domingo, 31 de diciembre de 2017

Tradición obliga

Vivimos en un país de tradiciones. De hecho, que algo sea tradicional, que se lleve repitiendo el suficiente tiempo, es motivo bastante para sacralizarlo y, si nos apuran, declararlo patrimonio intangible de la humanidad. Yo, a mi modesta escala, llevo ya once años consecutivos publicando un post el 31 de diciembre en el que pretendo hacer un escueto balance personal del año que acaba. Por tanto –qué remedio–, hoy estoy obligado a seguir la tradición en la que yo mismo me he entrampado y publicar la preceptiva entrada de cierre del año en curso y bienvenida al que viene, el sexagésimo por el que transcurriré.

Pero la verdad –y no es el primer año que me ocurre– es que no me apetece nada y, si estoy escribiendo este post, es sencillamente porque me siento obligado a hacerlo. Me pregunto que por qué no, sencillamente, paso de esta regla autoimpuesta y no encuentro una respuesta convincente. Una posible es el encanto de las series, cuanto más largas mejor. Dentro de un rato habré publicado una docena consecutiva de posts de fin de año y estaré en condiciones de prolongar la serie a trece, catorce, veinte … En cambio, si cedo a mis apetencias de hoy y rompo la serie impido que esa potencialidad sea acto. Por supuesto, con cada una de nuestras acciones abortamos una infinidad de sucesos potenciales, así que este argumento no deja de ser una tontería. Pero, no sé, no es lo mismo impedir lo que desconocemos que algo que ya hemos iniciado.

Si he de ser sincero, supongo que obedecer este imperativo mucho tiene que ver con factores supersticiosos. Desde pequeñito me iba poniendo pruebas mentales a las que condicionaba la consecución de ya ni recuerdo qué objetivos. Por ejemplo, si acierto al árbol de la plazoleta con tres pedradas seguidas, ocurrirá cualquier acontecimiento que deseaba. Me da la impresión de que tengo imbuidos algunos mecanismos irracionales que me impelen a cumplir ciertas normas secretas, casi mágicas, cuya infracción me ha de traer perjuicios. Naturalmente, sobra decir que no soy supersticioso, que sé que todo eso son tonterías absurdas, pero eso no quita que –ya lo conté en un post– todos los días de mi vida (al menos desde que, como se decía antes, tengo “uso de razón”) sea siempre el pie derecho el primero que apoye al levantarme de la cama, independientemente del lado de ésta en que duerma.

Así que, probablemente, si publico hoy este post es porque algún pepito grillo interior me insinúa que puede ser de mal fario no hacerlo. Unas cuantas veces en estos días me he planteado romper mi tradición (y publicar en cambio otro post que tengo casi acabado y que sigue con el asunto de los himnos), y al imaginarlo he sentido un confuso desasosiego. Vaya tontería, me digo, pero, al fin y al cabo, escribir estas líneas tampoco es tan dificultoso y así sigo la serie … ¡Y ya van doce! No obstante, me irrita un tanto la idea de ser esclavo de mi propia estupidez (aunque siempre sea mejor que serlo de la de otros) y me propongo, no la rebeldía de despreciar radicalmente la tradición, pero sí al menos una pequeña transgresión testimonial (¿de qué?); es decir, se trata de pactar una solución que armonice mi derecho soberano a hacer lo que me dé la gana (o a no hacer lo que no me apetece, en este caso) con el respeto supersticioso a la tradición propia de publicar un post de fin de año.

Y la solución a tan complejo enigma es sencilla: publico hoy, 31 de diciembre de 2017, el duodécimo post de fin de año de una serie que no interrumpo; pero, en este post no hago ningún balance del año que acaba, sino que me dedico a poner por escrito las boberías que ya han podido leer hasta aquí. ¡Problema resuelto! Lo que sí no puedo dejar de hacer es felicitar a los pocos (pero fieles) que se acercan por aquí. Ciertamente, la moda de los blogs ya ha pasado, y no debemos ser muchos los que seguimos publicando asiduamente después de casi doce años. Aunque lo hago porque me divierte y no para acumular lectores, eso no quita que esté agradecido a quienes me leen y más si cabe a los muy pocos que todavía comentan. En todo caso, para ellos y para todos, que el 2018 nos trate lo mejor posible y a ver si dentro de un año, el próximo 31 de diciembre, escribo un post que contenga un espectacular balance.


jueves, 28 de diciembre de 2017

Els Segadors

Imagino que la mayoría de quienes no son catalanes desconocen la letra de Els Segadors, el himno de esa Comunidad Autónoma. Yo la conocí hace ya algunos años, motivado por uno de mis frecuentes arrebatos de curiosidad, esa vez enfocado a las canciones patrióticas para tratar de descubrir los denominadores comunes de sus letras. Cuando la leí me causó una desagradable desazón por su nacionalismo agresivo. Otros himnos ensalzan los valores, bellezas o cualesquiera otros aspectos positivos de la patria. Éste, sin embargo, es una proclama amenazadora contra los enemigos, a los que anima a expulsar para que Cataluña, triunfante, vuelva a ser rica y plena. Pero, como no quiero que nadie se base solo en mi opinión, en el audio que adjunto a continuación puede leerse la transcripción de la letra y su traducción.


Los segadores de los que habla el himno son los que el 7 de junio de 1640, día del Corpus entraron en Barcelona y protagonizaron la revuelta conocida como del Corpus de Sang que tuvo aterrorizada a la capital catalana durante tres días. Como trataré en un próximo post, a mi modo de ver, ese episodio histórico no es precisamente algo de lo que deberían sentirse orgullosos los nacionalistas, aunque no pocos de sus historiadores lo consideran uno de los hitos constitutivos de la nación. En todo caso, la historia del himno es –como la de  casi todos los símbolos nacionalistas– una reconstrucción relativamente moderna, cuyos elementos están hechos en su mayor parte de pastiches falsificados. Parece que el texto original fue un romance compuesto contemporáneamente a la revuelta para dar noticia de los sucesos y llamar al pueblo catalán a que se alzara en armas al inicio de la guerra dels segadors. Ese romance, de mediados del XVII, se fue transmitiendo de forma oral hasta que el eminente filólogo Manuel Milà i Fontanals (1818-1884) lo transcribió en su Romancerillo catalán (1882). Si ese romance era originalmente cantado se desconoce cuál era la melodía. En cuanto a la letra, la original era bastante distinta que la que se canta en la actualidad, mucho más larga, con varias alusiones religiosas y bastante menos “patriótica”.

En 1891, Francesc Alió, uno de los impulsores del “catalanismo musical”, publica Cançons populars catalanes, donde recoge veintitrés canciones con acompañamiento de piano, compuestas al objeto de ser interpretadas en los salones de la floreciente burguesía finisecular. Entre esos temas se encuentra la musicalización de Els Segadors –el texto de Milà–. Parece que la melodía provenía de otra canción campesina, ésta de corte erotico, que entonaban los payeses en las tareas agrícolas. Incluso, en los últimos años, se ha apuntado que la música que adoptó Alió de la canción festiva podría a su vez derivar del himno hebreo Ein K'Eloheinu ("No hay nadie como nuestro dios") que se entonaba como plegaria al final del shacharit, la oración matinal judía. Esta melodía parece datar del siglo XV, es decir dos centurias anterior a los sucesos del Corpus de Sang. En fin, lo importante es que en la última década del XIX, en el ambiente de la Renaixença y los enfervorizados inicios del catalanismo, aparece un primer himno que enseguida será interpretado por L'Orfeó Català, la sociedad coral creada por las mismas fechas con la intención de instaurar e impulsar un movimiento musical propio de Cataluña.

A partir de entonces, la canción se empezó a popularizar en ambientes catalanistas. Por lo visto, a su difusión contribuyó mucho la letra belicosa y, en cierta medida, antiespañola; parece que los más radicales de los catalanistas de aquella primera ola solían silbar la melodía en las estaciones de tren, especialmente cuando llegaban o se iban ministros de la monarquía alfonsina. Sin embargo, el texto de Milá, como ya he dicho, no era del todo adecuado para alcanzar el éxito completo. Probablemente por eso, el 10 de junio de 1899, la Unión Catalanista convocó, a través de las páginas de la revista La Nación Catalana, un concurso para premiar «la mejor composición en verso que, simbolizando en valientes estrofas las aspiraciones nacionalistas de Cataluña, se adapte bien a la melodía popular conocida con el nombre de Els Segadors», transmitiendo «los deseos que siente Cataluña de reconquistar su personalidad perdida y que con su esfuerzo la libren del yugo que hoy sufre». El propio enunciado del concurso deja bastante claras las intenciones de los promotores, así como que el sentimiento de los catalanes (de algunos, al menos) de estar oprimidos no es nada nuevo. El texto ganador –que es el del actual himno oficial de Cataluña– fue obra de Emili Guanyavents, un tipógrafo muy singular porque, además de catalanista, era anarquista (recuérdese que el movimiento anarquista español tuvo en Cataluña su foco más importante y activo). Este Guanyavents, nacido en 1860 y por tanto aún joven cuando obtuvo el premio, tuvo larga y fecunda carrera en la vida cultural catalana (murió en 1941 en Barcelona, su ciudad natal, así que le dio tiempo de verla derrotada y ocupada por el franquismo).

La composición de Guanyavents no gustó a todos, desde luego. Incluso no pocas voces del ámbito del catalanismo manifestaron su desagrado con el tono agresivo de la canción –entre ellos, nada menos que Valentí Almirall, quien calificó el himno de “canto de odio y fanatismo”–. De hecho, hasta la Guerra Civil había otras canciones que quizá fueran más estimadas por los dirigentes catalanistas, pero es verdad que Els Segadors, precisamente por su letra amenazadora contra quienes “encadenan” a Cataluña, era de las preferidas por el pueblo. Es ilustrativo comparar el texto del vigente himno con el del Cant de la senyera, del poeta Joan Maragall, uno de los que con más insistencia fue propuesto en aquellos años como alternativa. Mientras Maragall enarbola la bandera como señal de hermandad y libertad, Guanyavents la convierte en hoz con la que segar cadenas y expulsar a “esta gente tan ifana y tan soberbia”. El caso es que, por las razones que sean (yo apuesto por la agresividad de la letra), durante el Tardofranquismo y los inicios de la Transición, Els Segadors se convirtió de facto en la canción de quienes reclamaban la recuperación de la autonomía catalana. En la multitudinaria Diada de 1977 (la segunda que pudo ser celebrada tras la muerte de Franco) se confirmó su primacía. Aún así, habría de esperarse al 25 de febrero de 1993, fecha en que por Ley del Parlament, Els Segadors fue declarado himno oficial de Cataluña (eran aún los tiempos de Pujol).

lunes, 25 de diciembre de 2017

Ranita hervida

Lo leo en Facebook; una historieta montada en video a medio camino entre la fábula moralizante y la divulgación naturalística. Cuenta que se mete una rana en un caldero con agua y se pone al fuego. A medida que el agua se va calentando, la rana va cambiando su temperatura corporal para adaptarse. Pero llega un momento en que ya no es capaz de seguir haciéndolo por lo que intenta salir del caldero. Sin embargo, como el proceso de variación térmica le ha consumido casi toda su energía, no tiene fuerzas para saltar y muere achicharrada en el agua hirviendo. Moraleja: no hay que adaptarse permanentemente a las presiones exteriores, bastante antes de que sean excesivas hay que saltar, rebelarse, porque de no hacerlo acabaremos sojuzgados e infelices, si no "muertos".

Que yo recuerde de mi bachillerato, las ranas son animales de sangre fría y, por tanto, no son capaces de mantener su temperatura corporal más o menos constante. Pero, en todo caso, no importa demasiado la mayor o menor exactitud del dato de partida porque el 99% de quienes lean el cuentito quedarán inmediatamente convencidos de que es una verdad científica. A la vista de los comentarios que había a ese video, sorprende la unanimidad admirativa (muchos "me gusta") y la absoluta ausencia de dudas. Y eso que en un relato tan corto había multitud de aspectos para despertar el escepticismo. Por ejemplo, ¿qué significa que cambia su temperatura para adaptarse? ¿Que el metabolismo de la rana puede funcionar en márgenes térmicos internos muy amplios? Suena raro. De otra parte, la temperatura interna de un cuerpo tiende naturalmente a igualarse a la externa. Es justamente para evitarlo, para mantener la temperatura interna más o menos contante, que se gasta energía. Entonces, ¿a qué viene eso de que la ranita ha quedado agotada por ese inexistente esfuerzo? Además, no es para nada creíble que se haya hecho un experimento tan burdo e idiota. Y, de haberse hecho, la conclusión lógica es que la rana murió achicharrada no porque hubiera consumido sus energías, sino porque flotando en el agua no tenía apoyos para saltar fuera del caldero.

En resumen, que asombra el grado de aceptación acrítica de la inmensa mayoría de los usuarios de internet (o, al menos, de los de Facebook). Pero otra cosa que me admira –y ésta es anterior a las redes– es el gusto de nuestra especie por sacar conclusiones morales del comportamiento animal. Vamos a ver, el consejo de manual de autoayuda de no soportar presiones o maltrato indefinidamente es obviamente correcto; lo es en sí mismo, sin necesidad de deducirlo de lo que presumiblemente le ocurre a una pobre ranita a la que un sádico ha puesto a hervir con "fines científicos". Pero es que, la deducción es incorrecta desde la lógica más elemental. De lo que le ha ocurrido a la ranita no se deduce la moraleja. De la misma manera que tampoco es lógicamente válida la moraleja de ninguna fábula. Las fábulas, ciertamente, se vienen componiendo y contando desde la antigüedad (ay, Esopo), y no será yo quien desmerezca su utilidad didáctica para impartir enseñanzas morales a los niños. Cuestión distinta es que los ya no tan niños sigan usando como método de aprendizaje y convicción el de las metáforas animales.

No obstante, hay que reconocer que las fábulas siguen siendo el formato más eficaz para todas esas disciplinas que podemos agruparlas bajo el amplio manto de la comunicación, el convencimiento, etc. Después de haber escrito los párrafos anteriores, busco un poquito en internet y descubro que la historieta esta de la rana en el caldero se repite en múltiples contextos. Por lo visto, según aclara Pablo Tovar (un executive coaching), "se trata esta de una conocidísima fábula para mostrar nuestra dificultad de adaptación a los cambios incrementales; aquellos que no son súbitos. Incluso se dice muchas veces que está basada en probados experimentos" (naturalmente, no refiere cuáles son esos experimentos). En el video que adjunto a continuación se vuelve a la metáfora de la rana pero en esta ocasión para advertir del peligro de los cambios graduales que hacen que nos adaptemos casi sin darnos cuenta hasta un punto en que ya es demasiado tarde para revertir la situación. Será que me queda poco del niño que fui, pero yo lo entiendo mucho mejor y me convence mucho más eficazmente la historia cuando se refiere directamente a la sociedad humana; me sobra la fábula de la ranita.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

Paseo madrileño

Camino por Madrid. Esta ciudad, si no vives, mejor dicho, si no trabajas en ella, es fantástica para pasear y tropezarte incesantemente con descubrimientos o redescubrimientos (es decir, que ya conocías pero has olvidado y, por tanto, no esperabas encontrarlos). Esta mañana he salido de casa de mi hermana (cerca del barrio de San Juan Bautista, entre la M30 y Arturo Soria), he cruzado la autovía circunvaladora y he bajado todo López de Hoyos hasta la Castellana. Pretendía llegar al Museo del Romanticismo, en la calle San Mateo, con previa parada en la Fundación Mapfre del Paseo de Recoletos; o sea, combinar caminata con disfrute artístico. Sin embargo, al pasar por Colón me apeteció echar un vistazo a la muestra homenaje al recientemente fallecido Basilio Martín Patino, que hay en el Centro Cultural de la Villa. La exposición se titula "Madrid, rompeolas de todas las Españas", tomado de unos versos que Antonio Machado escribió en noviembre de 1937, en una ciudad cercada ("Madrid, Madrid, ¡qué bien tu nombre suena / rompeolas de todas las Españas! / La tierra se desgarra, el cielo truena, / tú sonríes con plomo en las entrañas"). Desde luego, me alegro de haber entrado y dedicar una hora y media a repasar, mediante fotos y fragmentos de sus películas, la historia de Madrid: República, Guerra Civil, Posguerra, Transición, Movida y los años mäs recientes (los indignados de Sol). Hacia el final, veo una intervención del cineasta en aquel magnífico programa de TVE que fue "La Clave" (¿concebiríamos hoy un programa donde los tertulianos dejaran hablar y, además, argumentaran con sentido e inteligencia?) y, como un destello, me viene a la memoria una tarde de mi adolescencia (calculo que sería hacia 1972) en la que Basilio con su hermano José María, que era amigo de mi padre, estuvieron en nuestra casa (José María, jesuita, fue secretario del cardenal Tarancón durante la Transición). Como niño bien educado que era saludé a aquellos señores quienes por entonces no me interesaban en absoluto. Creo que no me acordaría si no fuera porque unos años después, cuando por fin se autorizó la exhibición de "Canciones para después de una guerra" –yo acababa de entrar en la universidad–, mi padre me contó que de esa película habían hablado aquella tarde en nuestra casa. Luego, sobre todo en los ochenta, vi dos o tres filmes más de Martín Patino, pero he de reconocer que no lo he seguido apenas; es más, ni siquiera me enteré de que había muerto este pasado agosto. La visita de hoy me ha incentivado a repasar su obra; otro propósito de año nuevo.


Salgo del Centro Cultural de la Villa, cruzo Jorge Juan y me digo: "ya puestos, veamos que exhiben en la Biblioteca Nacional". Pues nada menos que "Cartografías de lo desconocido", con un montón de mapas que guarda la Institución. Tentación demasiado grande, ya que mapas y especímenes emparentados son desde hace mucho asuntos de mi interés. Veo algunas cosas curiosas, aunque en conjunto la muestra se me hace un poco pesada, quizá porque había más gente de la deseable para una experiencia más placentera. En fin, que cuando emerjo al exterior es ya la una y media, y había quedado a las 14:30 con un amigo en la boca de metro de Alfonso XIII. Obviamente, había de renunciar a Zuolaga en el París de la Belle Époque (Fundación Mapfre) y a la inmersión en el Romanticismo decimonónico. No pasa nada, pienso, aún tengo días en Madrid y no quiero dejar de hacer una docenita de kilómetros cada día. Entre paréntesis: se trata de un ensayo del más importante de mis propósitos para el dieciocho. A mí me gusta mucho andar pero lo cierto es que últimamente lo hago con poca frecuencia, postergándolo por múltiples urgencias cotidianas. El resultado de mi sedentarismo, junto con otros factores, ha sido una continuada subida de peso que ha llegado ya a cotas inadmisibles. Dieta y ejercicio, no queda otra.


Pues nada, que comienzo el camino de regreso atravesando el Barrio de Salamanca en zigzag y comprobando el fervor patriótico de los madrileños de bien mostrado en no pocas enseñas rojigualdas en ventanas y balcones ( ni una señera estelada, oiga); desde luego, en Tenerife no ha habido ni de lejos tanto entusiasmo banderil en respuesta al "desafío catalán". Así, paso a paso, llegué al cruce de Francisco Silvela y Avenida de América, paso por detrás del Intercambiador y enfilo por la calle Mataelpino porque quería seguir por Clara del Rey. Y es entonces cuando surge el "redescubrimiento" del día, tal como explicaba antes: veo un edificio de magnífica arquitectura y pienso "esto yo lo conozco", pero tardo un rato en acordarme. Se trata del bloque de 45 viviendas en dúplex que conforma la IV fase de la Colonia de la Virgen del Pilar. Corroboro luego en casa de mi hermana que, en efecto, fue una de las realizaciones más importantes de la ObraSindical del Hogar durante los cuarenta, en unos años en que había unas discusiones enconadas sobre arquitectura y urbanismo entre los "pasionales" de Falange y los adscritos a las otras familias de aquel franquismo primerizo, mucho más pragmáticos (algún día he de escribir sobre este asunto). Lo cierto es que en esas administraciones del Régimen había un buen puñado de arquitectos jóvenes y de altísima calidad profesional. Uno de ellos era Francisco de Asís Cabrero (1912-2005), cuya obra más conocida es la Casa Sindical en el Paseo del Prado, actualmente el Ministerio de Sanidad. Este edificio de viviendas sociales refleja externamente su estructura constructiva, consistente en una serie de muros medianeros Con contrafuertes de arriostramiento en ambos extremos. Son seis plantas que corresponden a tres filas de 15 viviendas dúplex, cuya unidad formal se define mediante bóvedas de doble tabica; la planta inferior tiene una terraza cubierta a doble altura, lo que provoca un juego acusado de sombras que confieren un carácter espectacular a la fachada de ladrillo.


Bueno, para ser sinceros, hay que advertir que la altísima calidad compositiva de la fachada ha quedado brutalmente devaluada porque en un gran número de las viviendas sus propietarios se han dedicado a tapar el magnífico vano de doble altura con una espantosa carpintería de aluminio blanco. Una pena, qué duda cabe, la falta de sensibilidad de unos propietarios que, para ganar unos escasos metros cuadrados habitables, destrozan una obra arquitectónica y, por ende, empeoran el entorno urbano. Habrá quienes opinen que los propietarios tienen todo el derecho a alterar la fachada de su vivienda. Es un debate viejo en el que no voy a entrar ahora. Diré tan solo que niego ese presunto derecho, que hay un interés público que limita las facultades privadas. Pero en fin, de lo que se trataba era de dejar constancia de este reencuentro mío, una inesperada y agradable sorpresa.

domingo, 17 de diciembre de 2017

Palabras de muerte

La palabra es la fuente de todo poder –en el principio era el Verbo y el Verbo era Dios–. Hablar y que tus palabras sean escuchadas, temidas y, sobre todo, que se hagan acto. Mío es el Poder, y también ha de ser la Gloria. Reconozco que aún no termino de acostumbrarme y casi llevo un año en el cargo. Pero no basta ocuparlo –cuántos lo han hecho antes que yo–, ha de extraerse la fuerza potencial, hay que encontrar las palabras –el Verbo – que, a modo de conjuro arcano, convierta la energía latente en acto creador. Poco a poco, gracias a ensayos precisos, voy imbuyéndome de ese poder divino, haciéndolo mío. Hace unos días ejercí la última prueba hasta hoy: una simple conferencia de prensa desde la Casa Blanca. Sin que nadie lo esperara anuncié mi voluntad de trasladar la embajada estadounidense de Tel-Aviv a Jerusalén y afirmé que ésta es la capital de Israel. Sabía lo que había de ocurrir y ocurrió. Pero es que ahí radica la auténtica talla de quien merece el atributo divino del verbo creador: no acobardarse ante las consecuencias terribles de la Palabra, conocerlas de antemano y, sin embargo, hablar. Sé que ha habido muertos y heridos, tenía que haberlos, era necesario que los hubiera; justamente tal es la muestra del Poder. Esos palestinos habían de morir, así era obligado por el proceso de la Historia. Si un poseedor del Verbo dejara de ejercerlo por nimias vidas humanas, no merecería ostentar ese Poder, no cumpliría la sagrada misión creadora de activar la Historia.

Muhammad no tenía más que dieciocho años y en su corta vida era odio de lo que más disponía. Vivía conmigo, su padre y sus tres hermanos en Beitunia, una pequeña ciudad a solo tres kilómetros al Oeste de Ramala. El fuego de su odio se avivó salvajemente cuando supimos que el maldito presidente de los Estados Unidos reconocía el derecho judío sobre Jerusalén. Ismael Hanniya nos pidió un viernes de la ira, una protesta contra los hebreos. Lloré toda la noche previa, intentando conmover con mis súplicas a Muhammad y a su hermano, convencerlos de que no fueran a Ramala. No me hicieron caso, pero –Al·lahu-àkbar– regresaron, aunque Khalil, su hermano mayor, con golpes en todo el cuerpo y dos costillas rotas. Volví a llorar ante su cama una semana después, de nuevo infructuosamente. Este viernes han matado a mi hijo menor. Lo han matado los soldados israelíes, pero es como si lo hubiera matado ese maldito servidor del diablo. Me pregunto cómo alguien puede mostrar tan cruel indiferencia hacia la vida de miles de inocentes. Ese hijo de Satán sabía con seguridad absoluta que las declaraciones que hizo traerían muertes y desolación; y, sin embargo, las hizo. Me pregunto cómo alguien así puede dormir por la noche y sólo puedo responderme que no pertenece a la comunidad de los hombres. Te maldigo con toda la inmensa rabia de mi sufrimiento.


El viernes 15 de diciembre, un chaval palestino de dieciocho años, Muhammad Amin Aqel, se acerca corriendo a los soldados del puesto de control de Beit El, en la ciudad cisjordana de Ramala, la sede principal de la Autoridad Nacional Palestina (ANP). Parece que llevaba una navaja y también parece que con ella llega a herir a un soldado israelí en el hombro. Enseguida, el chico comienza a retroceder a saltos, de cara a los soldados (se ven cinco o seis que cargan sus armas y le apuntan). Suena un disparo, el chico se encorva pero sigue brincando en su marcha atrás. Otro disparo y esta vez el chico cae sentado sobre la calzada (están en una glorieta con una especie de monolito blanco en el centro). Un tercer disparo y el chaval queda tendido, se pone boca abajo, se oyen sirenas de una ambulancia, los soldados israelíes se acercan, siguen apuntándole. El muchacho está dando la vuelta sobre sí mismo, por un instante queda boca arriba y queda a la vista lo que parece un cinturón de explosivos, inmediatamente los militares retroceden. Entre tanto, las ambulancia han llegado, son de la ANP, bajan dos sanitarios y llegan hasta el caído. Siguen oyéndose disparos y luego gritos y aspavientos de los soldados que pareciera que quieren impedir que recojan al herido; pero se forma un corro de personas en torno a él (varios con el chaleco azul de prensa) y lo introducen en la ambulancia. Pasa bastante tiempo, las ambulancias no arrancan, hay un gran revuelo entre todos los que están ahí, de pronto se oyen más disparos y bombas de humo. Al final, los paramédicos sacan a Aquel de la ambulancia y lo meten en un vehículo privado. Horas más tarde, moría en el hospital. Ese mismo día, murieron tres palestinos más (y cuatrocientos fueron heridos) por disparos de soldados israelíes en las protestas convocadas contra la decisión de Trump.

jueves, 14 de diciembre de 2017

El ciclo catalán

Helmut G. Koenigsberger, un historiador británico de origen alemán, acuñó el término «Estado compuesto» para referirse a la estructura de la mayoría de los reinos europeos en la Edad Moderna. Esos que desde la visión actual y con inevitable anacronismo consideramos Estados –España, entre ellos– eran, básicamente, un conglomerado de entidades políticas diferenciadas, aunque sometidas a un monarca común. Cada una de ellas podía tener su lengua propia, sus “señas identitarias particulares”, y sobre todo unas instituciones, leyes y regímenes fiscales y económicos propios y exclusivos. Los naturales de esos territorios (en particular, los pertenecientes a las minorías acomodadas) exigían el reconocimiento de esas diferencias, las que llamaban sus “libertades” y de hecho, la aceptación del poder real se entendía condicionada a un pacto entre el monarca y las instituciones locales. Así, durante los siglos XVI y XVII, estaba bastante asentada la idea de que España –como otros reinos europeos– era una unión de entidades aeque principaliter (de igual importancia). El Principado de Cataluña era, desde luego, una de esas entidades; es más, era una de las más celosa de sus “privilegios”. En todo caso, no se debe perder de vista que esas instituciones, derechos y libertades provenían siempre del feudalismo, no eran sino privilegios de los señores frente al monarca (y para nada beneficiaban al pueblo, más bien al contrario). Una de las notas de la transición de la Edad Media a la Edad Moderna consistió precisamente en el esfuerzo de los monarcas de construir los nuevos Estados y, para ello, les era necesario abolir o al menos debilitar los contrapoderes nobiliarios. Fue, claro está, un proceso largo (no en vano existieron esos Estados compuestos durante tanto tiempo) y violento. Pero, sobre todo, no fue igual en todos los territorios. En Cataluña, por ejemplo, Fernando II (sí, el de Isabel), que por algo fue el modelo del Príncipe de Maquiavelo, optó por la estrategia del pactismo moderado que culminó con la Constitució de l’Observança (1481) que pacificaba un país convulso y arrasado tras la Guerra Civil. En Castilla, por la misma época, su cónyuge consiguió arreglárselas bastante bien con los altivos y desobedientes señores de la época. Pero probablemente fue a principios del reinado de su nieto cuando, con el aplastamiento de los Comuneros, se sofocaron para siempre las veleidades “separatistas” (en el sentido de insumisión a la Corona) de los pueblos de lo que era ya el gran reino de Castilla. Es natural, por tanto, que los monarcas de la casa de Austria se sintieran mucho más cómodos en el lado castellano (y, por cierto, exprimieran mucho más a sus habitantes que a los aragoneses, valencianos, catalanes, baleares y navarros).

En fin, el término «Estado compuesto», aunque sea de invención reciente (data de 1975), me parece que es bastante adecuado para sintetizar la naturaleza de esos conglomerados de naciones, señoríos o como quiera llamárselos regidos por un Monarca con vocación de absoluto pero, aún así, obligado a “pactar” o “hacer concesiones” a las distintas piezas del mosaico. En el caso español, lo cierto es que todos los Austrias se movieron en un equilibrio inestable entre los intentos de homogeneizar y unificar la monarquía y contentar, mediante concesiones, las reivindicaciones que venían, sobre todo, de Cataluña. Este conflicto siempre latente y con periódicas explosiones violentas (aunque hoy los catalanes se proclaman gent de pau) es valorado de muy distinta forma según las tendencias ideológicas de los historiadores (por ejemplo, Joaquim Nadal i Farreras (el que fuera conseller con Pasqual Maragall) afirma que el sistema pactista que serviría de pauta para la articulación de toda la monarquía hispánica sería puesto duramente a prueba por el “agresivo nacionalismo castellano”). Lo cierto es que hubo no pocos incidentes que pueden interpretarse como muestras de que Cataluña distaba de estar bien encajada en lo que sería el Estado, y unos cuantos tenían motivaciones de carácter económico. O sea, que aunque estemos mirando a una época muy distintas en términos políticos (los factores en juego eran muy otros y, desde luego, no contaban para nada cosas como democracia o derechos humanos), llama la atención que desde los orígenes de la unión dinástica haya existido, salvando las distancias, un “problema catalán”. Y por tanto la Historia parece atestiguar que algo particular tendrían los catalanes (los notables catalanes) porque, a diferencia de los otros pueblos de la Península, incluyendo los que también formaban parte de la Corona de Aragón, mantuvieron con más continuidad y constancia un afán de reclamar sus singularidades y exigir privilegios y cotas de autogobierno.

Habrá quien piense que, aún admitiendo una mayor belicosidad de los catalanes (una menor disposición a integrarse o a renunciar a sus peculiaridades), la monarquía hispánica no fue capaz de aplastar el molesto catalanismo (permítaseme este otro anacronismo) como, por ejemplo, si supieron hacer los reyes franceses y, después de ellos, los revolucionarios republicanos. No sé si ello hubiera sido posible ejerciendo más mano dura, pero de lo que no cabe duda es que desde Felipe II hasta el siglo pasado ha habido un buen número de “pacificaciones” de Cataluña, que hacen que no sea demasiado exagerada la frase atribuida a Espartero: “Hay que bombardear Barcelona cada 50 años para mantenerla a raya”. Es decir, que llevamos ya más de cuatrocientos años con una pauta que se repite sin fin: aumento de la desafección en Cataluña respecto del resto de España (dan un poco igual los motivos concretos), explosión y enfrentamiento con el Estado, represión más o menos violenta que derrota al “catalanismo”, aparente pacificación y vuelta al redil a lo que siempre han contribuido concesiones desde el Estado (el catalanismo es especialista en obtener beneficios tras las derrotas), y progresivo aumento de la desafección reiniciando el ciclo eterno. A ver si saco tiempo para repasar la historia catalana (y española) desde la óptica de este conflicto, cuya evolución parece responder a una función sinusoidal. Pendiente de ello, creo que puede admitirse, al menos de forma provisional, que a lo largo de los últimos cinco siglos nunca se ha alcanzado una situación de equilibrio estable en lo que se refiere a la integración de Cataluña en el conjunto del Estado. Los catalanes (la minoría dirigente, pero cada vez mas la población en general) siempre han reclamado y obtenido cotas de autogobierno notablemente mayores que el resto de entidades territoriales del Estado, y pareciera que nunca han sido suficientes. Mas creo que es justo señalar también el contrapunto: los castellanos (simbolizando en ellos las minorías que han ido construyendo –con no demasiado éxito– el Estado) siempre han recelado de esas pretensiones de autonomía catalanas, no han querido entenderlas (casi ni conocerlas) y en numerosas ocasiones han procurado menoscabarlas si no suprimirlas.

Que a estas alturas, después de tanto tiempo, la versión actual del conflicto se siga planteando en acusaciones mutuas entre ambas partes, sin la más mínima empatía, no es, a mi juicio, sino una elocuente demostración del carácter estructural del problema. Ojalá no existieran los nacionalismos, ojalá los seres humanos no tuvieran ese afán –que a mí me parece enfermizo– de exaltar sus peculiaridades que, para colmo, son nimiedades ridículas frente a las mucho más importantes características comunes (es como lo de ver la paja pero no la viga). Pero la realidad es como es y no como a uno le gustaría que fuera. Por eso, si llevamos quinientos años con esta película cansina, ¿es razonable pensar que algún día podremos llegar a una estructura de Estado (de reparto competencial, de integración solidaria, etc) en la que catalanes y resto de españoles nos sintamos a gusto unos con otros? Me consta que, tanto desde Cataluña como desde “Castilla”, hay muchos que piensan que la solución “pactista” no puede sino parchear el problema, incluso que para que el parche aguante un mínimo de años el pacto sería inadmisible. Entonces, ¿qué queda? Porque hoy en día, bombardear Barcelona tiene difícil venta.

lunes, 11 de diciembre de 2017

Incestuosa concepción

Los progenitores de Adolf Hitler fueron Alois Schicklgruber (1837-1903) y Klara Pölzl (1860-1907). Alois fue hijo ilegítimo de Maria Anna Schicklgruber (1795-1847), quien cinco años después de parirlo se casó con Johann Georg Hiedler (1792-1857). En 1876, cuando Alois tenía 39 años y hacía ya bastante que habían muerto su madre y su padrastro, se legitimó su nacimiento como hijo de Johann Georg Hiedler y cambió su nombre a Hitler (un error de grafía del párroco, debido a que Hitler y Hiedlet se pronunciaban casi igual). Pero quién fue realmente el abuelo paterno de Adolf sigue siendo un enigma. Por el lado materno, de otra parte, los padres de Klara fueron Johann Pölzl (1828-1902) y Johanna Hiedler (1830-1906). A su vez, Johanna era la hija mayor de Johann Nepomuk Hiedler (1807-1888), hermano menor del abuelo oficial de Adolf y en cuya granja de Spital (villa de la Baja Austria, hoy frontera con la República Checa). Por tanto, “oficialmente”, la madre del futuro führer, era hija de la prima del padre (sobrina segunda = quinto grado de consaguinidad). Ahora bien, una de las hipótesis sobre la identidad del abuelo paterno de Adolf con más fundamento es que fuera Johann Nepomuk, y no su hermano mayor. En tal caso, Alois se casó con su sobrina carnal (la hija de su medio hemana, no de su prima) y, por tanto, la consanguinidad sería mayor (tercer grado).

Aprovechando la oscuridad genealógica del que había de ser el gran malvado del siglo XX, Norman Mailer ficciona la infancia de Hitler exacerbando sus orígenes incestuosos. De entrada, se suma a quienes sostienen que el padre de Alois fue Johann Nepomuk, pero añade que los Hiedler eran primos de los Schicklgruber. No he encontrado ninguna mínima argumentación al respecto, así que supongo que es una invención del novelista, pero tampoco improbable en el entorno campesino de la época. Maria Anna, de 42 años y soltera por aquellas fechas, trabajaba como sirvienta en Graz; en algún habría regresado a su pueblo natal, Strones, y allí habría coincidido con su primo que habrían ido desde Spital donde residía a visitar a los parientes. Se encontraron, le embargó la nostalgia de sus juegos de infancia y fueron a darse un buen revolcón en algún pajar del pueblo. Así, según Mailer, fue concebido Alois. Y Maria Anna se lo dijo a su primo el cual, como ya tenía una familia, optó por pasarle dinero todos los meses (ella decía que se lo mandaban desde Graz, lo que dio origen a que se pensara que el padre del niño era su antiguo patrón, y más tarde corrió el bulo de que era un judío adinerado) y, posteriormente, arregló el matrimonio con su hermano mayor, por lo visto un borracho impenitente.

La madre de Alois murió de tuberculosis cuando éste tenía diez años. Pero desde antes el pequeño había sido mudado de Strones a la granja de su tío (¿padre?) en Spital. Mailer sugiere que eso ocurrió cuando el crío tenía cinco años; si así fue, habría sido al poco de entrar en el hogar Johann Georg en calidad de marido. Es probable que maltratara al niño y por eso la madre y el cuñado se pusieran convinieran en el cambio de familia. Desde luego, Alois salió ganando; en primer lugar porque la situación económica de Johann Nepomuk era aceptablemente holgada y, de otra parte, porque fue recibido con entusiasmo y cariño por las tres hijas del matrimonio, encantadas con tener un hermanito al que cuidar. En su papel de fabulador, Mailer nos cuenta que desde muy jovencito Alois resultó bastante mujeriego, lo que ciertamente lo confirmaría adulto (tuvo tres mujeres y no pocas amantes). Así, en cuanto llegó a la pubertad, empezó a practicar juegos ilícitos con sus hermanas, que tanto lo querían. Siempre según el novelista, cuando el chiquillo tenía trece años, Johann Nepomuk lo sorprendió retozando en el establo con Walpurga, su segunda hija, entonces de dieciocho y ya prometida. De modo que, con gran dolor de su corazón, tuvo que sacarlo de la casa en previsión de males mayores (parece que el diablillo ya había jugueteado también con Josefa, la hija pequeña) y enviarlo a Viena como aprendiz de zapatero. Y en la capital del Imperio a Alois le fue muy bien: después de cinco años en una tienda de botas, se presentó e ingresó en el cuerpo de aduaneros de los Habsburgo, donde desarrolló una carrera funcionarial de notable éxito para un hombre sin casi educación. No volvió a Spital hasta 1859; Johann Nepomuk, destrozado por la muerte de Josefa y añorándole, le pedía que los visitara.

Alois Schicklgruber (todavía no se había cambiado el apellido) apareció en su antiguo hogar como un apuesto joven de 22 años embutido en su lustroso uniforme de aduanero. La que más se entusiasmó al verlo fue su hermana mayor, Johanna, que por entonces tenía veintinueve años. Llevaba once años de matrimonio con un tal Johann Pölzl , al que había dado seis hijos, aunque solo dos sobrevivían. El caso es que fue ver a su primo o medio hermano y volver a ser la adolescente que lo abrazaba cariñosamente; así que, a la primera oportunidad, rememoraron los revolcones infantiles pero esta vez no tan inocuos. De hecho, un único coito bastó para que Johanna se quedase embarazada; en agosto de 1860 nacería Klara Pölzl. Dieciséis años después, esta Klara, oficialmente sobrina de Alois pero en verdad su hija (Mailer dixit), fue a trabajar como criada del matrimonio Hitler (ya se había cambiado el apellido) a Braunau am Inn. Allí vio como Alois se separaba de Anna Glassl, su primera mujer, y se casaba con Franziska Matzelberger. Esta murió en 1884 y pronto su tío o padre la convirtió en su amante, para casarse en enero de 1885, con veinticuatro años. Antes de parir a Adolf, Klara tuvo tres hijos (Gustav, Ida y Otto), que murieron casi a la vez. Adolf Hitler, nacido en 1889, fue el primero que sobrevivió, aunque también lo hicieron sus dos medio hermanos mayores Alois Jr. Y Angela (hijos de Franziska) y sus dos hermanos menores Edmund y Paula.

La invención verosímil de Mailer la cuenta un “oficial del Maligno”, un demonio al servicio del “Maestro” que se ocupó de Adolf Hitler desde el principio de su vida. En la guerra entre Dios con su ejército de ángeles y el Diablo con los suyos, ambas partes rivalizan por la posesión de hombres y mujeres. Pues resulta que los frutos del incesto son los que, en principio, mejores probabilidades ofrecen para ser poseídos por el Maligno. De ahí que un ejemplar tan incestuoso como el futuro führer –nieto de primos, su madre hija de su padre– fuera cliente potencial desde antes incluso de su concepción. En la novela, el diablo narrador, durante los años finales de la década de los treinta, se encarna en un oficial de las SS que trabaja para demostrar la obsesiva intuición de Himmler sobre Hitler: que su todopoderosa Voluntad provenía del hecho de ser hijo incestuoso. En fin, que yo sepa esta teoría del incesto es otra invención de Mailer para dar soporte a su trama. Supongo que se le ocurriría como una especie de contrapunto de la inmaculada concepción de Jesucristo. Si en la naturaleza humana de éste sólo había carga genética de la madre, en la de los potenciales representantes del Mailgno entre los hombres, aunque los genes provengan de padre y madre, han de ser lo más comunes posibles entre sí. Si tal es la teoría, habría concluir que el Anticristo ha de tener por padres a dos gemelos idénticos (como han de ser del mismo sexo, la concepción habrá de ser con medios artificiales).

viernes, 8 de diciembre de 2017

Hotel California

Hoy se cumplen 41 años. Cuarenta y un años desde mi segundo nacimiento, parto atroz que, a diferencia del primero, es un recuerdo cruel y doloroso. En cambio, apenas guardo memoria de los diecisiete y pico años previos, una sucesión de escenas borrosas de las que siento que es otro, no yo, el protagonista. Son cortes breves de película, fotogramas inconexos y dañados. Me veo liando un porro y enseguida riendo. Me veo ante el director del instituto, sin entender sus airadas palabras, ensimismado en el frenético movimiento de su boca y el refulgir de su diente de oro. Me veo desnudo en mi habitación, desnudos también Mike y Jenn, los tres cuerpos revueltos. Me veo en silencio, toda mi piel enrojecida, ardiente, frente a mis padres; él salmodia palabras que parecen condenas –drogas, perversión, homosexualidad–, ella llora. Me veo en el asiento de atrás de la ranchera de mi padre, el viejo Dodge verde con bandas imitando madera. Una carretera infinita que rasga el desierto en dos mitades, el viento frío se cuela por las rendijas de las ventanillas mal cerradas y es una aguja helada que me horada las fosas nasales, la garganta, los pulmones. Al mismo tiempo, el humo cálido y agrio de los cigarrillos de mis padres me embota la cabeza. Está anocheciendo y estoy cada vez más mareado. De pronto, al final de la recta, destella una trémula luz de neón. Ahí es, dice mi padre, el Hotel California. Y siento la tenaza de la angustia apretándome el estómago, me desvanezco por unos instantes en la oscuridad, miedo negro.

Ella estaba allí, de pie en el porche que enmarcaba la entrada principal. La mirada acuosa absorta hacia el desierto, silueta de serpiente, pelo negro con reflejos azules que se recogía en una gruesa trenza que le recorría toda la espalda. Mientras el Dodge ocupaba su plaza en el aparcamiento de tierra no cesé de observarla embobado, nunca había visto una mujer así, era bella, bellísima, pero lo que me subyugaba iba más allá de la belleza. Entonces, en el momento en que mi padre detuvo el coche, resonó el tañir de unas campanas, ecos solemnes parecieron inflar el aire. Esto fue antes una misión franciscana, aclaró mi madre. Pero yo pensé que había llegado al cielo o quizá, tras recapacitar un momento, al infierno. Soy Úrsula, se presentó la diosa (pero solo me miraba a mí), ustedes serán los Walker y tú Joe, ¿verdad? Pasamos a un vestíbulo amplio, en una esquina un pequeño mostrador de madera clara. Mis padres firmaron en un libro de registro, luego me abrazaron, vendremos en una semana, me dijeron. Las cosas sucedían sin transiciones, como cuadros de un sueño. De pronto mis padres no estaban y había aparecido un hombre calvo, fornido y algo rechoncho, vestido con una especie de kimono blanco; tenía mi maleta. No creo que te necesite de momento, Sam, le dijo Úrsula. ¿Quieres acompañarme, Joe? La seguí a lo largo de un oscuro pasillo, ella sostenía una palmatoria con una vela aromática, la llama dibujaba caprichosas formas en las paredes. Mientras caminábamos creí escuchar voces apagadas, algunas lastimeras, otras burlonas; bienvenido al hotel California, me pareció entender.

Me enseñó mi habitación, una pequeña celda abovedada, paredes y techos encalados, una estrecha ventana ojival hacia un jardín de cactus, una cama estrecha, un armario empotrado, una mesita de noche enana. El baño está dos puertas más allá, me informa Úrsula; ahora descansa un rato y en un rato vendré a recogerte para la cena. Yo seguía escuchando las voces en mi cabeza –bienvenido al hotel California– y entonces ella sonrió e iluminó la habitación: bienvenido al hotel California, Joe, verás que es un lugar adorable en cualquier época, verás que está lleno de habitaciones y de experiencias. Se acercó a mí y me abrazó, sentí su carne vibrante apretarse contra la mía, creí que las piernas no me sostendrían. Y luego, siempre sonriendo, se fue, cerró la puerta tras de sí, yo me acosté, me sentía muy cansado, en efecto, y al mismo tiempo feliz, enamorado de Úrsula, dispuesto a todo por volver a abrazarla. Pero Úrsula no vino, pasaron los días y no me moví de esa habitación, de esa cama a la que, en los breves momentos de parcial lucidez, me veía atado por unas cintas de goma que me sujetaban piernas, brazos y frente. Pasaron los días y me visitaron cientos de demonios, pero al cabo las pesadillas se fueron desvaneciendo y también se amortiguaron los dolores, esos pinchazos eléctricos que me horadaban el cerebro. Comprendí que me estaban transformando, que troceaban mi yo para combinar los pedazos de mil modos distintos. Al final –¿cuánto tiempo había pasado? – apareció Úrsula, me liberó de las ataduras, me enderezó sobre la cama (había perdido casi toda mi masa muscular) y, siempre sonriendo, me abrazó y me besó. ¿Quieres ser uno de mis amigos?

Aquella noche fui con ella a sus dependencias, en otra ala del edificio. Una sala enorme, llena de sofás desvencijados y alfombras de patchwork. Había varios chicos de mi edad y algo mayores, todos muy delgados, todos en slip, todos con miradas perdidas. Sonaba música psicodélica –reconocí temas de Grateful Dead y de Jefferson Airplane–, y algunos bailaban en el patio al que se abrían unos grandes ventanales. Úrsula me llevaba de la mano, baila, me dijo, baila como ellos, baila para recordar o baila para olvidar. De pronto no estaba a mi lado y temí que todo fuera un sueño, que estuviera atado a la cama, con agujas hipodérmicas en el brazo, con electrodos en la cabeza. Me dejé caer en uno de los sofás, junto a un hombre con bata, gruesas gafas de concha, melena blanca. ¿Quién eres? Soy el director del hotel, me contestó. ¿Quién eres? Soy el jefe médico del hospital, me dijo. ¿Quién eres? Llámame capitán, grumete, me gritó con voz airada. Disculpe, capitán, querría que me sirvieran vino. No tenemos vino desde hace muchos años, pero es la hora de tu medicina. Entonces me quedé dormido y dormí mucho tiempo, hasta que me despertaron unas voces, en mi habitación estaban aquellos chicos esqueléticos, los amigos de Úrsula, que cantaban una hipnótica melodía. Bienvenido al hotel California, decían, aquí vas a disfrutar como nunca, olvida tus prejuicios, Úrsula te espera, ve con ella.

Seguí a esos espectros a lo largo de los pasillos hasta desembocar ante una puerta de cuarterones dorados. Dentro había una inmensa cama flanqueada por cuatro pilastras salomónicas y sobre ella yacía Úrsula desnuda, con una copa de champán rosado. Me acosté a su lado, boca arriba. Ella se giró hacia mí, se enroscó a mi cuerpo, apretó su boca abierta contra mi cuello. En el techo, un inmenso espejo de devolvía la imagen de dos cuerpos: el mío, amarillento y enflaquecido, y el de un monstruo con piel de escamas, extremidades con garras y una cabeza a medias entre ofidio y rapaz. Aquí todos somos prisioneros, me dijo, tienes que escapar mientras aún te sea posible, e inmediatamente me besó y sentí una succión intensa, a la vez que sus lágrimas me mojaban el rostro. Y en ese momento, un estruendo ensordecedor, la puerta se abre y aparece el capitán, el rostro desencajado por la ira, detrás los chicos desnudos, mátalos, mátalos, gritaban en coro satánico, y reían a carcajadas histéricas. Lo último que recuerdo es huir aterrorizado por esos pasillos oscuros, buscando desesperadamente la salida. Mientras corría las voces retumbaban en mi cerebro: bienvenido al hotel California, donde estamos encantados de recibirte, donde siempre puedes entrar pero nunca podrás salir.


PS: Ayer, oyendo la radio en el coche, me enteré de que hoy se cumple 41 años de esta mítica canción de The Eagles. Pensé en escribir mi recuerdos de cuando escuché aquel LP por primera vez (lo tenía mi amigo Mario), pero luego decidí hacer un breve relato a partir de la enigmática letra de la canción.

jueves, 7 de diciembre de 2017

Partero y enterrador

Durante la década de los noventa, la mayor parte de mi tiempo laboral estuvo dedicada a la elaboración del Plan Insular de Ordenación de Tenerife (PIOT), primero como coordinador desde el Cabildo de un equipo profesional externo y luego como responsable directo de la redacción del documento. El Plan Insular estaba concebido entonces como lo que fueron en la vieja legislación estatal del suelo los planes directores de coordinación; es decir, tenía por objeto definir el “esquema básico de la estructura territorial insular” así como unas directrices a modo de “reglas de juego básicas” para los procesos de transformación territorial. Pero –y esto es muy importante–, el PIOT no pretendía ser “directamente operativo”; es decir, no se concebía como la norma que había de aplicarse para conceder una licencia de obra, para aprobar un plan de urbanización de un sector, para autorizar un proyecto de nueva carretera. Tales funciones competían a los planes generales, formulados y gestionados por los Ayuntamientos (31 hay en esta pequeña isla). Naturalmente, cada Plan General debía desarrollar y concretar sobre el territorio de su municipio las directrices básicas del PIOT. Para hacer más complicado el sistema, había multitud de aspectos (el turismo, los grandes centros comerciales y de ocio, los espacios naturales protegidos) cuya ordenación, en atención a su relevancia, se remitía a instrumentos específicos (planes territoriales), distintos de los municipales. De este modo, se configuraba un entramado de competencias en la ordenación del territorio muy interdependientes unas de otras, en el marco de un sistema de planeamiento fuertemente jerarquizado (al menos en teoría). A ello se sumaba una legislación que pretendía someter casi todo a los planes (exagerando: nada se podía hacer si no estaba previsto en algún plan territorial o urbanístico vigente).

En la práctica, claro está, el sistema no funcionó. En primer lugar, ya desde los primeros tiempos de redacción del PIOT se debía haber sabido que no se daban las más elementales condiciones de lealtad institucional por parte de los Ayuntamientos. Lógicamente, un gobierno local procura evitar condicionantes derivados de la ordenación insular que pudieran impedir expectativas concretas que considere beneficiosas para el municipio. Se produce siempre un conflicto de intereses que, según dicta el sentido común, debería ser resuelto primando lo supralocal frente a lo local. Sin embargo, en esta Isla, el peso municipal en la configuración de las estructuras de poder es muy importante, lo que ha llevado a la incapacidad práctica –o a la falta de voluntad, que para el caso es lo mismo– de los responsables de las instituciones supramunicipales (Cabildo y Gobierno de Canarias) para lograr que los planes generales fueran en efecto los que desarrollaran y dieran contenido real al modelo esquemático de ordenación del PIOT. Bajo la apariencia de cumplimiento formal, durante los últimos quince años (desde la entrada en vigor en 2002 del Plan Insular), los planes generales que se han ido aprobando apenas cumplían la finalidad que se pretendió que alcanzaran y, en la práctica, el PIOT se había convertido en un obstáculo añadido en el largo proceso de formulación de los planes, más que en una referencia de ordenación en la que casi nadie creía, ni siquiera los responsables políticos del Cabildo, que lo veían (y lo ven) como un engorro burocratizado que no contribuye a resolver nada sino que es un problema añadido.

Para ser justos, la cuasi-inutilidad del Plan Insular –la casi nula efectividad en propiciar que los procesos de transformación territorial contribuyeran a hacer realidad el modelo de ordenación que había propuesto para la Isla– no puede achacarse en exclusiva a la deslealtad institucional ni a la escasa voluntad de “gobernar el territorio” que han demostrado los responsables políticos. Pueden mencionarse muchos más factores que han conducido a una situación de absoluta parálisis de la actividad planificadora desde la Administración Pública. Esta crisis generalizada del planeamiento justifica las prédicas de los apóstoles neoliberales, que claman para que desaparezcan los condicionantes que desde los planes se establecen a la localización de usos y construcciones en el territorio. Y, a su vez, esta ideología, que es cada vez más dominante, propicia el desinterés de los responsables políticos por hacer planes que sean instrumentos útiles para ordenar los procesos territoriales. Ahora bien, siendo esto así, quizá a los que nos dedicamos a este oficio nos ha faltado, además de una saludable dosis de autocrítica, la necesaria imaginación para reinventar los planes territoriales y urbanísticos de modo que recuperaran su función original de herramientas eficaces y positivas; demostrar con los hechos que planificar el territorio, ordenarlo, es mejor para todos (incluyendo a los agentes inmobiliarios) que no hacerlo.

El caso es que, tras quince años de vigencia del PIOT, en esta Comunidad Autónoma había un sentimiento generalizado de hastío y rechazo hacia el planeamiento en general. La consecuencia ha sido la aprobación por el Parlamento de Canarias de una nueva Ley del Suelo que, más que aportar un enfoque revitalizador del planeamiento, ha optado por limitar sus capacidades obstaculizadoras. Para ello, uno de los principios básicos que rigen el nuevo marco legal ha sido deslindar tajantemente las competencias de ordenación entre los Cabildos y los Ayuntamientos. Los Planes Insulares (y los planes territoriales a los que estos remitan) ya no pueden definir modelos genéricos de ordenación y obligar a los planes municipales a desarrollarlos y concretarlos. A partir de ahora, esos planes han de limitarse a ordenar aquellos elementos o materias de indiscutible relevancia insular, sin decir nada sobre el resto del territorio. Para que se entienda: el Plan Insular puede ordenar los espacios naturales protegidos, las áreas que delimite como estratégicas (por ejemplo, polígonos industriales insulares), los elementos de primer nivel de las redes de infraestructuras o equipamientos … Pero no puede –como sí hace el vigente– establecer criterios que deben respetar los planes municipales para delimitar las áreas de crecimiento urbano, o regular las condiciones de admisibilidad de los “usos ordinarios” (los que carecen de relevancia insular). En síntesis: el Plan Insular de Ordenación que configura la nueva Ley es radicalmente distinto al que concebimos hace 25 años y que está en vigor.

Normalmente, cuando se aprueba una Ley (en especial en mi ámbito profesional) se abre un periodo de cierta confusión, en particular sobre lo que sigue vigente o no. Estas dudas van surgiendo poco a poco, a medida que requerimientos concretos exigen que se planteen y se resuelvan. En este caso, sin embargo, la nueva Ley tiene una disposición derogatoria que alude a los Planes Insulares, diciendo expresamente que quedan derogadas todas sus determinaciones que la contradigan. Por más que sea una obviedad, el que el legislador haya querido citar los PIO –y no los planes municipales, por ejemplo– es síntoma, a mi juicio, de la conciencia de que aquéllos (los siete vigentes, uno por isla) tienen divergencias importantes (estructurales, diría yo) con el nuevo marco legal. Por eso, la disposición derogatoria añade que “en aras de la certidumbre jurídica, las administraciones competentes adaptarán los instrumentos de ordenación a este mandato, suprimiendo las determinaciones derogadas”. O sea, que los Cabildos hemos de revisar nuestros Planes Insulares, artículo a artículo, plano a plano, y decidir cuáles de sus disposiciones concretas han quedado derogadas. En esta tarea llevo enfrascado las dos últimas semanas. A falta ya de muy poco, concluyo que un porcentaje muy alto del PIOT vigente ha quedado derogado (en realidad, casi sería más congruente derogarlo completamente). En unas semanas, mi informe-propuesta tendrá que ser debatido y finalmente aprobado por el Pleno de la Corporación. Tiene un regusto irónico, o de justicia poética, si se quiere, que la misma persona que hace casi treinta años empezó los trabajos de elaboración del PIOT sea ahora la encargada de certificar su defunción.

domingo, 3 de diciembre de 2017

De Xavier a Javier

Hoy, 3 de diciembre, es San Francisco Javier (1506-1552), jesuita navarro de la primera hornada, misionero en el Lejano Oriente y canonizado por Gregorio XV junto a Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila, Isidro y Felipe Neri. Hoy es el santo de los javieres que, si tienen suficiente edad, se llamarán Francisco Javier y si son más jóvenes, cuando ya se podían poner nombres a los recién nacidos sin respetar el santoral, quizá se llamen Javier a secas o en cualquier otra combinación. Lo cierto es que bastantes de quienes llevan este nombre ignoran que Javier es una localidad de la comarca de Sangüesa, precisamente en la que nació el santo. Su nombre completo era Francisco Jasso Azpilicueta Atondo y Aznarez; su padre, originario de la Baja Navarra (en Francia), era presidente del Consejo de los reyes de Navarra, Juan de Albret y Catalina de Foix, los últimos antes de la conquista por Fernando el Católico.

Un amigo muy cercano celebra hoy su santo. Sus padres le bautizaron e inscribieron en el registro con el nombre de Francisco Xavier, así con X y V, que es la grafía usada en el catalán, pero también en francés, inglés y portugués. De modo que quienes no lo conocen, pronuncian su nombre con el actual sonido de la X pero él reclama que debe decirse con el fonema de la actual J, del mismo modo que pronunciamos Méjico aunque escribamos México. También hay quienes suponen que mi amigo es catalán y, cuando se enteran de que nació en San Sebastián, le preguntan que por qué entonces no escribe Xabier, como es en euskera. Porque así, Xavier, era como se escribía en la época de San Francisco. Y se escribía así en el castellano de Navarra, en la que, aunque fuera independiente, ya por entonces era idioma común junto con el vasco.


Lo cual nos lleva a la grafía y la fonética de nuestro idioma en los albores del XVI. De entrada, parece que por esas fechas no existía en el castellano el sonido de nuestra actual J, la fricativa velar sorda, cuyo símbolo en el alfabeto fonético internacional es precisamente /X/. Había por aquellos tiempos tres letras cuyos sonidos van a ir confundiéndose en esa etapa de transición idiomática: la g, la j (que es una evolución de la i) y la x. En una Gramática de 1559 se nos informa que la g tiene dos sonidos: uno “flojo” delante de a, o y u que es igual al actual, y otro más “fuerte” delante de e e i, y éste no es el actual (sonido de la J) sino el del italiano y francés delante de esas dos vocales (giorno, por ejemplo). La j sonaba como la misma grafía en francés (Jean). Finalmente, la x se pronunciaba como la ch francesa (chevalier) o como la sc italiana (sciuto), es decir, muy similar a como se sigue pronunciando en catalán.

En los tiempos del Santo, pues, en castellano no se pronunciaba el fonema /X/. De modo que la cantidad de palabras de nuestro idioma que ahora y entonces se escribían con J se pronunciarían como lo siguen haciendo los catalanes, por ejemplo. Multitud de nombres propios –Juan se diría Yuan, José, Yosé, Joaquín, Yoaquín–, pero también palabras de lo más comunes: oyos en vez de ojos, illos por hijos, etc. La ausencia del fonema /X/ hacía que los sonidos de ese castellano fueran mucho más similares al resto de lenguas romances, incluyendo desde luego las otras que se hablaban en la Península. Si, por otro lado, la localidad natal del Santo se escribía con X, hay que asumir que en sus tiempos se pronunciaría como una CH algo más suave. Esta suposición es congruente con la etimología del nombre –Etxeberri (casa nueva)– ya que probablemente la sílaba txe (che) derivaría a Xa (Cha).

Tenía yo la creencia de que la existencia de la fricativa velar sorda en nuestro idioma se debía a las influencias del árabe, pues en su lengua también existe. Pero, si bastante después de acabada la Reconquista no existía el fonema /X/, es obvio que no pudo ocurrir así. De hecho, según leo en algunos artículos de filólogos, a lo largo de la Edad Media, mientras convivieron ambas lenguas en la Península, la castellana tomó prestados numerosos arabismos pero convirtiendo los fonemas de la J y H aspirada a otros con los que contaba, mayoritariamente a la F, el que tenía mayor semejanza acústica (por ejemplo, al-jomra pasó a alfombra). Parece que la aparición del fonema de la actual J ocurrió a finales del primer tercio del siglo XVII, como evolución espontánea del idioma. Así, las palabras que hasta entonces se escribían con X y se pronunciaban como la CH francesa (Xavier entre ellas) pasaron a decirse con el sonido J actual. Décadas después el fonema no sólo pasó a representarse con la grafía J sino que, además, muchas de las palabras escritas con J y G fuerte cambiaron su pronunciación para adoptar la actual. Resultados de ese último y tremendo cambio fue que el castellano se llenó de palabras con el sonido /X/ y que la grafía X pasó a representar otro fonema distinto (el actual, equivalente a ks). Y, claro está, las palabras que escritas con X habían sido las primeras en adoptar el fonema /X/ se pasaron a escribir con J para mantener la nueva pronunciación.

A lo que no he encontrado aún explicación satisfactoria es al porqué de la aparición del actual sonido J en el castellano, máxime cuando se produce cuando el dominio geográfico de nuestra lengua incluía ya las Américas. ¿Cómo es posible que en un tiempo relativamente corto (aunque fuera en dos etapas) palabras que se pronunciaban de otro modo pasaran a decirse con un sonido muy distinto y, además, de mayor dificultad fonética? Este cambio radical se me antoja contra la lógica de la evolución fonética y tengo una tremenda curiosidad por saber sus causas. Pero, hasta que las averigüe, sentemos como datos ciertos que Xavier se escribía así en castellano en los tiempos del Santo, pero se pronunciaría más o menos Chavier (la ch algo más suave que la actual); que cien años después (en los primeros del XVII) pasaría a pronunciarse Javier, pero seguiría escribiéndose con X; y que finalmente, no sé hacia qué fechas, el fonema /X/ pasó a representarse con la J y –con la G delante de e e i– y Javier que ya se pronunciaba con el sonido de la J, pasó a escribirse también con esta letra. No obstante, durante algún tiempo, ese fonema se pudo escribir en castellano con las dos grafías (X y J) hasta que en la octava edición de la Ortografía de la lengua castellana (1815) se decidió eliminar el uso de la letra X como representación de ese sonido. Salvo, claro está, algunas contadas excepciones: México, Texas, Oaxaca ... Y el Xavier de mi amigo.

sábado, 2 de diciembre de 2017

Cultura de la crueldad

En “La ética de la crueldad” (Premio Anagrama de Ensayo 2012), José Ovejero afirma que España es un país en el que la crueldad está especialmente presente. Tiendo a desconfiar de esas afirmaciones en las que nos adjudicamos puestos relevantes en cualquier tipo de ranking porque, entre otras razones, suelen responder a conclusiones bastante desequilibradas. El hecho de ser españoles –y, por tanto, estar familiarizados con nuestras costumbres– hace que necesariamente privilegiemos y exageremos las notas que conocemos frente a las de los otros países. Aún así, no parece que yerre Ovejero al referir que la presencia de la crueldad en las manifestaciones culturales de la historia española es más abundante que en otros entornos. Bien es verdad, que el autor, aún reconociendo que se trata de cosas distintas, mete en el mismo saco la crueldad y lo grotesco, entendiendo este adjetivo como síntesis de lo exagerado, la radicalidad, lo exaltado, la búsqueda de emociones fuertes y el rechazo a la reflexión calma. Visto así, se diría que es cierto que en la literatura y el arte españoles puede apreciarse un gusto, un descarado sesgo en tal sentido y, desde luego, con ejemplos demasiado frecuentes de representaciones de la crueldad. De otra parte, es conocido que España ha tenido fama de país bárbaro y cruel hasta no hace mucho (y no estoy seguro de que tal fama haya desaparecido completamente), lo cual, dicho sea de paso, era tanto motivo de rechazo como de atracción (piénsese en Hemingway, por ejemplo). Por tanto, una primera hipótesis sería que los españoles sienten (y han sentido históricamente) una mayor atracción hacia la crueldad que individuos de otros países. Aceptémosla provisionalmente porque, a falta de demostración concienzuda, no puede negarse que cuenta con suficientes indicios de verosimilitud.

Desde luego, si nos convenciéramos de que los españoles sentimos una atracción mayor de lo normal hacia lo cruel, habría que preguntarse el porqué. Pero esa investigación queda mucho más allá de mis capacidades, amén de que requeriría primero bastantes comprobaciones que habrían de llevarse a cabo con sistemática y rigor. Por ejemplo: varía esa atracción hacia lo cruel entre las distintas regiones españolas (sí, afirmarán los independentistas catalanes: nosotros no la tenemos tanto lo que es una prueba más de que no somos españoles). Pero no solo esa pregunta, habría que hacerse muchas más y me atrevo a pronosticar que nunca se arribara a conclusiones sólidas. Es lo que tiene meterse a investigar sobre los “caracteres de los pueblos”, sobre el “alma de una nación”, que el terreno es menos firme que la ciénaga más movediza. No obstante, insisto, admitamos nuestra primera hipótesis y, consiguientemente, planteemos la pregunta que surge inmediatamente: que en España haya una mayor atracción hacia la crueldad, ¿equivale a que los españoles sean –por término medio, claro– más crueles que otros nacionales? No me atrevo a afirmarlo categóricamente, pero de entrada uno tiende a pensar que sí. Enlazaríamos con lo ya comentado en el post anterior; la representación de la crueldad (algo que se asume que es más abundante en las manifestaciones culturales hispánicas) estaría satisfaciendo y sublimando las pulsiones de crueldad de los consumidores de las mismas. Visto a la inversa: una persona que no es cruel, ante la representación de la crueldad siente malestar, rechazo; por tanto, no casa que una población predominantemente compasiva desarrolle y consuma crueldades. Pero, repito, prefiero no sentar la que parece la conclusión lógica porque bien es verdad que el carácter humano es complejo y contradictorio. Lo dejaré en una sospecha.

Es una sospecha que a mí, en la medida en que soy español, me incómoda y avergüenza. Y, sobre todo, me irrita porque a tantos de mis paisanos las manifestaciones de esa “cultura de la crueldad” no sólo no parecen avergonzarles sino que, por el contrario, son motivo de orgullo y de reivindicación. Sin duda, los ejemplos más paradigmáticos los encontramos en las llamadas fiestas populares, elementos del “patrimonio inmaterial” de los pueblos, de las “sagradas y respetables tradiciones ancestrales”. Naturalmente (afortunadamente) poco a poco las cosas van cambiando, y no me cabe duda que antes o después estas exhibiciones de barbarie desaparecerán de nuestra geografía. Pero de momento, para escribir esta entrada, he querido someterme al mal trago de repasar las más relevantes de estas muestras, a modo de ejercicio personal para descubrir qué emociones despiertan en mí, tratar de activar mi crueldad oculta si sintiera algún atisbo de placer viendo esas fiestas brutales..

Empecemos por las aves en el mejor lugar posible, un pueblo llamado El Carpio de Tajo, en la ribera de ese río a mitad de camino entre Talavera de la Reina y Toledo. Villa de origen medieval –se aprecia en su trama, no tanto en su arquitectura, bastante anodina–, cuenta en la actualidad con unos 2.200 habitantes. Sus fiestas mayores son en honor a Santiago Apóstol, del 24 al 27 de julio y en ellas hay carreras de caballos enjaezados (con muy bonitos colores) con música folklórica de dulzaina y tamboril. Pero el plato fuerte es el llamado Correr de los gansos: se hincan dos postes en la plaza enlazados por una soga de la cual, amarrados por las patas, cuelgan gansos; la cosa consiste en pasar a caballo bajo la cuerda e intentar descabezar al palmípedo de un fuerte tirón (no es fácil, eh, el cuello resiste bastante). El jinete que lo logra enseña orgulloso la cabeza del ave y el público aplaude enfervorizado. Por lo visto, el rito se remonta a finales del siglo XVI, y se debería a un tal Martín Fernández de Olmedo, apodado el Indiano, que era militar de los Tercios de Flandes y que se inspiró en una costumbre alemana de la zona del Rin. Pero no está claro, porque leo por otra parte que fueron más bien oriundos carpeños quienes llevaron a Centroeuropa la que para ellos era una tradición desde que la villa fue arrebatada a los árabes. Lo cierto, según compruebo asombrado, es que la gracia festiva de descabezar un ganso al galope se celebra en una localidad cercana a Amberes, y en Hontrop y otros lugares de la cuenca renana (incluso fue llevada a Estados Unidos por emigrantes holandeses, aunque la práctica desapareció a finales del XIX). Desde luego, la fiesta auténtica, acorde con la tradición, era con gansos vivos. En 1984 (no hace tanto) el Gobierno Civil prohibió que se celebrara con animales vivos y, desde entonces, se les sacrifica el día antes. Por cierto, en un artículo de El País con motivo de las fiestas de este año, uno de los jinetes participantes declara que para ellos es una tradición y un orgullo y que ahora se celebra con gansos muertos porque se entendió que era innecesario que sufrieran (la dosis inevitable de cinismo políticamente correcto). En cualquier caso, uno se pregunta cómo a alguien puede gustarle (provocarle placer) ver arrancar la cabeza de un ganso. A mí, verlo en un video, aun sabiendo que el bicho está muerto, solo me produce malestar y rechazo.


Lo de descabezar gansos como tradición lúdico-festiva se celebra también todos los años en el Antzar Eguna (día del ganso), a primeros de septiembre en el puerto de Lequeitio. Como en El Carpio, el ganso cuelga de una soga sobre el agua, y hacia él se acercan las barcas de cada cuadrilla. Uno de los chavales se pone de pie y se agarra al animal y entonces, desde los espigones, se tensa con fuerza la cuerda haciendo que el participante se eleve varios metros de altura; después sueltan de golpe, y el chico cae al agua. El proceso se repite varias veces, hasta que las sucesivas sacudidas obligan al concursante a soltar el ganso o arrancarle la cabeza; gana quien más alzadas aguanta. Parece que la fiesta está documentada desde el XVII y, como en la villa toledana, era con gansos vivos hasta que se prohibieron en 1986. Por supuesto, a los lequeitiarras les parece algo muy suyo, que debe defenderse (y, como he leído en algún foro, que no les hablen de sufrimiento animal que a los bichos los han matado antes). También es cierto que en los últimos tiempos se han empezado a fabricar unos gansos con una goma especial que se asemeja a la textura muscular de los palmípedos. Es de agradecer, sin duda, pero sigue intrigándome la necesidad del maltrato animal –aunque sea simbólico– como fuente de disfrute.



Bueno, suspendamos por hoy esta incursión en la barbarie de la crueldad popular que he iniciado con el inofensivo ganso. Nunca he estado en estas fiestas (ni ganas, desde luego), pero al leer (y ver) sobre ellas, me ha venido a la memoria una escena de Historia de Mayta de Vargas Llosa, en la que el protagonista está en un bar frente a la estación de Jauja que se llama “El Jalapato”. Mayta le pregunta al dueño del local el porqué de ese nombre y éste le responde que obedece a “una costumbre practicada en las fiestas del 20 de enero en el barrio de Yauyos: se bailaba la pandilla y se colgaba un pato vivo en la calle que los jinetes y danzantes trataban de decapitar a la carrera, a jalones”. En su momento no me llamó la atención, pero ahora indago en Internet y compruebo que, en efecto, es una fiesta de gran prestigio en la que fue la primera capital hispánica del Perú. En el programa de 2013 leo que es una tradición de procedencia española que está enraizada en la fe del hombre andino como ofrenda en honor a los Santos patrones San Sebastián y San Fabián. En el video que adjunto un hombre explica detalladamente esta fiesta y dice que, en su origen, el pato simbolizaba al español y descabezarlo era una venganza simbólica de los nativos contra el opresor. También dice que ya se ha suprimido lo de matar al pato vivo pero, si es verdad, ha sido muy reciente porque he visto un video de 2011 en el que el pato estaba vivo.