viernes, 31 de enero de 2014

Dos acertijos viejos

Mientras llegaban todos los convocados, Juanma, dicharachero as usual nos amenizó la reunión con un chiste. Yo ya lo conocía pero en formato acertijo que me resultaba más atractivo. Dice así: dos matrimonios amigos se topan de frente en el lobby de un hotel. Nada raro, si no fuera porque van emparejados en combinación adulterina; es decir, cada marido lleva de la manita a la mujer del otro. Tras el inicial estupor de la sorpresa, mezcla de vergüenza y cabreo, uno de los hombres rompe el embarazoso silencio y, apelando a la madurez de cuatro adultos civilizados, sugiere que por el bien de todos acuerden dar por acabadas ambas relaciones ilícitas y que en ese mismo momento cada marido se junte con su mujer y se vuelvan a sus respectivas casas, perdonándose y olvidando el incidente y prometiéndose que no se repetiría más. La mujer del tipo –o sea, la que va de la mano del otro– le contesta que sí, que ésa que propone sería una solución muy conveniente pero que, sin embargo, no le parece justa. Y aquí viene el acertijo: ¿por qué lo dice?

En la versión chiste, la mujer responde añadiendo directamente por qué considera injusta la propuesta de su marido. El inconveniente que le veo, aparte de privar al oyente de la oportunidad de desengrasar sus neuronas, es que degrada a los protagonistas del cuentito. Me gusta más imaginarme a la señora mirando irónicamente a su marido mientras le espeta esa respuesta elíptica, se me presenta así más inteligente y, por tanto, bastante más atractiva. Sin llegar a situaciones tan esperpénticas como la escena sobre la que se monta este chiste/acertijo, el empleo del ingenio en conversaciones cotidianas es uno de los recursos más válidos para hacer más gratificante la vida social. Y como todo lo bueno, es lamentablemente escaso.

Para hacer un poco más largo el post, añado un segundo acertijo, también bastante viejo. Hace meses vi a ratos la enésima reposición en algún canal de la última entrega de la trilogía Die Hard (La jungla de cristal) de 1995, en la que Bruce Willis vuelve a interpretar a John McClane, teniente de policía. La trama (para quien no la haya visto) consiste en una frenética carrera por Nueva York intentando desactivar bombas que ha ido colocando el malo para mantenerlos ocupados mientras él comete sus maldades. Así, los buenos (Willis y Samuel Jackson) llegan a la fuente de un parque sonde se les plantea que usando sólo dos cubos, uno de 5 litros y otro de 3, han de colocar el grande con 4 litros exactos de agua sobre una báscula para detener la cuenta atrás de la bomba. Aunque no se haya visto, la solución no es nada difícil de deducir. Pero hay una variante de este acertijo algo más complicada que es la que propongo: disponiendo de dos envases de 4 y 9 litros, ¿cómo hacer para que el grande contenga exactamente 6 litros de agua?

A diferencia del primer acertijo, los de este tipo no suelen presentarse en la vida cotidiana (salvo que seas un policía neoyorkino que se enfrenta a un desalmado criminal con humor negro). Una vez que alguien lo planteó en una reunión, una amiga se mosqueó calificándolo de estupidez: ¿para qué leches necesitaría nadie exactamente 6 litros de agua? A mí me sobra el recipiente de 4 litros –dijo–; simplemente, llenaría el de 9 a ojo hasta los dos tercios de su capacidad y poco habría de equivocarme. Y si te empeñas en que ha de ser una medida exacta, pues voy a cualquier tienda y me compro una botella de un litro de agua y ya está. Pero, claro, se trata simplemente de ejercitar el ingenio y para ello no es necesario que las premisas del problema sean verosímiles (aunque sería más estimulante que lo fueran, sin duda).

Bueno, pues a pensar un poquillo que ninguno de estos viejos acertijos es difícil. Quien descubra las soluciones que no les estropee el juego a los demás diciéndolas.

 
Double trouble - Eric Clapton (No Reason to Cry, 1976)

Actualización (2 de febrero): Poca participación está habiendo; tan sólo Números, C.C, y Vanbrugh parece que se han puesto a darle vueltas a estos problemillas. Para el primero Números ha apuntado la solución, aunque lo ha hecho de forma muy escueta pero lo suficiente para convencerme de que ha acertado. Daré una pista: ambas parejas se encuentran de frente, se cruzan en el lobby del hotel.

En cuanto al segundo, hay varias soluciones y tanto Números como Vanbrugh han encontrado una de ellas, casualmente ambos la misma que requiere 16 pasos (llamando "paso" a cada estado diferente de la capacidad de agua de los dos recipientes). En este tipo de problemas la solución es mejor cuantos menos pasos necesite. A mí me sale en 8, así que les reto a que me igualen o mejoren. De otra parte, podría mejorarse el enunciado imaginando que el agua se obtiene de un depósito cerrado a través de un grifo. Pues bien, se trata de gastar la menor cantidad posible de agua para conseguir los seis litros requeridos. Números y Vanbrugh necesitan 24 litros, mientras que yo he lo he logrado con 18. A ver si es posible consumir todavía menos agua.

jueves, 30 de enero de 2014

La última encuesta de población activa

La semana pasada se hizo pública la Encuesta de la población activa (EPA) del último trimestre de 2013. Como es sabido, esta encuesta la realiza el Instituto Nacional de Estadística (INE) sobre una muestra de alrededor de 65.000 viviendas y 180.000 personas y mediante entrevistas personales y telefónicas. Se supone que la EPA es el indicador cuantitativo más fiable de la situación laboral española y como sin duda éste es el asunto más grave del país, en cuanto se conoce todos se aprestan a dar su opinión sobre los resultados. Doy la mía de entrada: son malos, cifras que para nada invitan al optimismo.

El gobierno que padecemos, sin embargo, no piensa lo mismo. Su decorativa vicepresidenta no desaprovechó la presentación de la EPA para mostrar su optimismo, felicitándose por lo bien que lo están haciendo en materia económica. Mientras paseaba por FITUR promocionando Valladolid parece que comentó que la bajada del paro en 69.000 personas demuestra que vamos haciendo camino, que cambiamos tendencias y empezamos a recortar el desempleo". Bien dicho, sí, porque ciertamente los parados al final de 2013 (5.896.300) son 69.100 menos que los que había al acabar 2012. Claro que lo que no dice es que entre esas mismas fechas hay 198.900 personas menos con trabajo; es decir, que durante 2013 se han perdido casi doscientos mil puestos de trabajo y de hecho la tasa de paro prácticamente se ha mantenido igual (incluso ha subido una centésima pasando del 26,02 al 26,03%). No se trata de ninguna paradoja: simplemente ha ocurrido que durante 2013 la población activa española ha disminuido en 268.000 personas. ¿Y qué es la población activa? Pues para decirlo brevemente el conjunto de personas mayores de dieciséis años que quieren trabajar o, dicho al revés, forman parte de la población inactiva todos aquéllos que, no teniendo trabajo remunerado, tampoco lo buscan.

El asunto este de la población activa tiene su miga. Una vez que descontamos la población menor de dieciséis años (que en España es apenas un 16%, lo que augura mal futuro) la teórica fuerza de trabajo potencial de este país supera en poco los treinta y ocho millones de personas y de ellos casi quince millones y medio son considerados por el INE como población inactiva, lo que equivale a que la tasa de actividad se sitúa en un pobre 59,43%, de las más bajas de Europa (bien es verdad que también habría que descontar a las personas mayores, pero por lo visto no se hace, según los convenios estadísticos a efectos comparativos). Es decir, en España hay más proporción de gente que pudiendo trabajar no lo intentan, y no vayan a pensar que esto de colocarse entre la población inactiva es porque son ricos y viven de las rentas; excluyendo a los jubilados, la mayoría de este grupo son personas que tienen unas obligaciones que les impiden trabajar. Ciertamente la baja tasa de actividad española es un mal estructural que no podemos achacar a este gobierno pepero. Sin embargo, sí es verdad que su valor está directamente relacionado con las cuantías de los programas de ayuda pública, desde servicios de guardería hasta apoyos a las personas dependientes. Durante estos dos últimos años, la tasa de actividad ha descendido (no mucho pero ha descendido) y me temo que la política del PP, no precisamente solidaria con quienes tienen cargas, contribuirá a que siga bajando. Al fin y al cabo, como el paro se mide en relación a la población activa, cuanto menor sea ésta mejores serán las tasas de paro, aunque –como es el caso– no aumente el empleo en número absolutos, que es lo que importa.

Pero la significativa disminución de la población activa española durante 2012 o, si se prefiere, durante los dos años de gobierno pepero (268.000 y 426.600 personas respectivamente) no se debe más que en una mínima proporción a la reducción de la tasa de actividad, sino sencillamente a que ese contingente demográfico con plena capacidad laboral se ha largado del país por la obvia razón de que aquí no hay curre. En este aspecto sí que ha habido un "recorte" y para nada en el desempleo, como tiene la desvergüenza de decir la vicepresidenta. Porque la cruda verdad es que a finales de 2012 había casi diecisiete millones de puestos de trabajo y a finales de 2011 (la espantosa herencia de Zapatero) eran diecisiete millones ochocientos mil. Y tras dos años de las necesarias medidas de política económica y laboral, tenemos 1.049.300 empleos menos. En el durísimo 2012 se perdieron ochocientos cincuenta mil puestos de trabajo y en el pasado año "sólo" casi doscientos mil. Mucho rostro hay que tener para decir que vamos por el buen camino con el simple argumento de la desaceleración del proceso de destrucción de empleo. Que la curva descendente se suavice no autoriza a deducir que estamos tocando fondo para empezar a remontar. Más bien a mí me sugiere que –salvo que se emprendan reformas estructurales del sistema productivo español que nada tienen que ver con las que ha impulsado el gobierno, más relacionadas con la improductiva economía financiera– el paro irá disminuyendo por el inevitable aumento de la emigración. Supongo que el capullo de Guindos estará fantaseando con la tentadora posibilidad de que durante 2014 salgan de España la mitad de los desempleados y que no se pierdan más de otros doscientos mil puestos de trabajo. Así el PP podría anunciar a bombo y platillo que ha bajado la tasa de paro a un 16% y callarse que el saldo neto de sus tres años de gobierno es la destrucción de dos millones de empleos.

En fin, lo que quería resaltar es lo fácil que es contar una parte tan pequeña e irrelevante de la verdad que ésta se vuelve una repugnante y cínica mentira. Y mucha gente se la creerá, probablemente porque está desesperada por creérsela, lo cual agrava más la miserable felonía de este gobierno, incluyendo a la cursi y redicha de su vicepresidenta. Otros –supongo que también muchos– sabemos que mienten como bellacos, que no tienen ni la más repajolera idea de qué es lo que hay que hacer o, si la tienen, tampoco están dispuestos a hacerlo porque son lacayos al servicio de quienes de verdad mandan (y de paso se forran con la crisis). Esos otros, supongo, nos indignamos pero tampoco sabemos muy bien qué hacer para que esto cambie, para conseguir que estos imbéciles desalmados sigan empeñados en llevarnos, cuesta abajo y sin frenos, hacia la catástrofe. El día menos pensado también yo habré de darme de baja de la población activa española.

 
I pity the poor inmigrant - Bob Dylan (John Wesley Harding, 1967)

miércoles, 22 de enero de 2014

¿Enterramiento o incineración?

Dilema este que preocupa a más de uno, cosa que no deja de sorprenderme. Hagan la prueba, pidan a cuantos más conocidos mejor que manifiesten sus preferencias sobre el destino de sus cadáveres, dándoles tres opciones: que los entierren (A), que los incineren (B) y el recurrido comodín estadístico que en este caso sería que les es indiferente (C). Encuestas como ésta se han hecho, por supuesto; encuentro una del CIS de enero de 2002 (un poco antigua, ya) de la que resulta que el 20% de la población española le daría igual lo que hicieran con su cuerpo; es decir, que a cuatro de cada cinco sí le importa, e incluyo entre éstos al 7% que todavía no tiene claro qué quieren que se haga con sus restos. A mí, la verdad, me la refanfinfla (palabra no admitida por la Academia y que María Moliner consideró un vulgarismo, lo que no obsta para que me parezca eufónica), me la trae al pairo (expresión náutica, mundo al que soy ajeno y por eso casi nunca uso), me importa un bledo (tampoco muy de mi gusto, quizá porque lo asocio a pedo ya que quién sabe que el bledo es una planta de tallos rastreros, de unos 30 centímetros de largo, hojas triangulares de color verde, con pequeñas flores rojas dispuestas en racimos), me la suda (no, para nada, muy grosera aparte de anatómicamente absurda) ... En resumen, que no me importa lo más mínimo lo que ocurra con lo que quede de mi cuerpo una vez muerto. No obstante, creo que es motivo de reflexión por qué el 80% de nuestros paisanos sí manifiestan interés en este asunto.

La preocupación por el destino de nuestros cadáveres debe estar inscrita en el genoma cultural de nuestra especie, será un meme –usando el neologismo acuñado por Dawkins– que nos hemos ido transmitiendo a través de las generaciones. Ya los neanderthales enterraban a sus muertos confiriendo a esta práctica un sentido de espiritualidad, así que se trata de un meme con unos doscientos mil años, antigüedad suficiente para que haya calado bastante profundamente en nuestro sustrato psicológico. En todo caso, elucubraciones aparte, lo que está claro es que para el Neolítico (apenas hace ocho mil años) la atención a los cadáveres estaba ya firmemente integrada en ese amplio universo cultural que hoy denominamos religioso. Así que para casi todos los individuos que mediante sucesivas reproducciones nos han dado origen el dónde y cómo se dispusieran sus cuerpos inanimados era una cuestión trascendental –término absolutamente preciso en este caso– en sus escalas de valores. Por eso, que para nosotros se aminore tal trascendencia (o incluso desaparezca) va vinculado a la evolución de nuestra religiosidad. Pero no sólo a la religiosidad consciente, a las creencias que nos contamos a nosotros mismos que creemos, sino a la base profunda de éstas, hecha en gran proporción de residuos arcaicos que tildaríamos de supersticiosos pero que ahí dentro siguen, ocultos a nuestra racionalidad analística y, sin embargo, capaces de condicionar nuestras pulsiones. No es irrelevante, por tanto, identificar esos mitos subconscientes que siguen en nuestro yo íntimo para detectar qué tanto influyen en la preocupación, si es que la tenemos, por el destino de nuestros cadáveres y, en tal caso, en la preferencia entre la inhumación o la cremación.

Aunque ambas prácticas han coexistido desde tiempos remotos, cada cultura ha ido decantándose por una. Así, en la grecorromana, las preferencias se inclinaron hacia el enterramiento, hasta el punto de que podía considerarse una falta de respeto a los ancestros quemarlos. No obstante, la incineración nunca estuvo proscrita en Roma, sin duda influidos por los usos de varios pueblos orientales. Entre éstos, destacan los indios cuya religión imponía la cremación. Yendo al otro extremo tenemos las culturas semitas y muy especialmente la intolerante religión judía que siempre abominó de la incineración. Hay numerosas referencias bíblicas en las que basaron su dogmática a tal respecto, empezando por el "regresarás a la tierra pues polvo eres y en polvo te convertirás" del inicio del Génesis. A partir de ahí se desarrolla la creencia de que tras la muerte el alma se va separando lenta y dolorosamente del cuerpo a medida que este se descompone; por eso no se debe embalsamar el cadáver ni meterlo en un mausoleo o nicho, pues ello retrasaría la completa liberación del alma. Pero mucho menos ha de incinerarse ya que la brusca volatilización del cuerpo generaría un insoportable shock para el alma. Como es lógico por directo emparentamiento doctrinal con el judaismo, los cristianos también aborrecieron la cremación y, a medida que la despreciada secta marginal fue adquiriendo ascendencia en la sociedad romana (hasta culminar con la definitiva conquista ideológica del poder), fueron contagiando a los habitantes del Imperio ese rechazo. Así, los romanos tardíos comienzan a escandalizarse de las prácticas funerarias de los bárbaros allende el Rin, entre los cuales quemar los cadáveres era lo habitual, muy relacionado con las ideas sobre la purificación por el fuego (incorporadas luego por la Iglesia, que convirtió la hoguera en uno de sus métodos favoritos para matar pecadores).

Naturalmente, la posición de la Iglesia derivó en gran medida del asunto de la resurrección de los muertos, una vez que la teología oficial se decidió (durante la Alta Edad Media) por la opción de que almas y cuerpos resucitaban conjuntamente. Si era (y sigue siendo) así, parecía lógico preferir el enterramiento, aunque sólo fuera para darle menos trabajo a Dios cuando tuviera que rehacer el cadáver; pero tampoco parece que se negara tajantemente la incineración y de hecho se empleaba sin excesivas angustias escatológicas cuando la situación lo exigía, sobre todo por motivos sanitarios (las pestes, por ejemplo). Esta tolerancia "a regañadientes" –práctica tan habitual de la Iglesia– entró en crisis hacia mediados del XIX, cuando la desvergonzada modernidad perdió definitivamente el respeto a las sacrosantas reglas religiosas desde racionalismos que rayaban el ateísmo (recuérdese que en 1869 Pío IX convocó el Concilio Vaticano I para enfrentarse a las peligrosas ideologías modernas y logró que se aprobara el dogma de la infalibilidad papal). Hasta surgieron algunos que, llevando su "anti-teísmo" en actitud militante, exigieron que al morir se quemaran sus cuerpos para, de ese modo, impedir la resurrección de la carne. Probablemente, quien más ruido hizo al respecto fue Annie Besant, una teósofa discípula de Blavatsky, mujer de vida muy interesante pese a sus chifladuras (o justamente por ellas). Que la incineración pasara a simbolizar un desafío a la fe radicalizó la actitud de la Iglesia y así, en el Código de Derecho Canónico de 1917, se reprueba explícitamente esta práctica mortuoria, entre otros motivos, "por las perversas ideas de que están imbuidos y los fines depravados que persiguen sus más entusiastas defensores". En el Concilio Vaticano II (tan diferente a su antecesor) se derogó esta prohibición y así el vigente Código de Derecho Canónico establece que "se puede conceder las exequias cristianas a quienes han elegido la cremación de su propio cadáver, a no ser que conste que fue elegida por motivos contrarios al sentido cristiano de la vida". Si se interpreta con buena voluntad, en el fondo la Iglesia lo que quiere es preservar la voluntad del difunto frente a sus familiares, porque está claro que si eligió incinerarse para ir en contra del cristianismo, feo estaría que sus familiares se empeñaran en darle un funeral católico.

Imagino que, pese a la permisividad actual, quienes hoy rechazan ser incinerados guardan restos de miedos atávicos –los mismos que hicieron a los primeros teólogos decantarse por la inhumación–. A mi padre lo enterramos porque mi madre así lo decidió; lo curioso es que nos contó que, hablando del tema y manifestando ella su decidida voluntad de que la incineraran, había dicho que a él también. Pero mi madre estaba segura de que lo decía "por darle gusto", que en el fondo no le hacía ninguna gracia ser horneado y convertido en cenizas. Ese sentirse incómodo de mi padre supongo que será común entre los de su generación, pero mucho menos entre los más jóvenes. De hecho, cada vez más prefieren que quemen sus cuerpos y el argumento que más me han repetido es que es "mucho más limpio", que les da asco que sus cadáveres se descompongan y se los coman los gusanos. En este aspecto se ve que todavía no han tenido éxito postulados de corte "ecologista", porque desde luego qué mejor que tu cuerpo participe del ciclo orgánico, cuán aberrante sería desde esta óptica apartarlo de su "destino natural". La verdad es que, aunque sigo manteniendo mi absoluta indiferencia a lo que le suceda a mi cadáver, si entonces fuera mi propio hijo y me tocara decidir qué hacer con él, creo que por este último motivo optaría por el enterramiento.

Si pensamos desde el punto de vista de los deudos, pareciera que el entierro es preferible a la cremación: la ceremonia fúnebre, con su alto simbolismo de despedida, se hace de cuerpo presente y éste se deposita en un espacio fijo, bien señalizado, al que podrán regresar a ver al muerto que "está ahí", aunque saben de sobra que no es cierto, ¿o quizá, de nuevo en el subconsciente, les queda alguna duda atávica? Claro que, para recordar a alguien querido bastante mejor que yendo al cementerio hay otros recursos mucho más eficaces, empezando por las fotos. Ya puestos, actualizando las antiguas momificaciones, podríamos disecar a nuestros muertos y colocarlos en su sillón favorito; e incluso –la actual tecnología nos ofrece múltiples posibilidades– por qué no dotarlos de mecanismos electrónicos que nos permitieran animarlos mediante el correspondiente mando a distancia. Norman Bates, de haber hecho Hitchcok la peli en la actualidad, no habría conservado a su madre en tan lamentable estado. Bromas al margen, también el enterramiento puede parecer preferible a quienes ansían permanecer entre los vivos, ansia de eternidad vanidosa pero no por ello poco frecuente. Sé de más de uno que ha meditado largos ratos sobre su epitafio o incluso trabajado en el diseño de su tumba, preocupaciones que sólo son explicables por el afán de no ser olvidado, no ya por sus familiares o amigos, sino por el mundo en general. Y las continuas visitas a las sepulturas de famosos de toda laya les demuestran que ese intento de "llamar la atención" de los vivos no está necesariamente condenado al fracaso.


Quedaría mencionar en cuanto a las motivaciones la cuestión económica, la cual considero una preocupación muy respetable porque trasluce la loable intención de reducir los gastos de los familiares. Morirse no es gratis, ni mucho menos; consulto en internet y me entero de que el precio medio en España de un enterramiento es de 2.200 euros y de 1.300 en el caso de la incineración (con grandes diferencias a lo largo del país). Tal como está la situación, que se te muera alguien ahora es doble desgracia. De todas maneras, lo de morirse "con dignidad" siempre ha sido caro y por eso, sobre todo entre las clases más humildes, es costumbre ya muy antigua la de contar con un buen seguro de deceso: todos los trimestres pagando la cuota para estar seguro de que te meterán en una buena caja, te llevarán a hombros con el respeto que corresponde y tu hoyo contará con una lápida de mármol. Naturalmente, con todo lo que has ido pagando (más los intereses) podrías pagarte varios entierros, pero esas consideraciones materialistas decaen frente al sólido argumento: la seguridad de que tendrás la ceremonia final que te mereces, incluso aunque tus hijos sean pobres o tacaños. Pero, sobre todo, lo que esta absurda (para mí) institución del seguro mortuorio demuestra es que todavía hoy a la gran mayoría de las personas les importa lo que será de su cuerpo hasta el punto de tomarse no pocas molestias para que ocurra con él lo que quieren.

¿Y tú qué prefieres, que te entierren o que te incineren? ¿O acaso te la refanfinfla?

 
Death is not the end - Nick Cave & The Bad Seeds (Murder Ballads, 1995)

sábado, 18 de enero de 2014

Muerte de los idiomas (2)

Empezaré con una afirmación obvia y, sin embargo, necesaria: la función primordial de cualquier lenguaje es permitir la comunicación. Si la humanidad estuviera formada por un conjunto de individuos lo suficientemente pequeño para que todos pudieran o necesitaran comunicarse con todos existiría sin duda un idioma común con el que lo harían. De hecho, que haya muchos idiomas se explica justamente porque cada uno de ellos se ha formado gracias a un suficiente grado de aislamiento del grupo que lo habla. Para los partidarios de las teorías monogenéticas, en tiempos remotos todos los escasos seres humanos hablaban una única lengua que fue diversificándose a medida que los descendientes se ramificaban en sus migraciones colonizadoras por las distintas partes del mundo. Los poligenetistas, en cambio, suponen que el habla humana fue surgiendo cuando ya nuestros antepasados formaban grupos separados. Pero, en realidad, saber cuál fue el origen de la multiplicidad lingüística no varía la cuestión básica: que la diferenciación de idiomas deriva de la incomunicación de los grupos hablantes entre si. Por eso, porque la incomunicación ha sido siempre considerada negativamente, también desde siempre los seres humanos han visto la diversidad lingüística como algo malo y es común a muchas mitologías referirse a una edad de oro de la humanidad en la que todos los hombres hablaban un único (y perfecta) idioma. En nuestra tradición judeocristiana, el batiburrillo lingüístico es resultado de un castigo divino a los constructores de la famosa torre de Babel, por haber tenido la audacia de intentar actuar de común acuerdo. Yahveh se dijo: " He aquí que todos forman un solo pueblo y todos hablan una misma lengua, siendo este el principio de sus empresas. Nada les impedirá que lleven a cabo todo lo que se propongan. Pues bien, descendamos y allí mismo confundamos su lenguaje de modo que no se entiendan los unos con los otros".

Otra observación: las lenguas "minoritarias" perviven de forma natural en la medida en que sus hablantes se mantienen aislados. Una comunidad pequeña con lengua propia que se va integrando en otra mayor (e integrarse supone interrelación entre las personas) por pura conveniencia irá adoptando el idioma de su nuevo entorno comunicativo. Durante algunas generaciones serán bilingües, pero a poco, al reducirse el uso de la lengua nativa a un círculo cada vez más estrecho, se irá perdiendo. De los idiomas que hablaban los habitantes del imperio romano antes de su latinización ninguno queda (con la excepción, por supuesto, del euskera). Ciertamente, el latín de un lusitano sería bastante distinto del de un dálmata, pero diferencias dialectales, como las que hay entre el castellano de un madrileño y el de uno de Cochabamba, o entre el árabe de Marruecos y el de Egipto, que no impedirían que pudieran entenderse entre ellos. Que el latín, por ejemplo, derivara en varias lenguas romances, ya sí claramente distintas, obedeció a la desaparición del vínculo de la administración imperial y al progresivo aislamiento y separación entre los embriones de los futuros estados medievales. Eran, de todos modos, otros tiempos. No es previsible, por ejemplo, que el español, pese a llevar más de cinco siglos hablándose en América, se diferencie en idiomas distintos; la "globalización", sin impedir las evoluciones autóctonas de toda lengua vivo, hace que éstas sean cada vez más aportes al acervo común. Vemos una película mexicana y, tras unos primeros momentos para que se nos "haga el oído", aprendemos algunas palabras desconocidas que enriquecerán nuestro vocabulario, del mismo modo que cuando leemos un libro bien escrito. De hecho, la decadencia –e incluso muerte– de las lenguas a medida que sus hablantes se van "integrando" en otra supone el trasvase de elementos de la primera a la segunda; ninguna cultura dominante aniquila completamente a las previas, sino que se contamina siempre en cierto grado de éstas, y eso ocurre también con los idiomas. En español, papa (patata) proviene del quechua, cacao y chocolate del náhuatl (la legua de los aztecas) y así muchísimas.


Sin embargo, es también frecuente que pervivan lenguas minoritarias pese a la integración de sus hablantes en un entono cultural más amplio con otro idioma, de modo que éstos se convierten en bilingües, con un idioma nativo, al que vinculan su afectividad (el que usan con sus allegados, el de las relaciones íntimas, incluyendo los pensamientos), y otro oficial, necesario para la vida "exterior" pero que les es, hasta cierto grado, emocionalmente ajeno. Esto es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con las lenguas romances minoritarias que todavía no se han extinguido y que se hablan en la porción occidental de Europa (Portugal, España, Francia, Bélgica, Italia, además de Andorra, San Marino, Vaticano y parte de Suiza) junto con Rumanía y Moldavia (ámbito separado geográficamente del anterior). Cada uno de estos países (entidades políticas) tiene su idioma oficial (sólo seis en total) que se supone que dominan prácticamente todos sus ciudadanos (que rondan los doscientos veinte millones), pero además se hablan otras lenguas circunscritas a espacios "sub-estatales": el sardo, el arpitano (en un área entre Francia, Suiza e Italia, con centro en Lyon), el romanche (en el cantón de Los Grisones y etorno), el siciliano, el friulano (noreste de la península itálica), el occitano (en todo el sur de Francia, con numerosas variedades que algunos consideran lenguas en sí mismas: auvernense, limosín, provenzal y provenzal alpino, gascón, languedociano), el catalán, el navarro-aragonés, el astur-leonés (del cual son variedades el extremeño y el cántabro) y el gallego. Aproximadamente (porque es difícil estar seguro de estas cifras), los hablantes de alguno de estos idiomas suman unos 20 millones de personas; es decir, menos del 10% de la población total del espacio lingüístico romance. Naturalmente, no todas estas lenguas gozan de la misma vitalidad. Del navarro-aragonés sólo queda la fabla, que hablan apenas unas once mil personas –en no menos de treinta variedades dialectales– en las áreas pirenaicas y pre-pirenaicas. En el extremo opuesto, el idioma minoritario con mayor salud es sin duda el catalán (incluyendo valenciano y balear) que, según el Observatori de la llengua catalana, superó en 2012 la barrera de los diez millones de hablantes (lo que supondría casi las tres cuartas partes de la población del dominio territorial del idioma); no obstante, según la misma fuente, "sólo" 4,4 millones tenían el catalán como lengua nativa, menos de la tercera parte de los habitantes de esas áreas.

Unamuno, por Ramón Casas (1904)
En principio, que una lengua minoritaria perviva obedece a la voluntad de sus hablantes de seguir manteniéndola como vehículo de comunicación "familiar"; voluntad que ha de suponer un esfuerzo ya que lo más fácil parecería ser, toda vez que aprenden el idioma mayoritario, ir abandonando la lengua nativa, proceso que efectivamente ocurre a lo largo de las generaciones. Eso fue ocurriendo, por ejemplo, con el euskera desde la Baja Edad Media hasta entrado el siglo XX: fue quedando relegado a los caseríos, entre la población menos alfabetizada y, por tanto, más ajena al modelo socioeconómico que poco a poco tendía a englobar al conjunto de la sociedad. En mi infancia, el vasco no se escuchaba en San Sebastián, salvo palabras sueltas de anecdótico sentido folklórico; lo hablaban en los ámbitos más rurales y dispersos, en multitud de variedades, tan diversas entre sí que, como me confirmó un ex-cuñado, natural de Amézqueta y euskaldun zahar (con el euskera como lengua materna, tanto que aprendió el castellano en la adolescencia), casi no podía entenderse con los de Lequeitio, adonde iba de vacaciones en su infancia. No creo que sea exagerado afirmar que, al menos durante los últimos seiscientos años, el euskera ha sido siempre minoritario en número de hablantes en el País Vasco. Desde luego, hacia finales del XIX, cuando surge el llamado Renacimiento vasco (Eusko Pizkundea) propiciado por una elite cultural mayoritariamente de origen urbano y no euskaldunes nativos, de los algo más de seiscientas mil habitantes de las Vascongadas no más del 20% entendería el euskera. En los primeros años del XX, cuando se ponen las bases para la recuperación del vascuence, también había voces disidentes, destacando entre ellas la de Unamuno, con la autoridad de su prestigio intelectual y la de ser euskaldun zahar. En su famosísimo discurso de agosto de 1901 en los Juegos Florales de Bilbao (publicado en El Noticiero Bilbaíno) afirma que "el vascuence se extingue sin que haya fuerza humana que pueda impedir su extinción; muere por ley de vida. No nos apesadumbre que perezca su cuerpo, pues para que mejor sobreviva su alma. La mejor lengua es la propia, como es la mejor piel la que con uno se ha hecho; pero hay para muchos pueblos, como para otros organismos, épocas de muda. En ella estamos. En el milenario eusquera no cabe el pensamiento moderno; Bilbao hablando vascuence es un contrasentido. Y acaso esto nos dé ventaja sobre otros, pues nos encierra menos en nuestra privativa personalidad, a riesgo de empobrecerla. Tenemos que olvidarlo e irrumpir en el castellano ..."

De más está decir que este discurso de don Miguel fue piedra de escándalo; durante el propio acto, cuando se refirió al vascuence, se escucharon en las localidades altas del Teatro Arriaga voces y silbidos que degeneraron en tumulto que interrumpió la conferencia durante diez minutos. Baroja, pocos días después, decía que "para un castellano, lo dicho por Unamuno es una revelación, para un éuscaro es una blasfemia; para un vascongado inteligente, es una verdad que está harto de saberla". Uno de los más relevantes éuscaros, como llamaba don Pío a los bizkaitarras, era Sabino Arana quien publica en septiembre una crónica del acto y arremete con notorio rencor contra Unamuno, tergiversando sus palabras para atribuir al rector de Salamanca el deseo de que muera el pueblo vasco. De sobra es sabido que la promoción del euskera (que derivaría hacia su artificiosa estandarización, proceso iniciado por el propio Arana) era en los comienzos del nacionalismo vasco (y sigue siéndolo) la base fundamental de la defensa de la identidad como pueblo. En el fondo, no estaban tan alejados los dos bilbaínos; ambos consideraban que el vasco era un pueblo singular, que existía un alma vasca. Pero mientras uno veía en el idioma autóctono un lastre para la expansión de ésta, el otro lo consideraba su elemento fundamental, hasta el punto que su extinción equivaldría a la de la raza vasca. Los vascos eran vascos en tanto poseían el euskera; de ahí que la voluntad de preservar esta lengua –y supongo que el ejemplo del vascuence puede extrapolarse a otros idiomas minoritarios– no obedeció (ni obedece) a motivos funcionales, a eficacia en la comunicación. Tampoco al amor a la lengua propia, por más que ésta sea la excusa subyacente y ciertamente tenga su parte de verdad. Enseguida los bizkaitarras se dieron cuenta de que había que cercenar su apreciado idioma, homogeneizarlo y regularlo suprimiendo su diversidad, artificializarlo con neologismos para que sirviera; en fin, tantas operaciones que difícilmente cabe entender que mucho amaran al original. No, la voluntad de preservar el euskera fue sobre todo de orden político, la voluntad de diferenciarse, de erigirse en distintos de los españoles. La lengua ha de servir para comunicarnos entre nosotros y para que no nos entiendan los otros (alguien dijo hace tiempo que el nosotros de los nacionalistas debe leerse, mediante la mínima sustitución de una letra por otra, como no a otros). Así: "Tanto están obligados los bizkainos a hablar su lengua nacional, como a no enseñársela a los maketos o españoles. No el hablar éste o el otro idioma, sino la diferencia del lenguaje es el gran medio de preservarnos del contacto con los españoles y evitar así el cruzamiento de las dos razas. Si nuestros invasores aprendieran el euzkera, tendríamos que abandonar éste, archivando cuidadosamente su gramática y su diccionario, y dedicándonos a hablar el ruso, el noruego o cualquier otro idioma desconocido para ellos" (Sabino Arana).

 
Baga-Biga-Higa - Mikel Laboa (Lekeitioak, 1988)

miércoles, 15 de enero de 2014

Reflexiones (y confesiones) íntimas sobre el aborto

Por motivos que no vienen al caso, tenía interés en conocer cómo se gestó el famoso artículo 15 de la Constitución y a ello dediqué unas cuantas horas de fin de semana, que luego resumí en el post del pasado jueves. Luego me quedé pensando sobre la importancia de la lógica en las construcciones jurídicas, incluso en casos tan reacios a examinarse desde la racionalidad como es éste, y quise escribir otra entrada dedicada al asunto. Este lunes, una amiga se encontró sin buscarla con la carta de Calvino (el azar como motor de la historia) y, conocedora de que andaba en ello, me la hizo llegar; me pareció lo bastante relevante como para hacer una nueva entrada con ella. En los tres posts me he cuidado de no manifestar mi opinión ni mi valoración ética sobre el aborto, manteniéndome lo más neutro posible. No esperaba, en todo caso, que quienes los leyeran hicieran lo mismo, pues se trata de un tema que inmediatamente dispara la emotividad ya que atañe al ámbito de las creencias íntimas de cada cual. Así que, para completar esta serie he pensado que no vendría mal que también yo hablara desde mis creencias. Conste que estas reflexiones no añaden el más mínimo ápice a las argumentaciones lógicas. Son mis propias creencias (no digo convicciones porque distan de ser tan sólidas), muy emparentadas con mis sentimientos y eso lo sé; es decir, que creo no engañarme haciéndolas pasar (ni ante los demás ni mucho menos ante mí mismo) como argumentos lógicos. Estoy ya bastante acostumbrado a la tan humana tendencia de convertir en principios universales lo que no son sino valores personales, por muy extendidos que estén en la sociedad, lo suficiente para desconfiar hasta de mí mismo. De otra parte, que mis creencias (o las de cualquiera) no pertenezcan a la esfera de la lógica, no hace que sean menos relevantes. Como ya dije en uno de estos posts, la lógica sólo garantiza la fortaleza estructural de un constructo intelectual, pero no ayuda nada en cuanto a sus cimientos: siempre se parte de premisas que, en actos de fe, han de asumirse como axiomas autoevidentes. Esas bases, en este y muchos otros asuntos, son convicciones que nos vamos formando y que nos van definiendo hasta el punto de que es difícil separarlas de lo que somos; por eso creo yo que es tan difícil desprenderse de ellas, asunto al que se refiere Lansky en su post del martes. Además, hay asuntos, entre los cuales está el aborto, en que ante esas premisas fundacionales de poco vale la racionalidad y, por tanto, más relevantes me parecen otras potencias de nuestra naturaleza para reflexionar sobre ellos. Lo cual no quita para que trate al menos de que mis creencias se articulen congruentemente (y aquí vuelve a entrar la lógica).

Ya he dicho que dos son las premisas desde las que, con mayor o menor corrección lógica, se decantan los posicionamientos frente al aborto. La primera, que toda persona tiene derecho a la vida, la segunda, que el feto es una persona. Empezando por esta última, yo no creo que el feto sea una persona, pero es que tampoco me parece muy relevante esta premisa salvo como trampa terminológica que obliga a concluir que el feto tiene derecho a la vida. La verdad es que no sé muy bien qué es una persona; entiéndaseme: me refiero a ese algo de naturaleza cuasi mística e indefinible que parece que nos hace a los seres humanos portadores de una singularidad ontológica de la cual nace, como atributo de nuestra esencia, el derecho a la vida (y enlazo con la primera premisa). Ese algo, si somos religiosos, se resuelve con facilidad: es el alma. En realidad, tengo para mí que la "dignidad" del ser humano, de la que nacen todos los derechos que el propio ser humano se atribuye, no es más que una consecuencia de nuestra arrogancia de considerarnos no sólo animales especiales (que sí creo que lo somos, al menos de momento) sino trascendentes, casi divinos. Probablemente, estemos programados, desde que como especie desarrollamos lo que llamamos conciencia, para creernos así y por eso hemos creado a Dios y nos hemos dotado de alma y de derechos y etcétera. A lo mejor sí tenemos alma y sí existe Dios y sí somos trascendentes; a mí me gustaría creerlo pero tiendo más a pensar que no. Eso no impide que comprenda que las mías no son más que creencias, como lo son las de quienes creen lo contrario y procuro dejarlo claro. El ser humano es pues, para mí, un animal singular pero esa singularidad no es "ontológica" (no se me ocurre otro adjetivo). Si no fuéramos a sacar conclusiones de las palabras, no tendría inconveniente en decir que el ser humano lo es desde el mismo instante de la fecundación, toda vez que en ese momento ya aparece una nueva célula con la carga genética completa del futuro individuo. Ese cigoto va desarrollándose hasta un punto en que, sin estar completamente desarrollado, nace; y luego el niño sigue desarrollándose y alcanza su madurez biológica y empieza a degradarse (que es el estado en que estamos casi todos los que nos pasamos por aquí) hasta que va y se muere. Exactamente igual que un perro y que una cucaracha. Se trata de un proceso continuo en el que ni siquiera el nacimiento, pese a su evidente relevancia, es un hito cualitativo. En cada etapa del proceso lo que hay tiene distintas características y por eso, a ese ser vivo de nuestra especie, lo llamamos con distintos nombres: embrión, feto, neonato, niño, adolescente, joven, adulto, anciano ... Llamarlos a todos persona no es más que una convención, absolutamente vacía de sentido, salvo que se emplee –como se hace– para derivar de ello conclusiones éticas. Es una trampa lógica porque las personas no existen, no es más que una categoría que nos hemos inventado para dignificar nuestra especie y, de paso, justificar a lo largo de nuestra poco edificante historia tratamientos diferenciados a unos y otros seres humanos. Insisto, no tendría inconveniente en llamar al feto persona si eso hace feliz a mi interlocutor (aunque nunca se ha convenido así), pero sé que si lo hago me someterá burdamente al silogismo Bárbara y no me quedará más remedio que rectificar asegurándole que no, que no considero al feto una persona y, si me apuras, tampoco a un neonato, ni a un niño, ni ... O sea, que no me salgas con lógica de bachillerato a partir de términos que carecen de significado real. ¿Qué coño es una persona?

Tampoco creo –supongo que ha quedado claro– en eso de que todas las personas tengamos derecho a la vida, ni menos en que la vida humana sea sagrada. En primer lugar porque tampoco entiendo del todo esos derechos declarados en el plano metafísico, como atributos inherentes a nuestra condición biológica. Afirmar que por ser seres humanos estamos dotados de una dignidad singular que nos confiere el derecho a vivir pienso que sólo se puede hacer honestamente desde una creencia religiosa, desde la asunción de nuestra trascendencia. Ahora bien, para adelantarme a la fácil (y torpe) conclusión de algún despistado, que yo crea que la grandilocuente afirmación sobre el derecho a la vida (que tan bien queda en una Constitución) no es más que una convención balsámica e hipócrita no autoriza a suponer que legitimo el asesinato, o que no puedo construirme un sistema ético, tan lícito y congruente –si no más– que cualquiera que descanse sobre esa "dignidad ontológica" del ser humano. En este punto, diré que lo "bueno" de creer en esas premisas absolutas (universales, como se llaman en lógica) es que permiten conclusiones tajantes, lo cual facilita sobremanera el saber lo que está bien y lo que está mal, ahorrando al individuo honesto no pocos quebraderos de conciencia. Pero el problema de las universales (tan bonitas ellas) es que se basan en categorías abstractas que, aplicadas sobre la realidad, obligan a clasificar ésta mediante el principio aristotélico de "entre el ser y el no ser no cabe término medio". Es decir, está muy bien manifestar pomposamente que todo A es B y seguir con las siguientes premisas; lo malo es que en la práctica A no es más que un término convencional y no suele ser nada fácil identificar en la realidad si esto es o no A (o si lo es en parte, o en qué momento, etcétera). Afortunadamente, en la vida las cosas no son blancas y negras, aunque la policromía traiga como consecuencia que las universales pertenezcan muy mayoritariamente al mundo ideal. Por eso a veces no está mal darle la vuelta a las premisas universales, para poner en evidencia su circularidad axiomática. En resumen, que sobre el aborto me parece mucho mejor práctica eludir las pretensiones de silogismos basados en universales y formarse la propia creencia desde la escala gradual a que me refiero, pues si en algo es pertinente es justamente en este asunto, en el que hablamos sobre un ser que se está desarrollando. Aprovecho para apuntar que decir que al abortar se está matando un niño es denominar con el nombre de otra etapa de la vida humana a un ser en proceso de formación, lo cual no sería más que una obvia incorrección terminológica si no se pretendiera con ello introducir una tramposa añagaza emocional en el discurso.

Entiendo y acepto que poco puedo hablar con alguien que se aferre al silogismo básico cuyas premisas ya he dicho que no comparto. Si todo ser humano tiene derecho a la vida y si todo feto es un ser humano, entiendo que para el que eso crea de corazón no cabe el aborto en ningún supuesto (todo lo más, como daño colateral para salvar la vida –no la salud psíquica– de la madre, y habrá quien ni siquiera esto admita). Yo, desde luego, pienso que no es lo mismo, ni mucho menos, abortar según el grado de desarrollo del nasciturus, como no es lo mismo (permítaseme la cosificación) que una catástrofe natural te destroce las obras de la casa que acabas de empezar a que ocurra cuando está completamente acabada y amueblada. También pienso que, si prescindimos de creencias personales, lo que yo pienso es de bastante sentido común y probablemente es lo que piensa una gran mayoría de personas. Tantas que no es casual que, en este momento histórico, sea asumido en la práctica totalidad de los países que el debate sobre el aborto no se extiende al último tercio de la gestación. De otra parte, creo –como Calvino– que traer un niño al mundo es algo que debería ser el resultado de una profunda reflexión y un profundo amor. Por eso, también coincido con el italiano en que, si el embarazo se produce sin tales requisitos, el aborto debe ser una opción "moral". Lo que debe exigírsele a la mujer (y al hombre, en su caso) es que decida –abortar o no– desde la máxima honestidad de conciencia. Y, para mí, en esa decisión no entran para nada los presuntos derechos del embrión (que ya he dicho que no creo que tenga). Valoraré la ética de esa mujer acorde con la reflexión que ella haga, presumiendo siempre que es una decisión muy difícil, dolorosa y, desde luego, no me siento autorizado a condenarla ni tampoco reconozco al Estado su derecho a hacerlo. Interrumpir un embarazo no perjudica a la sociedad de las personas (a diferencia de un asesinato), salvo que una inmensa mayoría de las mujeres decidiera no parir, lo cual no parece probable a corto plazo; quiero decir, que no hay argumentos objetivos (insisto en excluir las creencias) derivados del bien público. De otra parte, de momento y por imperativo biológico, el nasciturus se desarrolla en completa dependencia de la madre y dentro de ella; es el "fruto de su vientre". Si no fueran así las cosas, hasta podría entender la necesidad de proteger ese proyecto, pero tal como somos, resulta que biológicamente, al margen de elucubraciones, el embrión es de la madre, un singular cáncer que crece en su cuerpo. Desde el momento en que reconocemos el derecho de los individuos a procrear (derecho que, por cierto, tampoco considero como algo absoluto) estamos admitiendo implícitamente el derecho de la mujer a "echarse para atrás", so pena de convertir ese derecho en una obligación. No debe olvidarse que tanto la naturaleza como la cultura "propician" tendencialmente la continuidad de las gestaciones, lo cual hace que –como ya he dicho– siempre sea una decisión costosa para la mujer interrumpirlas. No digo que no haya frívolas que se tomen el aborto como un método anticonceptivo más y descuiden los que lo son; pero deducir nada de casos muy minoritarios es una hipócrita conclusión. Yo al menos nunca he conocido a ninguna de ésas.

En 1984, Ana, la que entonces era mi novia, se quedó embarazada. Fuimos imprudentes, por supuesto. Ella estudiaba cuarto de arquitectura, yo estaba iniciando mi vida laboral. Pasamos dos semanas de tremendas angustias, mucho más ella, obviamente. Desde el principio, tuve claro que la decisión era suya, lo cual confieso que me suponía una parcial descarga de las tribulaciones de conciencia. Traté, por ello, de no influirla, de ayudarla, asumiendo una especie de fatalismo que me suele caracterizar ante situaciones cuyo devenir no depende de mí. Al final decidió abortar y fue una decisión muy dolorosa, no porque pensara que estaba matando a un niño, sino porque su cuerpo, su educación, le pedían que dejara seguir la gestación, pero su mente le decía que no estaba preparada para tener ese hijo, que no se sentía capaz de trastocar toda su vida, de echar por la borda todas sus ilusiones. Entonces –como ahora– no habría admitido que a Ana se le negara el poder decidir y mucho menos en razón de las creencias de otros. Y entonces –como ahora– me habría indignado si alguien desde fuera y desde premisas universales se hubiera atrevido a condenarla éticamente. Por eso yo tampoco me atrevo, y me niego a que creencias personales disfrazadas de lógica falaz se esgriman como argumentos deslegitimadores. La lógica, en este asunto, es muy poco pertinente; lo es totalmente, en cambio, la compasión, la empatía. Por cierto, Ana abortó (abortamos) cuando todavía no era legal. Sin embargo, como ya estaba a punto de salir la primera Ley, existía una cierta permisividad tolerante y la intervención pudo hacerse en Madrid, en la que fue la primera clínica de España (creo), con todas las garantías sanitarias.

Sobra decir que de esta experiencia personal (nada baladí en mi vida) no cabe deducir ninguna razón que añadir a los argumentos del debate sobre el aborto. No obstante sé que sí que influyó en la conformación de mis creencias (que no es lo mismo que decir que pienso lo que pienso porque fui partícipe de un aborto o que lo hago para justificarme moralmente a mí mismo). Curiosamente, ya más adultos y separados, los dos hemos deseado tener hijos biológicos y ninguno lo hemos logrado; alguien dirá que es castigo divino.

 
Lost woman song - Ani Di Franco (Ani Di Franco, 1990)

lunes, 13 de enero de 2014

Italo Calvino sobre el aborto

Mediados los setenta, Italia vivía un intenso debate social sobre la despenalización del aborto que por aquel entonces, al igual que en España, era ilegal, sin que ello impidiera que, también como en España, cientos de miles de mujeres abortaran cada año. En ese contexto, el 19 de enero de 1975, el Corriere della Sera destaca como titular una tajante declaración de Pier Paolo Pasolini, director de cine comunista y abiertamente homosexual (a quien asesinarían brutalmente diez meses después): "Estoy en contra del aborto". Con el ambiente caldeado, el 3 de febrero en el mismo periódico, Claudio Magris publica un artículo titulado Gli sbagliati (los equivocados), en el cual también se opone a la despenalización del aborto, argumentando desde los derechos del nasciturus. Magris tenía entonces 35 años, y aunque todavía no había escrito su maravilloso El Danubio, ya gozaba de cierto prestigio académico gracias a su tesis doctoral. Seis días después, también en el Corriere (era y es el periódico de mayor difusión en Italia), aparece un artículo de Italo Calvino que, con el título Che cosa vuol dire "rispettare la vita", sostiene posiciones abiertamente opuestas a las del escritor triestino. Calvino y Magris mantenían amistad, aunque dada la diferencia de edad y de "autoridad intelectual" –Calvino contaba cincuenta y dos años y ya era probablemente el narrador más reconocido de su país– supongo que se trataría de una relación asimétrica.

Lamentablemente, el Corriere della Sera no tiene accesible en internet su hemeroteca más allá del año 1992, así que no he podido conseguir los tres artículos que cito y de cuyos contenidos sólo tengo referencias de segunda mano. Sin embargo, en 2000 se publicó un volumen que recopilaba las cartas de Calvino entre 1940 y 1985 (Mondadori), entre las cuales aparece la que le escribió a Magris el 8 de febrero, justo antes del artículo y que, según lo que leo en un blog italiano, contiene frases idénticas a las que leyeron los italianos en el diario. Esta carta, que me ha hecho conocer hace un rato una amiga, me parece que ofrece un enfoque muy relevante sobre este asunto y que poco tiene que ver con la "lógica jurídica" del debate entre derechos, sean los del nasciturus o los de la mujer. Por eso, como cambio de tercio respecto del post anterior, me ha parecido conveniente aportarla. Ahí va:

Querido Magris, con gran disgusto leo tu articulo Gli sbagliati. Me duele mucho no sólo que lo hayas escrito sino sobre todo que pienses de ese modo.

Traer un niño al mundo tiene sentido sólo si ese niño es deseado consciente y libremente por sus padres. Si no, es un acto animalesco y criminal. Uno se convierte en ser humano no sólo por la convergencia causal de ciertas condiciones biológicas, sino a través de un acto de voluntad y amor de otros. Si no, la humanidad se vuelve —como en gran parte ya es así—una madriguera de conejos. Pero no una madriguera "agreste" sino de reproducción "en batería", en condiciones de artificialidad, con luz artificial y forraje químico.

Sólo quien –hombre o mujer– está convencido al cien por cien de poseer la capacidad moral y física no sólo de criar a un hijo sino de acogerlo como un ser bienvenido y amado, tiene el derecho de procrear; si no es así, debe en primer lugar hacer todo lo posible para no concebir, y si concibe (dado que el margen de imprevisibilidad continua siendo alto) abortar no es sólo una triste necesidad, sino una decisión altamente moral que debe ser adoptada con plena libertad de conciencia. No comprendo cómo puedes asociar el aborto a una idea de hedonismo o de vida fácil. El aborto es algo espantoso.

En el aborto quien es masacrado, física y moralmente, es la mujer. También para un hombre con conciencia cada aborto es una prueba moral que deja marca, pero lo cierto es que el destino de la mujer está en una situación tan desproporcionadamente desventajosa respecto al varón, que todo hombre debería morderse la lengua tres veces antes de hablar de estas cosas. En este momento en que se intenta hacer menos bárbara una situación que es verdaderamente horrible para la mujer, un intelectual "empeña" su autoridad para que la mujer siga en ese infierno. Déjame que te diga que eres un tremendo inconsciente, por decirlo suavemente. No me reiría yo tanto de las "medidas higiénico-profilácticas"; aunque, claro, a ti un raspado de útero no te lo harán nunca. Pero querría verte si te forzaran a operarte en condiciones mugrientas sin poder recurrir a un hospital, so pena de cárcel. Tu vitalismo de la "integridad del vivir" es como mínimo fatuo. Que estas cosas las diga Pasolini, no me asombra; de ti creía que sabías lo que cuesta y qué responsabilidad exige hacer vivir otras vidas. También la primera parte de tu artículo sobre hijos incurables me parece de una grave superficialidad, dando por descontado una sacralidad de la vida en todas sus formas que no significa nada, que acaba por disminuir el heroísmo de tantos casos que conozco de vidas sacrificadas por hijos mongoloides o paralíticos.

Lamento que una divergencia tan radical sobre cuestiones morales fundamentales venga a interrumpir nuestra amistad.

sábado, 11 de enero de 2014

La lógica jurídica del aborto

Como es sabido, existen dos tipos de regulaciones despenalizadoras del aborto. Las primeras son las llamadas "de supuestos", en las que se permite el aborto cuando se cumplen ciertos requisitos (grave peligro para la vida o salud de la madre, embarazos debidos a violaciones o malformaciones fetales), mientras que las segundas, las denominadas "de plazos", no imponen estas condiciones siempre que la intervención se realice antes de determinado límite de la gestación (las primeras 14 semanas en la ley vigente del gobierno Zapatero). La distinción entre ambos enfoques –con efectos prácticos muy importantes– resulta de la argumentación lógica que se monta sobre premisas jurídicas. Como ya expuse en mi anterior post, pese a los esfuerzos de los constituyentes de AP en 1978, el Tribunal Constitucional, en la única y no del todo convincente sentencia emitida hasta la fecha sobre el asunto, concluyó que el nasciturus no es titular del derecho a la vida, Sin embargo, es un bien jurídico protegible. Esta distinción, por muy bizantina que pueda parecer, supone que no hay colisión de los derechos a la vida entre el embrión y su madre, por la sencilla razón de que el primero no lo tiene. Pero, al mismo tiempo, la madre no puede decidir libremente sobre su embarazo porque el nasciturus está protegido. Como todas las personas son titulares del derecho a la vida, que el no nacido no lo sea equivale en buena lógica a que no se considera, en términos jurídicos, persona. Es –permítaseme la expresión– una cosa, muy valiosa socialmente, sin duda, y por ello objeto de protección por el Estado. Este régimen jurídico puede asimilarse en lo esencial, por ejemplo, al de un edificio de valor histórico-artístico. Nadie dirá que el edificio tiene algún derecho pero el derecho de propiedad de su dueño queda fuertemente limitado, no puede hacer lo que quiera con él y, por el contrario, viene obligado a conservarlo en buen estado. De forma análoga, la condición jurídica de bien protegible, sin darle al embrión el derecho a la vida, sí implica que la madre (y el padre, supongo) tenga un deber hacia él: el de proseguir la gestación hasta su buen término. Naturalmente, este deber, como cualquier otro, decae cuando su cumplimiento conlleva el deterioro grave de los derechos del titular. No cualquier derecho, en todo caso, pero obviamente sí los fundamentales o los que así se consideran en las leyes. En el caso del aborto, dos son los que con más claridad aparecen en la mayoría de las leyes: el de la vida de la madre, que es evidente, y el de su salud, bastante más escurridizo, en especial cuando se refiere a la psíquica.

En consecuencia, parece claro que las "leyes de plazos", las que permiten el aborto libre durante el primer periodo del embarazo, contradicen la premisa básica sentada por el Tribunal Constitucional, ya que dejan de proteger al embrión durante la etapa inicial de la gestación. A mi modo de ver, lo que hizo el gobierno de Zapatero al redactar la Ley Orgánica 2/2010 fue limitar la protección al nasciturus a partir de la décimo cuarta semana, lo que es equivalente a interpretar que, como el nasciturus es un bien jurídico protegible, sólo es nasciturus a partir de ese plazo. Siendo más condescendientes, podríamos entender que los anteriores gobernantes interpretaron que la protección del feto debe graduarse a medida que éste se desarrolla, de modo que cuanto más avanzada la gestación, más intensas pueden ser las medidas que limiten las facultades de la madre. Bajo esta perspectiva, las eventuales medidas protectoras sobre el embrión hasta la semana 14 no deben limitar la autonomía personal de la mujer ("derecho" que ciertamente queda menguado en su ejercicio si se ve obligada a proseguir con un embarazo no deseado) pero, sin embargo, sí se justificaría tal limitación a partir de ese plazo, ya que desde entonces el nasciturus es un bien más protegible. Naturalmente, se trata de un razonamiento implícito porque en absoluto aparece en la exposición de motivos de esa Ley que, a mi juicio, no justifica ni siquiera mínimamente el aparente conflicto con la doctrina constitucional. No obstante, no se me ocurre otra línea argumental que la de admitir una graduación creciente de la protección al nasciturus durante la gestación para que el Tribunal Constitucional no invalide la Ley de Zapatero, salvo que cambie radicalmente la sentencia previa (algo a lo que, que yo sepa, no son nada proclives esos magistrados). En mi opinión, desde un punto de vista de la lógica jurídica, es razonable esperar que el Tribunal Constitucional declare inconstitucional el aborto libre en las primeras semanas. Pero si eso es lo que supone el PP (y hay que pensar que sí), me parece un comportamiento incongruente que, antes de que se pronuncie la sentencia sobre su recurso de inconstitucionalidad a la Ley de Zapatero, pretendan aprobar otra que corrija las presuntas inconstitucionalidades de la vigente.

El anteproyecto de Ley elaborado por el PP se adscribe a las regulaciones "de supuestos", como la Ley 9/1985 del gobierno González. Aparte de otras, hay sin embargo, una diferencia fundamental y es que ahora se pretende suprimir el supuesto llamado eugenésico; es decir que, en principio, las malformaciones graves del feto no son motivo válido para abortar. Sin embargo, en una retorcida pirueta normativa, resulta que sí sería lícito abortar si las anomalías del feto (que habrán de ser "incompatibles con la vida") generen un "grave peligro para la salud psíquica" de la madre. Se trata, claro, de abrir una puerta falsa para seguir permitiendo los abortos en supuestos tan dramáticos como los que cuenta el cuñado de Grillo en la carta que éste ha transcrito en un comentario al post anterior. Lo que pasa es que las puertas falsas son peligrosas y se abren a veces a escenarios muy distintos de los previstos. Desde luego, mucho mejor sería admitir abiertamente el aborto eugenésico (con las garantías convenientes), pero resulta que el PP se encuentra atrapado en su propia lógica. Porque, en efecto, el nasciturus con espina bífida, por ejemplo, sigue siendo un bien jurídico protegible, sin que haya soporte doctrinal para distinguirlo del embrión normal. Por tanto, si el PP admitiera que cabe establecer distintos niveles de protección al nasciturus, estaría contemplando la posibilidad de que esas distinciones se apliquen no sólo por las malformaciones del feto (y la gravedad de éstas), sino también en función del grado de desarrollo de la gestación y, consecuentemente, se abriría una línea argumental para justificar "leyes de plazos". De hecho, como ya he apuntado anteriormente, intuyo que por esa vía irá la evolución de la jurisprudencia constitucional sobre esta asunto: seguirá manteniendo que el nasciturus es un bien jurídico protegible pero desarrollará esta premisa básica graduando el nivel de protección del feto. Tal vez también los del PP barrunten los mismo y, quizá por ello, Gallardón haya decidido adelantarse, contra lo que indica la mínima prudencia.

Todo lo dicho hasta aquí no es más que el análisis lógico de unas premisas jurídicas. Naturalmente, no tenemos por qué compartir dichas premisas pero se supone que, al aceptar someternos a las normas, éstas nos obligan. En todo caso, cualquier premisa jurídica no deja de ser una convención. Discutir sobre si el no nacido tiene o no derechos me parece un mero ejercicio retórico que descansa, por mucho desarrollo lógico que se le eche, en bases ajenas completamente a lo racional (lo cual, dicho sea de paso, no significa que las valore menos). Ya puestos, el mismo concepto jurídico de derecho se me antoja una ficción, por más que sobre él hayamos construido gran parte de nuestro ordenamiento. No tengo nada claro que los humanos tengamos derecho a nada, ni siquiera a la vida. Por supuesto, quiero que tengamos derechos o, mejor dicho, que se nos reconozcan unas facultades que me parecen indispensables. Pero de ahí a que piense, como se sostiene jurídicamente, que tenemos derechos como si estos fueran consustanciales a nuestra condición de humanos, en un plano poco menos que ontológico, me resulta tan volátil, tan declaración voluntarista, como la de que tenemos alma. Así que construir impecables argumentos lógicos sobre premisas que considero, si no ficciones, sí al menos meramente convencionales, me parece un ejercicio intelectual necesario (porque prefiero una sociedad basada en normas racionales que en la arbitrariedad) pero para nada que haya que sobrevalorar como algo absoluto. Por la sencilla razón de que esas premisas básicas sobre las que construimos nuestros razonamientos jurídicos son muy endebles y sujetas a la evolución de los valores éticos, de la forma de ver y juzgar la realidad. Por eso, en asuntos como el del aborto, la lógica, aún necesaria, me parece insuficiente. No estaría de más que primaran otros elementos como, por ejemplo, la compasión, la empatía ... Y que tampoco se olvidara (porque a veces lo parece) la incuestionable realidad biológica: de momento, por mucho que lo convirtamos en algo que "afecta" al conjunto de la sociedad, el embrión se aloja en el seno de la mujer y se desarrolla a costa (o gracias) de su organismo. Sin traer a colación creencias, ¿estamos legitimados para imponer a la madre el deber de llevar a buen término su embarazo? La respuesta, históricamente, es afirmativa. El poder (erigiéndose en representación de la sociedad) se ha creído siempre legitimado para imponer deberes a los individuos en nombre del bien común. Y ese bien común, por ejemplo la defensa de la patria, valida disponer de la vida de los individuos. Cuánto menos, dirán algunos, pedir a una mujer el sacrificio de culminar un embarazo no deseado, cuando el bien común en juego es la continuidad de nuestra especie. Yo, sin embargo, lo veo muy discutible.

 
Certi momenti - Pierangelo Bertoli (Certi Momenti, 1985)

Para los que no entiendan el italiano, aquí va mi traducción del tema de Bertoli (alusivo al post, claro):

Anna, que has franqueado las montañas
y has hecho añicos tus tradiciones,
ya sé que no es fácil tu día a día
pero tu sentir está hecho de razones

Tus padres han condenado tu acción,
la Iglesia te ha marcado con la herejía
el cambio impone la reacción
y ahora tú eres el enemigo, que así sea

(ESTRIBILLO): Creo que en ciertos momentos el cerebro no sabe pensar
y corre a refugiarse entre locos sin querer retornar
después caigo con los pies a tierra y explotan rayos y truenos
no creo en la vida pacífica, no creo en el perdón

Ahora, cuando los médicos de turno
se niegan a serte de ayuda
porque un polaco les ha dicho
que es más cristiano el rechazo,

pretenderán que des marcha atrás
y te obligarán a dar a luz
para luego llamarlo hijo de la culpa
y a ti Magdalena que debe arrepentirse

(ESTRIBILLO)

Quería dedicarte cuatro líneas
por poco que pueda valer una canción
creo que has hecho algo que vale la pena,
aunque ésta sólo sea una opinión,

que dejará tu marca en la vida
y los pobres cretinos reaccionarios
tendrán que hacerlo sin pecadoras
se quedarán sin metas humanitarias.

(ESTRIBILLO x2)

jueves, 9 de enero de 2014

El aborto y la Constitución

El miércoles 15 de junio de 1977, tras un paréntesis de cuarenta y un años y unos meses, hubo elecciones generales en España para conformar las dos cámaras con el propósito fundamental de redactar la Constitución. Para el Congreso se dispusieron 350 escaños (cuenta con los mismos en la actualidad), que se los repartieron la UCD (166), el PSOE (118), el PCE (19), Alianza Popular (16), el PSP (6), el Pacte Democràtic per Catalunya (11), el PNV (8) y cinco partidos más que apenas sumaban 6 diputados. El proceso de elaboración de la Constitución duró catorce meses (desde el 1 de agosto de 1977 hasta el 6 de noviembre de 1978) y aprobado el texto por ambas cámaras fue sometido a referendum el 6 de diciembre de ese año. Han pasado 35 años desde entonces y, desde luego, este país ha cambiado mucho en muchísimas cosas y en otras, claro, no tanto. Durante ese periodo constituyente yo no estaba en España y, la verdad, tampoco seguí desde la distancia el proceso, más ocupado con la universidad y el cúmulo de novedades que le toca vivir a cualquier chaval de diecinueve años. No obstante, gracias a la disponibilidad en internet de las actas del Congreso y de algunas hemerotecas digitales, he podido descubrir que los padres de nuestros actuales dirigentes peperos, haciendo gala de una perspicacia política admirable, ya se preocuparon por conseguir que la ley fundamental sostuviera el argumento básico que todavía hoy se sigue esgrimiendo contra la despenalización del aborto. Me estoy refiriendo, naturalmente, al "todos tienen derecho a la vida" que establece el artículo 15 y que sirve al Anteproyecto de Ley Orgánica para la protección de la vida del concebido y de los derechos de la mujer embarazada como frase liminar de la Exposición de Motivos. Puede que el ministro Gallardón, que tiene mi edad y que por entonces estudiaba Derecho en el CEU madrileño, asistiera de la mano de su padre, ya uno de los jerarcas de Alianza Popular, a algún brain storming del partido para ajustar su estrategia parlamentaria encaminada a impedir que el funesto aborto dejara de considerarse delito.

El anteproyecto de Constitución fue redactado en sólo cinco meses por la Ponencia Constitucional, un grupo formado por siete diputados, que han venido en llamarse los padres de la Constitución y de los cuales sólo quedan dos vivos: José Pedro Pérez Llorca, entonces en la UCD y actualmente presidente del Patronato del Museo del Prado, y Miquel Roca i Junyent, entonces en Convergencia y ahora en el ejercicio de la abogacía privada, contratado hace unos meses por la Casa Real para defender a la infanta Cristina. En la sesión durante la que se discutió el texto que nos ocupa el debate se centró en si procedía o no que la Constitución aboliese expresamente la pena de muerte (se acordó que no) y, desde luego, no se mencionó para nada el asunto del aborto. La redacción aprobada del primer punto del que entonces era el artículo 20 quedó exactamente igual a como está hoy vigente: "todos tienen derecho a la vida y a la integridad física ..." Presentado el Anteproyecto a los diputados para que propusieran enmiendas, este texto recibió seis, la mayoría reclamando que se introdujera la abolición de la pena de muerte, pero dos relevantes a lo que interesa en este post. La primera, de Raúl Morodo, que era secretario general del Partido Socialista Popular de Tierno (antes de que se lo fagocitase el PSOE), proponía cambiar el "todos" que hacía de sujeto de los derechos a la vida e integridad física por el "toda persona", lo que motivaba en razón de una mayor concreción técnica. La otra enmienda fue redactada por Eugenio Ales Pérez, diputado de UCD por Sevilla, y es de bastante mayor calado; decía así: "Todo ser humano tiene derecho a la vida y a la integridad física; en consecuencia, se declara abolida la pena de muerte y anticonstitucional cualquier disposición, sea del rango que fuere, que atente contra la vida y la integridad física de la persona humana y del nasciturus". La motivación también merece ser citada textualmente: " Adecuar a esta materia nuestra Constitución y nuestra Legislación Penal a los principios morales, filosóficos y sociales impuestos por el Mandato Divino y la Ley Natural". Es ésta la primera alusión documentada al aborto que, curiosamente, no proviene de AP (Ales, por cierto, nunca se pasó a los populares, como tantos de sus compañeros tras la desaparición de UCD), aunque quizá sirviera para que los de Fraga se avisparan con el asunto o, si ya lo estaban, apostaran por conseguir una alianza coyuntural con los centristas en este asunto (apuesta acertada, como se vería unos meses después).

Como era de esperar, la Ponencia desestimó la enmienda de Eugenio Ales y ni se dignó motivar explícitamente su rechazo a la inclusión del nasciturus como sujeto del derecho a la vida. Supongo que a más de uno les incomodaría que el diputado argumentara que su propuesta derivaba del mandato divino y de la ley natural, referencias que no parecerían venir muy a cuento en una constitución laica. De otra parte –como pudo comprobarse en el posterior debate del Pleno–, la mayoría de los Padres no estarían de acuerdo en que desde la Constitución se cerrase la puerta a cualquier acción legislativa futura sobre el aborto, problema social sangrante en aquella época, cuando se hablaba de entre trescientos y quinientos mil anuales pese a ser ilegales en España. En cambio, la Ponencia sí aceptó por mayoría la enmienda de Morodo, compartiendo que el término "persona" resultaba más preciso jurídicamente que el ambiguo "todos". Consta en las actas, sin embargo, que UCD se opuso, de lo que cabe aventurar que, aunque asumieran que no podía irse tan lejos como propuso Ales, ya barruntarían que la nueva palabra daba más cancha a las posiciones abortistas, lo cual no les apetecería demasiado. A este respecto conviene recordar que, si algo caracterizaba a UCD, era su alto sentido del posibilismo que le llevaba a no hacer cuestión de principios de casi nada (ciertamente, casi todos los políticos de la transición andaban sobrados de esa cualidad, pero los centristas se llevaban la palma); como más de una vez le echaron en cara, no costaba nada imaginar a Suárez haciendo suya la famosa frase de Groucho Marx: "estos son mis principios, si no le gustan tengo otros". En cualquier caso –y aunque el informe de la Ponencia sobre las enmiendas no es todo lo claro que me gustaría en este punto–, parece que Fraga tuvo que votar a favor del cambio del "todos" por "toda persona", ya que si los tres de UCD lo hicieron en contra, era necesario su asentimiento para la mayoría. Puede que a don Manuel le sedujera la mayor precisión jurídica de la nueva redacción, pero me parece lícito deducir  que a esas alturas los de AP todavía no estaban suficientemente alertas ante las consecuencias de la nueva palabra en futuras discusiones sobre el aborto.

Se me ocurre aventurar que es probable que el "complot" para que el derecho a la vida constitucional permitiera incluir al no nacido (o al menos no lo excluyera) se gestó durante los meses a caballo entre 1977 y 1978 y, en contra de lo que he dicho en el primer párrafo, tendría su origen no en los de AP sino en la UCD. Quizá por la época navideña, un diputado de UCD llamara a otro amigo suyo de AP (¿por qué no barruntar que éste pudiera haber sido el propio Gallardón padre?) y le diría, medio en bromas medio en serio, que vaya desliz el de Fraga al aceptar persona como animal de compañía, ¿no te das cuenta de que así se abre la puerta a los abortistas que le negarán al embrión, por no ser persona, el derecho a la vida? El de AP, según mi imaginaria versión, reconocería a regañadientes que no habían estado al loro, y entonces el centrista hurgaría en la herida: ¿qué van a pensar vuestros electores, fervientes católicos que obedecen las pastorales de los obispos? ¿Cómo os presentaréis ante ellos en el futuro cuando, ante los previsibles intentos de despenalización del aborto, se os eche en cara que desperdiciasteis la oportunidad de proteger al nasciturus? Bueno, contestaría el derechón, todavía estamos a tiempo de modificar el artículo en el Pleno. Os apoyaremos, le aseguraría el de UCD, pero tenéis que ser vosotros quienes llevéis la iniciativa; nuestro grupo no puede decantarse descaradamente por una posición antiabortista, que ya sabes que tratamos de recoger votos entre todas las sensibilidades. Hemos levantado la liebre con la enmienda de Ales y ha sido un error; así que ahora hay que dejar que se enfríe un poco el asunto, hacer creer a los sociatas que pasamos del tema y que nada más que vosotros –que no les preocuparéis si os creen solos– alzáis esa bandera. Y en el último momento, votamos a favor de recuperar ese "todos" tan ambiguamente inclusivo. No es impensable que algo así ocurriera, a la vista de los acontecimientos. La siguiente etapa la protagonizó la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas, grupo de 39 diputados, para elaborar el dictamen sobre el texto que se sometería al Congreso y que trabajó durante mayo y junio del 78. Significativamente, en la octava sesión del 18 de mayo, cuando se estudió el artículo que nos ocupa, nadie dijo una palabra sobre el término "persona" ni mucho menos sobre el nasciturus. Quiero suponer que para entonces ya se estaba terminando de cerrar la estrategia que se desarrollaría durante el mes de julio en el debate plenario.

Después del dictamen de la Comisión, vinieron las doce sesiones plenarias en las que se debatió y votó el proyecto de Constitución. Fue en la tercera, celebrada el miércoles 6 de julio, ya al final (acabó a las nueve de la noche), cuando rompió el fuego el diputado de AP por Vizcaya Pedro de Mendizábal y Uriarte. Abogado de 56 años (moriría solo cuatro años después), era vasco por los cuatro costados pero de los que hoy se llaman españolistas, vehemente defensor de la unidad de la patria, que había demostrado desde crío enrolándose a los quince años en un tercio de los Requetés y desfilando orgulloso el 1 de abril del 39 en Madrid. Además era hombre de profundas convicciones religiosas, lo que probablemente explique que fuera el elegido por los de Fraga para poner su florida y algo anacrónica oratoria a la noble causa de la defensa del no nacido. Su intervención la inicia precisamente declarando su militancia en el ideario del humanismo cristiano español y que por ello, "puestos a defender esenciales derechos del hombre, hemos de comenzar proclamando que el primero, indiscutible e irreversible, es el derecho a nacer". Merece la pena leer su discurso, aunque sólo sea para comprobar cómo, aunque las ideas que sostienen sus argumentos siguen siendo plenamente válidas para muchas personas, casi nadie se atreve a expresarlas de forma tan clara. El aggiornamento del lenguaje político ha traído un abuso desmesurado de las ambigüedades, un pánico cerval a "mojarse". Comenzó Mendizábal afirmando –como cosa obvia que no requiere ser discutida– que el aborto es un crimen, y que carece de sentido hacer distinciones en el continuo que es la vida humana que se inicia desde la concepción. En tanto crimen no cabe, ni debe caber nunca, la posibilidad de despenizarlo. Cuestión distinta es el tratamiento que se dé al delincuente y ahí don Pedro se inclina por aplicar la justicia en su medida y la misericordia. Por tanto, el grupo de AP considera fundamental que el "derecho a la vida y a la integridad física" que unánimemente se ha entendido que debe constar en la Constitución alcance a los no nacidos. Aunque él habría preferido una redacción que explícitamente mencionara al nasciturus, reconoce que tanta precisión no procede en la Ley fundamental. Por ello, AP se limita a reclamar que se recupere el texto que inicialmente elaboraron los ponentes: sustituir el "toda persona" por un genérico y más inclusivo "todos".

Naturalmente, como a estas alturas sabemos de sobra, la motivación del cambio obedecía a que el término "persona" en el Código Civil queda acotado al ya nacido (una vez producido el entero desprendimiento del seno materno). Sin perjuicio de que la misma Ley establezca que el concebido se tiene por nacido para todos los efectos que le sean favorables, los populares no quedaban convencidos de que eso bastara para hacer al nasciturus sujeto del derecho, máxime cuando podría interpretarse que, al no estar incluido dentro del término constitucional, quedaba excluido. Ya al final de su larga perorata, hace una pequeña trampa sofista al apoyar su moción en unas declaraciones recientes de una diputada de izquierdas (presumiblemente favorable a la despenalización del aborto; no sé quién era pero sospecho que Carlota Bustelo) que decía que "Dado lo espinoso del tema, es preferible en estos momentos dejar abierta la puerta sin caer en excesivas concreciones". Ciertamente el término "todos" es menos concreto que el "toda persona" (recuérdese que la moción de Raúl Morodo por la que se introdujo el cambio se motivaba justamente en la mayor precisión técnica); sin embargo, la pretensión de AP era exactamente la contraria a la de esa diputada: cerrar desde la Constitución cualquier puerta a la eventual despenalización del aborto. Dicho sea de paso, esta anécdota menor del discurso basta, sin necesidad de comprobarlo en las hemerotecas, que en efecto el aborto era un asunto candente en la época, que dividía a la sociedad española mucho más radicalmente de lo que lo hace hoy día, y que a esas alturas todos sabían que en ese aparentemente inocuo artículo estaba la piedra angular de las futuras discusiones.

Pese a ello, todos los portavoces que intervinieron a continuación se mostraron hipócritamente escandalizados de que AP lo relacionara con el aborto, acusando al partido de la derecha de electoralista y demagogo. También todos mantuvieron que ambas expresiones eran equivalentes y que no cabía deducir de ninguna de ellas conclusiones relevantes respecto de futuras regulaciones sobre el asunto, lo que la mayoría de ellos reforzaban declarándose antiabortistas. También el de UCD, el diputado por La Coruña José Luís Meilán Gil, vino a decir más o menos lo mismo pero, en una pirueta discursiva poco convincente (después de decir que no eran "partidarios" del aborto, como si alguien lo fuera), concluyó que aunque seguía pensando que ambos términos eran equivalentes y también que el de "persona" era más correcto jurídicamente, iba a votar a favor de la propuesta de Mendizábal, para evitar interpretaciones erróneas. De esa forma, poco convincente y que generó el cabreo de más de un congresista (Peces-Barba, por ejemplo, que acusó a UCD de asustarse y cambiar su voto), la enmienda fue aprobada con 158 votos a favor (los de UCD y AP), 147 en contra y 3 abstenciones. Y así se quedó el texto tras pasar por el Senado, por la Comisión Mixta Congreso-Senado, y de nuevo por las sesiones plenarias de cada cámara para, finalmente, ser aprobado en el referéndum del 6 de diciembre. Y de esta manera que hasta aquí he resumido (supongo que no demasiado para el gusto de algunos), apareció en nuestra Constitución la breve pero sustanciosa base fundamental del debate jurídico de las posteriores regulaciones sobre la despenalización del aborto. Faltaban todavía más de seis años para la primera ley parcialmente despenalizadora pero las distintas ideologías estaban ya tomando posiciones. Visto desde una perspectiva bélica, parece lícito afirmar que fueron los antecesores del actual PP quienes ganaron la primera batalla, probablemente, como aventuro, porque la planificaron mejor (además, obviamente, de contar juntos con los escaños suficientes). Piénsese, si no, qué habría ocurrido si el artículo hubiera sido aprobado diciendo que "la persona tiene derecho a la vida y a la integridad física".

No obstante, el primer (y único hasta ahora) pronunciamiento del Tribunal Constitucional sobre el asunto no consagró la interpretación que creían haber dejado atada y bien atada los de AP. Antes incluso de que se aprobara la Ley del gobierno socialista de González, el 2 de diciembre de 1983, José María Ruiz Gallardón (el padre de Alberto) al frente de sus diputados interpuso recurso previo de inconstitucionalidad al proyecto. El 16 de abril de 1985, el Tribunal, presidido por Manuel García-Pelayo, falló (con tres votos particulares en contra) que el proyecto de Ley Orgánica era disconforme con la Constitución, no en razón de los supuestos en que declara no punible el aborto, sino por incumplir en su regulación exigencias constitucionales (que se traducen en medidas para garantizar suficientemente la ponderación de bienes y derechos en conflicto). Pero lo más significativo al objeto de este post es que declara expresamente que del texto del artículo 15 (incluso interpretándolo a la luz de los debates parlamentarios durante su gestación) no puede estimarse que al nasciturus le corresponda también la titularidad del derecho a la vida, aunque ese artículo sí da apoyo a concluir que es un "bien jurídico necesitado de protección". He de confesar que, desde el mero análisis lógico de la argumentación de la sentencia, no terminan de convencerme estas conclusiones (a no pocos juristas les parecen hasta contradictorias), y más me da la impresión de que los altos magistrados pretendieron elaborar un complicado encaje de bolillos para, a partir de muy escasa base (el breve artículo 15), negar que el embrión tenga el derecho a la vida a fin de posibilitar que la gestación pueda legalmente interrumpirse, y a la vez convertirlo en un objeto de protección por el Estado, para limitar el aborto a casos en los que el "mal" que sufriría la madre sea mayor que el "bien" objeto de dicha protección (la vida del nascitur). Dicho sea de paso, aunque exceda del objeto de este post, pareciera que la sentencia constitucional imposibilita una "ley de plazos", como la vigente 2/2010 (de hecho está recurrida por el PP en el Constitucional) y también negaría el pretendido derecho de la mujer al "aborto libre".

Desde luego, el Tribunal puede cambiar de posición, así que será interesante ver cómo se pronuncia en el recurso contra la Ley de Zapatero. Hace algún tiempo leí que Gallardón (el actual, no su padre ya difunto) habría preferido esperar a conocer el fallo antes de promulgar la que, ya como anteproyecto, está generando intensas discusiones. Creo que habría sido más prudente; sin embargo, el gobierno opta por lanzarse a la piscina, supongo que hechos los cálculos pertinentes y pagados los peajes debidos. Habrá quien piense (yo no me atrevo del todo) que esta iniciativa intenta también presionar al Constitucional para que la nueva sentencia vaya en la línea ideológica que ellos defienden. Ya veremos. Pero lo que quería contar ya está contado: de cómo hace 35 años se aprovechó la elaboración de la Constitución para intentar conceder al no nacido el derecho a la vida, de cómo quienes eso pretendieron creyeron ganar esa batalla, y de cómo, finalmente (o de momento) esa victoria no resultó tan completa como querían. Y como post scriptum que debería ser innecesario, aclaro que en este post no he manifestado mi posición sobre el aborto.

 
Act of love - Neil Young & Pearl Jam (Mirror Ball, 1995)