domingo, 28 de septiembre de 2008

El origen del café

Las cabras de Kaldi, un pastor abisinio, andaban saltarinas y nerviosas; las cabras de Kaldi, viciosas ellas, gustaban mordisquear bayas rojas de unos arbustos silvestres. Kaldi probó la fruta y al poco rato retozaba con sus cabras; qué maravilla, se dijo, con estas cerezas se le quita a uno todo malhumor y cansancio. El chico no guardó el secreto; por sus palabras o su comportamiento los paisanos descubrirían el pastel (mejor dicho, el café). Parece que por ahí había un monasterio de monjes (cristianos etíopes, claro) que también comprobaron que masticando esas cerezas las largas vigilias orantes pasaban veloces e inspiradas: todo sea por la gloria del señor.

Se trata de una leyenda, la que cuenta el origen del café; aun así, con referencias temporales y geográficas. La provincia de Kaffa, en la Etiopía meridional, allá por el siglo VI. Un territorio de montes y ceja de selva, de frondosa y variada vegetación. Sus habitantes pertenecerían, supongo, al reino de Aksum, el primer estado etíope conocido, el que consolidó el cristianismo copto en ese rincón originario de África. En el siglo X, viajeros árabes atestiguan que el café ya formaba parte de la cultura abisinia y probablemente se cultivaba. Parece que desde el principio los etíopes probaron diversas formas de consumo: simple masticación de los granos, masa molida mezclada con grasa animal, pulpa fermentada, bebida dulce a partir de las cascarillas y, finalmente, infusión de granos tostados.

Hay otra leyenda de inconfundible aroma islámico pese a que también transcurre en Etiopía. Un joven curandero llamado Ali tenía un puesto en el mercado de Gondar. Un día pasó por allí la princesa Jazmín, hija del Negus Negusti, el rey de reyes de Abisinia. Ambos jóvenes cruzaron sus miradas y un amor avasallador les embargó. Enterado el Negus, apresó al insolente enamorado y lo deportó a un lejano bosque (acto piadoso porque lo usual habría sido una rápida decapitación). Alí, al modo del amante de Teruel, trabajó tres años sin descanso buscando un regalo original y magnífico con el que pudiese ablandar el duro corazón del emperador. Durante sus investigaciones solía beber una infusión de las bayas rojas de un arbusto que, por casualidad, había descubierto que le quitaban el sueño. Tras tantos desvelos cayó en lo evidente: era esa amarga y olorosa infusión el talismán con el que conquistaría la benevolencia del Negus. Y así fue.

Si esta leyenda habla del Negus habrá que situarla en torno al siglo XIV, época ya demasiado tardía. De hecho, hay pista de que ya en el siglo X el café había sido llevado al Yemen por caravanas de árabes, si bien quizá todavía no se había extendido y popularizado por todo el mundo islámico. Si así fuera, podemos interpretar esta leyenda como la versión árabe para explicarse el descubrimiento del café. Además, seguramente provendrá de etapas muy posteriores ya que, en los tiempos de los Negus, Gondar no existía como ciudad permanente pues la corte imperial acampaba trashumante por los parajes de Amhara. Aun así, concediendo al cuento algún enraizamiento histórico (como casi todos los mitos), es verosímil que, pese al enconado enfrentamiento de los Negus con el Islam en defensa de la ortodoxia cristiana, se mantuvieran estrechas relaciones comerciales con la vecina península arábiga. No cuesta suponer que los descendientes de Salomón y la reina de Saba recibieran en sus tiendas reales a notables mahometanos y los agasajaran con infusiones de café.

Lo cierto es que serían los árabes quienes adoptarían el café como planta dilecta y falsearían en diversos grados sus orígenes etíopes. Pero todo ello ocurriría a partir del siglo XIV porque antes, según Auguste Chevalier (Les Cafeiers Du Globe, 1929), no hay constancia de que se cultivara el café en el mundo islámico (ni, añado, en ningún otro lugar que no fuera Abisinia). Así, por ejemplo, en algunas versiones de la leyenda de Kaldi y sus cabras se dice que los monjes a quienes acudió el pastor eran musulmanes y que fue el imán quien, descubiertos los poderes de la planta, lo propagó por el mundo árabe. También se cuenta que Kaldi o el imán, ante las propiedades energéticas de la sustancia, la habrían bautizado qahwa, término árabe que significa vigorizante. Frente a esta versión hay otra que dice que la palabra café así como el nombre de la región etíope donde por primera vez fue descubierto, Kaffa, provienen de la unión de dos términos jeroglíficos: Ka, que es Dios, y Afa, que es la tierra y todas las plantas que en ella crecen. De esta forma, café significaría algo así como la planta de Dios.

En su ya clásica Historia de las Drogas, Escohotado cita a Pius Font quien dice que Scheha-Beddin, un poeta árabe del XV (de quien no encuentro otras referencias que las relacionadas con esta historia), contó la misma historia de las cabras etíopes pero con un mulá (doctor de las leyes islámicas) como protagonista. Al buen hombre, durante sus noches de estudio del Corán, le costaba no rendirse al sueño, lo cual contrariaba sus devotas ansias de conocimiento. Un día se encontró con unas cabras excesivamente cabrioleras y, preguntado el pastor (quien en el cuento árabe carece de nombre), se enteró de que tan excéntrico comportamiento se debía a la ingesta de las bayas de un extraño arbusto silvestre. El mulá cogió algunos de esos granos y se comió los más maduros sin notar efectos apreciables; se le ocurrió entonces tostarlos en una sarten de cobre puesta sobre una lumbre hecha con excrementos de camello (para ser un cuentito hay que ver cuántos detalles). Pero llegó la hora de oración y el hombre se olvidó de sus bayas y, para cuando volvió a la cocina, estaban ya completamente quemadas y el aire lleno de un aroma muy agradable. El mulá vertió agua sobre los granos quemados y los dejó flotando un rato; luego, se bebió el brebaje y le gustó. Pero no sólo eso, enseguida comprobó que le desaparecía el cansancio y que podía pasar la noche en vela sin esfuerzos.

Las mismas referencias afirman que fue un muftí (jurisconsulto islámico) de Adén, que vivió en el siglo IX, el primero en plantar cafetales en la península arábiga. Esta otra leyenda no niega el origen foráneo del café aunque, probablemente con razón, reivindica la autoría árabe de la domesticación. Adén, uno de los lugares más antiguos del mundo (en sus proximidades están enterrados Caín y Abel), fue durante la Edad Media importantísimo centro de comercio y paso de mercadería, y los estrechas eran las relaciones que mantenía con los estados abisinios. Cabe pues aceptar que ese muftí fuera, efectivamente, el primero que, tras conseguir algunas semillas del extraño arbusto etíope traídas en la caravana de algunos comerciantes yemeníes, se decidiera a ensayar su cultivo en esas planicies desérticas. Claro que, si creemos lo que nos cuenta el poeta Scheha-Beddin, habremos de desautorizar al botánico Chevalier.

Se me dirá que es irrelevante cuándo se popularizó entre los árabes el consumo de café, si en el siglo IX-X o en el XIV-XV; pero es que me ha picado la curiosidad. Sabemos que los viajeros europeos por tierras islámicas dan noticias del café desde el siglo XVI y que ya en el XVII se introdujo en nuestro continente. Cuesta creer, si aceptamos las palabras de Scheha-Beddin, que el consumo de esta bebida haya pasado inadvertido a los europeos durante quinientos años; si el café se tomaba habitualmente desde el año mil, cómo no habría de llegar a occidente, ya fuera a través de cualquiera de los dos extremos del mediterráneo (habría entrado, sin duda, en la España mora). Claro que, a la inversa, cuesta entender que, dadas las estrechas relaciones comerciales entre la península arábiga y Abisinia, ningún comerciante yemení se hubiera animado a llevar a su tierra las semillas para el cultivo de esa planta que tan popular era en Etiopía. Leo en algún sitio que el sapientísimo médico, químico y filósofo persa Al-Razi, viajero inagotable, estuvo a principios del siglo X en Abisinia y conoció y se interesó en el café. Con estas credenciales, es difícil dudar de que, bastante antes del final de la toma de Constantinopla, el café se empezara a cultivar en Arabia.

En plan conciliador, se me ocurre aventurar una hipótesis intermedia. Sí, los yemeníes llevaron la planta a la península arábiga y empezaron a cultivarla, pero, durante los primeros siglos, su cultivo y consumo estuvo limitado. De hecho, a principios del XVII, cuando ya el café era ampliamente conocido, los árabes lo mantenían como un tesoro local y prohibían severamente la exportación de los granos (salvo los torrefactos, ya estériles). Creo pues razonable suponer que ese celo secretista podía venir desde varios siglos antes; porque lo que es una indubitable verdad es que el café fue siempre para los árabes motivo de orgullo, algo que consideraban propio. Según leo en la wiki, recientes descubrimientos arqueológicos de un equipo británico parecen insinuar la posibilidad de que el consumo del café empezara en Arabia a partir del siglo XII. En todo caso, lo que no admite discusión es que Etiopía es la cuna del café; los análisis genéticos han demostrado que todas las variaciones de la planta de cualquier lugar del mundo provienen, al igual que los humanos, de ese territorio del África Oriental, desde donde se diseminaron y diversificaron.

Y si explicara los extraños vericuetos a través de los cuales he acabado escribiendo este post, más de uno me tomaría por loco.


CATEGORÍA: Todavía no la he decidido

sábado, 27 de septiembre de 2008

Pirámides y ensaladas

El otro día, un amigo publicó en su blog una reinterpretación personal de las pirámide de Maslow aplicada a las necesidades urbanas. Al margen de las reflexiones de índole profesional, su lectura me hizo recordar la vieja teoría de la jerarquía de las necesidades humanas (ya me había olvidado del nombre de su autor), tan llevada en la psicología y en disciplinas derivadas. Abraham Maslow estableció cinco niveles de necesidades del ser humano (fisiológicas, de seguridad, sociales, de reconocimiento y de autorealización) y afirmó que el humano busca satisfacerlas secuencialmente: las de un nivel inferior antes de plantearse las del nivel inmediatamente superior. Obviamente, la estructura piramidal de las necesidades responde a que cuanto más "altas" están, menos gente las siente y busca satisfacerlas. Así, Maslow decía que la "autorrealización" la alcanza no más del 1% de las personas.

En mi opinión, la teoría es bastante discutible, sobre todo en cuanto a su validez universal; no obstante, creo que en términos estadísticos (para la mayoría de la población) es una aproximación suficientemente acertada y por eso es la base de muchas técnicas de motivación, por ejemplo, en el mundo de la empresa. Pero podría disentirse sobre si es ineludible sentir esas necesidades y en ese orden y si la satisfacción de las mismas es el único (o principal) motor que explica el comportamiento de cada uno de nosotros. A ese respecto, cabe plantear que más que buscar la satisfacción progresiva de las necesidades, mejor enfoque sería reducir dichas necesidades (en especial algunas de nivel alto).

En todo caso, el recordatorio de estos asuntos me vale para enlazarlo con mi lechuga del post anterior. La necesidad de ser amado se adscribe, en la jerarquía de Maslow, al tercer nivel, al grupo de las necesidades sociales, relacionadas con el desarrollo afectivo del individuo y que comprende, además, las de pertenencia a un grupo, las de sentirse integrado, etc. El cuarto nivel de Maslow incluye las necesidades que tienen que ver con el reconocimiento, con la autoestima. Es claro que ambas necesidades, la de ser amado y la de ser reconocido, encuentran (o pueden encontrar) satisfacción en la pareja. Ambas, en las versiones en que aparecen en las ensaladas amorosas, me parecen muy similares; tanto que, si la necesidad de ser amado es la lechuga, diré que la necesidad de ser reconocido podría ser, por ejemplo, la escarola.

La teoría de Maslow tiene que ver con la motivación humana; nuestras necesidades son, a la vez, carencias e impulsores a la acción (actuamos buscando satisfacerlas). Pasando a otro autor, el chileno Manfred Max-Neef, en su estupendo libro Desarrollo a escala humana, nos dice que las necesidades humanas son siempre los mismas (sin variar ni en el tiempo ni en el espacio ni según las circunstancias) y que lo que cambia, lo que está culturalmente determinado, son los satisfactores de esas necesidades. Bajo esta óptica, es claro que la pareja aparece como un satisfactor (además, un satisfactor sinérgico en la terminología de Max-Neef, toda vez que da respuesta a muchas necesidades).

Cuestiones que no tengo claras son, por ejemplo, si esas dos necesidades a que me he referido son realmente universales y se mantienen a lo largo de toda la vida de un humano. Supongo que, como enseña la psicología, es importantísimo para el desarrollo armónico de la personalidad recibir amor y autoestima, pero esas necesidades ¿no podrían llegar a desaparecer o a minorarse mucho durante la vida adulta? Otra duda es si la pareja (o la relación amorosa del tipo que sea) es un satisfactor adecuado, máxime cuando estas necesidades son las principales motivadoras de la relación; a este respecto, intuyo que no, pero la mayoría de las personas con quienes he hablado de esto me dicen que estoy equivocado.

Es curioso, ya puestos, que ni Maslow ni Max-Neef citen expresamente entre las necesidades la de amar (no la de ser amado), la de desear el bien de alguien. Es, por supuesto, el tomate de mi ensalada. Quizá (no lo sé) la necesidad de amar pertenezca al quinto nivel de la pirámide, el que se refiere a la autorrealización y que tanto tiene que ver con el desarrollo de la libertad y completitud individual. Conviene señalar que mientras que las necesidades de los cuatro niveles inferiores, denominadas "de déficit", se van satisfaciendo (y dejan de ser tales), las necesidades de autorrealización, denominadas "del ser", son motivaciones que no se agotan. Si la necesidad de amar perteneciera a este quinto nivel maslowiano, cabría concluir que: 1) aparece de verdad cuando se han cubierto las necesidades inferiores y 2) es una fuerza motivadora inagotable.

Si estos simplistas corolarios los aplico a mis ensaladas, me atrevería a sostener que no puede haber tomate de verdad si hay lechuga o, dicho a la inversa, si uno busca una relación amorosa con lechuga, esas cosas rojas que está poniendo parecerán tomate pero quizá no lo sean del todo. También, aunque no me apetezca desarrollar la idea ahora, podemos apoyarnos en Maslow para justificar que cuanta más lechuga menos tomate (o, en una versión habitual en muchas relaciones, el exceso de lechuga pudre el tomate) y si empezamos a quitar lechuga el tomate crece en todo su esplendor.


Love is all there is,
it makes the world go around
Love and only love it can't be denied
No matter what you think about it
You just won't be able to do without it
Take a tip from one who's tried.


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: Reflexiones sobre emociones

martes, 23 de septiembre de 2008

Ensaladas amorosas

El Diccionario de la RAE aporta tres definiciones para el amor como sentimiento y ninguna de las tres me gusta. La primera acepción, especialmente, me parece singularmente equívoca pues, de aceptarla, estaríamos limitando el amor a una de sus variantes que es el amor romántico. Así, para los académicos, el amor es un "sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser". Lo de intenso (¿con qué unidades se mide?) es para que no nos creamos que cualquier sentimiento, aunque cumpla las restantes condiciones es amor; para que sea amor se tiene que sentir mucho, muy fuerte. Pero lo verdaderamente simpático (por no decir otra cosa) es esa concepción del amor como un sentimiento que tiene por objeto (y causa) llenar un hueco, cubrir nuestras carencias. Amamos, viene a decir el diccionario, porque nos falta algo, porque estamos incompletos; amamos porque necesitamos amar, porque necesitamos del amado para satisfacer esa necesidad. Es, en el fondo, la teoría de la media naranja, una de las diversas versiones de lo que doy en llamar el amor romántico.

Para mí, amar es sencillamente sentir benevolencia, desear el bien. Obviando el amor genérico, solemos hablar de amor cuando hay un receptor; amamos pues a alguien cuando deseamos el bien de ese alguien. Creo yo que cuando amamos (cuando nuestro cerebro está "produciendo" ese sentimiento benevolente), independientemente de la intensidad y del receptor, estamos en un estado mental de armonía, de satisfacción; un estado que tiene mucha relación con la felicidad. De hecho, en casi todas las disciplinas y filosofías orientales los estados de armonía interior (espiritual) están vinculados a energías fluyentes positivas que no dejan de ser sentimientos benevolentes. Al mismo tiempo, cuando amamos no caben los "malos rollos"; diríase que los "sentimientos negativos" se disuelven en el amor. A riesgo de sonar cursi, diré que cuando amamos somos buenos o, para no arrogarme certezas, nos sentimos buenos. Quizá así pueda entenderse la famosa frase de San Agustínama y haz lo que quieras– ya que, cuando uno ama es bueno y lo que hará serán siempre bondades.

Hace unos años, pensando en las relaciones afectivas, se me ocurrió concebirlas como ensaladas, siendo los diversos sentimientos en ellas involucrados las correspondientes hortalizas. El amor, en los términos en que lo he definido, decidí que sería el tomate (supongo que por similitudes con el corazoncito icónico). Así, toda relación afectiva sería una ensalada que, por su propia denominación, ha de tener tomate. El tomate siempre es tomate (digamos que en mi metáfora no admito las posibles variedades) y, por tanto, no caben distinciones cualitativas; o sea, el amor es siempre el mismo. Sin embargo, hay diversos tamaños de tomates; siempre son tomates, pero unos son más grandes que otros. En la ensalada que es cualquier relación afectiva, el amor que existe, siendo siempre de la misma naturaleza, puede ser de mayor o menor intensidad; puedes amar más o menos (aunque no tengo apenas sugerencias sobre las eventuales medidas). Por supuesto, en cualquiera de esas ensaladas tiene que haber tomate porque, si no, la relación no merecería el epíteto de afectiva; claro que puede que el tomate sea muy pequeñito o, independientemente del tamaño, esté mezclado con tantas otras hortalizas que pierda protagonismo.

De hecho, a mi modo de ver, lo que distingue las diversas relaciones afectivas es justamente la precisa distribución de hortalizas. No es que haya pues diferentes tipos de amor (siempre es tomate), sino distintos tipos de ensalada. Por ejemplo, es casi un lugar común lo de que el amor más puro es el de los padres hacia sus hijos; yo más bien diría que la relación afectiva padres-hijos es una ensalada en la que apenas hay otra cosa que tomates gordos, si, efectivamente, casi el único sentimiento que los padres "producen" hacia sus hijos es el deseo de su bienestar, de su felicidad. Una relación de pareja es una ensalada que, obviamente, tiene bastantes más ingredientes además del tomate. Claro que deseo el bien de mi pareja, pero ese sentimiento (el amor) va unido a otros; y en esa unión y en los distintos grados de vinculaciones mutuas es en donde radican las peculiaridades de las distintas relaciones.

Una hortaliza fundamental en esas ensaladas (las relaciones afectivas) es la lechuga. La lechuga vendría a ser la necesidad de ser amados, el sentimiento que para el DRAE motiva el amor, en una especie de comercio emocional. Es absolutamente normal desear ser amados y este deseo, este sentimiento, probablemente es lo que más nos motiva a establecer relaciones afectivas. Pero no creo que haya que hilar demasiado fino para distinguir la lechuga del tomate y, sin embargo, en el marketing del amor romántico, se nos venden ambos sentimientos como una misma cosa (una extraña hortaliza híbrida de tomate y lechuga). Más de una persona me ha dicho que no concibe que la amen sin que, de forma indisoluble, necesiten que ella a su vez lo ame; si alguien me amara y no necesitara que yo lo ame (o, lo que es lo mismo, me amara independientemente de mis sentimientos), no me estaría amando con amor de pareja; es más, ese sentimiento no sería amor verdadero y no es el que quiero (éstas, más o menos, fueron las palabras de una buena amiga en una ya vieja conversación).

Yo no doy tanta importancia a la lechuga, aunque sí admito que en la práctica lo es y mucho. Tanto que, en mi opinión, en la mayoría de las relaciones de pareja hay bastante más lechuga que tomate y, lo que es peor, la cantidad de tomate parece estar en relación con la de lechuga. Así que se da la absurda paradoja de que si alguien progresa en el ideal budista de sentir menos necesidades (y, por ende, ganar en libertad), entre ellas sentir menos la necesidad de ser amado, si su esquema de relación afectiva es el descrito, "producirá" menos amor o, si este esquema de relación afectiva es el de su pareja, ella dejará de valorar el tomate que le llega al venir cada vez con menos lechuga. ¿Me lío, verdad? En fin, dejémoslo ahí, aunque la analogía da para muchas simulaciones.

Naturalmente, además de la lechuga, hay muchas más hortalizas que acompañan al tomate. En mi opinión, no todas las hortalizas son convenientes o, para evitar juicios de valor, diré que, en esta etapa de mi vida y teniendo en cuenta mis circunstancias y aspiraciones personales, me interesa decidir las hortalizas que quiero y las que no quiero en mis ensaladas. Lo malo es que las ensaladas, en principio, ya vienen envasadas de fábrica con ingredientes fijos para determinadas etiquetas predefinidas. En la parte del supermercado dedicada a las relaciones afectivas entre adultos, apenas se nos ofrece más que una combinación, conocida como ensalada romántica, que tiene un montón de lechuga pero también otras hortalizas que en otro momento a lo mejor me decido a relacionar. Y lo peor es que tenemos tan asumido que esas son las únicas relaciones posibles, que nos han condicionado los sentimientos (sentimos como suponemos que hemos de sentir). La revolución a la que me refería en el post anterior se concreta, en suma, en aprender a hacernos nuestras propias ensaladas.

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: Reflexiones sobre emociones

lunes, 22 de septiembre de 2008

Eros y Anarquía

La nuestra es, me parece, una época de conciencias adormecidas. Tiene eso que ver, por ejemplo, con la desilusión política o, como muchos proclamaron tras las navidades del 89, con el fin de las ideologías. ¡Qué distintos eran los tiempos hace cien años! Hablo de las últimas décadas del XIX y las primeras del XX, cuando todo se cuestionaba, cuando se remecían creativamente los principios sacrosantos sobre los que se estructuraba el orden social y también el íntimo, el personal. La jerarquía social, las relaciones de producción, los presupuestos patrióticos ... Sí, pero también Dios, la familia, el amor, el sexo ... Ambas esferas (y las divido en dos, probablemente, por la tiranía de las clasificaciones dicotómicas) no son diferenciables más que a efectos analíticos porque forman parte de una sola realidad, son caras de una misma moneda.

En ineludible esfuerzo de síntesis vengo obligado a la caricatura. La efervescencia de los cuestionamientos creativos de aquella época derivó (al menos en nuestra vieja y podrida Europa) en movimientos revolucionarios de múltiples características, muchos violentos pero también muchos de alegre ingenuidad. Todos conocemos que hubo dos grandes guerras y una declaración de punto final para los pensamientos y experiencias sobre la libertad y la justicia; se decretó la necesidad e inevitabilidad (¿sí?) de un orden reforzado (o de dos, qué más da) con sus concesiones cosméticas (sólo en uno de los lados). Hubo un breve renacer de ese viejo espíritu en la década de los sesenta, más en las Américas que entre nosotros; tengo la impresión de que los unos fueron más ingenuos y los otros se anduvieron con menos contemplaciones. Y así seguimos quemando etapas: negación definitiva de la utopía comunista (gracias a un sofisma criminal sostenido durante setenta años), renacer de las teocracias, sacralización y universalización de la economía, glorificación de las cárceles (con distintos estándares de confort) como opciones de vida social ...

Hoy no es ya cuestionable la estructura ideológica única, el entramado de principios sociales, económicos, éticos, personales que subyacen en el Orden, que le dan sentido y también lo soportan. Ante cualquier aspecto particular que encuentra problemas de "encaje" en esa estructura (sigo con la caricatura), la Derecha se empeña en negarlo, combatir sus disensos, aunque subrepticiamente lo admita en sus comportamientos privados. La Izquierda, en cambio, propicia "integrarlo" en el sistema, hacer la reforma necesaria en el edificio para, sin afectar la estructura, encontrar el hueco adecuado. En el fondo, ambos, los de Izquierda y los de Derecha, juegan al mismo juego y con las mismas hipocresías (si bien manifestadas en asuntos y con estilos muy distintos). Claro, es muy fácil criticar y, sobre todo, generalizar injustamente la crítica. Pero, ¿es que acaso caben otras alternativas?

Tengo la sensación de que muy pocas, casi ninguna. La historia, especialmente la de los últimos ciento cincuenta años, nos enseña que todos los intentos fracasaron, y más lo hicieron aquéllos que pudieron tener éxito. Quizá nos quede todavía el ámbito de lo individual, de lo íntimo; sin olvidar que todo es uno, cabría aplicarnos la ya vieja consigna ecologista: piensa globalmente, actúa localmente. Concentrémonos en el cuestionamiento de nuestras estructuras ideológicas íntimas, desmontemos (deconstruyamos, que dirían los posmodernos) el armazón que da sentido a nuestros sentimientos, a nuestras aspiraciones, pongamos en crisis esas convicciones que nos han incrustado tan adentro que casi parecieran residir en el sistema límbico. Puede que el único ámbito en que quede algo de margen a la actividad revolucionaria (la libertad siempre es revolucionaria) sea el íntimo; y eso, siempre que seamos discretos, sin que se note demasiado. Porque si nuestros ejercicios se dejan ver demasiado no sólo se escandalizarán los biempensantes, sino que vendrán quienes mandan a imponernos las medidas coercitivas pertinentes para que no se alborote el redil.

Es curioso que la mayoría de las ideologías revolucionarias obvien la esfera de la intimidad; casi todos quienes desde las Luces pensaron y construyeron contra el orden injusto al que se sometían sus vidas y las de sus contemporáneos, no se atrevieron a cuestionar las ideologías de lo personal. Curiosamente (¿o no tanto?) los grandes ideólogos revolucionarios resultaron ser de lo más convencionales en sus vivires cotidianos; incluso a más de uno se le podría calificar descaradamente de reaccionario. Pero ya no es que sus comportamientos fueran fieles al modelo burgués, a lo que hoy llamaríamos políticamente correcto; lo llamativo es que ni siquiera abordaran la crítica a las estructuras ideológicas que sustentan esos planteamiento vitales.

Hay, no obstante, una clamorosa excepción y no es otra que el anarquismo o, si se prefiere, el conjunto de ideologías varias enmarcadas bajo la etiqueta de libertarias (que, por cierto, nada tienen que ver con el fraudulento uso que del término liberal hacen nuestros compatriotas peperos). Seguramente sólo entre los anarquistas podemos encontrar una consistente y mantenida producción teórica sobre "ideologías de la intimidad" estrechamente vinculada con una concepción revolucionaria de lo social. Autores como Errico Malatesta, Luigi Fabbri, Paul Robin, Emile Armand o Emma Goldman trataron de estos aspectos que se suelen denominar íntimos, incluyendo entre ellos, desde luego, las relaciones afectivas y los modelos sociales consecuentes. Es ciertamente muy instructivo repasar escritos anarquistas sobre lo que se dio en llamar Amor Libre (término que ha sido trivializado y vilipendiado). No sólo ponen en solfa instituciones intocables como el matrimonio o la familia, sino socavan sin piedad la edulcorada ideología subyacente con la que se envuelve la venta del producto: el esquema tópico del amor romántico.

En otro momento intentaré definir este esquema tópico, inventado -creo- en la Inglaterra victoriana y que sigue siendo una de las estructuras ideológicas más profundamente incrustadas en nuestros cerebros. Sí diré ahora que lo admirable de esta "ideología romántica" no es ya que sea falsa como la experiencia no se cansa de demostrarnos (con singulares excepciones), sino que a pesar de ello sus fieles sigan empeñados en creerla y, lo que es más grave, en vincular su felicidad a sus presupuestos. De lo que se sigue que, en la mayoría de los casos, dicha ideología se convierte en un factor causal de la infelicidad de una gran cantidad de personas. Pero de lo que aquí quería hablar era justamente de las alternativas libertarias a los modelos políticamente correctos de amor, pareja y sexo; quería incluso referirme a una experiencia no por fallida menos interesante, la de la Colonia Cecilia, que el italiano Cardias fundó en Brasil a finales del XIX. Lo postergo también para próximas entradas.


PS: Como ejemplo del proceso de trivialización del término amor libre al que me he referido, vaya este video de nuestro rey del kitsch (pese a su buena voz). No me he podido resistir a ponerlo como ilustración casposa e irónica del tema del post.

CATEGORÍA: Todavía no la he decidido

viernes, 19 de septiembre de 2008

Antepasados

Mi abuela paterna, a quien no conocí, se apellidaba Sevillano; murió joven, siendo mi padre niño. Mi abuelo se encontró así, hacia mediados de los años treinta, viudo y con tres niños pequeños. Entonces apareció en escena la señora a la que siempre llamé abuelita; se casó con mi abuelo aportando a esa familia el dinero que necesitaban mediante la venta de su patrimonio (que nunca supe en qué consistía) y ocupándose de la casa y la crianza de los que pasaron a ser sus hijos, porque propios nunca llegó a tener. Pienso ahora que ni siquiera sé el apellido de mi abuelita; apenas sé nada de ella. De pequeños siempre tuvimos mucha más relación con la familia materna, probablemente a causa de la ojeriza que mi madre tenía hacia sus suegros y cuñados, tan distintos en carácter y ambiente al suyo de origen. Esa antipatía, velada obviamente por las "buenas formas", provenía de lo mal que fue recibida mi madre cuando los conoció. De esa historia sé los escasos pero suficientes detalles para hacerme una idea. Con la excusa de esa anécdota, aprovecho para contar cómo mis padres se casaron.

Mi padre, en la segunda mitad de los cincuenta, era un médico joven que había decidido dedicarse a la antropología filosófica y se dedicaba a recorrer España y América dando conferencias. En una de esas llegó a San Sebastián y allí, una vieja amiga con un cargo de cierto nivel en la Sección Femenina, animó a mi madre, una chica de veinticinco años que oficiaba de locutora en la emisora local del Movimiento, a asistir a su charla y, al acabar ésta, los presentó. En premio a sus oficios celestinescos, esa señora (que ha muerto hace pocos años), se convirtió, algo más de un año después, en mi madrina. Mis progenitores debieron de enamorarse enseguida y también enseguida debieron decidir casarse, porque lo cierto es que entre esa conferencia y la boda no transcurrió más de medio año (si no fuera porque yo nací diez meses después de la boda, sospecharía ante esas prisas). En esos meses previos, mi madre viajó a Madrid a conocer a sus futuros suegros. Estando en la casa de ellos, cerca de la glorieta de Quevedo y en la que sigue viviendo mi tía, mi madre encendió un cigarrillo, lo que, por entonces, no era muy habitual entre las mujeres. Mi abuela se escandalizó y parece que, en un aparte, le dijo a mi padre que no se casara con esa chica que era una puta. El aparte no lo fue suficientemente (aposta o no) y mi madre lo oyó. A la boda, en Donosti, no asistieron familiares de mi padre; luego las relaciones se fueron normalizando, pero nunca fueron fluidas.

De mi otra abuela, la biológica que no conocí, sé paradójicamente más cosas, la mayoría descubiertas en los últimos años de la vida de mi padre cuando, por asuntos de herencias, contactó con él un primo gallego. A mí, estas historias de familia la verdad es que no me dicen mucho, al menos no en el plano afectivo. Quiero decir que no siento la llamada de la sangre ni me palpita de otra forma el corazón ante personas que comparten conmigo más genes que cualquiera que conozca al azar. Sin embargo, tengo un hermano muy aficionado a estas inquisiciones y que es capaz de organizar viajes de varios días, llevando a rastras a sus tres hijos, a la búsqueda y captura de remotos parientes ante quienes se presenta calurosamente ya que, al cabo, "somos de la familia".

Así, gracias a él, me enteré de que esa abuela fue la mayor de cinco hermanos, que sus padres se llamaban Pura y Gorgonio y que provenía del pueblo orensano de Cea, donde doña Concha, la abuela de mi abuela, poseía tierras y una casona solariega con pretensiones de pazo. Lo de haber tenido un bisabuelo llamado Gorgonio no deja de tener su gracia. Afortunadamente mis mayores no debieron ser de esos que consideran que han de transmitirse los nombres familiares, con más ahínco cuanto más estrambóticos sean; me estremezco de pensar que yo, que soy el descendiente primogénito de Gorgonio (mi abuela, mi padre y yo fuimos los primeros de los respectivos hermanos), hubiese heredado su vocativo. Indago un momento y me entero de que San Gorgonio fue un mártir de la antigua Roma, chambelán de Diocleciano (siglo IV) que se atrevió a afear la conducta de su jefe. Éste, irritado, lo hizo azotar con tal violencia que su carne volaba en jirones, después ordenó que se le echase sal y vinagre en las llagas, luego mandó asarlo a fuego lento en una parrilla y, como postre, lo condenó a la horca. (Fin del anecdotario cultural).

Vuelvo a Cea, pueblo en el que estuve por el 93, cuando desconocía que era cuna de cierta proporción de mis genes. Es fin de etapa de una de las ramas del Camino, la conocida como el camino sanabrés, y su historia está muy vinculada al monasterio cisterciense de Oseira, una maravilla gótica. Parece que el famoso pan moreno de Cea tuvo su origen en las necesidades de abastecimiento de los monjes. La cosa es que por ese pueblo gallego debió aparecer hacia finales del siglo XIX mi bisabuelo Gorgonio Sevillano quien seduciría a la hija mayor de los terratenientes, mi bisabuela Pura (que quizá no lo fue tanto). Porque, gracias a mi hermano me entero de que Gorgonio provenía de Argujillo, una pequeña aldea de la comarca zamorana de La Guareña. Como no tengo más datos, me pregunto por qué Gorgonio se desplazaría de su lugar natal para acabar cayendo unos 300 kilómetros al noroeste y se me ocurren historias disparatadas que darían para una novela pero que, por supuesto, carecen del más mínimo fundamento.

Lo que gracias a las andanzas de mi hermano parece estar claro es que Gorgonio se fue por su cuenta de Argujillo, y en ese pueblo y cercanías se quedaron otros Sevillano que han seguido procreando hasta estos tiempos, de forma que algunos parientes míos habitan todavía en esa comarca. De otra parte, cabe presumir que mis bisabuelos, una vez casados, se asentaron en Cea, porque ahí siguen todavía otros descendientes suyos, entre ellos ese primo de mi padre. Y allí tuvo que vivir su infancia y primera juventud mi abuela María Luisa, quien se casaría con mi abuelo, un valenciano funcionario de correos y telégrafos destinado en Galicia. Estamos hablando de mediados de los veinte. ¿Cómo se conocerían mi abuelo y mi abuela? Fantaseo que ella estuviera estudiando el bachillerato en Orense y el telegrafista, viéndola pasar por la calle, quedase prendado y la cortejase con éxito. A lo mejor se casaron contra los deseos de los padres de la novia o sobre todo con la oposición de Doña Concha, la abuela y verdadera matriarca del clan. Intuyo que mi abuelo nunca debió llevarse demasiado bien con los de Cea; la prueba es que nunca supe nada de ellos hasta la aparición del primo de mi padre hacia finales de los noventa. María Luisa tuvo cuatro hijos (uno murió niño) muy seguidos; entre mi padre y su hermano menor no habría más de cinco años de diferencia. Poco tiempo después de su último parto murió; no sé las causas, ni las circunstancias. Debían ser los últimos años de la República o justo al inicio de la Guerra. Lo que sé es que en julio del 36, mi abuelo, en su calidad de jefe de telégrafos, se declaró favorable al golpe militar y que los primeros años de la guerra la familia los pasó en Galicia; por esas fechas debió acontecer el segundo matrimonio de mi abuelo con la que yo de niño siempre pensé que era mi abuela (y de hecho lo fue).

Ya en los cuarenta, la adolescencia de mi padre, vivieron en Cataluña (Gerona y Barcelona) y hacia finales de esa década se mudaron a Madrid, donde residieron hasta el final de sus vidas. En los últimos años de mi padre, gracias a la aparición del primo de Cea ya citado, vine a enterarme (a lo mejor lo sabía pero lo tenía olvidado) que un octavo de mis genes proviene de ese rincón orensano. Hace unos cinco años, gracias a las aficiones genealógicas y viajeras de mi hermano, descubrí que otro octavo tiene su referencia geográfica en una comarca zamorana en la que jamás he estado. Estos Sevillano no parecen para nada emparentados con la ilustre estirpe del mismo apellido, iniciada por Don Juan de Sevillano y Prado, primer marqués de Fuentes del Duero y primer Duque de Sevillano, de modo que se desmonta el cuento de mi padre sobre que algo nos tocaba de esos títulos nobiliarios. La historia la argumentaba con el hecho cierto de que una tía suya profesaba en las Adoratrices de Guadalajara, orden fundada por Santa Micaela del Santísimo Sacramento, tía de la última duquesa de Sevillano, María Diega Desmaissiéres y Sevillano, mujer riquísima (la más de España, se decía) cuya vida y milagros dan para otro post. De esta tía María, una viejecita menuda y encantadora a quien visitamos en algunas ocasiones, nos decía que era tratada con gran consideración por su parentesco con la gran benefactora de la Orden. Pues va a ser que era un ingenuo e inofensivo delirio de grandeza.

Y nada más, salvo añadir que el primer apellido de mi padre es de origen árabe y este segundo, Sevillano, creo que de judío converso; supongo que también tendré genes de cristiano viejo. En fin, qué poco sé de las vidas de quienes me han hecho posible.

CATEGORÍA
: Recuerdos

martes, 16 de septiembre de 2008

Universos paralelos

(... y para lelas, como decían en el programa radiofónico de Pablo Motos)

Escuche con atención, Brick, y luego respóndame francamente. Apoyando los brazos sobre la mesa, Frisk se inclina hacia adelante e inquiere: ¿Estamos en el mundo real o no?

¿Cómo puedo saberlo? Todo parece real. Estoy aquí sentado, metido en mi propio cuerpo, pero al mismo tiempo no es posible que me encuentro en este lugar, ¿verdad? Mi sitio es otro.


Está usted aquí, no cabe duda. Y es de otro sitio.


Las dos cosas no puede ser. O lo uno o lo otro.


¿Le resulta familiar el nombre de Giordano Bruno?

No. Nunca he oído hablar de él.

Un filósofo italiano del siglo dieciséis. Sostenía que si Dios es infinito, y sus poderes son infinitos, entonces debe haber un número infinito de mundos.


Me parece que tiene sentido. Suponiendo que uno crea en Dios.


Lo quemaron en la hoguera por esa idea. Pero eso no significa que estuviera equivocado, ¿verdad?

¿Por qué me lo pregunta? No tengo la menor idea de esas cosas. ¿Cómo voy a darle una opinión de algo que no comprendo?

Hasta que no se despertó el otro día en aquel hoyo, había vivido toda su vida en otro mundo. Pero, ¿cómo podía estar seguro de que sólo existía ese mundo?


Porque ... porque era el único mundo que yo conocía.


Pero ahora conoce otro mundo diferente. ¿Qué le sugiere eso, Brick? 

No lo entiendo. 

No hay una sola realidad, cabo. Existen múltiples realidades. No hay un único mundo. Sino muchos mundos, y todos discurren en paralelo, mundos y antimundos, mundos y sombras de mundos, y cada uno de ellos lo sueña, lo imagina o lo escribe alguien en otro mundo. Cada mundo es la creación mental de un individuo.

Leo este diálogo en la última novela de Auster (Un Hombre en la Oscuridad, Anagrama, septiembre 2008; pag 82-83) y me remite a uno de mis asuntos favoritos de fantaseo, el de los universos paralelos. Hay abundantísima literatura sobre estas materias, un riquísimo catálogo de variedades, tantas que difícilmente puede uno llegar a conocerlas todas. Los ejemplos que he catado son, por supuesto, escasos y entre ellos no se encuentra Giordano Bruno.

Hasta hace dos días, identificaba a Bruno por referencia a Galileo; el amigo excéntrico que, en lo básico, tenía una idea cosmológica parecida pero que llegó demasiado lejos en sus derivaciones teológicas y fue demasiado chulo como para retractarse, con el resultado previsible de que el 17 de febrero de 1600 lo quemaron vivo en el Campo dei Fiori romano (hecho que se conmemora con su estatua en el centro de la plaza). Sin embargo, desconocía que hubiese especulado sobre la combinatoria del infinito que necesariamente tiende a entremezclar acto y potencia.

«Dios es omnipotente y perfecto y el universo es infinito; si Dios lo conoce todo entonces es capaz de pensar en todo, incluido lo que yo pienso. Debido a que Dios es perfecto y conoce todo, debe crear lo que yo pienso. Yo puedo imaginar un infinito número de mundos parecidos a la tierra, con un jardín del Edén en cada uno. En todos esos jardines la mitad de los Adanes y Evas no comerán del fruto del conocimiento y la otra mitad lo hará; de esta manera un infinito número de mundos caerá en desgracia y habrá un infinito número de crucifixiones. De aquí puede haber un único Jesús que irá de mundo en mundo o un infinito número de Jesuses. Si hay un solo Jesús la visita a un número infinito de mundos tomará una infinita cantidad de tiempo, de este modo debe haber un infinito número de Jesucristos creados por Dios».

Este es el fragmento más transcrito de Bruno desde el que se han elucubrado numerosas fantasías y teorías no tan fantasiosas. Derivando desde Bruno y pasando por Heisenberg (el principio de indeterminación) y Schrödinger (¿muere o no muere el gato?), en 1957 un joven licenciado en Princeton, Hugh Everett, presentó su tesis de los Universos Paralelos. Me entero de que visitó a Niels Bohr para contarle sus ideas y a éste no le interesaron en absoluto; probablemente el desprecio del profeta de su fe cuántica le llevó a abandonar la física y dedicarse a los negocios, que le hicieron millonario. El hombre murió joven (apenas 51) de un ataque al corazón, convencido de que existía la inmortalidad cuántica, sea eso lo que sea. Los científicos de su época no lo tomaron muy en serio, hasta que llegaron los más recientes teorizadores de la Física, como Stephen Hawking, para inventarse los agujeros de gusano que serían algo así como puertas entre universos. En fin...

Filosofía, física ... En ambos casos, en unos niveles de elucubración tan alejados de los ámbitos de la percepción sensorial que cuesta seguir esos caminos, sólo transitables en estados de fantaseo, con o sin inducción psicoativa. Más sencillo es acercarse a estos temas a través de la literatura o el cine. En cuanto a la primera, baste citar El Jardín de los senderos que se bifurcan (1942), de Borges, cuya lectura en mi adolescencia pudo tener parte de culpa en que me atraigan estos desvaríos. Películas hay demasiadas y la mayoría bastante poco consistentes; me acuerdo así, a bote pronto, de algunas recientes: Matrix y Dark City, por ejemplo, o en ambientes de realismo cotidiano una en la que Gwyneth Paltrow vive dos historias según llegue a tiempo de coger el metro o se le cierren las puertas en las narices, y otra con Nicolas Cage en la que vive como ejecutivo agresivo soltero y padre de familia.

En fin, a lo que iba: que a ver si leo algo del desafortunado Giordano Bruno.

CATEGORÍA: Literaturas

lunes, 15 de septiembre de 2008

Baja de Canal Satélite Digital

Muy señores míos:

Como pueden comprobar en sus archivos, he sido cliente de Digital Plus (antes Canal+) durante bastantes años. Hace unos meses, debido a que casi no veo televisión, me di de baja. Ya en esa ocasión, y pese a que lo hice con tiempo suficiente según me dijo quien me atendió telefónicamente, me cargaron la cuota del siguiente mes lo que me obligó a dar la correspondiente orden de anulación al banco. Poco tiempo después recibí una llamada de un agente comercial de ustedes que, con el argumento de mi antigüedad como cliente, me ofrecía seguir viendo el canal totalmente gratis durante los meses de verano y no pagar hasta septiembre. Le dije, en principio, que no me interesaba, pero este señor insistió asegurándome que no adquiría ningún compromiso y que si pasados los meses gratuitos no quería pagar pues no pasaba nada. Le dije que aun así no me interesaba porque preveía que lo que iba a ocurrir es que llegaría septiembre, me habría olvidado del asunto, ustedes me cargarían la cuota mensual correspondiente y para cuando me diera cuenta ya habría pagado. El comercial me contestó que eso no pasaría porque, antes de que finalizara el mes de agosto, me iban a llamar para preguntarme si quería o no seguir con la suscripción. Desconfié y ese señor me lo aseguró repetidas veces. En tal caso vale, dije al fin.

Así que, con algún que otro problemita no previsto en cuanto a la recepción de la señal que requirió la venida de antenistas a casa (y el pago por mi parte de un pequeño suplemento porque hubieron de hacer algo que no estaba entre lo que paga Digital Plus), he estado recibiendo algunos canales (pocos) durante el verano; canales, dicho sea de paso, que sólo he visto en dos o tres ocasiones porque, como ya he dicho, casi no veo televisión. Como hacia mediados de agosto recibí una llamada de Digital Plus pero, para mi sorpresa, no era para preguntarme si quería continuar a partir de septiembre. El nuevo comercial que habló conmigo daba por supuesto que yo era un cliente consolidado (no sabía nada de mis circunstancias ni de que estaba disfrutando de una oferta gratuita temporal) y lo que me proponía era ampliar mi "paquete" para tener otros canales a precios estupendos. Le conté un poco mi situación, le dije que no me interesaba, y aproveché para aclararle (aunque no llamaba para eso) que no quería pagar a partir de septiembre. Imagino que le entró por un oído y le salió por el otro y, por tanto, no dejó la más mínima constancia de mi intención.

Pensándolo ahora, tampoco el amable e insistente primer comercial debió dejar constancia en sus bases de datos de que habían de preguntarme si quería seguir antes de cargarme la cuota de septiembre. Su único objetivo debía ser ficharme y para ello valía mentir y prometer cualquier cosa. Como fuera, lo cierto es que el 31 de agosto, por otros motivos, entré en la web de mi banco a consultar los últimos movimientos y me encuentro con que ya estaba cargado el recibo de septiembre de Canal Digital (con fecha 2 de septiembre). Imaginarán que no me hizo ninguna gracia. Llamé por teléfono al servicio de atención al cliente en varias ocasiones pero en ninguna conseguí que me atendieran. Entonces llamé a mi banco y ordené que se anulase ese pago y también la domiciliación de Canal Digital.

Este viernes pasado (12 de septiembre), mientras estaba en un almuerzo, recibí una llamada al móvil de una señorita de su empresa que con tono ligeramente conminatorio me preguntó si era yo consciente de que mi banco había rechazado el pago de la cuota. Procurando no enfadarme demasiado (aunque imagino que no lo evité del todo) le expliqué lo que acabo de contar hasta aquí y me quedé con la desagradable sensación de que esa persona me oía como quien oye llover. Acabado mi monólogo, dicha señorita me agradeció la atención (fórmula improcedente que sonó absolutamente cínica) y se despidió. Media hora después recibo en el mismo móvil otra llamada de una voz que parecía la misma y que empezó también preguntándome si era consciente de que mi banco había rechazado el pago de la cuota. Parecía la escena de la radio despertador del Día de la Marmota. Le pregunté si no era ella quien me había llamado hace un rato y me contestó preguntándome lo mismo: ¿le he llamado yo hace un rato? Era una escena surrealista y, en todo caso, sintomática del desbarajuste que debe reinar en el correspondiente servicio de la empresa. En fin, le volví a aclarar a la nueva (o vieja) señorita un resumen de lo que le había aclarado ya a ella misma o a su clon y, con un tono algo más irritado que en la ocasión anterior, le pedí que apuntaran las cosas y que no me llamaran más.

Y efectivamente, no me han llamado más ... al móvil. Esta mañana me han llamado al fijo de mi domicilio, otra señorita que, afortunadamente, no empezó preguntándome por mi grado de consciencia y que tuvo la habilidad de demostrar en su conversación una mínima capacidad discursiva racional, más allá del comportamiento robótico al que se atuvieron sus predecesoras ¿o era sólo una? En fin, que de nuevo el mismo rollo con una variante: esta mujer me recomendó que me diera de baja. Entonces me di cuenta: estas señoritas se dedican simplemente a llamar para ver si logran que quien no ha pagado, pague y no les importa otra cosa, ni toman nota de nada que no sea si paga o no paga. Imagino que como mi primera respuesta no contestaba expresa y explícitamente su precisa pregunta (o se liaron al interpretarla) no dejaron constancia del correspondiente SI/NO, por lo cual recibí más llamadas. Supongo que esta última señorita (que parecía más inteligente) habrá tomado nota de que no pienso pagar y entonces me habrán cortado la señal (ni siquiera me he molestado en comprobarlo) y a lo mejor hasta vuelven a pasarme la factura al cobro o bien desisten poniéndome en alguna lista de mal cliente que no paga sus compromisos y me la guardan (la deuda) para otro momento en que caiga en sus redes. Porque lo que me ha dado a entender esta chica es que necesito darme de baja, que todos los rollos que pueda contarles son absolutamente inocuos, improcesables por el esclerótico sistema que han montado.

Con lo cual, y aunque me molesta tener que hacerlo, mediante este escrito les comunico que ME DOY DE BAJA como cliente de Canal Satélite Digital. Aunque sería más preciso decir que VUELVO A DARME DE BAJA después de que ustedes se empeñaron en volverme a dar de alta con la MENTIRA de que no iba a ser necesario que tuviera que darme de baja nuevamente.

También mediante este escrito quiero dejar constancia de mi enfado con ustedes porque han faltado a lo que me prometieron cuando me convencieron de volver a ser cliente suyo. Creo recordar que esa conversación pudo haber sido grabada, así que les rogaría que lo comprobasen. En todo caso, en lo que a mí respecta, no tengo ninguna duda de que las cosas ocurrieron tal como las he contado y de que si acepté su oferta fue en esas condiciones. Sea por ineficiencia o por mala voluntad (o por ambas cosas), la sensación que tengo es que ustedes han pretendido estafarme. Deduzco que les hará mucha gracia este escrito y que a mí no me queda más que ajo y agua; ya lo sé, pero no creo que esa manera de actuar les vaya a reportar muchos clientes satisfechos. No ignoro que los usuarios tenemos pocas alternativas en lo que se refiere a recibir tratamientos dignos y honestos por parte de las compañías y, en ese aspecto, me temo que lo que ha ocurrido no es la excepción. Sin embargo, hace unos años el comportamiento de su empresa me parecía caracterizado por una seriedad que ahora descubro absolutamente quebrada; quizá tenga que ver con su alianza con Telefónica ...

Por último, les agradecería, por el bien de sus restantes clientes, que mejorasen sus servicios comerciales y las bases de datos, a fin de evitar llamadas repetidas y escenas surrealistas. Un saludo.


PS: Esta cancion, de cuando Cher estaba con Sonny y aún desconocía los prodigios de la cirugía estética, es la que suena día tras día en el radio-despertador de la película que cito en este post que es un correo electrónico que acabo de enviar a los de Digital +.

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

domingo, 14 de septiembre de 2008

El Santo Niño de La Guardia (II)

El crimen que dio en llamarse del Santo Niño de La Guardia fue descubierto por la entonces joven Inquisición española, gracias a un encadenamiento de detenciones, interrogatorios y confesiones de varias personas (judíos y conversos) a partir del "casual" apresamiento de Benito García en Astorga, como he contado en el post anterior. Si el proceso inquisitorial, instruido inicialmente ante la sospecha de un hereje judaizante, no hubiera desvelado esos actos tan crueles jamás se habrían conocido; de hecho, nunca se encontró el cadáver del desventurado mártir. Imagino que hemos de ver en esta sucesión de acontecimientos la mano de la divina providencia, frustrando el triunfo de la maldad hebraica y posibilitando su justo castigo además de, sobre todo, el conocimiento de la verdadera naturaleza del pueblo deicida.

Leamos pues (en texto ligeramente adaptado por mí) la descripción que del crimen hacen los inquisidores del Tribunal de Ávila en su sentencia de 16 de noviembre de 1491 contra el principal acusado:

Yucé Franco, judío, había atraído a algunos cristianos a los ritos y ceremonias de la ley de Moisés, convenciéndoles de que era la verdadera y no la de Jesucristo que era fingida. Les enseñó oraciones hebraicas, los tiempos de sus ayunos y pascuas y otros misterios de su fe; les dio a comer sus viandas y a beber vino caser y, de esa forma, les fue poniendo en descreencia con su ley y fe católica y haciéndoles enemigos de ella, del mismo modo que los judíos lo son.

Una noche, Yucé Franco, queriendo llevar a efecto sus perversas intenciones, crucificó en una cueva, junto con otros judíos y cristianos, a un inocente niño cristiano, para ofender y vituperar el recuerdo de la sacratísima pasión de Nuestro Señor. Le extendieron los brazos y las piernas en dos palos puestos a manera de cruz; le az
otaron, escupieron y abofetearon; le pusieron una corona de hierbas espinosas en la cabeza y las mismas yerbas en la espalda y en las plantas de los pies. Mientras le dañaban de tantas maneras, los criminales decían al niño, como si fuera la persona de Jesucristo, muchas oprobiosas palabras: que era un traidor engañador que predicaba mentiras contra la ley de Dios y la de Moisés, que pensaste destruirnos y ahora te destruiremos nosotros, que te decías nuestro Rey y que habías de destruir nuestro Templo y no eras más que un hombre, hijo de una mujer corrupta, nacido de un adulterio. Y muchos más vituperios le dijeron. El propio Yucé Franco, mientras sujetaba un brazo del niño que se desangraba, con un cuchillo le abrió el costado y le sacó el corazón. Con tales tormentos el niño inocente vino a morir y expirar. Entonces lo quitaron de la cruz y lo llevaron a enterrar a un lugar secreto que nunca se pudiera descubrir.

Días después de lo tan cruelmente perpetrado, el dicho Yucé Franco y sus cómplices en el delito se juntaron secretamente en la misma cueva donde hicieron ciertos hechizos con el corazón del niño y con una hostia consagrada. Esos conjuros se hicieron con la diabólica intención de que los inquisidores y todos los demás cristianos muriesen con grandes sufrimientos y que la fe católica de nuestro Redentor pereciese completamente para que los judíos se enseñorearan y enaltecieran la ley de Moisés. Pero pasados unos días, viendo que el hechizo no obraba los efectos esperados, Yucé Franco y los demás volvieron a juntarse y de común acuerdo decidieron enviar a uno de ellos (a Benito García) con el corazón del niño y con ot
ra hostia consagrada a ciertos judíos que tenían por sabios para que ellos hiciesen el conjuro y lograsen sus malvados fines. Asimismo el dicho Yucé Franco y sus cómplices juraron según rito judío no revelar el secreto de los delitos por ellos cometidos.

Las actas del proceso de Yucè Franco fueron publicadas en 1887 por el padre Fidel Fitas en el Boletín de la Real Academia de la Historia y pueden leerse en la Red. Ciertamente, aunque a veces se haga costosa, la lectura es apasionante y, sobre todo, tremendamente instructiva sobre la forma en que funcionaba el Tribunal. Lo que más me ha llamado la atención es cuánto, a finales del XV, estaban obsesionados por el formalismo jurídico y cómo éste no era más que mera apariencia de legalidad. La debilidad argumental y la omnipresencia de las torturas, evidentes en la evolución de las confesiones de los inculpados, hacen pensar a cualquiera que lo de menos era averiguar la verdad, que de lo único que se trataba era de llegar a construir una historia más o menos coherente (para las exaltadas y supersticiosas mentalidades de la época) que contribuyera a los fines de sus urdidores. Como digo, merece la pena la lectura de estas actas e incluso, con calma, ir analizando detalladamente las incidencias procesales y entretenerse en discutir cada una de ellas. Daría el tema para muchas páginas, pero no es éste el momento de hacerlo.

Lo cierto es que el proceso (o los procesos, para ser más preciso) empezaron con la detención en Astorga de Benito García en junio de 1490 y acabaron el 16 de noviembre de 1491 con la quema, en el Brasero de la Dehesa abulense, de ocho personas. En algún sitio he leído que Torquemada instó a que se cerrara el proceso (aunque todavía quedaban varias lagunas) porque quería que la condena tuviera mucha repercusión pública antes de la inminente rendición de Granada (2 de enero de 1492). Entre esas lagunas, la más llamativa es que nunca apareció el cadáver. Pero tampoco es poco extraño que en las actas del proceso de Yucé Franco ni siquiera se identifique al inocente, ni se detallen las circunstancias en que fue raptado por los asesinos.

Según leo en The Age of Torquemada (John E. Longhurst, 1918), los inquisidores las pasaron canutas para identificar al mártir. En esos días no se sabía de ningún niño desaparecido y ni siquiera los prisioneros sabían el nombre de su víctima. Uno de ellos confesó que se trataba del hijo de un tal Alonso Martínez, de Quintanar; raudos fueron los oficiales del Tribunal al pueblo toledano donde moraban varios alonsos martínez (el nombre era de lo más común en la época) pero a ninguna le faltaba un hijo. Entonces otro reo declaró que él había enterrado los restos y lo llevaron a La Guardia para que señalase el lugar; pero no apareció cuerpo alguno. Finalmente los inquisidores se dieron por vencidos y eludieron referirse a la clamorosa ausencia del cadáver. El pueblo, en su religiosidad supersticiosa, encontró enseguida la explicación: el cuerpo del niño, al haber muerto como mártir de la fe, fue succionado por Dios hasta el mismísimo Cielo.

El conocimiento del crimen se expandió inmediatamente a velocidades vertiginosas y las habladurías populares enseguida crearon una tradición que ampliaba el relato rellenando los vacíos que el proceso no acertó a explicar. Así, el niño resultó que se llamaba Juan y vivía en Toledo, hijo de Alonso de Pasamonte y de Juana la Guindalera, esta última ciega de nacimiento. A esa ciudad fueron dos hermanos Franco y, junto a la Puerta del Perdón de la Catedral encontraron al pequeño que todos los días llevaba allí a su madre a pedir limosna; le engatusaron con dulces y consiguieron que subiera a su carro. Lo tuvieron varios meses secuestrado, un tiempo en Quintanar haciéndolo pasar por hijo de uno de ellos, y otra temporada encerrado y oculto. La leyenda cuenta que el chiquillo llegó incluso a escapar pero lo pillaron. Los malvados esperaron hasta el 31 de marzo que coincidía con la fecha de la muerte de Jesús. Eligieron La Guardia para su criminal sacrificio porque esa ciudad tiene un relieve parecido al de Jerusalén (Fray Rodrigo de Yepes, uno de los primeros que publicó la leyenda, muestra en su Historia de la muerte y glorioso martirio del santo inocente que llaman de Laguardia de 1583, estampas de ambas ciudades para que se aprecien las semejanzas topográficas). El crimen fue un remedo burlesco de la Pasión, representando cada uno de los participantes el papel de alguno de los protagonistas evangélicos. El niño, como corresponde a un santo mártir, soportó todas las torturas en silencio, sin exhalar ni una queja; sólo habló cuando Yucé Franco le buscaba el corazón metiendo la mano por el costado derecho y fue para decirle que era por el otro lado. En el momento en que expiró, la tierra tembló; también en ese momento la madre, que estaba en Toledo, recuperó la vista. No fue sino el primero de muchos milagros que el Santo Niño ha realizado desde entonces.

La Leyenda ha tenido varias versiones a lo largo de estos cinco siglos largos, en ejercicios de creatividad desbocada que eran fáciles pues apenas había hechos ciertos a los que hubiera de anclarse la fantasía. Pero la devoción puede también ir contra los escasos datos reales y así, por ejemplo, encuentro que a Benito García lo detuvieron en Ávila (y no en Astorga) y eso ocurrió porque, de camino a Zamora, se detuvo en esa ciudad y se acercó a la catedral para no parecer sospechoso; pero al sacar su libro de oraciones, entre cuyas páginas había escondido la hostia consagrada, un gran resplandor inundó la nave de la iglesia, delatándolo.

Lo que sí es verdad es que, al poco de la ejecución inquisitorial, los vecinos y autoridades de La Guardia convirtieron al inocente mártir en el santo local, excusa y motor para varias intervenciones de renovación urbanística y fundamento principal de su identidad colectiva; y así, hasta hoy. Pero de este asunto como de otros relacionados con los libelos de sangre imputados a los judíos hablaré otro día.

CATEGORÍA: Personas y personajes

viernes, 12 de septiembre de 2008

El Santo Niño de La Guardia (I)

Benito García

Son los primeros días de junio de 1490. Está atardeciendo cuando Benito García entra en Astorga, parada y fonda de esa etapa de su viaje de vuelta hacia La Guardia (Toledo), que es su lugar de residencia. Benito regresa de Compostela, a donde ha ido en peregrinación. Se acaba la Edad Media pero la tradición de ir a arrodillarse ante el Apóstol debía todavía mantener su pujanza. También puede ser, se me ocurre, que para esas fechas peregrinar a Santiago fuese una especie de "prueba de fe", una demostración de la sinceridad de las creencias católicas. Hacía apenas una década que sus majestades Fernando e Isabel habían decretado el establecimiento en sus reinos de tribunales que juzgaran la "herética pravedad". La Inquisición española se fundaba apuntando directamente hacia los conversos, en respuesta e intento de encauzar el acérrimo odio antisemita de los cristianos viejos.

Benito es cristiano nuevo, hijo de judío y bautizado por su propia voluntad contra los deseos de su padre. Al menos eso es lo que dicen los papeles del proceso inquisitorial que él mismo confesó. Aunque gran parte de las confesiones que nos han llegado de este hombre son difíciles de creer (más parece que los funcionarios del Tribunal las inventaran o lo hiciese el propio acusado bajo la tortura), me inclino a pensar que estas referencias a su filiación judía y conversión voluntaria deben ser verdaderas, máxime cuando aparecen en una carta que envió el notario de Ávila, Antón González, al Ayuntamiento y notables de la villa de La Guardia para informarles de la sentencia contra su convecino que el día anterior había sido quemado vivo en la hoguera. No creo que se falsearan datos que sin duda conocían los paisanos de Benito.

En base a esa carta calculo que el hombre debía de rondar la cincuentena. Dice la sentencia inquisitorial que "... el dicho benito garcia, seyendo naturalmente judío, rescibió el sancto baptismo, y después de haber vivido y perseverado por espacio de treinta años en la ley é fe católica de nuestro señor ihesuchristo en nombre y possesión de christiano, hereticó y apostató de ella y actualmente se volvió á la ley de moysés, en la qual perseveró por espacio de cinco años ..." Queda claro pues que han pasado a esa fecha 35 años desde el bautismo; y que no fue bautizado al nacer es despejado poco después cuando se dice que él " ... creía verdaderamente que la maldición de su padre judío le había comprehendido y traido á aquel estado, porque se había tornado christiano ..." Es decir, que provenía de una familia judía segura de su fe (lo cual ya tenía mérito en la provincia de Toledo hacia mediados del siglo XV) y se convirtió en contra de la voluntad paterna, lo cual exige que tuviera una mínima edad para estar emancipado. De otra parte, tampoco pudo bautizarse demasiado mayor (pongamos más allá de los veintipocos años) porque entonces en 1490 andaría cercano a los sesenta y cuesta imaginar a un hombre de esa edad afrontando casi mil cuatrocientos kilómetros de viaje, la mayor parte a pie.

El caso es que nuestro hombre volvía de Santiago y hasta ahora no he encontrado ninguna fuente que me explique qué había ido a hacer allí. Si creyéramos la versión de la Inquisición (y la posterior hagiografía sobre el Santo Niño de La Guardia) diríamos que el llegarse hasta Compostela tenía por objeto disimular la verdadera finalidad del viaje que no era otro que acercarse a Zamora (una de las más importantes comunidades judías de Castilla en aquellos tiempos) para entregar a un tal mosé Abenamías una hostia consagrada destinada para criminales conjuros contra los cristianos. Esa hostia al caer de sus alforjas fue, siempre según los papeles de la Inquisición, la causa de que se le descubriera y detuviese, en la fonda de Astorga en que había entrado para cerrar la jornada. Estaría Benito sentado a una mesa, supongo que bebiendo unos vasos de vino (¿cómo serían los caldos maragatos hacia finales del XV?) cuando entraron unos borrachos a la posada. El converso era cardador, acostumbrado a recorrer pueblos y lugares ofreciendo sus servicios, así que es fácil imaginárselo parlanchín y amiguero. Puede que estuviera ya algo alegre y seguro que con ganas de compañía después de una etapa en soledad. No cuesta pues ver a ese grupo bromeando y que, entre bromas y meneos, se cayera al suelo el zurrón de Benito y entonces ...

Entonces se desperdigó parte del contenido y ese contenido debió llamar la atención de los borrachos, tanto como para despejarles de golpe y hacerlos actores de la catarata de acontecimientos que se precipitaron. Pero, ¿qué salió de la alforja para causar tanto impacto? La Inquisición nos dice que le hallaron la hostia, unas hierbas y otras cosas. La hostia estaría envuelta en un pergamino y atada con un hilo de seda roja o morada; quizá ese paquete misterioso despertó la curiosidad de los borrachos (¿recelarían que escondiera algo valioso y procurarían apropiárselo?) que se aprestaron a desenvolverlo. O a lo mejor el llevar hierbas en la mochila era por entonces sospechoso, poco propio de cristianos leales. Como fuera, el caso es que apareció una hostia y, en esos tiempos, llevar una hostia encima sólo podía tener un significado: su portador era un judío malvado preparado para acometer hechizos sacrílegos. De pronto, en un momento, los recientes colegas de parranda se convirtieron en feroces e indignados enemigos. Éste es un hereje, le gritaron. Y se lanzaron sobre el asustado Benito para prenderle y seguro que, de paso, darle una buena ración de hostias (de las otras).

Pero, ¿llevaba de verdad una hostia en la alforja? La única fuente originaria de que disponemos es la confesión del propio Benito según se transcribe en el acta del proceso inquisitorial. Es cierto que una confesión obtenida mediante terribles torturas no prueba nada, pero si no llevaba una hostia, hay que suponer que algo hizo u otra cosa llevaba que, en el ambiente enrarecido de odios de aquellos tiempos, provocó su apresamiento y el inicio del famosísimo asunto del Santo Niño de La Guardia, acontecimiento crucial para excitar el antisemitismo castellano hasta tal punto que poco después los monarcas se vieron obligados a decretar la expulsión.

Desde luego, para la coherencia de la historia tal como luego fue sentenciada por el Tribunal abulense, era necesario que llevase la hostia encima ya que había que suponer que de Astorga pensaba ir a Zamora (algo más de cien kilómetros al sur), desviándose ligeramente de su ruta de regreso a La Guardia. Si no hubiera llevado consigo la hostia consagrada (¿cómo se sabe que una hostia está consagrada?) habría significado que ya la había entregado al judío zamorano y, entonces, ¿para qué había seguido hacia el norte?

Si llevaba realmente una hostia envuelta de esa manera, hay que reconocer que el tipo era algo rarillo y que había motivos para sospechar de acuerdo a la mentalidad de la época. Ningún cristiano fiel llevaría una sagrada forma en su equipaje y si además era converso, como Benito, mucho menos. Piénsese que unos años antes el franciscano Alonso de Espina había recopilado en su Fortalitium Fidei (1459) y popularizado como verdades ciertas una grandísima colección de historias sobre las maldades de los judíos entre las que había varias de conjuros criminales contra cristianos a partir de hostias consagradas. A esos antecedentes conviene referirse porque en ellos se encuentran los modelos de la historia del Santo Niño; pero será (quizá) en otro momento. Lo que importa ahora es que, si es verdad que llevaba la hostia, se nos hace difícil dar con una explicación congruente, salvo que, efectivamente, fuese un judío relapso, algo majara, que se creyera que hacía gran daño a los cristianos profanando una sagrada forma. Pero, incluso de tener la hostia no se deduce, obviamente, que fuera verdad la historia del crimen.

A mí se me hace muy difícil creer que el pobre Benito llevara una hostia encima y más todavía si, como confesó, hacía ya cinco años que había vuelto a la fe de sus padres. Justificaré el porqué de mi escepticismo en otro momento. Pero entonces, ¿cuál fue la causa de qué lo prendieran? Sólo se me ocurren dos posibilidades: la primera que efectivamente algo cayó de su zurrón (las hierbas, a lo mejor) que, en aquel clima de psicosis colectiva antisemita, bastó para que lo tachasen de hereje judaizante y acabase en las cárceles del palacio episcopal. La segunda opción es demasiado maquiavélica para admitirla sin pruebas, aunque indicios parece haberlos: que Benito hubiera sido ya "elegido" como tonto útil en un plan diseñado previamente desde las más altas instancias de la Inquisición, quizás por el propio Tomás de Torquemada o algunos de sus más fieles allegados. A ese respecto, piénsese que el doctor don Pedro de Villada, quien se encargaría de "acoger" ya desde esa primera noche al cardador y aplicarle las primeras de una larga serie "caricias", era uno de los hombres de confianza del Inquisidor General y "casualmente" se encontraba en Astorga como vicario del Obispo (la sede estaba vacante). Claro que también cabe una hipótesis que combina las dos anteriores y que me parece más plausible: por el motivo que fuera (descartemos la hostia), Benito es acusado de hereje por algunos borrachos, se arma un revuelo y el hombre acaba siendo llevado por los alguaciles ante Villada y éste "aprovecha" el regalo para urdir, casi sobre la marcha, un plan que sabe que propiciará los objetivos de su patrón (la expulsión de los judíos).

Pero, de esos asuntos, de otros relacionados y de la continuación de este relato, ya trataré en otros posts. Aunque quizá, lo primero que deba hacer es contar la historia del Santo Niño de La Guardia.

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