en 1926 y obtuvo tanto éxito que poco después abandonó el sector de los baños para dedicarse de lleno al del transporte, y en 1928 abrió el servicio en París y luego en Burdeos y Lyon. Si creemos a Lafuente, una década después el servicio se había popularizado (supongo que ya no sería un monopolio de Baudry, quien murió en 1830) y extendido a todas las ciudades importantes de Europa, pero no a las españolas (Spain was different).

En la Wikipedia francesa, citando un artículo de Philippe Dossat y Denis Roux de 2009, se sugiere que el origen de la palabra provendría de que la estación principal de la primera línea de Nantes estaba ubicada frente a una sombrerería cuya enseña era Omnes Omnibus (“De todo para todos”). De modo que la gente, cuando iba a embarcar en el carruaje, diría “voy al ómnibus” y así se popularizaría el término. Ahora bien, no hay constancia de que en esas fechas existiera ninguna tienda con ese nombre. De otra parte, en un documento del “Fondo Stanislas Baudry”, conservado en el archivo municipal de Nantes, se cuenta la escena en la que el contable del empresario, al poco de empezar el servicio, explicando en qué consistía dijo que eran vehículos omnibus, en el sentido de “para todos”. Ha de aclararse que en esa época era hasta cierto punto habitual emplear palabras latinas; sin ir más lejos, el propio Lafuente empieza el capítulo que inspira este post diciendo que “en España no se conocen mas Ómnibus que los que anuncia todos los días en el Diario de Avisos y demás periódicos el profesor de cirugía D. Melchor Ibarrondo al lado de las pezoneras y biberones aspirantes”. Este Melchor Ibarrondo era un dentista famoso por la producción y venta de dentaduras artificiales muy elogiadas que anunciaba como ómnibus (para todos). Así que, pese a la referencia a una supuesta sombrerería, parece más verosímil que a la hora de bautizar el nuevo servicio se optara por un nombre que incorporara la nota distintiva del mismo, llamándolos voitures ómnibus. Enseguida, por economía del lenguaje, se caería el voitures y se quedó el dativo latino a solas. Si en vez de latín, se hubiera bautizado en francés, quizá hoy la palabra española sería purtús o algo así.

Pero si el origen etimológico de ómnibus no deja de ser curioso, mucho más lo es el de su sucesor semántico y real: el autobús. A finales del siglo XIX, los ingenieros alemanes empezaron a fabricar los primeros vehículos a gasolina. Que a estos carruajes que se movían por sí mismos, sin necesidad de la tracción animal, se los llamara automóviles tiene bastante sentido: en el propio nombre está la definición de los denominado. Cuando en los primeros años del XX los antiguos vehículos de transporte colectivo también se motorizaron, podrían haberse denominado, por la misma regla de composición, autómnibus. No pasó así. Parece que en Inglaterra, la palabra ómnibus había evolucionado hasta quedarse en bus y esa transformación debió ocurrir más o menos cuando los carruajes colectivos de caballos eran sustituidos por los de gasolina, de modo que el nuevo término se asoció al nuevo vehículo. En las lenguas latinas se mantuvo el criterio de anteceder el prefijo griego auto, pero no a ómnibus sino solo a bus, y además, al menos en español, la palabra cambió su acentuación pasando de esdrújula a aguda. No se me negará que no deja de ser extraño que el núcleo semántico de la nueva palabra no sea sino una desinencia latina, sin significado en sí misma. Lo que muestra que el cómo se generan las palabras no responde en muchos casos a lo que cabría esperar en buena lógica. Y para acabar: la palabra automóvil no se incorpora al DRA hasta la edición de 1914, y autobús es registrada en 1925 (creo); ambas palabras, pese a sus orígenes latinos y griegos pasan al español directamente del francés, igual que ómnibus. Hasta aquí.

domingo, 18 de febrero de 2018

La expedición a Sonora (1)

Lo que hoy es el estado mexicano de Sonora era en 1767 –cuando llegaron los catalanes de la Companyia– escenario de continuas y feroces rebeliones indígenas. Ya que toca ir a ese territorio, aprovecho para aclarar que se cree que el origen nombre obedece a que alguno de los primeros exploradores del XVI que pasaron por la zona (Diego de Guzmán, Alvar Núñez Cabeza de Vaca o Francisco Vázquez de Coronado) bautizaría el valle del Yaqui como de la Señora (por alguna de las múltiples Vírgenes hispanas) y los indígenas, incapaces de pronunciar la “ñ”, lo convertirían en “Sonora”, término que cuajó y dio nombre al país entero. Sin embargo, hasta la segunda década del XVII el Virreinato aún no había llevado a cabo ninguna ocupación efectiva en estas tierras. La colonización –como en los estados al Norte de Nueva Galicia y en la Baja California– corrió a cargo de la iniciativa y el ardiente celo evangélico de los jesuitas, que se dedicaron, con notables esfuerzos y muchos altibajos, a fundar y mantener numerosas misiones. Pero la intensa actividad colonizadora de los jesuitas no fue suficientemente apoyada por el gobierno virreinal. Durante casi todo el siglo XVII solo había dos presidios (puestos militares) cercanos y ambos en la vecina Sinaloa. Afortunadamente, los abundantes indios de la zona –en especial el pueblo yaqui–, convencidos por las maneras de los frailes, ofrecieron la paz a los invasores durante muchas décadas. Ello permitió que las autoridades de la ciudad de México consideraran el territorio como parte del Virreinato e incluso, en 1636, mediante un acuerdo entre el Virrey y Pedro de Perea, entonces alcalde mayor del presidio de San Felipe y Santiago de Sinaloa (con un nutrido historial de matanzas de indígenas), se creó una nueva provincia que primero se llamó Nueva Andalucía y años después cambió su nombre por Sonora (comprendía también tierras de la actual Arizona). A partir de 1680, sin embargo, empeoró la siempre precaria situación de las misiones ante el creciente descontento de los indios nativos por los trabajos a los que les obligaban los españoles y, además, debido a las hostilidades de los apaches que, desplazándose desde el Sur del actual Nuevo México, comenzaron a invadir el Noroeste de la provincia. Estas circunstancias frenaron el lento progreso de la colonización obligando a los pobladores a dedicar sus mayores esfuerzos a defenderse de los ataques indígenas que no pocas veces provocaron el abandono de asentamientos. De hecho, desde la década de los ochenta del XVII hasta los días en que llegaron los catalanes constan multitud de escritos de misioneros, vecinos y autoridades locales solicitando el establecimiento de presidios para contener las continuas hostilidades indígenas. Para 1765, el año en que llegó Gálvez a México, había el convencimiento entre los pobladores de que se preparaba un alzamiento general de los indígenas de Sonora, prontos a formar una confederación de todas las tribus para sacudirse definitivamente el domino español. Juan de Pineda, leridano de Sort y reciente capitán general de Sinaloa y Sonora, pese a la reorganización que hizo de los presidios y las duras medidas represivas adoptadas (fue el primer gobernador que ofreció recompensas por cada indio rebelde muerto), se percató enseguida de la necesidad urgente de organizar una expedición militar para derrotar a los nativos en su propio territorio.

Pineda, en su carta de 13 de noviembre de 1766 al virrey marqués de Croix, proponía organizar un ejército formado con doscientos soldados de los presidios, cien milicianos escogidos, doscientos dragones de México y, además, doscientos indios de las misiones en calidad de auxiliares. En enero de 1767, una Junta de Guerra convocada en la ciudad de México por Gálvez decidió realizar la campaña solicitada por Pineda pero aumentando las fuerzas, que habrían de llegar a mil trescientos efectivos. La idea era perseguir y aniquilar a los indios rebeldes –seris y pimas, principalmente, pero también yaquis– en una campaña cuya duración se estimaba en ocho meses (las cosas, como es frecuente, no sucedieron según lo planeado: la guerra contra los indígenas rebeldes de Sonora duró cuatro largos años). Para comandar ese ejército se nombró al coronel de dragones Domingo Elizondo, personaje que luego escribiría una Noticia de la expedición militar contra los rebeldes seris y pimas del Cerro Prieto, publicado en edición crítica por la Universidad Autónoma de México en 1999. La familia de este Elizondo probablemente provendría de la capital del navarro valle de Baztán, como sugiere su apellido y también porque, de vuelta en España, se asienta en Pamplona. Los editores de su Noticia se inclinan sin embargo por considerarlo ilerdense, apoyándose en que en una carta que escribe a Juan de Pineda lo llama paisano, argumento que no termina de convencerme. En todo caso, lo que se sabe es que ingresó a los diecinueve años en el Regimiento de Dragones de Sagunto, cuerpo de caballería heredero del levantado en Barcelona en 1703 por José Alejo de Camprodón; no he podido verificarlo, pero tengo la impresión de que, aunque el regimiento adoptó el nombre de la ciudad valenciana en 1718, su sede siguió en la capital catalana, lo que reforzaría la tesis de los vínculos de Elizondo con Cataluña. Lo que sí se sabe es que en 1732, con apenas 22 añitos, ya interviene y es distinguido en la reconquista de Orán (que había caído en manos otomanas durante la Guerra de Sucesión española) y que a partir de ahí no para de participar en acciones guerreras por toda Europa. De todas ellas interesa destacar las campañas de Italia (1742-1746) en el marco de la Guerra de Sucesión austriaca, porque allí coincidió y amistó con Juan Claudio de Pineda, el futuro gobernador de Sonora. La última actuación europea de Elizondo es la campaña de Portugal (1762), a la que ya me he referido: fue el escenario de la primera actuación militar de la Companyia de Voluntaris Catalanes, así que es más que probable que Elizondo conociera el comportamiento de estas tropas antes de reencontrarlas en la Nueva España. En 1764 se forma en Veracruz (el principal puerto del Virreinato) el Regimiento de Dragones de España con ocho compañías que al año siguiente se aumentaron a doce, organizándose en tres escuadrones. La creación de este cuerpo de caballería obedecía a la voluntad reformista de la administración borbónica, a la que ya me he referido, y por eso, al menos en estos primeros años, la oficialidad y la mayoría de la tropa venía directamente de España. En ese contexto hay que suponer que se decidió designar a Elizondo como coronel al mando del regimiento, aunque en algún sitio he leído que a él no le apetecía nada cruzar el charco. Lo cierto es que a principios de 1766, estaba ya en México para hacerse cargo de los Dragones. Un año después le encargarían dirigir un piquete de ese cuerpo (junto con los refuerzos ya mencionados) hacia los desiertos de Sonora.


He intentado reconstruir la expedición militar a Sonora –al menos los sucesos de los primeros meses– y, a pesar de haber consultado bastantes textos que tratan del asunto (aunque la mayoría de modo indirecto), no termina de quedarme clara. No dudo de que toda esa aventura sea sobradamente conocida por los historiadores; seguramente, la ya citada Noticia del propio Elizondo ha de detallar más que suficientemente la secuencia de los acontecimientos, mas no dispongo de ella. Pero en fin, vamos a tirarnos a la piscina y que me perdonen los conocedores las más que probables meteduras de pata. Parece que Elizondo salió de la ciudad de México a finales de abril de 1767, con poco más de cuatrocientos hombres, de los que treinta aproximadamente eran oficiales y técnicos militares. La mayoría de los militares provenían de los regimientos de dragones, pero había también de otros cuerpos, entre ellos de la Compañía de Fusileros de Montaña, formada muy mayoritariamente por catalanes reclutados algunos años antes (hay autores que sostienen que muchos se alistaban con la intención de luego desertar para probar fortuna en tierras americanas). Téngase en cuenta que, para esa fecha, la Companyia Franca de Voluntaris de Catalunya estaba todavía concentrada en Cádiz a la espera de embarcar. La tropa dirigida por Elizondo marchó por tierra hacia el puerto de San Blas, en Nayarit, que acababa de ser constituido como puerto de altura y capital del departamento marítimo de su mismo nombre (y jugaría un papel muy relevante en las posteriores expediciones a California). Por muy lentos que fueran, no creo que tardaran más de mes y medio en recorrer los novecientos kilómetros que separan el DF de San Blas, lo cual hace que, a más tardar, se acantonaran en el cuartel de Huaristemba (en la actualidad ese topónimo corresponde a un asentamiento de casas muy modestas con calles de tierra) a mediados de junio de 1767. Y aquí surge la primera gran laguna: ¿por qué se quedaron ahí quietos durante siete meses? Y es que Elizondo llegó a Guaymas, el puerto de Sonora y desde donde preparó los ataques contra los indios, el 11 de marzo de 1768, después de cincuenta y ocho días de viaje por tierra; eso quiere decir que se puso en marcha a mediados de enero de ese año.

No sé la razón de tan grande demora. Es posible (hasta probable, diría yo) que tenga que ver con la expulsión de los Jesuitas de Sonora. En el verano de 1767, Juan de Pineda, el gobernador de Sinaloa y Sonora, recibió la orden de que procediera a la inmediata expulsión de la cincuentena de misioneros de la Compañía de Jesús que trabajaban en ese territorio. A los de Sonora los convocó en la misión de Mátape (hoy Villa Pesqueira) para enseguida detenerlos e incomunicarlos. A finales de agosto los trasladaron a Guaymas y los encerraron en un barracón miserable junto al mar, donde permanecieron hasta el 20 de mayo de 1768, cuando los embarcaron con destino a España (en un viaje que fue una dolorosa odisea). Supongo que la expulsión tuvo que generar bastante inquietud y descontento en la población de Sonora, tanto entre los residentes españoles (las familias más influyentes, muchas de origen vasco, eran muy afines a los misioneros) como entre los indios. Quizá las autoridades pensaron que convenía esperar a que los frailes salieran del Estado antes de iniciar la campaña de castigo contra pimas y seris. El caso es que, durante esta larga espera, llegaron los catalanes de la Companyia. En el post anterior dije que al llegar a la Nueva España (después de una escala en La Habana porque Cuba iba a ser, en principio, su destino) los enviaron a Guadalajara, porque así lo había leído en una web sobre la Companyia. Sin embargo, después, encuentro otras fuentes que aseguran que su sede fue fijada en Tepic, la capital del actual estado de Nayarit. Ahora bien, quien dice Tepic bien puede decir el cuartel de Huaristemba (si coincidía con el actual poblado de ese nombre, distaba unos 50 kilómetros de Tepic); así que para mí tengo que los hombres que dirigía Agustí Callis llegaron en octubre de 1767 al mismo cuartel en que desde cuatro meses antes estaban ya instalados los soldados al mando de Domingo Elizondo. Seguramente alguno de los oficiales catalanes (¿por qué no el propio Fages que he elegido como mentor y protector de mi protagonista?) conocería de antes a Elizondo, tal vez de haber batallado junto a él en la ya mencionada campaña de Portugal.

Me detengo aquí, pero ya es fácil adivinar que los catalanes recién llegados (parte de ellos en realidad) se unirían a las fuerzas de Elizondo en la expedición represiva contra los indios rebeldes de Sonora. José Joaquín Ticó, por supuesto, viviría esa campaña (porque así lo decido, que no tengo ni un solo dato que lo confirme) que habría de significar su bautismo de fuego. Pero ya lo contaré en el próximo post.

viernes, 16 de febrero de 2018

Mi limón, mi limonero

Sí, el éxito del verano del 69, la que cantaba aquel venezolano llamado Henri Stephen (sus padres eran de Granada, el país antillano, no la capital nazarí). Llevo unos días que no se me va de la cabeza y no preciso psicoanalizarme para descubrir la causa: en estos últimos días estoy bastante dedicado a los limones. Resulta que desde el viernes pasado estoy pasando unos días de descanso en mi refugio rústico tacorontero. Poco antes de que arrancara la cabalgata del carnaval chicharrero escapaba yo de Santa Cruz y la locura de sus fiestas más populares. Hará ya veinte años –al menos– que no bajo al mogollón. Reconozco que en lejanos tiempos, y aun cuando nunca he sido amigo de aglomeraciones por muy festivas que sean, disfruté de unos cuantos momentos de diversión. Pero non ho l’età, no porque no llegue, como la Cinquetti, sino porque la he pasado de largo. El caso es que aquí, en mi finquita, tengo un bonito limonero. Nosotros, hace unos dos años, plantamos media docena, no demasiado lejos de la casa, justo debajo del gallinero. Pero claro, éstos son arbolitos jóvenes, que este año han empezado a dar fruto y en poca cantidad. En cambio el otro, al que me estoy refiriendo, es ya un señor árbol con una espectacular generosidad fructífera (y eso que no lo atendemos prácticamente nada y tiene bastantes ramas colonizadas por algún hongo). Este invierno el árbol estaba a rebosar. De modo que llevo ya más de un mes haciendo viajecitos de casa al limonero, me paso allí más de media hora seleccionando los más maduros y esforzándome en cogerlos, los más altos ayudado por un palo ad hoc (con cuchilla y cestita), y luego rehago cuesta arriba (con una pendiente del 18%) los trescientos metros de distancia cargado con dos bolsas de la compra llenas de limones (unos diez kilos cada una). A la fecha habré recolectado ya el 80% y, como puede verse en la foto, el árbol está bastante aligeradillo.


Tan abundante cosecha supera con creces nuestra capacidad de consumo. Les hemos dado unos cuantos limones a los vecinos y me he llevado para Santa Cruz, en bolsitas de un kilo, para regalar a los amigos y compañeros de trabajo. Pero aun así seguimos teniendo demasiados. Además, resulta que a K. la limonada le sienta mal, por lo que la misión de ingerir los limones .básicamente en forma líquida- recae íntegramente sobre mí. De modo que desde hace unas semanas, cuando me voy para Santa Cruz (donde resido durante la semana laboral), llevo tres o cuatro litros de limonada. Y esta semana que estoy en el campo, de rato en rato exprimo cuatro limones para obtener un vaso pequeño de jugo que mezclo con otros tres de agua y así tengo unos ochenta centilitros de limonada para beber recién hecha. Y como estoy dedicando no poco tiempo a la extracción del zumo, he aprendido algunos truquillos como, por ejemplo, que para obtener más cantidad de líquido por pieza conviene que el limón esté ligeramente calentado y conviene también cortarlo longitudinal y no transversalmente que es como solemos hacerlo casi todos. También, naturalmente, he actualizado los elogios al limón por ser tremendamente beneficioso para la salud (incluso hay quienes aseguran que es un anticancerígeno muy efectivo). No dudo que lo sea, aunque mi aparato digestivo ya no es el que fue y acusa la entrada del ácido cítrico (y eso que, como he dicho, mi limonada es una medida de limón por tres de agua; y sin azúcar, claro).


En fin, que en estos días me siento tentado de afirmar, como Meat Loaf, que la vida es un limón y que me devuelvan el dinero. Me refiero, claro, al tema Life is a Lemon (and I want my money back!) que forma parte de su LP de 1993, Bat out of Hell II, secuela del fantástico del 1977 Nunca segundas partes fueron buenas, dicen, y el dicho se cumple en este caso; aun así, como le guardo cariño al viejo “pastel de carne” (nostalgias adolescentes) no me resisto a enlazar un video en el que interpreta esta canción en directo. Pero quiero seguir dejando constancia de estas mis irrelevantes peripecias cotidianas y por eso señalaré que después de exprimir los cuatro limones, recojo los restos de pulpa con una cucharita, lo meto en una media cáscara vaciada y boto todo al cubo de la basura (orgánica). Y cada vez que lo hacía sentía una sutil punzada en el alma (cursilería metafórica no demasiado verídica) por desperdiciar un porcentaje tan elevado de la masa de los limones. Así que ayer decidí que iba a reservar cáscaras y pulpa sobrante con la intención de preparar algo. Tras las obligadas consultas en internet me decidí por intentar hacer mermelada y a ello me puse. En las recetas de las mermeladas de limón, pican los limones enteros, cáscara y pulpa; yo he cortado en trocitos las cáscaras vacías y añadido la pulpa semideshidratada. Todo ello lo he metido en una olla a la que he añadido dos vasos de agua para compensar. Cuando estaba hirviendo, he bajado el fuego y añadido azúcar. He estado cocinando el mejunje durante tres cuartos de hora, hasta que me ha parecido que tenía la consistencia característica de una mermelada. Entonces la he guardado en un frasco de cristal. La probaré mañana en el desayuno, cuando se haya enfriado; de momento lo único que puedo decir es que olía bien.



Ya acabando este post me acuerdo de dos canciones más. La primera era de aquel trío folk de los sesenta, Peter, Paul & Mary, los primeros que popularizaron el Blowin’ in the wind de Dylan. Me entero ahora de que el compositor, un tal Will Holt, se inspiró en un tema tradicional brasileño y que también la han interpretado otros cuantos, entre ellos nada menos que Bob Marley. Gracias a Youtube la escucho después de, probablemente, cuarenta años; la verdad es que no me dice gran cosa. La letra, por otra parte, es bastante tonta: compara el amor con el limonero, un árbol muy bonito, con flores preciosas, pero el fruto es incomestible … ¡¿incomestible?! Más conocido es otro tema dedicado también a un limonero, el éxito (prácticamente el único) de 1993 de la banda alemana Fools Garden. ¡Cómo pasa el tiempo! Veinticinco años nada menos, y me parece que fue hacia nada cuando salió esta canción, y la gracia que me hizo su letra, con un protagonista depre, aburrido y añorando a su novia, que no hace sino ver limoneros. Bueno, tampoco vaya a pensarse que llevo toda la semana limoneando. Qué va. He tenido tiempo para muchas más cosas. Entre otras, leer sobre la historia de del Noroeste del antiguo Virreinato de Nueva España en tiempo de los Borbones, que me está resultando apasionante. Algo de estas lecturas se reflejará en este blog, para poder seguir relatando (inventando) la biografía de José Joaquín Ticó. Pero mientras acumulo datos y construyo mi trama, gano tiempo publicando este post absurdo y amarillo. Mi limón, mi limonero, entero me gusta más …


miércoles, 14 de febrero de 2018

El lejano y gran Norte

Para poder seguir las aventuras de José Joaquín Ticó en América me es necesario familiarizarme mínimamente con el antiguo Virreinato de Nueva España y su división político-administrativa por esas fechas. Hasta la creación de las Intendencias por Carlos III –que ocurrió pocos años después de la llegada de la Companyia–, la división territorial de la futura República mexicana era básicamente la que había establecido el primer Virrey, Antonio de Mendoza y Pacheco. La parte continental del Virreinato comprendía las siguientes unidades de Sur a Norte: Capitanía General de Guatemala (desde Costa Rica al actual estado mexicano de Chiapas), Capitanía General de Yucatán (la península del mismo nombre), el Reino de México (la parte central en torno al actual DF), el Reino de Nueva Galicia (los actuales estados de Colima, Jalisco, Nayarit, Aguascalientes y Zacatecas, con la capital en Guadalajara), Reino de Nuevo León (en la costa del Golfo entre las desembocaduras de los ríos Pánuco y Bravo), Reino de Nueva Vizcaya (los actuales estados de Sinaloa, Durango y Coahuila) y, finalmente, la Nueva Extremadura, que se extendía hasta los confines Norte y Este en el territorio de los actuales Estados Unidos yanquis. Mirando un mapa, enseguida nos damos cuenta de que cuanto más al Norte más grandes eran las unidades político-administrativas del Virreinato; también las partes más septentrionales eran las menos pobladas. Así, la ocupación de Nueva Vizcaya no empezó hasta el siglo XVII y fue iniciativa de los jesuitas con su sistema propio de evangelización y colonización. Se fueron fundando misiones que eran enclaves bastante aislados en territorio de indios hostiles (los pimas, sobre todo). Durante los dos primeros tercios del siglo XVIII, la península de California (lo que se llamaría California Vieja) fue de hecho gobernada por los jesuitas. Ahora bien, los territorios al Norte de la actual frontera con los Estados Unidos eran prácticamente terra incógnita. Su conquista e incorporación efectiva al dominio hispano se empezaría justamente con la llegada a México de los catalanes (entre los que venía nuestro amigo Ticó).

Mientras pasaba largos ratos escudriñando mapas actuales (GoogleEarth) y antiguos, me he estado preguntando por qué España consideraba como propias las enormes extensiones de América del Norte lindantes con el Pacífico, cuando hasta el último tercio del XVIII no había ni un solo asentamiento estable de súbditos de los reyes españoles en esas tierras. Por supuesto, la base de la reivindicación hispana se remonta a la famosa bula papal de 1493 y al subsiguiente Tratado de Tordesillas, que asignaba a la corona castellana todas las tierras al Oeste de un meridiano situado a 370 leguas de las islas de Cabo Verde. Bien es verdad que se trataba de un acuerdo entre Portugal y Castilla, que las potencias venideras –Francia, Holanda, Inglaterra, Rusia e incluso los futuros Estados Unidos– no reconocerían, máxime cuando a finales del XV ni siquiera se sabía lo que se estaba repartiendo. Luego vino, claro está, Vasco Núñez de Balboa, quien el 29 de septiembre de 1513 arribó a una playa del golfo de San Miguel en la actual provincia panameña de Darién y tomó posesión solemne para la Corona española de las aguas de ese “Mar del Sur” y de todas sus tierras adyacentes. En 1542, durante el gobierno del primer virrey, se comisionó al marino Juan Rodríguez Cabrillo para que explorara las costas norteñas. Zarpó el 24 de junio desde el puerto de Barra de Navidad, en el actual estado de Jalisco, y navegó hacia el Norte recorriendo toda la península de Baja California, alcanzando la bahía de San Diego (28 de septiembre), Los Ángeles (6 de octubre), Santa Mónica (9 de octubre), Santa Bárbara (13 de octubre), la bahía de Monterey (15 de noviembre) y finalmente, bajo el mando de Bartolomé Ferrelo (porque Cabrillo murió el 3 de enero de 1543 a causa de un brazo roto en una escaramuza con los nativos), alcanzan el cabo Mendocino, en el Norte del actual estado de California. Algo más de medio siglo después, entre mayo de 1602 y febrero de 1603, el virrey Gaspar de Zúñiga y Acevedo encargó al comerciante y explorador Sebastián Vizcaíno que explorara el litoral californiano para localizar puertos de refugio seguros para el galeón de Manila. La expedición cartografió detalladamente la costa y probablemente llegó hasta la bahía de Coos, en el paralelo 43, ya en el actual estado de Oregón.

Así que durante los casi dos siglos y medio que median entre la creación del Virreinato de Nueva España y las reformas de Gálvez, los españoles asumieron que el inmenso territorio que se extendía hacia el Norte formaba parte de su Imperio, aunque no se habían preocupado de ocuparlo (no alcanzaban los medios para ello). Supongo que todavía en 1767 (cuando llegó la Companyia Franca de Voluntaris) sería imposible para cualquier habitante de la Nueva España, por muy aficionado que fuera a la cartografía, señalar el límite septentrional del Virreinato. El oriental estaba algo más claro: lo constituían las Rocosas, la codillera que corre desde Canadá hasta Nuevo México separando el Midwest del Far West de los actuales Estados Unidos. Al Este de las Rocosas, el Valle del Misisipi y la región de los Grandes Lagos, estaba bajo la soberanía francesa desde finales del XVII. Esta Nueva Francia comprendía gran parte de las actuales provincias canadienses de Terranova, Quebec, Ontario y Manitoba, y en Yanquilandia los que hoy son los estados de Michigan, Ohio, Indiana, Wisconsin, Illinois, Minnesota, Iowa, Missouri, Kentucky, Tennessee (la parte occidental), Arkansas, Louisiana y Mississippi: ¡más de tres millones de kilómetros cuadrados! En comparación con las Trece Colonias, sus vecinos al Este, este inmenso territorio estaba muy escasamente poblado (no más de 70.000 habitantes frente a más de dos millones); nada más que unas cuantas ciudades –Montreal, la mayor, y Nueva Orleans, de posterior fundación– y varios fuertes diseminados. Pero al menos los franceses habían iniciado la colonización, a diferencia de los españoles en esa lejano Norte que reivindicaban como parte del Virreinato. Bien es verdad que pocos años antes del arribo de los catalanes, como consecuencia de la derrota francesa en la Guerra de los Siete Años, la Nueva Francia fue repartida entre Inglaterra (el Canadá y la franja entre las Apalaches y el Mississippi) y España, que se adjudicó la parte Oeste del gran río con Nueva Orleans. Así, durante algunas décadas, el ámbito del Virreinato de la Nueva España amplió considerablemente su extensión con lo que se llamó la Luisiana española, pero para lo que nos importa no tuvo apenas efectos (sobre la Louisiana ya escribí aquí).


Desde el cambio dinástico los estadistas borbónicos estaban empeñados en impulsar reformas buscando tanto el progreso económico como impulsar la centralización del gobierno. Esos cambios institucionales se ejecutaron primero en la Península pero a partir más o menos de la mitad del siglo la nueva concepción político-económica empezó a prevalecer entre los funcionarios hispanos en cuanto a las relaciones entre la metrópoli y las colonias. Así, comparando la forma en que otras potencias gobernaban sus dominios, los españoles comprobaron que en Nueva España, además de ser bastante pobres los beneficios obtenidos por la corona, la política de los Habsburgo no sólo había facilitado a los negociantes locales el control del comercio y al clero demasiada influencia sobre la sociedad colonial, sino que había otorgado a dicho reino un alto margen de autonomía que poco se compadecía con la ideología absolutista dominante. Pero había otras consideraciones que fueron fundamentales en la decisión española de afrontar reformas radicales en las colonias que no eran otras que las amenazas de las otras potencias sobre los dominios hispanos, por mucho que estas posesiones ignotas las tuvieran abandonadas, como era el caso ya referido de ese enorme Norte del Virreinato de Nueva España. Era urgente pues acometer cambios profundos en los cuerpos defensivos (y represivos) coloniales, enviando a Ultramar militares imbuidos de las nuevas ideas. En este sentido, Cataluña resultó una de las provincias favorecidas con la nueva política, ya que habría de convertirse en la tercera de España en número de oficiales enviados a las colonias, entre los que destacaban personal de infantería y peritos en cuestiones de artillería y fortificación, en su mayoría formados en Barcelona. De tal forma, a partir de la década de los sesenta, la mayoría de puestos de gobierno del Virreinato, y especialmente los de las regiones norteñas, empiezan a ser ocupados por militares peninsulares. De hecho, las autoridades reales comenzaron a exigir que para ocupar el cargo de gobernador el candidato debía ser “un sujeto valeroso que venga de la península con más de dos compañías de españoles para que refuercen a las que ahí existen y sofoquen a los díscolos de estas poblaciones” (Juan Marchena Fernández, Oficiales y soldados en el ejército de América). Había que instituir, a la fuerza si así convenía, una nueva forma de gobernar y administrar el reino.

En este contexto se enmarca la llegada a América de José Joaquín Tico, el más jovencillo de los integrantes de la Companyia catalana. Se entiende así que las autoridades del Virreinato decidieran desplazarlos a Guadalajara, la capital de Nueva Galicia, reino a partir del cual empezaba el gran Norte, amenazador y amenazado. Hacia allí habrá de ir enseguida nuestro protagonista.

domingo, 11 de febrero de 2018

La Companyia Franca de Voluntaris de Catalunya

Una de las obsesiones del Conde Duque era contar con fuerzas militares permanentes de la Corona en Cataluña y que estos contingentes, en la máxima medida, estuvieran formados y sobre todo pagados por los propios catalanes. Sin embargo, las Constituciones catalanas impedían al Rey disponer de tropas en el Principado salvo para defenderlo y, además, los catalanes eran insoportablemente tenaces resistiéndose a conceder ayudas financieras o militares a los Austrias. De hecho, los intentos (frustrados) de Olivares de crear un modelo homogéneo en la monarquía hispánica, al menos en relación a las acuciantes necesidades defensivas (muy en particular contra la Francia de Richelieu), están en la base de la famosa Revuelta de los catalanes iniciada con el Corpus de sang de 1640 (al que se alude en la letra de Els Segadors). En ese conflicto, la Generalidad de Pau Claris, en indiscutible acto de traición, se alió con Luis XIII, el enemigo del rey natural, Felipe IV. De este modo, durante más de una década, Cataluña se convirtió en el escenario de guerra entre las monarquías francesa y española, que supuso grandes daños para España, pero los peores para el propio Principado (el principal de ellos, la definitiva pérdida del Rosellón).

Para ayudar a los ejércitos franceses en la guerra, Pau Claris ordenó a Francesc Cabanyes que creara un cuerpo de milicias auxiliar al que se llamó Companyia d'Almogàvers, aunque enseguida se conocieron como “migueletes” (miquelets), parece que por el nombre de uno de sus primeros comandantes (Miquelot de Prats). Se pretendía que actuaran en misiones de apoyo como fuerzas especiales, con mucha más flexibilidad que el ejército regular francés y lo cierto es que, sobre todo al principio de la guerra, alcanzaron señalados éxitos contra las tropas de Felipe IV. Sin embargo, solo dos años después, los propios líderes rebeldes decidieron disolver este cuerpo debido a su incontrolable indisciplina, que les llevaba a realizar numerosas acciones de pillaje. Pero el modelo –fuerzas irregulares– gustó y volvió a resucitarse en 1689 (durante la Guerra de los Nueve Años) y en los años –1705 a 1713– del breve reinado del pretendiente austracista en Cataluña, cuando se mostraron muy eficaces en los ataques a los borbónicos, en especial en el área del Maestrazgo. Lógicamente, tras el triunfo de los partidarios de Felipe V, los odiados migueletes fueron disueltos y los que quedaron pasaron a la clandestinidad como guerrilleros. Para acabar con ellos (y también como fuerzas de orden público), la nueva administración borbónica creó los mossos d’esquadra (no deja de ser irónico que el nacionalismo catalán haya recuperado para su policía un cuerpo creado por quienes lo habían derrotado).

Al poco de acceder al trono español, Carlos III hubo de enfrentarse al agresivo expansionismo inglés en América que desembocó en la guerra angloespañola (1761-1763), parte de la más amplia Guerra de los Siete Años. Para reforzar los débiles ejércitos regulares, se constituyeron una serie de compañías de voluntarios. Entre ellas, en 1762, se formó la de Cataluña, organizada siguiendo el modelo de los antiguos migueletes. La recluta se inició enseguida y ese mismo año voluntarios catalanes participaron en la invasión (frustrada) de Portugal. Tras la firma de la Paz de París, había motivos más que fundados para pensar que debían reforzarse las tropas que defendían las posesiones coloniales (los británicos habían ocupado con facilidad La Habana y Manila), de modo que se siguió reclutando soldados para la Compañía con la intención de enviarlos a América. Aunque la sede de la compañía de voluntarios estaba en Barcelona, la mayoría de las levas se hicieron en las comarcas prepirenaicas y del interior de Cataluña. Quiero suponer que hacia el invierno de 1767 los reclutadores pasarían por la Segarra y el jovencísimo José Joaquín Ticó –andaría por los diecisiete años–, ansioso por escapar de Sedo, se enrolaría con la cabeza llena de fantasías aventureras. Podemos imaginarnos al chaval todo ufano embutido en su uniforme nuevo: casaca y pantalones hasta las rodillas de lana de color azul, chaleco, bocamangas y cuello de la casaca amarillos, botones plateados, camisa blanca y corbata negra, sombrero o tricornio negro con un ribete amarillo y un lazo pequeño rojo, los zapatos negros y las medias blancas.

Dos años antes, en 1765, el rey había nombrado a José de Gálvez y Gallardo –por entonces uno de los juristas más reputados de la Corte– visitador del Virreinato de la Nueva España, con el encargo de reorganizar en todos los órdenes ese inmenso territorio que andaba manga por hombro. Parece que fue Gálvez el que requirió urgentes refuerzos militares y por eso, en mayo de 1767, salió de Cádiz hacia Veracruz la flamante Compañía, formada por 4 oficiales, 4 sargentos, 2 tambores y 94 cabos y soldados. De Veracruz, en el Golfo de México, la Compañía fue enviada a Guadalajara, cercana a la costa del Pacífico. Conviene señalar que era la primera vez que una compañía militar enteramente catalana era enviada fuera de la Península. Lo cierto es que Gálvez quedó encantado con el comportamiento de los soldados catalanes, tanto que –como contaré en un siguiente post– mostró luego una marcada preferencia en el recurso a estos militares para el gobierno de las regiones del Noroeste mexicano y de las Californias. Ha de tenerse en cuenta que los oficiales de la Companyia tenían ya probada experiencia en el ejército español, en especial el capitán Agustí Callis, pero también el segundo, el teniente Pere Fages, y los dos subtenientes, Pere d’Alberni y Esteban Vilaseca. En todo caso, lo que estaba ocurriendo en la segunda mitad del XVIII –y de lo que la Companyia Franca de Voluntaris es buena muestra– era un cambio radical en cuanto al encaje de Cataluña en España. Pareciera que la vieja actitud de mutua desconfianza entre Castilla y Cataluña durante los Austrias se empezó a desarticular. Desaparecida la prohibición catalana a involucrarse en acciones militares exteriores al Principado, la participación de éstos empresas de la monarquía también trajo consigo la apertura de América a los catalanes.

Este cambio de contexto determinará plenamente la vida de nuestro protagonista, de José Joaquín Ticó, que, siendo un adolescente de la Cataluña interior que ni siquiera habría visto nunca el mar, se embarcó nada menos que para cruzar el charco y allí, en América, viviría el resto de sus días, sin volver nunca más a su tierra natal. Por cierto, no tengo ninguna prueba pero, como me he dado licencia para fantasear, digamos que si Ticó siendo tan joven fue aceptado en la Compañía fue debido a que a su favor intercedió Pere Fages, natural de Guisona, localidad a solo 8 kilómetros al Norte de Sedó. No me parece inverosímil que el teniente conociera e incluso mantuviera amistad con la familia Ticó. Digamos que sí y, por tanto, pensemos que el chico fue encomendado a los cuidados del paisano. Asumiré esta hipótesis y así podré seguir la biografía de José Joaquín fijándome en la de Fages, más documentada.

viernes, 9 de febrero de 2018

Visitando el país de la infancia

En el mismito centro de Cataluña, en la Cataluña más profunda, justo en la esquina entre las provincias de Lérida, Tarragona y Barcelona, se asienta la comarca de La Segarra, territorio de altiplano con clima continental. Paisaje rural, agrario, de pueblos escasos y dispersos, salvo la capital, la medieval y universitaria Cervera. Retrocedamos hasta el ecuador del XVIII. Ya lleva medio siglo reinando en España la nueva dinastía, esos Borbones tan odiados cuyos ejércitos, el 11 de septiembre de 1714, habían doblegado la resistencia catalana y rendido Barcelona. Aunque conviene aclarar que no toda Cataluña fue antiborbónica; de hecho, Cervera y sus aledaños se pusieron del lado de Felipe V (bien es verdad que hacia el final de la guerra), lo que les reportó jugosos privilegios. Después de Felipe –tras el breve paréntesis de su hijo Luis I– vino Fernando VI y durante su reinado (1746-1759) nació, pocos kilómetros al norte de Cervera, en un pequeño pueblo llamado Sedó, José Joaquín Ticó. Casi nada he podido averiguar de este hombre, pero sí que, enrolado en la Compañía Franca de Voluntarios de Cataluña, pasó muy jovencito al otro lado del charco, al Virreinato de Nueva España durante los últimos años del dominio hispano. Pero la carestía de noticias sobre José Joaquín no es motivo de pena sino, al contrario, excusa y acicate para que fabulemos sobre él, para que la imaginación nos dibuje su historia.

Empecemos desplazándonos al Sedó de la segunda mitad del XVIII que me atrevo a afirmar que no sería muy distinto del actual. Fuimos caminando desde Cervera, después de regalárnos un espléndido desayuno en un bar de la Plaça Major (por cierto con un montón de ventanas engalanadas con la estelada). Recorrimos en toda su longitud la estrecha y empedrada calle mayor. Seguimos luego por la calle de Santa Ana hasta la plaza de la Universidad, poco más que un ensanche del viario insuficiente para la monumental fachada del edificio barroco-neoclásico que, justamente por aquellos años de nuestra historia, estaba casi recién inaugurado. El último tramo de calle del casco viejo correspondió al carrer del combat que nos desembocó en la Avinguda de Catalunya y, desde allí, el carrer Victoria hasta cruzar la línea férrea (aún paso a nivel con barrera) y luego la Avinguda d’Agramunt, zona ya de arrabal con algunas antiguas edificaciones industriales de principios del XX no exentas de interés. Al final, una glorieta desangelada nos anuncia que se acabó el núcleo urbano; hacia el Oeste un camino entre cipreses que conduce al cementerio, de frente, hacia el Norte, el camino a La Cardosa, que es el que cogemos.

El camí la Cardosa es una senda estrecha y sinuosa, que discurre entre campos verdes de cereal, muros bajos de piedra seca, arbustos y olivos, y abundantes flores (predominan las amapolas): un recorrido muy agradable de pasear (lástima las puñeteras torres metálicas de alta tensión). A los veinte minutos llegamos a la autopista A2 (Madrid-Barcelona) que puede atravesarse en túnel. El paisaje se torna algo más agreste, el camino coge un poco más de pendiente ascendente, pero sigue siendo casi llano. Al cabo de una media hora entramos en el diminuto caserío de La Cardosa. Según me informo, el poblado y otros de los alrededores era feudatario hacia el siglo XII de lo señores del castillo de Sedó, pero luego pasaría a un noble con carta de libertades. Actualmente es un pueblo fantasma (la viquipèdia dice que tiene tres habitantes, pero no los vimos) y cuenta con dos monumentos históricos: el castell (en realidad una casona señorial de piedra de tres pisos) y la iglesia de San Pedro, también de origen medieval. Precisamente junto al carrer esglesia empieza el camí de Sedó por el que nos internamos tras la breve parada en La Cardosa.

El camino se torna más plácido y más plano, casi bucólico se me antoja. Andados algunos centenares de metros, un cartelito nos advierte que estamos en un área privada de caza. Junto a los olivos aparecen otros árboles dispersos también de poco porte, almendros los más; la mayor parte de los campos en cultivo, pero también algunos trozos asilvestrados. De pronto, algún elemento extraño nos sorprende: un talud tapizado de flores rojas que (lo averiguo luego) corresponde a un gran depósito de agua, un cuadrado de 200 metros de lado. En fin, no hay muchas novedades en lo que queda del paseo; todavía no ha pasado una hora desde La Cardosa cuando llegamos a Sedó, al borde de la carretera L-324. Hoy en día, Sedó es la mayor de las varias entidades de población del municipio denominado Torrefeta i Florejacs. Pues si es el más grande, cómo serán los otros, nos decimos, porque no es más que una pequeña almendra compacta, de traza y estructura claramente medieval, en donde viven poco más de un centenar de habitantes.

Así que, en efecto, aunque muchas de las edificaciones hayan desaparecido y sido sustituidas, viendo el actual Sedó no es difícil imaginar el de la infancia de nuestro José Joaquín Ticó. A lo mejor en esos tiempos todavía se mantenía la muralla, cuyo trazado por el Sur había de coincidir con la actual Avinguda les Flors y por el Norte con la de Santes Masses. Joan Ticó, el padre de José Joaquín, regentaba la carnicería del pueblo que suponemos se ubicaría en el carrer Major, la calle que define el diámetro del pequeño núcleo. Obviamente, la carretera no existía, y al salir de Sedó, la calle mayor continuaría hacia el Este en el antiguo camino al cercano pueblo de Tarroja (a solo un kilómetro), paralelo al río Sió, uno de los afluentes del Segre. Veo al chaval correteando por las escasas y angostas calles –el carrer de Baix, el del Castell–, yendo con su madre a la misa en la Iglesia de San Donato –erigida en el XI, pero reformada en tardogótico a principios del XVI–, en la que sin duda fue bautizado.

En resumen, que paseando por este pequeño pueblo resulta fácil representarse el escenario de aquel muchacho. Pero, al mismo tiempo, ese escenario me es muy poco elocuente, nada me sugiere que pueda colorear distintivamente la vida de un chico, anticiparme alguna pista que explicara sus futuros derroteros. En este paisaje tan rural –que aún más lo sería a mediados del XVIII–, en esta llanura monótona e interior, tan alejada de casi todo –que aún más lo estaría a mediados del XVIII–, uno no encuentra claves. O quizá sí, quizá en los caracteres inquietos –y asumiré que tal era el de José Joaquín– los Sedós (porque muchos otros hay como este pueblo leridano) alimentan las ganas de irse, de escapar. Así que me imagino un adolescente que sólo piensa en eso, en dejar el pueblo, en ver mundo, en hacer fortuna … Y entonces entra en juego la Compañía Franca de Voluntarios de Cataluña.