sábado, 23 de junio de 2018

Miremos, independentistas o no, a Quebec (3)

Una notable diferencia entre los debates soberanistas de Quebec y Cataluña (o del País Vasco) es que en Canadá que una parte del Estado celebrase en referéndum no debía ser ilegal y en España parece que sí lo es. Aclaro que no he confirmado si el Derecho canadiense (o el quebequés) permite que el gobierno de una Provincia convoque una consulta popular sobre asuntos que afectan a la integridad territorial o a la forma política del Estado. Es probable que no haya tal norma positiva pero quiero suponer que tampoco habría ninguna prohibición expresa. Y hago tal suposición porque, si la hubiera habido, lo normal habría sido que el gobierno federal hubiese impugnado la iniciativa del de Quebec y, en cambio, no he encontrado ninguna referencia en las crónicas de aquellos días en tal sentido. Por el contrario, como ya he contado, Trudeau y sus colegas se implicaron en el debate y pidieron a los quebequeses el voto negativo en el referéndum, lo que habría sido incongruente si éste hubiera estado proscrito por la legislación canadiense. Ahora bien, que celebrar un referéndum en Quebec sobre asuntos políticos que afectaban al conjunto del Estado no fuera ilegal no equivale a que el resultado de ese referéndum tuviera algún tipo de consecuencia legal vinculante. Eso lo dejó muy claro Trudeau declarando sin ambigüedades que en esos momentos el Gobierno no tenía margen legal para negociar la relación política de la Provincia con el Estado federal. Dicho de otra forma: consultar a los quebequeses (y no al resto de los canadienses) sobre la relación que deseaban mantener con el Estado no era ilegal, aunque los resultados de dicha consulta carecieran de todo efecto jurídico.

En España, sin embargo, las cosas son muy distintas. Lo primero que llama la atención a un profano al indagar en este asunto de las consultas populares es que, ya desde el legislador constitucional, había una profunda desconfianza hacia las formas de lo que se ha llamado democracia directa. La Constitución incluye entre las competencias exclusivas del Estado la “autorización para la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum” (artículo 149.1.32ª). Verdad es que la Constitución solo prevé tres tipos de referendos (modalidades, diría la Ley Orgánica 2/1980) y los tres son consultas que afectan al Estado en su conjunto y, por lo tanto, parece razonable en principio que su autorización competa al Estado. Pero también es cierto que la ambigüedad de la Constitución en cuanto al término referéndum ha obligado al Tribunal Constitucional a ir precisando su alcance y lo ha hecho en un sentido expansivo, de modo que casi podría decirse que cualquier consulta con adecuadas garantías pasa a entenderse como un referéndum y, por tanto, su celebración queda a merced de que el Gobierno la autorice o no. Prueba de ello es que desde el año 1980 ha habido 60 solicitudes al Gobierno de celebración de referendos municipales, de las cuales 24 fueron autorizadas y 36 denegadas. Sin entrar en la valoración de las motivaciones sobre estas autorizaciones y denegaciones, llama la atención que asuntos estrictamente locales (por ejemplo, preguntar a los vecinos si se implantaba un sistema de recogida de basura puerta a puerta) hayan requerido el permiso de Madrid. Nótese que en muchos de estos casos, el Ayuntamiento era competente para decidir mediante sus órganos de gobierno (representativos) pero no podía “delegar” su competencia decisoria en los vecinos sin autorización estatal. Induce a pensar que al Constituyente, al legislador de la Ley 2/1980 o al propio Tribunal Constitucional no le gusta nada la democracia directa.

Hay algunos detalles más en la Carta Magna que avalan esta impresión. Como no se trata de abundar demasiado por ahí, citaré solo como ejemplo que las fuertes limitaciones constitucionales a la iniciativa legislativa popular, que requieren medio millón de firmas y son inadmisibles en los aspectos realmente importantes (leyes orgánicas, materias tributarias o de carácter internacional). Prueba de ello es que de las 142 que se han propuesto (según la Wikipedia), sólo 10 se han tramitado en el Congreso y todas ellas han acabado siendo rechazadas. Aunque estas demoledoras cifras, más que el rechazo de la Constitución por la democracia directa, lo que revelan es que tampoco a los congresistas les gusta nada; y este disgusto se ha venido manteniendo inalterable durante treinta y cinco años. En fin, que no creo equivocarme mucho si concluyo que el sistema político que se montó a partir de la Constitución, leyes, jurisprudencia y actores del cotarro (parlamentarios y miembros del poder ejecutivo) se resiste a que las decisiones sean adoptadas directamente por los electores. La función de éstos es delegar su soberanía en representantes, los cuales decidirán en su nombre. Incluso he podido escuchar argumentaciones que cuestionaban el carácter democrático de los instrumentos decisorios basados en consultas populares o mecanismos análogos, tildándolos de populistas (me viene ahora a la cabeza la indignación cuando Tsipras anunció que iba a consultar a los griegos sobre la aceptación de las medidas que imponía la Troika a Grecia). No quiero ahora entrar a discutir sobre la calidad democrática de los métodos directos y representativos; bástame dejar la idea de ese rechazo subyacente del sistema a las consultas populares.

Volvamos, en todo caso, a la comparación entre lo que ocurrió en Canadá en 1980 y la situación española. Fue en 2008, con motivo de la famosa consulta sobre el derecho a decidir del Pueblo Vasco impulsada por Ibarretxe, cuando por primera vez el Gobierno del Estado (entonces presidido por Zapatero) impugnó una iniciativa de consulta popular de fuerte calado constitucional argumentando, entre otras razones, que la competencia para permitirla era exclusiva del Estado. Y el Tribunal Constitucional, mediante su sentencia 103/2008 de 11 de septiembre, confirmó la inconstitucionalidad de la Ley por razones competenciales. Aunque me gustaría entrar más en detalle en este aspecto (y lo haré en futuros posts) y aunque, además de los competenciales, el TC encontró también motivos de fondo en cuanto a la inconstitucionalidad de aquella Ley (que en parte valen para las posteriores iniciativas catalanas), lo importante es que el Gobierno español, tanto el del PSOE con los vascos como el PP con los catalanes, se negó a autorizar una consulta popular sobre temas como los que se planteaban. Como desconozco el sistema legal canadiense (seguro que menos complejo que el nuestro), no puedo decir si el que el gobierno de Ottawa no intentara impedir el referéndum de Quebec fue debido a una voluntad democrática o a que, simplemente, no tenían medios para impedirlo. Me inclino más por la segunda opción, lo cual no obsta para que piense que si Trudeau y sus colegas hubiesen tenido las potestades que tuvieron los gobernantes españoles no las habrían empleado de la misma manera, sino tal vez con algo más de inteligencia política.

Porque, al margen de la potestad de cada gobierno (canadiense y español) de impedir legalmente peliagudas consultas soberanistas, una cosa era idéntica en ambos casos: el resultado de cualquier referéndum de esa naturaleza no podía tener ningún efecto jurídico real. Como luego interpretó el Tribunal Supremo de Canadá (y de lo que trataré más extensamente en un próximo post), que una mayoría clara de un territorio manifestase a través de referéndum cualquier voluntad que, para hacerse efectiva, requiriese modificaciones constitucionales en cuanto a la estructura política del Estado, implicaría consecuencias políticas pero en absoluto tendría efectos vinculantes. Si en España algún gobierno hubiese admitido una consulta sobre estas cuestiones, ya en el País Vasco ya en Cataluña, lo único que habría ocurrido es que todos los españoles sabríamos cuál era la voluntad de los vascos o catalanes. Si el resultado de ese referéndum hubiera sido contrario a la independencia (lo que probablemente habría ocurrido con la primera consulta de Mas) los efectos habrían significado una dosis de analgésico a los ardores nacionalistas durante unos cuantos años al menos. Si el resultado hubiese sido favorable, puede que hubiésemos tenido que entrar en una dinámica similar a la de Quebec, lo que a mi modo de ver tampoco estaría tan mal. En todo caso, obligaría a hacer política estatal con la conciencia real de la voluntad de los catalanes.

En cambio, no permitir la celebración del referéndum equivale a negar desde el gobierno, no ya el derecho de autodeterminación (que obviamente no existe), sino el poner sobre la mesa con suficientes garantías el conocimiento de los deseos reales de los catalanes. Y creo que esa no es buena estrategia (como han demostrado los hechos) ya que da argumentos a los independentistas a acusar al Estado español de poco democrático. Por eso, al comparar nuestro conflicto reciente con el de Quebec, me pregunto si no nos habría ido mejor si los gobernantes españoles hubiesen seguido la estrategia de los canadienses.

miércoles, 13 de junio de 2018

Màxim, el mínim

Dicen algunos medios que Màxim Huerta, el titular de Cultura y Deportes que acaba de dimitir, ha sido el ministro más breve de la historia de España. Me pregunto si quienes lo afirman han verificado las duraciones en el cargo de todos los ministros que nuestro país ha tenido. Porque la primera duda, nada fácil de resolver, es desde cuándo entendemos que hay ministros en España. Aunque no tuvieran ese nombre, los Austrias ya contaban con personas que se ocupaban de parcelas del gobierno y que, aún con poco rigor, solemos llamar ministros. Con la nueva dinastía de los Borbones, desde el reinado de Felipe V, la figura del ministro (tampoco con ese nombre) empieza a parecerse a la actual, y mucho más a partir de la constitución en 1787 de la Junta Suprema de Estado que algunos consideran el primer Consejo de Ministros de nuestra historia. Pero, en todo caso, ha de admitirse que como poco debemos contar ministros desde principios del XIX. Y en más de doscientos años, con todos los ministros que habrá habido, ¿ninguno ha estado menos de seis días en la poltrona? No digo que el récord no sea cierto, pero me gustaría una confirmación un poco documentada. Lo que sí parece incuestionable es que, como dicen otros medios más prudentes, Màxim ha sido el ministro más breve de este último periodo democrático.

En todo caso, con marca absoluta o parcial, el hombre merece pasar al Guinness. Máximo se queda en mínimo y declama con Gracián aquello tan tonto de que lo bueno, si breve, dos veces bueno; pero es que me temo que no ha llegado ni a paladear el sabor del ministerio. Bueno, me corrijo, porque le ha dado tiempo a ver nada menos que una final de Roland Garros, que con sus fobias declaradas al deporte no sé si la habrá disfrutado mucho. El caso es que se ha ido porque se hizo público que entre 2006 y 2008 creó una sociedad interpuesta que cobraba sus altos ingresos a fin de pagar menos impuestos. Más o menos lo que hizo Monedero, y que obligó al fundador de Podemos a dimitir de sus cargos en el Partido. Por aquellas fechas Pedro Sánchez dijo algo así como que si se enteraba de que un miembro de su ejecutiva tenía una sociedad interpuesta para pagar menos impuestos, lo echaba inmediatamente. Por la boca muere el pez.

El montaje de Huerta cayó en una inspección fiscal. Lo que hacía era entonces bastante habitual entre muchos profesionales autónomos con altos ingresos: te conviertes en empleado de tu propia empresa porque éstas tienen un tratamiento fiscal más ventajoso que las personas físicas (más posibilidades de desgravaciones de gastos y tipos impositivos menores). Parece ser que en determinado momento, Hacienda decidió hacer limpia con estas prácticas y muchos tuvieron que pagar unas sustanciosas multas. Ahora bien, Huerta como tantos otros más, no dejaba de declarar ningún ingreso, todo estaba a la vista de Hacienda. Me parece que, aunque lo llamemos defraudador, es un comportamiento muy distinto de quien oculta dinero al Estado. Por otra parte, démonos cuenta de que el propio sistema legal de los impuestos fomenta este tipo de prácticas porque, al fin y al cabo, es legítimo buscar los mecanismos contemplados en la legislación para pagar lo menos posible. De hecho, por más que Hacienda diga lo que diga (incluso aunque lo avalen los Tribunales) hay margen de discusión sobre la legalidad de esas sociedades. Y es que, en el fondo, lo que a mí me parece escandaloso es que las rentas del capital tributen a tipos inferiores que las del trabajo. En otras palabras: si los tipos de las sociedades fueran iguales o superiores a los del trabajo personal se estaría quitando una tentación que ofrece el propio sistema jurídico.

En fin, lo han pillado y no le ha quedado otra que irse. En mi opinión, asunto cerrado y no creo que le convenga al PP cebarse demasiado y mucho menos tratar de hacer este caso equivalente a los varios que acumula de metidas de mano en las arcas públicas. Pero sí cabe sacar una lección (sobre todo para quienes les toca nombrar cargos públicos): investigar a fondo al que se va a designar, asegurarse de que nada hay en su pasado susceptible de salpicar mierda. Y es que Pedro Sánchez, pobre, no tuvo tiempo de hacer la tarea.

PS: Me acaba de llamar Pedro Sánchez; ha leído este post y quería hacerme algunas aclaraciones. Me dice que ya antes de nombrarlo conocía los asuntillos de Màxim con Hacienda; el propio Huerta se lo había dicho (no hacerlo habría sido una flagrante deslealtad). Aún así, decidió nombrarlo, consciente de que habría de dimitirlo a los pocos días. ¿Razones? La primera: lograba un impacto mediático al anunciar el gobiero que le convenía; además, esas críticas revertirían en elogios de mayor calado con un sucesor de corte mucho más profesional (por supuesto, ya tenía decidido que entraría José Guirao). Pero la segunda y fundamental razón era que incorporarlo al equipo para destituirlo permitía al flamante presidente demostrar su intransigencia ante cualquier comportamiento deshonesto, marcar enseguida diferencias de estilo con el PP. Naturalmente, se trata de la estrategia interna del Partido que no conviene que se haga pública.

domingo, 10 de junio de 2018

Una charla con mi sobrina

Tengo una sobrina –Paloma se llama– fantástica. Es muy guapa, muy inteligente y, sobre todo, tiene un carácter maravilloso: una muy buena persona, encantadora, y no lo digo porque sea su tío. A sus veintiséis años hace ya dos que acabó ingeniería aeronáutica, tras un máster y prácticas profesionales en Berlín (habla muy bien inglés y alemán y más que aceptablemente francés) y tras superar un primer contrato de pruebas, trabaja con una posición más o menos estable en Airbus, en la planta de Getafe. Según nos cuenta, está trabajando sobre todo en diseños de sistemas informáticos que se instalan en el Eurofighter, el más importante caza europeo. Ayer pasé a visitarla por su nueva casa (el piso en la calle Donoso Cortés que fue de mis abuelos y mi hermana ha reformado) y estuve charlando un rato con ella; entre otras cosas, de su trabajo.

Porque ella está contenta: aprende mucho, su actividad le resulta un reto profesional continuo y además se siente bien valorada (es, por cierto, la única chica y la persona más joven en un equipo de diez ingenieros). Pero, claro, no por eso deja de ser consciente de que con su trabajo contribuye a la construcción de un aparato cuya función es destruir, hacer daño, matar. Me dice, bueno, al fin y al cabo, los cazas europeos se usan para la defensa y siempre es mejor para un país estar bien defendido que no. Barrunto que se trata de argumentos consoladores, para no sentirse culpable. Pienso para mí –no es cuestión de agobiarla– que el término “defensa” es otra muestra más de la perversión del lenguaje; más honesto era cuando el Ministerio se llamaba “de guerra”. De otra parte, esos cazas, como cualesquiera otros, son aviones de ataque, tanto para los ejércitos europeos como para los de los países que los compran.

En cuanto a lo de que la defensa de un país está vinculada a la capacidad armamentística de sus ejércitos pues he de confesar que no lo tengo nada claro. Más bien, los hechos parecen señalar que las armas contribuyen no tanto a asegurar la defensa como a favorecer las guerras (y, de paso, el mantenimiento de los lucrativos negocios relacionados con su producción y comercialización). No creo que ni España ni Europa estuvieran más amenazadas si el Eurofighter no se fabricase, aunque ello tendría –supongo– un impacto nada desdeñable sobre nuestra economía (y probablemente bastante más significativo sobre la de mi sobrina). Al final, hasta los pacifistas habremos de defender los ejércitos y las guerras por motivos económicos.

Estas ideas trilladas ocuparon mi cabeza (sin verbalizarse) unos instantes. Paloma rompió el breve silencio con una reflexión que tampoco era muy original pero quizá sí para ella. Dijo que era llamativo que una muy importante cantidad de los avances tecnológicos que han hecho nuestra vida mucho más fácil y cómoda hayan tenido su origen en la industria militar. Es decir, que una de las principales motivaciones que impulsa el progreso de nuestra especie es mejorar nuestra capacidad destructiva. Es un poco triste, concluyó mi sobrina. Sí, le respondí, y puede que ese afán de muerte –el impulso de tánatos lo denominaba alguien– conduzca finalmente a nuestra extinción. En todo caso, añadí, la humanidad tiene también bastantes cosas buenas. Si, sonrió ella.

A los veintiséis años, cuando se está empezando a vivir, resulta mucho más fácil, más natural, ser optimista, sentirse a gusto como ser humano.

martes, 5 de junio de 2018

Miremos, independentistas y no, a Quebec (2)

Hasta finales de los sesenta, Quebec, como el conjunto de Canadá, vivía en el bipartidismo. De un lado estaba el partido liberal (Parti libéral du Québec) y enfrente la Union Nationale, partido exclusivamente quebequés resultado de la fusión en los años treinta de disidentes del partido liberal con el partido conservador de la Provincia. Durante los quince años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de Quebec estuvo copado por la Unión Nacional, bajo la férrea dirección de Maurice Duplessis –al que llamaban le Chef–, quien orientó su política hacia el mundo rural con fuerte apoyo de la Iglesia Católica y marcados tintes conservadores combinados con proclamas autonomistas. Las elecciones provinciales de 1960 (Duplessis había muerto unos meses antes), dieron la victoria al Partido Liberal y llevaron al cargo de Primer Ministro de Quebec a uno de sus líderes históricos más carismáticos, Jean Lesage (1912-1980). Fue durante el mandato de Lesage cuando se impulsó la llamada Revolución tranquila –a la que ya me referí en el post anterior– que supuso una radical modernización de la Provincia y, consecuentemente, el aumento de su peso en el conjunto del Estado y también de la autoestima nacional de los quebequeses. No deja de ser significativo, en tal sentido, que en 1964 el Parti libéral du Québec) se erigiera en organización independiente, separada del Liberal Party of Canada.

En las elecciones de 1966 volvió a ganar la Unión Nacional y los liberales pasaron a la oposición (volverían al gobierno en 1970 con Robert Bourassa). Pero ese año marca un punto de inflexión en la historia política de la Provincia, en especial en lo relativo a la evolución del nacionalismo. De entrada, por primera vez se presentan a las elecciones dos agrupaciones que propugnan directamente la independencia (Rassemblement pour l'indépendance nationale (RIN) y Ralliement national); entre las dos obtiene solo el 9% de los votos, lo que no les da ningún escaño en la Cámara, pero es un síntoma claro de que en Quebec hay quienes no se conforman con un régimen federal y quieren ir más allá de la mera autonomía. De otra parte, pasa a primer plano quien hasta entonces había sido uno de los ministros del gobierno de Lesage, un joven político proveniente del periodismo, llamado René Lévesque. Para entonces Lévesque había evolucionado desde posiciones federalistas hacia el nacionalismo. En el verano de 1967, inmediatamente después del incendiario grito de De Gaulle desde el balcón del Ayuntamiento de Montreal, el partido liberal celebró su congreso y allí Lévesque propuso adoptar una posición soberanista. Su moción fracasó, lo que le llevó (a él y a unos cuantos seguidores) a abandonar el partido. Enseguida formó el que se llamó Movimiento soberanía-asociación (MSA) para promover el reconocimiento de la soberanía de Quebec a partir de la cual la Provincia se asociaría con Canadá. A continuación (enero de 1968) publicó el manifiesto Opción Quebec y finalmente, ese mismo año, se funda el Parti Québécois (PQ), mediante la fusión del MSA con los independentistas del RIN de Gilles Grégoire. La aparición del partido quebequés será decisiva en la política de la Provincia y del conjunto del Canadá. Y también lo será quien, justamente también en 1968, alcanza el cargo de Primer Ministro de Canadá por el Partido Liberal (el federal), Pierre Trudeau. Pese a ser quebequés, Trudeau fue un firme defensor del federalismo y, por tanto, opositor frontal al movimiento soberanista de Quebec. Su protagonismo y prestigio en la vida política canadiense fue uno de los factores que los mantuvo a raya hasta los ochenta (cuando ya abandonó la política).

Durante los primeros años desde su fundación las perspectivas del PQ no eran muy halagüeñas. Las elecciones de 1970 dieron la victoria al Partido Liberal, ahora dirigido por Robert Bourassa (1933-1996), quien repitió copando la casi totalidad de la Cámara en 1973. Entre esos dos comicios el Parti Québécois pasó del 23 al 30% del voto válido pero, debido a la fuerte desviación mayoritaria del sistema electoral quebequés, apenas ganó 7 y 6 escaños. Pero lo más relevante fue el hundimiento de la Unión Nacional que llegó a situarse en menos del 5% y sin representación parlamentaria; se podía intuir que el que fuera una importante fuerza del panorama político quebequés se dirigía al desastre, como efectivamente ocurrió a finales de los ochenta cuando se disolvió. La hora de Lévesque llegó en las elecciones de 1976 en las que, con una inteligente campaña defendiendo el buen gobierno frente a los múltiples escándalos que habían sacudido la gestión reciente de Bourassa, convenció al 41% de los votantes y obtuvo 71 escaños de los 110 del Parlamento provincial. Durante la campaña, el PQ prometió que celebraría un referéndum proponiendo la soberanía-asociación. Dos años y medio después, en mayo de 1979, Trudeau perdió en las elecciones generales canadienses y Joe Clark, del Partido Progresista Conservador, se convirtió en Primer Ministro. Era el momento ideal para el PQ: Clark no era ni mucho menos de la talla política de Trudeau y, además, carecía de relevancia en Quebec (era de la provincia de Alberta). De modo que en junio de 1979, Lévesque anunció en el Parlamento quebequés que el referéndum se celebraría en la primavera de 1980. En noviembre el gobierno del PQ publicó La nouvelle entente Québec-Canada, documento en el cual aseguraban que el reconocimiento de la soberanía de Quebec iba unido, indisociablemente, a la asociación con Canadá. No había pues una voluntad de independencia, de crear un estado separado, pero sí de replantear la permanencia en Canadá desde una condición distinta. El texto que se sometería a referéndum –que se hizo público poco antes de las navidades de 1979– tenía un largo preámbulo y luego la pregunta. Era el siguiente: “El Gobierno de Quebec ha manifestado su voluntad de negociar un nuevo acuerdo con el resto de Canadá basado en la igualdad de las naciones. Este acuerdo le permitiría a Quebec adquirir potestad exclusiva para legislar, recaudar sus impuestos y establecer relaciones en el extranjero; en otras palabras, soberanía. Pero, al mismo tiempo, mantener con Canadá una asociación económica que incluiría una moneda común. Cualquier cambio en el estatus político resultante de estas negociaciones solo sería posible mediante su aprobación a través de otro referéndum. En los términos descritos, ¿le otorga al gobierno de Quebec el mandato de negociar el acuerdo propuesto entre Quebec y Canadá?"

Ahora bien, en ese mismo Diciembre de 1979, el gobierno federal de Clark entraba en crisis al no ser capaz de aprobar los Presupuestos, lo que obligó al joven Primer Ministro a disolver la Cámara y convocar elecciones generales. En febrero de 1980 se celebraron y el Partido Liberal, de nuevo con Trudeau a la cabeza, obtuvo la mayoría absoluta con 147 de los 282 escaños (y lo que era peor para los dirigentes del PQ, con una abrumadora victoria en Quebec: 74 de los 75 escaños que aportaba la Provincia). El 15 de abril Lévesque fijó el 20 de mayo como fecha del referéndum. Ese mismo día, en Ottawa, Trudeau contraatacó declarando que no negociaría la soberanía-asociación bajo ninguna circunstancia porque entendía que el Gobierno canadiense no tenía autoridad para discutir ese asunto con una Provincia. Pero además consideraba la pregunta demasiado ambigua y, sobre todo, porque. Pero además consideraba la pregunta ambigua, de modo que aunque el SÍ ganara el referéndum no derivaría ningún mandato concreto que legitimara la ulterior actuación del Parti Québécois. A cambio, prometió que su gobierno afrontaría reformas en la estructura federal del Estado y, pidió a los quebequeses que votaran NO, asegurándoles que ese voto no significaba mantener el status quo. La posición del Primer Ministro canadiense fue apoyada en esos momentos de incertidumbre por Joe Clark y Ed Broadbent, líder del New Democratic Party of Canada, tercer partido del país. La campaña fue intensa y apasionada, y el propio gobierno federal se involucró en ella (especialmente Jean Chrétien, también quebequés y hombre de confianza de Trudeau que había sido nombrado ministro de Justicia). Ciertamente, la campaña de este primer referéndum fue dramática y supuso una ruptura del equilibrio nacionalista que se había alcanzado en la Provincia tras la Revolución tranquila. En la votación participó un 85% del censo electoral (porcentaje altísimo) y casi el 60% de los votantes se decidió por el NO. 

Finalizaba así el primer round pero no la batalla que quiero seguir contando porque me parece muy instructiva. De entrada pensemos en las similitudes y diferencias con lo que estamos viviendo casi cuatro décadas después por estas latitudes. Parecidos hay bastantes, sin duda. Las diferencias están, sobre todo, en el muy distintos comportamiento de los protagonistas, tanto los soberanistas como los federalistas canadienses en relación a los independentistas catalanes y ”constitucionalistas españoles. Pero ya volveré a ello más adelante.