domingo, 29 de julio de 2018

Israel, el Estado-nación de los judíos

En 1972, Larry Collins y Dominique Lapierre publicaron Oh, Jerusalén. En mi casa (la de mis padres para ser precisos) la edición española entró en 1973 y en la actualidad ese viejo libro de Plaza & Janés está en mi biblioteca. Yo lo leí hacia final de ese año, en el primer trimestre de quinto de bachillerato, un tiempo en el que, a mis catorce años, ya me consideraba muy mayor. Han pasado casi cuarenta y cinco años de aquella lectura y, naturalmente, casi no me acuerdo de nada de la historia. Sí, desde luego, de que trata del nacimiento del Estado de Israel y también de que la historia y el modo con el que estaba contada me cautivaron; no en vano fue un best seller de la época y se ha reeditado repetidas veces desde entonces. Leo ahora en internet que los autores dedicaron tres años a investigar el asunto y entrevistaron a multitud de protagonistas; leo también que intentaron mantener una posición neutral, evitando caer en el maniqueísmo. No obstante, en mis desvaídos recuerdos predomina la idea de que el libro tomaba partido por la causa sionista. Sin perjuicio de que tanto tiempo después lo relea (me han entrado ganas), lo cierto es que ese libro fue el principal causante de que en mi adolescencia mis simpatías se dirigieran claramente hacia los judíos. También influiría con toda seguridad que en aquellos días aún debía durarme el impacto emocional de la masacre de las Olimpiadas de Munich. Después, claro está, han pasado muchas cosas, y casi todas malas, en ese doliente rincón del mundo, tantas que hoy me es muy difícil mirar con buenos ojos al Estado de Israel, especialmente cuando está dirigido por el Likud. Sin embargo, he de reconocer que esa simpatía adolescente no ha desaparecido completamente (quizá porque he tenido y tengo algunos judíos muy queridos).

Me acordé del Oh, Jerusalén de mi adolescencia a raíz de la aprobación por el Knesset en la madrugada del pasado jueves 19 de la llamada Ley del Estado Nación y, sobre todo, por la polémica mediática que inmediatamente desató. Algunos titulares dan idea de la divulgación de la noticia: “Israel se consagra como “Estado nación judío” y desata la protesta de la minoría árabe por discriminación” (El País), “Israel aprueba una controvertida ley que protege su carácter judío” (La Vanguardia), “Polémica ley define a Israel como ‘Estado nación del pueblo judío’ (La Razón). Titulares parecidos podían leerse ese día en periódicos extranjeros: “La Knesset adopte une loi controversée définissant Israël comme Etat juif” (Le Monde); “Israeli Law Declares the Country the ‘Nation-State of the Jewish People’” (The New York Times). Entiendo de sobra que la promulgación de una ley así por el parlamento israelí sea un motivo más de tensión en las imposibles relaciones entre palestinos y judíos. Ahora bien, lo que me sorprende es que se presente como si fuera algo nuevo; ¿acaso la creación del Estado de Israel no se hizo justamente para dar un Estado nación al pueblo judío?

La Ley recientemente aprobada tiene el carácter de básica que vendría a ser equivalente a una norma constitucional. Israel no tiene Constitución (los fundadores siguieron la tradición anglosajona) y, a lo largo de su historia estatal el Parlamento ha ido promulgando una serie de leyes calificadas como básicas y cuya modificación requiere mayorías cualificadas. El contenido de esta última (que es la décimo sexta) se corresponde con lo que sería el primer capítulo de cualquier Constitución, toda vez que se centra en definir el Estado y sus características y símbolos fundamentales. De hecho, lo sorprendente es que el objeto de la Ley no hubiera sido explícitamente promulgado en los setenta años de historia que ya tiene Israel. El primer artículo, denominado “Principios básicos”, contiene tres epígrafes que rezan lo que sigue: A) La Tierra de Israel es la patria histórica del pueblo judío en la que se estableció el Estado de Israel. B) El Estado de Israel es el hogar nacional del pueblo judío en el que ejerce su derecho natural, cultural, religioso e histórico a la autodeterminación. C) El derecho a ejercer la autodeterminación nacional en el Estado de Israel es exclusivo del pueblo judío. Aunque hay 10 artículos más que tampoco han sido recibidos pacíficamente, este primero es sin duda el más polémico.

Ahora bien, dejando de lado la controversia, lo cierto es que no se trata de ninguna novedad. Theodor Herzl, el padre del sionismo político, publicó en 1896 Der Judenstaat, donde defendía la necesidad de crear un Estado judío. El Primer Congreso de la Organización Sionista Mundial (1897) acordó instar al establecimiento de un hogar para el pueblo judío en Palestina garantizado por el derecho público. A partir de ahí se intensificó la emigración judía a la Palestina otomana; se trata de la conocida como segunda aliyá (entre 1904 y 1014), protagonizada mayoritariamente por judíos polacos y rusos ante el recrudecimiento del antisemitismo en la Europa oriental (recuérdense los terribles pogromos de la época).Se calcula que hacia el final de la Primera Guerra Mundial, cuando se constituyó el Mandato Británico de la región, la población judía rondaría los cien mil habitantes (y seis veces más árabes).En el transcurso de la Gran Guerra, los líderes sionistas aprovecharon sus influencias para presionar a los británicos, logrando finalmente que el 2 de noviembre de 2017 Arthur James Balfour, ministro de Exteriores del Reino Unido, dirigiera al barón Lionel Walter Rothschild una carta en la que expresaba que “El Gobierno de Su Majestad contempla con beneplácito el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío y hará uso de sus mejores esfuerzos para facilitar la realización de este objetivo, entendiéndose claramente que no se hará nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina, o los derechos y el estatus político de los judíos en cualquier otro país”.

Durante las décadas de los veinte y de los treinta, los británicos comprobaron que el futuro Estado no sería nada fácil, debido a la animadversión entre palestinos y judíos. Cuando en 1922 la Sociedad de Naciones de 1922 legitimó el Mandato, ordenó dos cosas que se revelaron casi incompatibles: asegurar el establecimiento del hogar nacional judío y salvaguardar los derechos civiles y religiosos de todos los habitantes de Palestina. En 1937, la Comisión Peel propuso una partición del territorio entre zonas árabes y judías (ambas partes la rechazaron), y en 1939, el Gobierno de Chamberlain publicó el Libro Blanco en el que apostaba por un Estado único gobernado en común por ambas comunidades. La finalización de la Segunda Guerra Mundial y el horror generalizado ante las atrocidades nazis con los judíos, impulsó decididamente la urgencia del Estado judío. Gran Bretaña, por entonces, anunció su retirada de Palestina, lo que recrudeció la violencia entre árabes y judíos. El 29 de noviembre de 1947 la Asamblea General de la ONU aprobó la Resolución 181 que recomendaba la partición de Palestina en un Estado judío, un Estado árabe y una zona bajo régimen internacional. El 14 de mayo de 1948, la fecha en que finalizaba el Mandato británico, las autoridades judías de la zona, reunidas en el Museo de Arte de Tel Aviv y presididas por David Ben Gurion, proclamaron “el establecimiento de un estado judío en Eretz Israel”.

Es decir, el Estado de Israel tiene su origen y su razón de ser en dotar de una estructura política (de un Estado) a los judíos, en ser el hogar nacional de los judíos. Por tanto, a nadie debería extrañar que cuente con una Ley de rango constitucional que diga esto mismo negro sobre blanco; más bien, lo que a mí me ha sorprendido es que dicha norma jurídica no existiera ya. Y digo esto porque quizá uno de los intereses de quienes disparan duras críticas contra la reciente Ley podría ser dar a entender que esta “nacionalización judía” del Estado de Israel es algo nuevo, que se está imponiendo ahora, ocultando o tergiversando la realidad de los acontecimientos históricos, nos guste o no. Cuestiones distintas son si el Estado de Israel, aún concebido como hogar nacional judío, está cumpliendo la orden de la ONU de garantizar los derechos de los no judíos, si el Estado de Israel debe ocupar todo el territorio de la antigua Palestina o debe coexistir con un Estado palestino, etc. Ciertamente, estos son los asuntos relevantes sobre los que, en principio, no parece que incida directamente el texto de la nueva Ley. Por tanto, la crítica no debería ir tanto contra el contenido de la misma (al menos no como si se estuviera diciendo algo nuevo) como contra su conveniencia en estos momentos, y el significado real que supone, más allá de su contenido textual (y, por ende, jurídico). Pero, claro, eso pertenece más a una valoración política que jurídica, que dejo para otra ocasión.

domingo, 22 de julio de 2018

Televisión pública

A Juanma

Tras el patético fracaso de la votación en el Congreso para la presidencia interina de RTVE del pasado lunes, el Gobierno parece haber pactado que Rosa María Mateo sea la administradora única del Ente hasta que se celebre el concurso público del que salga el nuevo Consejo de Administración. Rosa María Mateo es conocida por todos y a casi todos agrada. Comenzó su carrera como locutora en Radio Nacional allá por el año 63 y desde entonces ha pasado por varios programas de carácter informativo de la Corporación pública. Del 93 al 2003 fichó por Antena 3 y desde esa fecha le tengo perdida la pista.

Yo me enteré de la propuesta a través de un grupo de whatsapp al que ya me he referido en algún post reciente. Quien lo comunicó es una admiradora de la veterana periodista, así que acompañaba la noticia con el emoticono de los aplausos. Sin embargo, otro de los amigos del grupo, quien además es periodista y trabaja actualmente en televisión, calificó de “chiste” que la Mateo fuera a ocupar el cargo. Su argumentación –con el estilo tajante y sintético que exige el medio– fue la siguiente: “Que un organismo público que hizo un ERE y jubiló por la fuerza a todos los empleados con más de 52 años lo presida una señora de 76 no hay por dónde cogerlo. Aparte de que Rosa María Mateo es un símbolo de una tele que ya no existe. Es como poner a un informático de los 80 a presidir Google. Tienen que fichar a un directivo de la televisión ACTUAL. Para competir con las cadenas privadas desde la óptica del servicio público”.

Seguro que este amigo tiene razón, que una persona ya mayor que pertenece a una época pretérita, por muy buena profesional que sea, no es la idónea para conseguir que RTVE compita eficazmente con las cadenas privadas. Imagino que por “competir” ha de entenderse estar en condiciones de conseguir una parte significativa de la audiencia. Cuanta más gente vea un canal, más dinero ganará en publicidad y, por tanto, más rentable será el negocio. Pero incluso aunque no se trate de eso (se supone que RTVE no emite publicidad, por más que sea una verdad a medias), lo cierto es que la lógica de la máxima audiencia se ha impuesto. No parece admisible gastar dinero en emitir contenidos que no interesan a un suficiente número de espectadores. Así pues, de lo que se trata es acertar con programas que “enganchen” a cuantos más mejor, superando unas cuotas mínimas de audiencia (por debajo de las cuales el programa es expulsado de la parrilla).

Que el casi único objetivo (o, al menos, el requisito imprescindible) sea conseguir audiencia, explica el predominio de programas de ínfima calidad, con una vergonzosa tendencia a satisfacer los gustos vulgares y soeces e incluso los más bajos instintos. Basta repasar cualquier lista de los programas más vistos para sentirse preocupado por el nivel intelectual de los televidentes españoles. Aunque, de otra parte, el que cada vez más gente deje casi de ver la tele podría quizá indicar el hartazgo ante la telebasura por una parte no pequeña de la población. En todo caso, me pregunto si mi amigo entenderá que “competir con las cadenas privadas desde la óptica del servicio público” implica tratar de elevar la calidad media de la programación pero siempre que esos intentos no supongan pérdida de share. Digamos que es una posición intermedia: admito que como cadena pública tengo un mayor compromiso de calidad pero sin renunciar a la audiencia. Imagino que hay un supuesto implícito: que (dentro de un orden) se puede hacer televisión de calidad que guste a las masas telespectadoras.

Yo, sin embargo pienso distinto, probablemente de forma errónea. A mi modo de ver la televisión pública no tendría por qué competir con las privadas, debería liberarse plenamente de las exigencias de la audiencia para dedicarse sólo a hacer programas de calidad, evitando como la peste la telebasura Los informativos deberían ser rigurosos y más exhaustivos, no limitándose a las noticias más llamativas; por supuesto, deberían distinguir al máximo entre información y opinión y, cuando se tratara de ésta, ofrecer la máxima pluralidad de puntos de vista. Me gustaría presenciar debates en los que primara la altura intelectual, tanto en las formas como en las argumentaciones de los participantes, y no los actuales circos de tertulianos gritones, que se descalifican mutuamente y recurren continuamente a los tópicos huecos. También sería de agradecer entrevistas a personajes que nos aporten y en las que el entrevistador no pretenda convertirse en protagonista. Películas y series, por supuesto, seleccionando las de más calidad; documentales (sí como los de La 2 que suelen ser de muy buena factura); también deportes, claro, pero no los odiosos debates futboleros de un cutrerío repugnante. En fin, que cada programa que se haga haya de pasar unos controles exigentes de calidad.

Mi amigo me dirá que entonces la audiencia de RTVE caería en picado. No estoy tan seguro de ello pero, aunque así fuera, no creo que eso fuera decisivo. En tanto servicio público la finalidad de la tele pública debe ser contribuir a que los españoles sean más conscientes, más críticos, más cultos y, como consecuencia, más libres y mejores ciudadanos. La oferta de entretenimiento embrutecedor se le puede dejar a las privadas, sin necesidad de competir con ellas por esos productos. Si se hiciera una tele pública así, tal vez tuviera más audiencia de la que nos imaginamos, aunque no sea a corto plazo. Y quizá en esa línea Rosa María Mateo no fuera tan mala elección. Pero sin duda las cosas no ocurrirán como a mí me gustaría.

lunes, 16 de julio de 2018

Una batalla (lingüística) perdida

Las oraciones condicionales son aquéllas que plantean una condición y expresan la consecuencia de la misma. Están formadas por dos mitades: la primera es la que contiene la condición, el supuesto, la hipótesis (se llama prótasis) y la segunda la que expresa la consecuencia (se llama apódosis). En los manuales de gramática española las oraciones condicionales suelen clasificarse en tres grupos principales, según la forma verbal de la prótasis. Así, las del primer tipo llevan el verbo en presente del indicativo (si estudias todos los días, aprobarás la oposición); las del segundo en imperfecto del subjuntivo (si estudiaras todos los días, aprobarías la oposición); y las del tercero en pluscuamperfecto del subjuntivo (si hubieras estudiado todos los días, habrías aprobado la oposición). Quiero referirme a las de este tercer tipo, las que suelen denominarse “condición imposible” y que yo llamo “melancólicas”, porque referirse a lo que pudo haber sido y no fue conduce casi siempre a ese estado de ánimo.

En mis años escolares las apódosis de estas estructuras sintácticas llevaban el verbo siempre en condicional, ya fuera simple o compuesto. La diferencia entre ambas formas tiene que ver con el tiempo en que sucedería la consecuencia, porque la condición siempre es en el pasado, algo que pudo suceder y no sucedió. Si esa condición se hubiese cumplido y lo que expresamos es la consecuencia en presente, hemos de usar el condicional simple (si hubieras estudiado todos los días, ahora serías funcionario); en cambio, si la consecuencia también es ya pasado hemos de emplear el condicional compuesto (como el ejemplo que puse antes). Pues bien, todo lo dicho hasta aquí sigue vigente en la forma actual de hablar y escribir el español salvo en este último tipo de oraciones condicionales, las del tercer tipo con la apódosis en pasado. En éstas, es casi mayoritario (al menos en España) el empleo del pluscuamperfecto de subjuntivo en ambas partes de la oración, tanto en la prótasis (como siempre se ha hecho) como en la apódosis (en vez del condicional compuesto).

Estos días, por ejemplo, he estado leyendo un entretenido libro llamado Historia virtual de España (1870 – 2004), cuyo subtítulo reza ¿Qué hubiera pasado si …? Se trata de una colección de ensayos hipotéticos redactados por historiadores serios que elucubran sobre lo que podría haber ocurrido si acontecimientos decisivos de nuestra historia hubiesen sido distintos. Pues bien, algunos de estos “ejercicios” (no todos) repiten la misma estructura sintáctica: ¿qué hubiera sucedido si (el hecho en cuestión) no hubiera ocurrido? (¿Qué hubiera pasado si el general Prim no hubiera sido asesinado en 1870? ¿Qué hubiera ocurrido si los partidos republicanos se hubieran presentado unidos en las elecciones de 1933? ¿Qué hubiera sucedido si Franco no hubiera aceptado el plan de Estabilización?). Pero me refiero a este ejemplo porque es el primero que me viene. Lo cierto es que continuamente leo y escucho frases condicionales con dos hubiera, tanto en la hipótesis como en la consecuencia, de modo que me he convencido de que el habría debe estar en proceso de extinción.

Siempre he pensado que un uso del lenguaje nos parece correcto o no según nos "suene" bien o mal. A mí, las construcciones condicionales con el pluscuamperfecto de subjuntivo en la apódosis me suenan mal y por eso pienso que son incorrectas. Pero parece que a un enorme número de españoles les suena perfectamente, y será por eso que la Academia (desde hace tiempo) considera esas oraciones correctas. Así, en el epígrafe 47.4.2ª de la Nueva gramática de la lengua española se señala que el esquema sintáctico en cuanto al tiempo y modo verbal en las condicionales del periodo irreal (nuestro tercer tipo) es Si {HUBIERA ~ HUBIESE} participio --- {HABRÍA ~ HUBIERA ~ HUBIESE} participio ---. Sin embargo, en el Diccionario de uso del español de María Moliner (consulto la versión en DVD), al tratar del uso del indicativo y el subjuntivo en las oraciones subordinadas circunstanciales introducidas por una conjunción, se nos dice que con la prótasis en pretérito pluscuamperfecto de subjuntivo la apódosis va en potencial compuesto (Si lo hubiera sabido, no habría venido). Teniendo en cuenta además que prácticamente todos los ejemplos literarios añejos que he encontrado de oraciones condicionales del tipo de las que estoy tratando emplean el condicional compuesto en la apódosis, me inclino por concluir que la RAE ha decidido dar por bueno el uso del pluscuamperfecto de subjuntivo en otra concesión más al habla (y escritura) vulgar.

Así que vale, no es incorrecto decir “qué hubiera pasado si tal hecho no hubiera sucedido” pero han de reconocerme que mucho más agradable al oído es “qué habría ocurrido …”, aunque solo sea por no repetir la misma forma del auxiliar (siempre cabría el mal menor de decir en una parte de la oración “hubiera” y en la otra “hubiese”). Pero me da la impresión que esta apreciación estética mía no es mayoritariamente compartida de modo que dentro de poco el “habría” es probable que haya desaparecido de las frases condicionales y el castellano será un poco más feo. Piénsese que una de las fuerzas que preside la evolución del lenguaje es la simplificación y, ciertamente, es más fácil no entrar a distinguir entre modos verbales. No obstante, aunque sea una batalla perdida (alguien dijo que eran éstas las únicas que valían la pena), me permito animar a quien lea este post a perseverar en la defensa de la construcción canónica de esas oraciones condicionales, a hacer apostolado con los amigos y conocidos, corrigiéndolos sin ofenderlos sino convenciéndolos, a mantenerse alerta y seguir sintiéndose molesto cada vez que escucha la forma admitida y progresivamente dominante (porque, si relajamos la tensión, nos empezará a sonar bien y acabaremos usándola también nosotros). A lo mejor existe aún alguna mínima posibilidad de revertir la tendencia. Y si finalmente no es así, si finalmente la expresión que defendemos se extingue, que no se pueda decir que “si nos hubiéramos esforzado en usarla no habría desaparecido” (aunque, claro, no lo dirían así sino “si nos hubiéramos esforzado en usarla no hubiera desaparecido”).

Nota final: No deja de ser curioso que la evolución del qué habría pasado si ... al qué hubiera pasado si ... no tenga su paralelismo en las oraciones condicionales del segundo tipo, que también combinan subjuntivo y condicional. Nadie dice, por ejemplo, "si tuviera tiempo leyera esa novela" ... De momento.

domingo, 8 de julio de 2018

Un presidente que no hemos elegido los españoles

Tengo una sobrina, otra, que es del PP. Vive en Denia pero el jueves pasado fue a Madrid para votar en las recientes primarias de su partido porque, además, dice ser muy amiga de Pablo Casado. Yo estaba de paso en casa de mi hermana, así que coincidimos en el almuerzo familiar. Como buena pepera está indignada con la moción de censura que ha llevado a Pedro Sánchez a la Moncloa. Descalifica la legitimidad democrática del nuevo presidente repitiendo un mantra que lleva días circulando por las redes: a Sánchez no lo han elegido los españoles. La frase es insidiosa, una de las peores variantes de la falsedad.

Que a Pedro Sánchez no lo han elegido los españoles para ser presidente de gobierno es verdad, tan verdad como que a Rajoy tampoco, ni a Zapatero, ni a Aznar, ni a González, ni a Suárez. Porque hay que repetir la obviedad de que en las generales los españoles no elegimos presidente sino diputados, y delegamos en ellos la decisión de quién estará al frente del futuro gobierno. El presidente no es el cabeza del partido más votado por los españoles, sino el más votado por los congresistas. Si, tras las elecciones de diciembre de 2015, Sánchez hubiera conseguido apoyos suficientes (que habría sido posible si no fuera por el desencuentro con Podemos), habría sido presidente con la misma legitimidad que luego lo fue Rajoy. La moción de censura repite exactamente el procedimiento, con iguales exigencias, de elección de presidente tras las elecciones. En ambos casos, el ganador de las votaciones en el Congreso tiene plena legitimidad democrática; en ninguno de los dos casos es elegido por los españoles.

Los del PP (también los de Ciudadanos) suelen repetir que lo más democrático es que gobierne la lista más votada, despreciando cualquier otra opción con el peyorativo “pacto de perdedores”. Esa afirmación es ostensiblemente falsa; como se demostró en la moción de censura, había más que querían que Rajoy no fuera presidente que los que sí querían. Pero eso da igual, lo único que importa es atacar al adversario aunque sea mintiendo.

Pero lo divertido es que mi sobrina, después de hilvanar en el almuerzo esos mantras, por la noche, conocedora ya de que su amigo Pablo Casado había quedado segundo, se mostraba optimista de que conseguiría el liderazgo del partido con el apoyo de los compromisarios de Cospedal y de Margallo (que parece que son acérrimos anti-Soraya). No me pude reprimir y con algo de sorna le pregunté si eso no era un "pacto de perdedores", si de esa manera Casado no se estaba saltando el sacrosanto principio por el que lo democrático es que gane el de la lista más votada. No, me contestó sin dudar, no es para la nada lo mismo. Como tampoco habría sido lo mismo si la moción de censura de Aznar contra González hubiera tenido éxito; como tampoco será lo mismo si en un futuro el nuevo líder del PP presenta una moción de censura.

Sintiéndose quizá contra las cuerdas, aunque por supuesto sin admitir nada, esgrimió un nuevo argumento de los que ofrece el partido a sus militantes: que no sólo el PSOE no era la lista más votada sino que Sánchez no era diputado y, por tanto, no había sido elegido por los españoles. Ella sabía de sobra que Sánchez había dimitido como diputado por lo que había sido elegido por los españoles. Pero esta variante de la demagogia pepera introduce la insidia de que un presidente no diputado es de menor calidad democrática, cuando la única y completa legitimidad proviene de ser votado mayoritariamente por los congresistas. Por cierto, en Canarias (y creo que en las restantes Comunidades Autónomas) el presidente de gobierno sí se elige de entre los diputados.

Naturalmente, quienes propagan estas falacias (y ordenan a sus fieles que los propaguen), saben de sobra que lo son, pero ello no les corta en absoluto para seguir haciéndolo. Stevenson, en sus ethical studies de 1888, enumera la “mentira mezquina” entre las manifestaciones de lo diabólico. Yo no creo en el diablo, pero como al ilustre escocés también me repugna especialmente este comportamiento tan habitual y al que se recurre cada vez con mayor frecuencia. Los motivos son claros: por un lado, denunciar la mentira apenas tiene efectos (o sea, sale gratis mentir); por otro, no pocos aceptan de buen grado la falacia porque refuerza lo que quieren creer (mi madre, por ejemplo, que me reconoció que nunca se había parado a pensar que en las generales no elegíamos presidente). Otra forma más de embotar nuestra capacidad crítica.

viernes, 6 de julio de 2018

Verdad obligatoria

De momento no parece existir un medio que nos permita saber con suficiente fiabilidad si lo que dice alguien es verdad o mentira. Convengamos, naturalmente, que la veracidad de una afirmación ha de entenderse subjetivamente; es decir, una declaración será verdad cuando quien la haga crea que es verdad, lo sea o no objetivamente (suponiendo que pueda hablarse de verdad objetiva). Ahora bien, disponer de medios para conocer lo que saben otros es una obsesión de muchos desde hace muchos siglos. En la actualidad hay dos tipos básicos de métodos. De un lado, los que se basan en que al declarar algo se produce una respuesta emocional dependiente de la veracidad/falsedad de lo declarado y que esa respuesta emocional se refleja en indicadores fisiológicos (tensión arterial, pulso, respiración); el famoso polígrafo es el mejor ejemplo. Sin embargo, estos “detectores de mentiras” carecen de toda validez científica y, pese a llevarse empleando décadas en diversos ámbitos y lugares, constan no pocos casos de personas que engañaron repetidas veces al aparatito. El otro grupo comprende las drogas que bloquean la capacidad cerebral de mentir, los no menos famosos (y de gran popularidad en la ficción) “sueros de la verdad”. Ciertamente, estas drogas producen efectos que propiciarían una desinhibición de los mecanismos represores conscientes pero eso no garantiza que se diga la verdad o, sobre todo, que no se mezcle con fantasías del drogado.

Así pues, de momento no, pero no creo descabellado prever que a no muy largo plazo, dado el interés de muchos (en especial de agencias vinculadas a la defensa y a la seguridad nacional estadounidense) se disponga de algún medio que permita obligar a decir la verdad o, al menos, discernir con seguridad si lo que alguien dice es cierto o falso. Y entonces, cuando eso ocurra, se planteará un interesante debate ético: ¿sería lícito obligar a un imputado a decir la verdad? Pensemos por ejemplo en el reciente juicio a la manada. Los acusados aseguran que la chica consintió en mantener sexo grupal con ellos, versión que ha creído uno de los tres jueces. Si se le administrarse a cada imputado y a la propia chica una droga de la verdad y se les hiciesen las pertinentes preguntas, podríamos saber con seguridad y en qué grado lo que cada uno creía estar haciendo. Pues bien, me pregunto cuál sería la opinión pública si se planteara esa posibilidad. Tras hacer un breve sondeo en mi entorno, concluyó que muy mayoritariamente se pediría que se impusiera la administración obligatoria de la droga de la verdad.

Ello implicaría, claro, desmontar uno de los derechos reconocidos en el Pacto internacional de los Derechos civiles y políticos, por el que nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo ni a declararse culpable; es decir, aún siendo culpable, el acusado tiene derecho a mentir para que no se le condene. A partir de aquí, en un sistema judicial irrestrictamente garantiza, se ha consagrado que la declaración del imputado no pueda utilizarse en su contra. No olvidemos que el derecho a la no discriminación deriva del respeto a la dignidad de la persona, uno de los fundamentos básicos de los mecanismos procesales de cualquier Estado de Derecho actual. A su vez, recordemos, que este derecho es resultado del abandono de la concepción inquisitorial del Antiguo Régimen, cuando se veía al acusado como mera fuente de averiguación de la verdad –de modo que la confesión era la forma ideal de acabar un juicio–, lo que justificó numerosos abusos y excesos, como las torturas.

Ahora bien, con una droga como la supuesta, desaparecería para el ciudadano común la incómoda molestia moral de la tortura, y difícilmente podrían oponérsele argumentos convincentes que contrarrestasen el indiscutible beneficio de saber la verdad y, por tanto, hacer justicia. Incluso, es probable que, en una primera etapa, para no contravenir frontalmente el derecho consagrado, se empezará a usar esa droga sólo si el imputado acepta, pero derivando efectos incriminatorios de su negación (esto ya está ocurriendo, parece). De este modo, poco a poco, iríamos hacia un modelo procesal completamente distinto del actual que abriría la puerta a situaciones desde luego nada deseables (supongo que no hace falta que ponga ejemplos). Pero tengo para mí que, en la actualidad, los riesgos de esa eventual deriva no frenarían la imposición de la hipotética droga. Por eso, confío en que no se descubra; la sociedad en la que se convirtiera en práctica me da miedo.

domingo, 1 de julio de 2018

Ad verecundiam

Esta mañana, en una conversación – “debate” (*) sobre machismo en un grupo de whatsapp, uno de los participantes acabó su mensaje con la siguiente frase: «La división del trabajo entre los sexos es anterior a la opresión de las mujeres y, por lo tanto, la erradicación de esta opresión no implica la desaparición de todos los roles sexuales», que decía que era una cita de Igor Kon. No sé si mi amigo aportaba esa cita para reforzar o para ilustrar su argumento; tampoco es muy relevante porque en ambos casos, bien descaradamente o de forma más sutil, estaría recurriendo al argumento ad verecundiam, una de las más frecuentes falacias lógicas, consistente en defender la veracidad de una proposición porque la ha dicho alguien con autoridad en la materia. Ahora bien, que desde los tiempos de Pitágoras sepamos de sobra que estos argumentos no son de recibo no ha hecho la más mínima mella en su empleo. Tengo la impresión, por el contrario, de que cada vez se los emplea más, contribuyendo a empobrecer los debates y a embotar nuestra capacidad crítica. Me acuerdo de un viejo amigo ya fallecido que siempre que alguien citaba lo dicho por alguien de renombre como argumento de autoridad, le preguntaba si creía que ese alguien era infalible; como el interlocutor admitía que no, mi amigo decía: entonces vamos a analizar eso que ha dicho no vaya a ser que sea una estupidez.

Naturalmente, admitir que una cita de alguien de renombre está tan sujeta a crítica lógica como cualquier otro argumento suprime toda eficacia al argumento de autoridad. Aun así, tampoco me parece tan mal aportar en una discusión las opiniones pertinentes de autoridades en la materia, siempre que se deje claro que las mismas no forman parte de la argumentación sino que, simplemente, valen para ilustrar que ese señor tan reconocido ha llegado a la misma conclusión que tú y que, probablemente, tendrá un libraco donde la justifica por extenso. Pero, en esos casos, además de esas precauciones, conviene citar autoridades de común conocimiento. Al tal Igor Kon yo no lo conocía y no me extrañaría que tampoco lo conociera ninguno de los otros participantes en la conversación. Es más, después de enterarme de que fue un filósofo, psicólogo y sexólogo soviético (1928-2011) cuyas obras creo que no están traducidas al español, dudo incluso que quien lo citó lo haya hecho de primera mano. Por tanto, si el origen de la cita es como me malicio, estaríamos ante un ejemplo de mala praxis argumentativa, en el que el recurso a la falacia de autoridad es casi un objetivo en sí mismo, sin que el que cita ni siquiera tenga una opinión fundada sobre la autoridad del citado. Es más, ya me he encontrado con frecuencia con discutidores no solo aficionados a los ad verecundiam sino a que sus citas sean cuanto más exóticas mejor. En estos casos suele haber la voluntad (más o menos consciente) de intimidar al interlocutor quien, para no mostrar su ignorancia sobre la autoridad del citado, preferiría dar por buena la cita y, por tanto, sucumbir a la falacia lógica. En fin, falacia sobre falacia y la víctima la racionalidad y la lógica.

Dicho lo anterior, sin ánimo de ser irrespetuoso con el señor Kon, pasemos a analizar la consistencia lógica de su argumento. Para ver su consistencia lógica conviene que sustituyamos los dos conceptos que confronta por sendas letras. Así, llamemos A a “la división del trabajo entre los sexos”, B a “la opresión de las mujeres” y C a “todos los roles sexuales”. Con este convenio el argumento pasaría a ser: A es anterior a B, por lo que no B no implica no C. Evidentemente, no hace falta saber demasiado de lógica formal para comprobar que la argumentación es flojísima e inconsistente. No siendo demasiado tiquismiquis, podemos admitir que Kon (suponiendo que fuera él) consideraba que había una relación estrecha (no necesariamente de identidad) entre “la división del trabajo” (A) y “todos los roles sexuales” (B). Supongamos, para simplificar, que el devenir de la división del trabajo y de la asignación de roles sexuales va de la mano; es decir, que si no hubiera roles sexuales no habría división sexual del trabajo y viceversa (no creo que sea muy preciso, pero me vale admitir la correlación). De este modo, podríamos cambiar la frase por cualquiera de estas otras más o menos equivalentes y de más fácil verificación en cuanto a su consistencia lógica: «La división del trabajo entre los sexos es anterior a la opresión de las mujeres y, por lo tanto, la erradicación de esta opresión no implica la desaparición de la división del trabajo», o bien: «La asignación de roles sexuales es anterior a la opresión de las mujeres y, por lo tanto, la erradicación de esta opresión no implica la desaparición de los roles sexuales». En ambos casos, la estructura argumentativa sería A es anterior a B y por tanto no B no implica no A.

Pues bien, con esta corrección la frase no incurre en ningún error formal, ni falta que le hace porque es absolutamente irrelevante. De hecho, es equivalente a decir «La madre es anterior al hijo y, por lo tanto, la muerte del hijo no implica la muerte de la madre»; una boutade. Pero, en realidad, lo que podría quererse decir es que A es causa (no anterior) de B y por tanto, que se suprima B, el efecto, no implica que se suprima A, la causa. Esto ya tiene un poco más de sentido pero lo cierto es que tampoco nos añade nada, no deja de ser una tautología obvia e irrelevante. Para decir que suprimir un efecto no significa suprimir la causa no es necesario recurrir a ninguna autoridad, por muy Kon que sea. Cuestión distinta es que, a partir de una obviedad irrelevante, se pretenda insinuar una conclusión contraria a la lógica pero con apariencia de veracidad: «La asignación de roles sexuales es causa de la opresión de las mujeres y, por lo tanto, la desaparición de los roles sexuales no se producirá con la erradicación de esta opresión». Una cosa es que la supresión de B no implique la supresión de A y otra que no pueda suprimirse A si se suprimiera B. De hecho, aunque se admita que la opresión de las mujeres es consecuencia de los roles sexuales o de la división (sexual) del trabajo, es muy arriesgado afirmar que no hay correlación entre ambos con influencias en ambas direcciones (no solo causa efecto). Y es que, en mi opinión, la supresión profunda de los efectos puede erosionar las causas contribuyendo también a suprimirlas. La realidad no suele responder a modelos de comportamientos rígidamente unidireccionales
.
Así pues, la argumentación citada está mal expresada en términos lógicos y, si se corrigiera, sería una obviedad irrelevante al discurso que en nada contribuye a una conclusión, pero que, distorsionándola, induce una nueva falacia. Pero es que, si pasamos del plano de la lógica formal al de la veracidad, tampoco la cita de Igor Kon queda muy bien parada. Porque, como es sobradamente sabido, la corrección formal de una argumentación garantiza la veracidad de la conclusión solo si las premisas son verdaderas. En este caso, la premisa mayor afirma que la división del trabajo entre los sexos es anterior a la opresión de las mujeres (y también afirmaría que los roles sexuales son anteriores a la opresión de la mujer). No sé muy bien en qué se basa el ruso para aseverar esto tan tajantemente y, sobre todo sin aportar ninguna prueba que avale, lo que, para mí, es cuando menos muy dudoso. Porque yo diría que la división del trabajo y la asignación de roles sexuales diferenciados no son anteriores a la opresión de la mujer sino más bien expresión manifiesta de la opresión de la mujer. Además, ambos hechos –división del trabajo y asignación de roles– llevan irremisiblemente a la opresión de la mujer. Por tanto, a mi modo de ver, discutir la prelación cronológica entre estos factores viene a ser como el debate entre el huevo y la gallina. Yo diría que todo está interrelacionado, tanto que no son sino caras de la misma moneda.

Pero, lo que aquí me importa destacar es que no sólo la argumentación citada es formalmente inconsistente, sino que, aunque no lo fuera, tampoco nos permitiría llegar a nada porque las premisas no están suficientemente probadas (más bien lo contrario). Así que, el exótico Igor Kon será (o no) una autoridad de reconocido prestigio, pero su cita no aporta nada a la discusión. Y no es la primera vez que soy testigo de ejemplos como el que he contado en este post.

(*) Pongo la palabra “debate” entrecomillada porque sería presuntuoso decir que a través de whatsapp (o de twitter, por poner otro ejemplo) se pueden mantener debates con un mínimo de congruencia y rigor lógico. Pero es lo que hay, en un mundo dominado por la dictadura de lo inmediato y de lo breve (que nos instala inevitablemente en los eslóganes y tópicos en sustitución de los argumentos).