martes, 30 de junio de 2015

Un funeral

George Grosz - Los funerales del poeta
Ayer asistí al funeral de un viejo amigo y uso el adjetivo viejo en sus dos acepciones: hace muchos años que manteníamos una buena amistad y, en efecto, el hombre, a sus ochenta y cinco, era ya un viejo bastante cascado. Como yo, claro. Fue una ceremonia íntima, sólo los más allegados, lo cual es de agradecer. Confieso que no me gustan nada los funerales actuales, que preferiría que siguieran realizándose como antiguamente, aunque me guardo mucho de comentarlo porque pensarían que, chocho ya, he perdido la más elemental dignidad. Pero, sí, me desagrada con una repugnancia instintiva que hayamos de tomar esa decisión, tan parecida a la de organizar tu boda. Cuánto mejor que sean los que quedan quienes se ocupen, una vez hayamos muerto.

Mi padre falleció después de un infarto hace casi cincuenta años. En aquellos tiempos todavía eran frecuentes las muertes "a la vieja usanza", aunque ya se estaba imponiendo el nuevo modelo. Pero a mi padre, nacido a finales del XX, ni se le pasaba por la cabeza ser él quien pusiera la fecha de cierre. A medida que iba notando los achaques inevitables de la edad, se volvía más cascarrabias cada vez que salía el tema. Incluso se había negado a pasar los últimos controles médicos, que para entonces eran ya obligatorios. Los jóvenes de ahora ni lo saben, les parece natural, pero las primeras normas que establecieron los controles médicos periódicos levantaron no pocas polémicas, justamente por la precisión con que la tecnología diagnóstica estimaba el tiempo probable de vida. Es verdad que el Estado garantizaba la confidencialidad del dato, pero como se comprobó enseguida eso no era más que teoría.

No es que cuestione, entiéndaseme, las indudables ventajas para el interés público del sistema que se impuso universalmente hacia mediados del siglo pasado. Desde luego, el sistema de pensiones funciona mucho mejor que las épocas antiguas, con una asignación de recursos personalizada mucho más eficiente. Pero no sé; pienso que, en el fondo, pese a esta aparente naturalidad alegre, casi festiva, con que se trata el asunto, el ser humano sigue sin estar íntimamente preparado para fijar el momento de su propia muerte. Vuelvo a acordarme de mi padre, de la última tarde, mi madre y mis hermanos en torno a su cama del hospital. Al día siguiente le iban a operar a corazón abierto y todos, hasta él mismo, nos asegurábamos que saldría bien, por más que sabíamos de sobra que las probabilidades estaban abrumadoramente en su contra.

Hace algún tiempo rememoraba con Paco –el amigo que murió ayer– aquellos días. ¿No crees que tu padre habría querido despedirse de vosotros? ¿Y vosotros de él? Eso de la despedida era muy importante para Paco, una despedida solemne, como la contracubierta rígida con que se encuadernaban los antiguos libros, cerrando rotundamente, con solidez, el relato. No sé, puede que sí, que sea mucho mejor cómo se hacen ahora las cosas. De hecho, reconozco que me emocioné en la ceremonia de ayer, que sentí mucho amor cuando abrazaba a Paco, a ese cuerpo suyo otrora robusto y ahora tan estragado por la quimio. Sus dos hijos, en primera fila, tenían los ojos brillantes, se notaba a la legua que rezumaban orgullo por su padre. Fue muy bonito, sí.

Y, sin embargo, insisto: no me gustan nada los funerales; es más, me repugnan. Al final, tuve que ser yo, viejo cascarrabias como mi padre, quien pusiera la única nota discordante. Ya se había culminado el desenlace (la maldita inyección, ya sabéis) y la gente empezaba a marcharse en desordenados movimientos, los típicos comentarios de despedida. Y va el hijo menor de Paco y me pregunta –amablemente, con cariño, eso sí– que para cuándo el mío. Vete a tomar por culo, le espeté a gritos.

 
My death - David Bowie (Live Santa Monica, 1972)

viernes, 26 de junio de 2015

La deuda griega (1)

Como todos los que ven la tele, oyen la radio o leen los periódicos saben, el gobierno populista de Syriza pretende escaquearse de las obligaciones que Grecia adquirió con la comunidad europea. Los pactos –bien lo repite hasta la extenuación nuestro ministro de Economía– están para cumplirse, y no es serio saltárselos, como insinúan estos recién venidos a las vidas políticas de algunos países. Por muchas promesas que hagan estos populistas, al final –como se está viendo en las negociaciones entre Grecia y las instituciones europeas– no se va a permitir que se pase de la raya (roja), que se rompan las reglas. Eso sí, lo que no puede negarse es la buena voluntad de Europa, dispuesta a "flexibilizar" el rigor en la aplicación de estas reglas para limitar en lo posible los daños a la economía griega y, en suma, a sus gentes.

Más o menos el anterior es el mensaje que la grandísima mayoría de los medios de comunicación transmiten a sus audiencias en toda Europa y, desde luego, también en España. Establecido como dogma incuestionable, a partir de ahí podemos escuchar opiniones de comentaristas políticos que llegan incluso a ahondar en las descalificaciones a los griegos, tildándolos de incompetentes y sinvergüenzas aprovechados a costa de los restantes europeos que sí se sacrifican para hacer frente a sus compromisos. Naturalmente, el español medio ignora cuáles son los compromisos que adquirieron los griegos y sus circunstancias, y mucho más las formas en que deben cumplirlos. En realidad, es bastante fácil sintetizar en qué consiste la obligación de los griegos: pagar una deuda pública (soberana) que asciende a unos 317 mil millones de euros, equivalente al 177% de su PIB.

Trescientos diecisiete mil millones de euros, dicho así, parece una cantidad astronómica que –al menos yo– no es ni capaz de entender. Sin embargo, si la comparamos con la suma de las deudas soberanas de los 28 países de la Unión Europea, apenas representa el 2,57% del total. Alemania es el país más endeudado en términos absolutos –2.170.000 M€– casi siete veces más que los griegos. Y en ese orden de cifras –por encima de los dos billones de euros– están también los restantes grandes países en población: Reino Unido, Francia e Italia. Por su parte, la deuda española es la quinta en orden de magnitud, algo más de un billón de euros. Nuestra maravillosa Europa mantiene una cuantía brutal de deuda pública (12.340 billones de euros), sólo superada por Estados Unidos (trece mil billones). Así que, en términos absolutos, lo que deben los griegos es peccata minuta en la inmensidad de la deuda europea y mundial.

Claro que hablar en términos absolutos no aporta gran cosa. Una primera manera de relativizar los datos y hacerlos más comprensibles es dividiendo la cantidad de deuda entre la población del país correspondiente. Vendría a ser algo así como cuantificar la cantidad que tendría que pagar cada ciudadano para saldar la deuda, algo que, en valores medios, no está demasiado alejado de lo que ocurre en realidad. Pues bien, la media de la Unión Europea se situaba a finales de 2014 en la bonita cantidad de unos 24.300 € por habitante. ¿Qué les parece: mucho, poco, normal? Pues, como siempre, depende de con quién nos comparemos. En Estados Unidos, por ejemplo, están en 41.315 euros, casi el doble, y en Japón en unos 71.000 €, casi el triple. Pero quitando estos dos países extremos, lo cierto es que en el resto del mundo la deuda pública por habitante presenta valores muchísimos más bajos que los europeos. Por ejemplo, América del Sur en su conjunto, con unos 435 millones de habitantes, tiene una deuda pública por persona de unos 3.800 euros, menos de la sexta parte de la europea; la inmensa China, que roza los 1.400 millones de habitantes –casi el triple que Europa– tiene una deuda pública por persona de apenas 2.500 euros.

La primera conclusión parece clara: cuanto más desarrollada es una sociedad (en términos generales, claro) más endeudada está. Como se supone que uno se endeuda para financiarse, desde mi desconocimiento económico pensaba que los más endeudados tenían que ser los países "en vías de desarrollo", con muchas necesidades de inversión para llegar a los niveles que disfrutamos en Europa, Estados Unidos y Japón. Pero parece que no –China, con su espectacular crecimiento reciente prueba justamente lo contrario–. Así que, a la vista de los grandes datos, me inclino a pensar ahora que lo que pasa es que el recurso a la deuda se ha convertido en práctica habitual de los países más avanzados, tanto que supongo que los rendimientos de los capitales financieros que surgen en esta inmensa maraña de préstamos cruzados han pasado a ser la base de nuestras economías. Si es así, resulta lógico que el modelo de una economía de la deuda sea intensamente amado por los capitalistas, ya que en ese marco omnipresente y dominante obtienen sus mayores beneficios. Los réditos financieros operan en gran medida como una redistribución de las rentas de los países endeudados, sólo que con la llamativa particularidad que la hacen al revés de como casi todos suponemos ingenuamente que debe hacerse.

Por tanto, no pasa nada por estar endeudados, al contrario, de eso se trata. Siempre, claro está, que pagues puntualmente lo que debes que es lo que los griegos no pueden hacer. Para saber si un país puede o no pagar su deuda pública, la primera aproximación es expresar ésta en términos del PIB, que de hecho es como se hace habitualmente (seguro que casi nadie conocía la cuantía de la deuda soberana española pero casi todos sabemos en cambio que está en torno al 100% del PIB). Da igual cuánto sea la deuda por habitante, lo importante –alguien puede decirme– es cuánto represente del PIB. Pues bien, la deuda europea en su conjunto estaba a finales de 2014 en el 88,25%, la estadounidense en el 103,42% y la japonesa en el 242,59%. Frente a estos porcentajes que a mí me parecen desmesurados, el de Sudamérica esté del orden del 50% y el de China por el 40%, mientras que los países africanos –bastante jodidillos ellos– no suelen pasar del 25% de sus escuálidos PIBs. Es decir que, ya sea por relación a la población o al producto interior bruto, estos grandes datos medios confirman la conclusión que apuntaba anteriormente.

Naturalmente, la cuantía de la deuda, incluso por relación al PIB, tampoco ofrece datos suficientes para valorar la viabilidad de cumplir con las obligaciones. Imaginemos que tenemos una deuda equivalente al 100% de nuestra renta anual (es decir, personifiquemos en nosotros mismos al Estado Español); lo relevante es saber el pago anual (principal+intereses) que nos toca apoquinar cada año. Con la renta que tenemos, lo primero que hay que hacer (imperativo constitucional) es restar lo que va a pagar deuda y administrar el resto para cubrir los otros gastos que hemos de afrontar. Si con ese remanente nos da pues no pasa nada; el problema aparece cuando no nos da, cuando tenemos déficit. Recurriendo la comparación tan querida por Rajoy de las economías nacionales y familiares, la receta de las instituciones europeas es que si no puedes pagar tus obligaciones reduzcas los gastos y –en esto insisten mucho– aumentes tus ingresos. Volviendo a nuestra personalización, reducir mis gastos quiere decir bajar mi nivel de vida y, por tanto, dependerá de cómo lo tenga, porque si está muy a ras de suelo bajarlo más atentaría contra mis necesidades de subsistencia. En el caso de los Estados, bajar los gatos es lo que se ha dado en llamar "recortes" o "política de austeridad", cuyos ejemplos conocemos de sobra. En cuanto a incrementar los ingresos, suele reducirse a lo mismo: aumentar la carga fiscal (y no precisamente de forma progresiva). Ese recurso no lo tenemos las personas (salvo que pertenezcamos a una mafia, de las muchas que pululan en este capitalismo aunque sin llamarse así); a nosotros sólo nos cabe buscarnos trabajos más productivos –mejor pagados– lo que tampoco parece muy viable en estos tiempos. Sin embargo, ese sería justamente el objetivo que debería plantearse un gobierno: hacer el país más productivo; es decir, lograr transformarle para que crezca el PIB.

Pues bien, resulta que la gran mayoría de países europeos (todos salvo Alemania, Dinamarca, Estonia y Luxemburgo) tienen déficit en sus cuentas públicas, lo que obviamente equilibran pidiendo más dinero prestado. Después de cuatro años de recortes, España cerró el ejercicio 2014 con un 5,50% de déficit respecto del PIB, la segunda tasa más alta de Europa (sólo superados por Chipre). No obstante, hemos de ser optimistas porque se prevé reducir este déficit y que en dos añitos esté en torno al 4%. Pero no nos escandalicemos, que el déficit de España es similar al de Estados Unidos (5,76%) y al del Reino Unido (5,7%), e inferior al de Japón (8,25). En cambio, de nuevo los países del resto del mundo, además de deudas mucho más moderadas, también presentan por lo general déficits mucho más ajustados. Será que ellos, angelitos, están acostumbrados a la austeridad, todavía no los ha maleado el consumismo desaforado que nos devora a los ricos.

Insisto en que mis conocimientos económicos son muy precarios; por eso probablemente no consigo entender cómo, con estas cifras macro, podemos pensar que alguna vez las deudas van a poder pagarse. En realidad, si tenemos en cuenta que la mayoría de nueva deuda se dirige sobre todo a refinanciar la deuda que vence, en el fondo no se trata de pagar nunca los principales sino tan sólo los intereses. La deuda pública, desde el punto de vista del acreedor, se me antoja que es como una inversión destinada a producir réditos, sin que importe en absoluto la devolución del principal. Mientras esa cuantía siga apuntada como deuda no hay de qué preocuparse, que ya se amortizará muchísimas veces con su fértil capacidad de generar intereses y refinanciaciones. El papel de la deuda es pues mantener vivo el flujo de ganancias del capital.

Aún así, el inevitable crecimiento de la deuda supone que aunque sólo sea en intereses los pagos anuales de cualquier Estado son muy altos, tanto que hay que continuar reduciendo gastos de otras partidas y procurando aumentar ingresos. Para colmo, ante la autoprohibición de financiar nuestras deudas (que parece que ya se está relajando), los tipos de interés a que cada país refinancia sus deudas (la famosa prima de riesgo) están en relación directa con la desconfianza en la capacidad de pago del mismo. Es decir que, gracias a este perverso mecanismo del libre mercado (perverso para mí, claro), cuantas más dificultades tenga un país para cumplir sus obligaciones más se las endurecen. Y así vuelvo de nuevo a Grecia, pidiendo disculpas por haber derivado tanto por el proceloso mar de la macroeconomía general.

El déficit de Grecia es ciertamente inferior al de España (un 3,50%) pero el porcentaje de su deuda respecto del PIB bastante mayor (el 177%, el más alto de Europa). Evidentemente, el gobierno griego piensa que no puede pagar los intereses de sus deudas y además, con bastante sentido común, añade que cada vez podrá pagar menos si se mantiene la receta única (más recortes + más impuestos) que le exigen las instituciones europeas. Estoy convencido de que las autoridades económicas europeas y mundiales saben de sobra que Syriza lleva razón, como también saben que con este modelo de economía de la deuda no hay salida viable para ninguno de nuestros países. Como ya he dicho, ése no es el problema, sino la excusa ante la opinión pública para mantener el sistema, que tan excelentes réditos da. De otra parte, las cifras griegas tampoco son para alarmarse demasiado en el marco macroeconómico delirante en que vivimos. Entonces, ¿por qué tanta alharaca? Pienso que la única explicación congruente es porque el gobierno griego se ha permitido cuestionar la legitimidad tanto de la deuda como de las recetas europeas. Y, si cunde el ejemplo, gran parte del chiringuito financiero puede irse al traste. Por eso tanta machacona insistencia en cumplir las reglas, por eso tanta manipulación informativa para presentarnos la historia griega como interesa al discurso dominante. Pero resulta que no nos la cuentan como ha sido. A ello iré en el siguiente post.

lunes, 22 de junio de 2015

El capitalismo, garante de la conservación de los recursos naturales

El motor de la economía es el crecimiento. Por ejemplo, una recesión –que es algo muy malo– se reconoce por la reducción del PIB durante un periodo suficientemente prolongado. Si, como sabemos, el Producto Interior Bruto de un país (o de cualquier ámbito) es el valor monetario de la producción de bienes y servicios, éste ha de crecer permanentemente para que la economía vaya bien.

En 1972 el Club de Roma, una ONG fundada en 1968 por personas preocupadas por el futuro del planeta y de nuestra especie, encargó al MIT (Massachussetts Institute of Technology) un informe que se llamó Los límites al crecimiento cuya tesis principal era que «en un planeta limitado, las dinámicas de crecimiento exponencial (población y producto per cápita) no son sostenibles». El libro tuvo una repercusión extraordinaria (también en mí, que lo leí varias veces durante al comenzar la universidad) y se convirtió en la referencia principal de la primera Cumbre de la Tierra celebrada a finales de ese año en Estocolmo.

Pese a ello, la dinámica que mueve la economía –y, consiguientemente, la explotación de los recursos– no se vio afectada en sus bases. Es cierto que en los últimos cuarenta años se han "puesto de moda" conceptos como sostenibilidad e incluso los países han acordado legislar para actuar con algo más de prudencia ante los efectos de la actividad humana sobre el medio ambiente. Pero, en la gran mayoría de los casos, las adoptadas son medidas cosméticas, sin apenas trascendencia real sobre cómo funcionan de verdad las cosas.

La década de 1980 –la que con Reagan y Thatcher a la cabeza significó le consolidación de la fase del capitalismo en la que seguimos– ha sido denominada por algunos, en relación a estos asuntos, la de la Denegación. Digamos que los grandes gurús del neoliberalismo no sólo rechazan calentamientos globales y otras zarandajas sino en general cualesquiera límites biofísicos que pudieran poner freno al funcionamiento capitalista. El argumento principal de los detractores del informe era que no habían tenido en cuenta la importancia de los precios como equilibradores en el uso de los recursos (ni tampoco, en la mejora de la tecnología).

En su libro de 2011 (Basic Economics), Thomas Sowell, uno de los economistas "liberales" de mayor prestigio en la actualidad, lo explica muy pedagógicamente, poniendo como principal ejemplo los recursos petrolíferos de que dispone el planeta. Su tesis es que la escasez de un recurso debe medirse en función de sus costes de extracción y valor de mercado. Es más, también la cantidad que pensamos que existe de un recurso depende de esas variables, porque las exploraciones petroleras son muy costosas y sólo se acometen hasta llegar a los límites de rentabilidad de futuras extracciones.

Para confirmar la validez de sus tesis, los negacionistas citan siempre las erróneas predicciones del informe de 1972 sobre el agotamiento de los recursos fósiles. Por ejemplo, en esa época se estimaban las reservas de petróleo del orden de 86.000 millones de toneladas (previéndose su agotamiento en 30 años), mientras que en 2013 se habla de unos 223.000 millones de toneladas. Es decir, no sólo no se ha agotado el petróleo disponible cuarenta años después, sino que ahora creemos tener más del que creíamos tener entonces. Hasta la primera gran crisis del petróleo (hay quienes dicen que parte de la culpa la tuvo el informe del Club de Roma), el precio del barril fue casi constante en valores nominales y bajísimo (en 1972 era de 12 dólares reales de 2011); a partir de entonces experimentó una fortísima subida (también otra brutal bajada durante los noventa) y en los últimos años ha superado en varias ocasiones los 100 dólares.

Naturalmente, Sowell reconoce como evidente que la cantidad total de recursos naturales tiene que estar disminuyendo, pero desprecia las tesis alarmistas bajo el supuesto de que hay de sobra; qué más da que se agote el petróleo cuando su uso se haya vuelto obsoleto (o mil años después de que el sol se enfríe, llega a decir). Además, añade, "si efectivamente (un recurso natural) se nos fuese a acabar en un periodo de relevancia práctica, entonces su valor actual subiría tanto que automáticamente nos obligaría a conservarlo, sin necesidad de histeria pública o exhortación política".

La confianza de Sowell –y con él del pensamiento económico dominante– en la eficacia de los mercados para ajustar los precios de modo que éstos sean el sistema más eficaz para consumir los recursos (no sólo los naturales) es admirable. Yo, sin embargo, no termino de estar convencido en las tan aseguradas virtudes de los mercados (que se repiten a la vez que se denosta cualquier intento de intervenir sobre su funcionamiento "natural"). Probablemente sea porque, aunque el modelo teórico que define el precio como el equilibrio entre la oferta y la demanda me parece muy bonito, tengo la impresión (desde mis insuficientes conocimientos) de que en la realidad no es tan así; pero de eso ya hablaré en otro momento.

Hay que decir, volviendo a los límites al crecimiento, que en 1992, 2004 y 2012 se ha revisado el modelo del estudio original que, en términos generales y al margen de errores en predicciones concretas, confirman la tesis básica: que no resulta posible el crecimiento ilimitado dentro de una biosfera finita. El informe de 2012 (dirigido por el noruego Jørgen Randers) prevé una lamentable cuesta abajo donde abundan colapsos parciales, graves conflictos y bolsas de miseria mientras que el capitalismo trata de seguir su huida hacia delante; eso sí, las cosas se pondrían mucho peores en la segunda mitad del siglo XXI.

Desde luego, estamos muy lejos de que se afronten seriamente las consecuencias de la contradicción esencial entre capitalismo y límites ecológicos. Ni siquiera la reciente crisis ha hecho que se ponga en cuestión la ineludible necesidad de crecer del sistema económico (ni la desigualdad como requisito inherente al mismo). Y las cosas no parece que vayan a cambiar si es que el discurso dominante es el que he sintetizado antes: al fin y al cabo, la dinámica capitalista sería la mejor garante de la conservación de los recursos. Para contrarrestar el impotente desánimo que a uno le embarga, surge la tentación del cinismo: después de todo, he tenido la suerte de venir a vivir en el pequeño grupo de los agraciados y por mal que vayan a ir las cosas, parece que este grupo aguantará sin demasiados quebrantos hasta mitad de siglo y para entonces ya no estaré aquí. O sea, más o menos lo mismo que deben pensar los que controlan el cotarro.

jueves, 18 de junio de 2015

Autobiografía de un pollito (1)

Hola amiguitos, ¿cómo estáis? Me llamo ... Bueno, en realidad no tengo nombre, ninguno tenemos nombre. Eso de poner un nombre a los individuos es cosa vuestra, de los humanos, supongo que para distinguiros, incluso ante vosotros mismos. Sí, ya sé que también les ponéis nombres propios a algunos animales (por cierto, bastante ridículos la mayoría), a los que adoptáis para que os hagan compañía. Pero no es nuestro caso, nosotros somos indistintos, productos seriados de fabricación industrial y obviamente no tenemos nombre, ni siquiera un código que nos individualice, al menos no mientras estamos vivos. Ahora bien, si he de contar mi historia habré de bautizarme y, la verdad, no se me ha ocurrido nada original (confío en que no me exijáis que sea imaginativo). Así que he recurrido a plagiar a quien con más eficacia se ha dedicado en los tiempos modernos a humanizar animales; me refiero, claro está, a Walt Disney. Me habría gustado remitirme a una peli clásica hecha por el propio Walt, pero lamentablemente parece que nunca le interesó mi especie. De hecho, hasta hace diez años, ochenta después de la fundación de la compañía, no se decidieron a hacer una en la que un pollo –sí, he sido un pollo– fuera el protagonista. Dicho lo cual me presento: me llamo Chicken Little, así en inglés, porque decir que mi nombre es Pollito se me antoja francamente estúpido. De momento pues, amiguitos, pensad en mí como el simpático personaje de esa peli que tanto os gustó. No es que en vida me haya parecido demasiado pero algo tenemos en común: los dos somos productos de máquinas: él de un ordenador, yo ni siquiera lo tengo del todo claro.

Mi historia, si la medimos en tiempo de vida, es corta, demasiado corta. Por eso, permitidme que, a riesgo de perder amenidad, me recree en los detalles, e incluso que me retrotraiga a mis antecedentes, muy lejanos a mi propio nacimiento. Ya os he dicho que soy un pollo (era, en realidad, pero convengamos en que esta voz fantasmal de dudosa existencia lo sigue siendo). Los pollos, queridos niños, son, según el diccionario español, las crías que nacen de cada huevo de ave, pero el término se usa en especial para referirse a los de la gallina. Es decir, soy o fui un individuo subadulto de la subespecie gallus gallus domesticus. Como el propio nombre indica, somos animalitos domésticos y lo somos desde hace mogollón, tanto como más de siete mil años, cuando algunos pobladores del Sudeste asiático empezaron sus primeros ensayos con el gallo bankiva. Sueño a veces con ese ancestro originario, corriendo libre por los bosques tailandeses, con su vistoso y colorido plumaje, su cacareo (o quiquiriqueo) orgulloso. Luego fantaseo con los primeros que fueron capturados, el desconcierto de esos tatarabuelos míos cuando los enjaularon; supongo que ya estarían acostumbrados a que esos bípedos grandotes los mataran, pero encerrarlos con vida ... En fin, así empezó nuestra historia, el que ha resultado nuestro destino: ser criados por el hombre para su alimento. Un proceso de selección artificial, una de las especies escogidas, porque ofrecíamos muchas ventajas, tantas que –aunque tardó lo suyo– hacia el siglo VI aC ya estábamos extendidos por toda Europa. A España nos trajeron los fenicios, amiguitos, cuando todavía la península la ocupaban  esas tribus que llamáis íberas o celtas.

Soy –o fui– un pollo broiler que, para los que no lo sepáis, es el nombre de la variedad desarrollada específicamente para producir carne. Lo de ir jugando con los cruces de gallos y gallinas (también de otros animales, claro) es costumbre de los humanos desde siempre, con el objetivo de ir obteniendo variedades o razas –confío en que no os ofenda el término– para finalidades concretas. Con nuestra especie siempre se ha tratado de dos cosas: carne y huevos; y claro, por eso de la economía que tanto os preocupa (ya lo aprenderéis cuando seáis grandes), conseguirlas lo más barato posible. Pues bien, hacia los años treinta, en los Estados Unidos, se dio con los primeros broilers modernos cruzando musculosos gallos Cornish, provenientes del condado inglés de Cornwall, con las grandes gallinas Plymouth Rock, originarias de Nueva Inglaterra. Esos híbridos de los cuales provengo tuvieron enseguida mucho éxito como materia para un negocio que estaba por entonces extendiéndose rápidamente. Las granjas tradicionales –esas que todavía aparecen en los anuncios publicitarios para vender pollos– no eran demasiado compatibles con los nuevos requerimientos de explotación en grandes cantidades y a toda velocidad. En esa revolución hubo unos cuantos visionarios a los que debo mi existencia, por muy fugaz que haya sido. Para no aburriros citaré sólo a uno, al canadiense Donald Shaver, pionero en la introducción de la genética en la cría y mejoramiento de nuestra raza, gracias a lo cual convirtió su compañía en la mayor productora de pollos y huevos del mundo. Así que, amiguitos, yo soy –o fui– un resultado directo de la aplicación de vuestros avances científicos. Fui un pollo impresionante: cuando me llegó la hora pesaba, a mis cincuenta días, cuatro kilos y doscientos gramos, mientras que a mi misma edad, los broilers de Shaver a mediados de los cincuenta ni siquiera llegaban al kilo. ¿No os parece fantástico cómo nos habéis engrandecido? Casi nos habéis quintuplicado el tamaño en apenas medio siglo. No entiendo por qué no os aplicáis las mismas técnicas aunque, claro está, tardaríais bastante más en lograr tan espectaculares resultados ya que pasan muchos años hasta que sois fértiles. No obstante, imaginaos un futuro de individuos humanos de 350 kilos y tres metros de altura: ¡superhombres!

Me gustaría ahora hablaros de mis padres, pero lamentablemente no los conocí. Como todos sabéis, amiguitos, nosotros nacemos de huevos que pone la gallina. Para que en esos huevos haya un futuro pollito previamente el papá gallo ha tenido que aparearse con la mamá gallina, igual que también lo hicieron vuestros padres para que vosotros nacierais. Eso de aparearse en nuestra especie tiene todo un rito, no vayáis a pensar que es un aquí te pillo y aquí te mato. Cuando a un gallo le gusta una gallina se dedica a cortejarla: baja un ala y baila en círculo alrededor de ella. Como todas las hembras, la gallina no cede a la primera a sus requerimientos, suele alejarse y el pretendiente ha de perseguirla exhibiendo sus dotes de bailarín además de otras gracias como cacareos, batir de alas e hinchares de pecho hasta que la futura mama, al fin convencida, agacha la cabeza y el cuerpo para indicarle que vale, que adelante. Es entonces cuando el gallo se acerca rápidamente por detrás a la gallina, se monta sobre ella y ambos con la cola levantada juntan sus culitos, que con muy mal gusto vosotros llamáis cloacas. En ese momento, el gallo dispara su semen a la vagina de la gallina y comienza una nueva repetición del maravilloso ciclo de la vida. Como podréis imaginar, todo este show necesita tiempo y espacio suficiente, además de la voluntad de la gallina, porque no veáis la de veces que éstas rehúsan. Y claro, cuando estás destinada a ser un pollo de engorde, los criadores no pueden permitirse esos lujos. Tened en cuenta que en las explotaciones de multiplicación (que es el nombre legal que tienen las dedicadas a producir huevos para incubar) nacemos al año unos 840 millones de pollitos, sólo en España. Para que os hagáis una idea, por cada españolito que viene al mundo, nacen casi dos mil pollos; bien es verdad que los bebés de vuestra especie viven una media de setenta y pico años y nosotros apenas seis semanas. En fin, es fácil de entender que esas magnitudes no se consiguen al "estilo tradicional", el granjero con su grupito de gallinas y algún gallo, correteando por un corral abierto. Todavía quedan unos cuantos de esos valientes, y si me hubiera tocado nacer habría visto a mi madre al salir del huevo y mi breve infancia habría sido seguramente más feliz. Pero es que las probabilidades estaban muy en mi contra.

Os preguntaréis entonces, amiguitos, cómo se aparearon mis padres para que yo naciera. Pues es que no lo hicieron; el gallo que en sentido estricto debo considerar mi padre no "pisó" (que es como se dice al apareamiento) a la gallina en cuyo útero se desarrolló el huevo del que nací. Lo que se hace en estas fábricas de pollos es extraer el semen de los gallos y luego inyectarlo en la vagina de las gallinas, todo ello, claro está, con las debidas medidas de higiene. O sea, que gallos y gallinas se mantienen vírgenes toda su vida –podríamos cantarles ese tema tan bonito de Javier Krahe: "no todo va a ser follar"– gracias a que vosotros, los humanos, os ocupáis de repetir hasta el infinito el milagro de la inmaculada concepción. Aunque no puedo hablar por experiencia propia pues no llegué a la edad fértil, intuyo que a los gallos le molaría más depositar su semen directamente en las gallinas, tal como le dictan sus instintos. Eso de que te sujeten, te soben el abdomen para estimular la eyaculación y te aprieten con los dedos los órganos sexuales no debe ser plato de buen gusto. Y menos cuando lo hacen unas cuantas veces y prácticamente todos los días. Pero papá (seas quien seas), ten en cuenta que para eso estabas ahí, gracias a eso te dejaron vivir, aunque el precio fuera convertirte en un expendedor seminal. Pues bien, de una de esas muestras, probablemente diluidas y refrigeradas hasta su uso, provino la mitad de mi ADN. La otra la aportó la gallina a la cual sujetaron y masajearon de forma muy similar al gallo para que sacara hacia afuera y abriera la vagina y, entonces, inyectarle la dosis justa de semen (probablemente mezclado de varios machos). En el video que os pongo debajo puede verse el proceso completo, aunque hecho en unas condiciones artesanales que no fueron precisamente las que antecedieron a mi propia fecundación. En fin, hasta aquí el primer capítulo de la historia de mi vida, justo hasta el momento en que empiezo a ser.


martes, 16 de junio de 2015

Uyyyy, lo que ha dicho, qué bajeza moral ...

Me acuerdo que allá hacia principios de los ochenta, cuando en Sudáfrica seguía plenamente vigente el apartheid, circulaban una serie de chistes sobre negros de fortísimo contenido racista, lo que no quita para que algunos tuvieran bastante gracia. Chistes machistas, incluyendo malos tratos, homófobos, antisemitas, sádicos, sobre gitanos y otros grupos étnicos, no digamos sobre grupos regionales (catalanes, por ejemplo) o locales (de Lepe), xenófobos, banalizando el terrorismo, y un larguísimo etcétera siempre han existido y se agrupan en eso que se llama el humor negro. En los tiempos que corren de hipócrita corrección política, hay que saber dónde y a quién se cuentan, pero desde luego que alguien cuente uno de esos chistes no permite desde una mínima dosis de sentido común concluir que tales son las ideas de esa persona; como mucho cabe opinar que tiene poco gusto. Por ejemplo, el chiste que escribió en 2011 Guillermo Zapata sobre cómo meter cinco millones de judíos en un seiscientos lo escuché infinidad de veces en mi infancia y adolescencia y, cuando supe a qué aludía, me pareció de tremendo mal gusto. Pero nunca se me ocurrió pensar que quienes lo contaban, sólo por eso, eran antisemitas; en todo caso, habría que seguir el comportamiento del "gracioso" para comprobar si ha contado el chiste sólo porque le parecía gracioso o, por el contrario, le da un morbo especial imaginarse a los judíos convertidos en cenizas.

Así que a mí, que un tipo particular (no un cargo público) haya escrito en su twitter una serie de chistes de humor negro para su grupito de seguidores –que obviamente, siendo un perfecto desconocido, no serían muchos–, máxime según parece en un debate a propósito del escándalo que por esas fechas había suscitado Nacho Vigalondo con sus twitts provocativos ("el holocausto es u montaje"); es decir, una reflexión sobre los límites del humor negro, que pocos años después otros tipos que prefieren no escribir se ocuparon de definir sangrientamente en la redacción parisina de Charlie Hebdo, lo cual, dicho sea de paso, provocó una casi unánime solidaridad con los humoristas satíricos franceses, que tenían por ¿sana? costumbre cachondearse de todo, por muy sagrado o políticamente correcto que fuera. Calificar a Guillermo Zapata –sin conocer de su persona más que unos twitts descontextualizados– como un ser despreciable de infinita bajeza moral, se vuelve como un bumerán para autodefinir al hipócrita inquisidor. Porque, en mi opinión, lo que sí revela bajeza moral es condenar a alguien sin preocuparse lo más mínimo de saber qué fundamento tiene lo que se le imputa, sin que pese en la conciencia ningún remordimiento sabiendo que se está denigrando a una persona únicamente por intereses bastardos. Porque estoy convencido de que casi todos los que se han llenado la boca exigiendo que un personaje tan impresentable debe dimitir, han escuchado infinitamente –y probablemente contado más de una vez– chistes de este cariz. E incluso, bastantes de los más furibundos han sentido el gustillo morboso al hacerlo porque, en el fondo, no les desagrada ni el antisemitismo, ni el machismo, ni el racismo, ni la homofobia ... Estoy pensando en la multitud de comentarios dichos por políticos en ejercicio (mayoritariamente del PP, por cierto) que, a raíz del incidente Zapata, están volviendo a ver la luz en internet. Pero es que hasta los que no me parecen sospechosos de esas actitudes deberían haber mostrado un mayor tiento y no dejarse arrastrar por la ola de falsa indignación condenatoria, como ha sido el caso de Carmona, que debería recordar el precio que tuvo que pagar por una bromita sobre el Prestige. ¿Acaso es afán de revancha el suyo (si yo la cagué y me castigaron, éste lo mismo)?

Hipocresía, pues, y nada más que hipocresía. Esto es lo que debería condenarse, máxime cuando los que se indignan no tienen la más mínima autoridad para hacerlo. Si este fuera un país serio (aunque no sé si en el mundo mundial hay alguno que lo sea) un chascarrilo de este tipo no tendría ninguna trascendencia y, en cambio, se convierte en noticia de primera plana y tema de debate en todas las tertulias. O, en todo caso, si nos hemos de poner puritanos, sería admisible que nos indignáramos con lo que dijo un ciudadano de a pie cuatro años antes de ocupar un cargo público si ni uno solo de los políticos en ejercicio manifestara ninguna barbaridad equivalente estando en el cargo (o dimitiera inmediatamente después). Pero lo que apenas he oído es ningún juicio sobre dedicarse a buscar en las webs personales de un futuro concejal (lo habrán hecho con todos los de Ahora Madrid, no sólo con Zapata) al objeto de encontrar algo que pueda esgrimirse con intenciones denigratorias. Reconociendo que quien se dedica a estos menesteres es trabajador (o tiene "negros" suficientes), pregunto: ¿de qué jaez moral es? A mí me parece una actitud que se emparenta demasiado con los regímenes totalitarios, tan proclives a escudriñar la privacidad y las opiniones de los ciudadanos, a acumular expedientes personales. Lo triste es que hemos llegado a un nivel de aborregamiento tal que admitimos que los carroñeros que se dedican a esto se vendan a sí mismos como adalides del periodismo, pilares de la democracia.

Lamentable, sí. Y también lo es que asintamos indiferentes a esa presión mediática (que claramente responde a intereses concretos) que conduce al inevitable castigo del que ya queda –¿para siempre?– como alguien de bajísima catadura moral. Parece que ése es el precio que hay que pagar, y así lo ha tenido que aceptar la nueva alcaldesa de Madrid. Pero, claro, los populistas son ellos.


Actualización (16/06/2015): Inmediatamente a la enconada campaña contra el concejal bocazas de Ahora Madrid muchos se han puesto a recopilar otras joyas de dirigentes peperos que las expelieron –y la diferencia es crucial– en el ejercicio de cargos políticos, no cuando eran simples ciudadanos anónimos como Zapata. La imagen que adjunto no es más que una es una muestra (pinchar para agrandarla). Me llama especialmente la atención la de Pablo Casado (le conozco otras similares), porque está claro que el chico es una de las más rutilantes estrellas en alza dentro del partido. ¿Se desatará la misma campaña contra él cuando le nombren para algún cargo público, si es que consideramos que aún no lo tiene? Por cierto, el tipo –que empezó su trepadura política como asistente de Aznar– es uno de los especímenes que con más desprecio arrogante habla.

sábado, 13 de junio de 2015

La cena está lista

Subo a la buhardilla, la habitación más fría y húmeda, cuyas paredes forramos de tela púrpura, vano esfuerzo que apenas disipó el aire denso y oscuro que la colma. Te he buscado por toda la casa y ahí estás, inmóvil, en silencio. Cruzo inquieto la sala, apago el televisor –puntos en la pantalla y un zumbido sordo–, me siento a tu lado, pongo mis manos a ambos lados de tu cara, te miro a los ojos, tus ojos tan azules y tan lejos. Eh, cariño, ¿qué te pasa? ¿No sabes que te amo muchísimo?

Me aproximo hacia ti, trato de fundir mis ojos en los tuyos y siento una distancia sólida que nos rodea y nos separa. Quiero abrazarte, apretarme a ti, y de pronto tu cara, como si una máscara vaporosa difuminase sus rasgos, se transforma. Por un instante, con el rumor amortiguado del tráfico de la calle como fondo, veo el rostro del mal, y el miedo me paraliza la sangre, me hiela la piel. Asustado, logro moverme, me levanto, me acerco a la ventana.

La luna brilla sobre el jardín, llenándolo de una luz extraña, excesiva me parece. No se oyen ya ruidos de coches, la calle está desierta, el silencio es tan espeso que refulge. Seis hombres envueltos en sudarios blancos surgen desde una esquina, caminan levemente sobre el césped, muy despacio. Al frente de esa fantasmal procesión hay un séptimo vestido con una túnica negra, los brazos hacia el cielo, sosteniendo en alto una cruz que chorrea sangre.


Estoy alucinando, me digo, y sin embargo no he tomado nada; bromas macabras de mi cerebro cansado. Corro las cortinas negando lo que veo. Vuelvo hacia ti, lo único que ansío. Ha sido larga la ausencia, demasiado tiempo sin el cobijo de tus brazos cálidos. Pero estoy aquí, he vuelto. Vamos, cariño, la cena está preparada, ¿no sabes que te amo muchísimo? Y te abrazo.

Nuestros cuerpos se separan lentamente. Mis ojos buscan los tuyos tan azules que ahora son grises. Nuestros brazos se van estirando, manteniendo las manos en los hombros del otro. Tus rasgos son los míos y en tu mirada, que viene de mis ojos, descubro la misma sorpresa. Lentamente comprendemos. Nos cogemos de la mano dispuestos a iniciar el viaje.


PS: Este relato es un descarado plagio de la primera parte de la canción homónima que Tony Banks, Phil Collins, Peter Gabriel, Steve Hackett y Mike Rutherford compusieron en 1972 y grabaron como tema final de Foxtrot. Según contó Gabriel, la escena que se cuenta en este Lover’s Leap está inspirada en una experiencia psíquica que vivió con su primera mujer, Jill, en la casa de los padres de ella. La versión que subo de esta maravillosa pieza, una de las cumbres del llamado rock progresivo y que escuché hasta la saciedad durante la segunda mitad de los setenta, corresponde al concierto de Genesis en 1973 en el Rainbow londinense (recomiendo verlo en Youtube).

miércoles, 10 de junio de 2015

Pijerías de programador informático

Mi colección de música –mi discoteca– empieza a ser inabarcable. Tengo mogollón de piezas, prácticamente ya todas digitalizadas y almacenadas en tres discos duros. A bote pronto me sería imposible dimensionar el número de discos o canciones que guardo, pero desde luego superan de largo los cincuenta mil temas y más de un terabyte de espacio en disco. Uno de mis entretenimientos –no sé si acabaré algún día– es ordenar todos estos archivos, corrigiendo los títulos de las canciones (por ejemplo, no me gusta que las iniciales de todas las palabras sean mayúsculas como suelen venir en los CDs), localizando el compositor de cada pieza, clasificándolas por géneros musicales –con mis propios criterios que para colmo he ido cambiando– y bastantes otras manías personales. Al final, lo que estoy haciendo es una base de datos de dimensiones considerables, quizá no para un melómano o un profesional de la música, pero sí para un mero aficionado que además no dispone de todo el tiempo que le gustaría para disfrutar de lo que tiene (algo parecido, por cierto, me ocurre con los libros).

Prácticamente desde su lanzamiento, allá por 2001, el programa que uso para organizar mi discoteca (y reproducir la música) es iTunes. Amigos que saben bastante más que yo de gestión de archivos musicales me han asegurado que existen otros bastante mejores, pero será que me he acostumbrado y, pese a algunos fallitos ocasionales que de momento le voy perdonando, las prestaciones que da me son más que suficientes. Hay que tener en cuenta que –como ya conté en algún post viejo– uso Mac casi desde el principio de los tiempos (desde el 85 para ser exactos), así que es natural que me haya habituado al reproductor de música que por defecto traían estos ordenadores. Cada vez que adquiría uno nuevo venía con la última versión del programa que, además, suelo actualizar regularmente, de modo que ahora uso la 12.0.1.26 que supongo que es la última, pero he debido pasar, si no por todas, por la gran mayoría de las más de sesenta versiones que han existido.

La verdad que lo de actualizar una aplicación es un pequeño coñazo, aunque solo sea porque te rompe algunos automatismos que ya has desarrollado, sin que en la gran mayoría de los casos uno se entere de cuáles son las ventajas de la nueva versión y, en caso de que lo descubras, lo normal es que no les saques provecho. Estoy convencido, por ejemplo, de que el iTunes debe tener algunas utilidades que me harían más fácil mis tareas de formación y gestión de la base de datos, pero no tengo ni ganas ni tiempo de investigarlas; con mis rutinas manuales –lentas pero seguras– funciono satisfactoriamente que, al fin y al cabo, es lo único que pretendo. A pesar de mi general indiferencia a los cambios en las prestaciones de las sucesivas mejoras de la aplicación, de vez en cuando me llama la atención alguna de ellas, como es el caso de la que motiva el presente post y que, claro está, no puedo datar desde cuándo existe.

Para los que no usan el iTunes aclaro que en la ventana principal te aparecen todas las canciones de la biblioteca (la carpeta en las que se archivan), cada una de ellas con unos datos asociados,  los campos de la base de datos que te permite crear y rellenar la aplicación. Si seleccionas una canción concreta y activas la función "obtener información" se abre una ventanita flotante en la que aparecen seis pestañas, cada una de las cuales con los campos correspondientes que son modificables. Éstas son las ventanitas que voy abriendo cuando estoy completando la información que quiero que tenga un álbum, por ejemplo. Una de esas pestañas, la llamada "ilustración" está prevista para que insertes una imagen, se supone que la carátula el disco correspondiente. Hay distintas maneras de hacerlo, pero normalmente yo suelo buscar en internet la que más me convence (que además guardo en una carpeta propia); es una tontería, pero a mí me gusta que cuando escucho canciones (por ejemplo en el iPhone que uso bastante para estos fines) aparezca en la pantalla del dispositivo la carátula del disco, sobre todo cuando se trata de alguno de los que están vinculados a mi propia historia personal.

Pues bien, el caso es que la ventanita de información de las canciones –un cuadrado de unos 16 centímetros de lado (en la resolución a que tengo mi pantalla, claro)– tiene una banda superior en la que hay un pequeño espacio para la miniatura de la ilustración y en tres líneas el nombre del tema, del artista y del álbum. Esa banda, por defecto, es blancuzca, del mismo tono que el resto de la ventana; sin embargo, en cuanto asocias una imagen a la canción –la carátula del álbum por lo habitual– toda la banda adquiere un color entonado con el de la ilustración (y las letras de los textos cambian a su vez a otro color que contraste con el de la banda para que no pierdan legibilidad). Para que se entienda sin gastar palabras he hecho un collage de distintas ventanitas de algunas canciones.


Ésta que he llamado "prestación" es probablemente algo inútil, una mera pijería esteticista. Me imagino que a algún empleado de Apple se le ocurriría que tendría su gracia que no todas las ventanitas fueran iguales sino que adquirieran color propio en función de la ilustración de la pieza. Se pondría entonces a incorporar un analizador de color RGB que, de acuerdo a algún algoritmo, seleccionara en cada caso el adecuado y, además, cambiara el de las letras. Supongo que para un programador no debe ser apenas trabajo escribir el código correspondiente y proponerlo como una mejora en alguna de las muchas versiones. Y le dirían que por qué no, tiene su gracia la chorradita y le da un toque de originalidad, queda más mono.

También supongo que la gran mayoría de los muchísimos usuarios de la aplicación ni se habrán dado cuenta. O a lo mejor les ha ocurrido lo que a mí, que sin ser consciente de ello se me iba colando el cambio de color en la cabeza hasta que en algún momento –después de infinidad de veces de verlo sin fijarme– fui sintiendo una cierta inquietud que finalmente identifique: coño, qué curioso, el color de la banda va con la carátula del disco. La tontería me ha hecho reflexionar sobre la cantidad de información (o impresiones) que interiorizamos sin darnos ni cuenta (asunto relacionado con la en su época famosa publicidad subliminal); aunque también puede ser que sea yo el despistado que tardo demasiado en percatarme de las novedades en lo que forma mi cotidianidad. Pero además he pensado  que está bien que se haga este tipo de cosas, aparentemente inútiles pero que contribuyen a hacer más bonito algo. Esto último será porque me siento identificado; también yo me pierdo por pequeños detalles "estéticos" que quienes me conocen suelen calificar de manías absurdas

viernes, 5 de junio de 2015

El fonoautógrafo

La otra noche le hice escuchar a Mozart, por los altavoces de mi ordenador, algunas canciones de blues-rock de los setenta. Wolfgang Amadeus, sí, el mismo. ¿Que qué hacía Mozart en mi casa? Bueno, es largo de contar y tampoco ahora viene al caso. Digamos que conozco algunos truquillos para convocar a ciertos personajes fallecidos y, en este caso, me interesaba conocer la opinión de este hombre sobre la música que se haría casi doscientos años después de su muerte. Le interesó mucho y, para mi sorpresa, no le sorprendió tanto como esperaba. Pero antes de dedicarnos a escuchar música me obligó a explicarme el prodigio que sí le maravillaba: ¿cómo era posible que de esas dos cajas forradas de tela salieran a mi voluntad los sonidos que escuchábamos?

Como tantas otras cosas que forman parte de nuestra vida cotidiana, asumimos como normal que los sonidos se graben para poder escucharlos luego cuando nos apetezca. Naturalmente, la gran mayoría de nosotros no tenemos ni idea de cómo es posible. El sonido son ondas que se transmiten por el aire (o a través de cualquier otro medio) desplazando las moléculas de éste; ese movimiento ondulatorio o esa sucesión en el tiempo de partículas vibrantes llega a nuestros oídos y lo "interpretamos" como sonido, lo escuchamos. Vale, esto más o menos lo sabemos todos, y desde luego Mozart lo tenía claro, sabía de sobra desde niño que al golpear una tecla de su clavecín sacudía el aire de alrededor, y que si luego pulsaba otra tecla volvía a haber otra sacudida aérea que perseguía a la primera y así sucesivamente. Ese baile de los corpúsculos que forman el aire, me dijo, esos movimientos exactos y transitorios que son una pieza musical concreta entre los infinitos sonidos posibles, ¿cómo es posible que puedan registrarse? No –él mismo se respondió– lo que se graba son las "instrucciones" para generar esas ondas precisas y no otras. De alguna manera –exclamó asombrado– habéis logrado escribir partituras vivas.

Al día siguiente traté de refrescar mis olvidados estudios adolescentes de acústica y mecánica de fluidos que en su momento –últimos años de bachillerato y primeros de la universidad–aprendí sin entenderlos, como lo prueba el que no relacionara esos conceptos físicos con una de las actividades a las que con más regocijo dedicaba mi tiempo, la de escuchar música. Así que me entero de que, en efecto, la intuición de Mozart era correcta. A mediados del XIX, un francés, impresor de oficio con una mente sumamente curiosa, quiso grabar la voz humana y se inspiró en la anatomía del oído. Construyó un aparato que llamó fonoautógrafo consistente en un embudo que recogía las ondas sonoras y las llevaba a una membrana a la que estaba atada una cuerda; al vibrar la membrana movía un estilete que iba dibujando sobre un papel enrollado en un cilindro los correspondientes garabatos. Édouard-Léon Scott de Martinville no acertó, sin embargo, a inventar el reproductor y su aparato no pasó de ser una curiosidad de laboratorio, pero ciertamente era un espectacular avance: se podía grabar el sonido.


En 2008 unos investigadores americanos encontraron en un archivo parisino el papel con los garabatos que grabó en 1860 Scott de Martinville on su fonoautógrafo patentado tres años antes. De momento, se trata de la primera grabación acústica de que se tiene constancia, aunque pienso que casi seguro de que habría alguna anterior que se ha perdido (o no se ha encontrado). Los americanos se llevaron su descubrimiento al Lawrence Berkeley National Laboratory y con la ayuda de un súper-ordenador propiedad de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos (que desde Alan Lomax tiene entre sus objetivos recopilar músicas) lograron reproducirlo. Me imagino la expectación de unos tipos en un moderno laboratorio californiano cuando estaban a punto de escuchar lo que grabó un tipógrafo francés 150 años antes, iban a mover el aire de esa sala exactamente igual que lo movió Scott de Martinville en Francia. La verdad que no tan exactamente porque, obviamente, la grabación es de bajísima calidad, pero ello no es óbice para calificarlo de prodigioso.


Hay que hacer mucho esfuerzo de audición al escuchar los breves diez segundos del archivo digitalizado para reconocer en ese "ruido" una voz humana cantando. Y lo que ya es para matrícula de honor es descubrir que se trata de la canción popular francesa Au claire de la lune. Es curioso que esta cancioncilla –atribuida a Jean-Baptiste Lully (1632 - 1687)– sea un tema infantil porque también los es la que grabaría diecisiete años después Edison (Mary had a little lamb) y que hasta hace pocos años pasaba por ser el primer registro sonoro de la historia. Desconozco si Edison tenía noticias del invento del francés y, en ese caso, si sabía que había grabado una canción infantil. De no ser así, no deja de ser curioso que dos señores que creen estar registrando la voz humana por primera vez en la historia escojan unos textos escritos para niños. La coincidencia anima a establecer alguna especie de ley psicológica de nuestra especie sobre la prevalencia de los recuerdos infantiles que, si mezclamos adecuadamente con teorías freudianas, puede resultar un desbarre interesante. En fin, el caso es que el bueno de Édouard-Léon Scott de Martinville cayó en el olvido y desde luego no sacó ningún rendimiento a su aparato; todo lo contrario que el yanqui, quien a sus indiscutibles dotes inventivas, sumaba un especial genio para los negocios. Para acabar, una versión reciente de Au claire de la lune: a ver si ayuda a identificar la grabación de 1860.

miércoles, 3 de junio de 2015

El sistema electoral canario (1)

Tras los resultados de las recientes elecciones autonómicas, vuelve a discutirse en Canarias sobre las peculiaridades de nuestro sistema electoral. La Comisión de Venecia, órgano consultivo del Consejo de Europa "para la Democracia a través del Derecho", aprobó en su 52ª sesión plenaria (octubre de 2002) un Código de buenas prácticas en materia electoral. En ese documento se establece la llamada doble igualdad del voto que supone (1) que cada votante tiene derecho a un voto (o todos los votantes tienen derecho al mismo número de votos) y (2) que cada voto tiene igual "poder", que los escaños deberán repartirse por igual entre las circunscripciones electorales. Naturalmente, esta segunda condición no se da en la práctica con la misma amplitud que la primera y la propia Comisión lo reconoce, admitiendo hasta un 15% de desviación máxima respecto de la proporcionalidad perfecta. La proporcionalidad perfecta (esto va para los de letras) significa que el número de escaños que obtiene una fuerza política equivale al producto del porcentaje de votos válidos recibidos por el número total de escaños de la institución de que se trate, mientras que la desviación se expresa como el cociente de la diferencia entre los escaños realmente adjudicados y los que les corresponderían proporcionalmente entre estos últimos. Veámoslo con tres ejemplos de las últimas elecciones al Parlamento de Canarias. El PP obtuvo el 18,59% de los votos y recibió 12 escaños, 2l 20% del total; la desviación es del 7,6%, dentro del margen admitido por Venecia. La Agrupación Socialista Gomera fue votada por el 0,56% del electorado y cuenta con 3 escaños, 5% del total; la desviación es del 793%, una exageradísima sobrerrepresentación. Finalmente, Ciudadanos consiguió el 5,93% de los votos pero no le ha sido adjudicado ningún escaño; la desviación negativa es del 100%.

Los tres mecanismos que desvían un sistema electoral del objetivo de igualdad del voto son, por orden creciente de importancia, la fórmula de reparto de escaños, los umbrales mínimos y la división en circunscripciones electorales. La fórmula de reparto es inevitable porque el producto del porcentaje de votos por el número de escaños hay que "redondearlo" a escaños completos (no se pueden adjudicar 11,154 escaños al PP en el Parlamento de Canarias, por ejemplo). Siguiendo la normativa estatal para las elecciones generales, todas las Comunidades Autónomas han optado por la Ley d'Hondt. Es sabido que esta fórmula tiende a sobre-representar a los partidos más votados; ahora bien, la desviación de los resultados respecto de la proporcionalidad –para un número fijo de escaños a repartir– disminuye a medida que el censo electoral es mayor, por lo que la clave estriba en la división en circunscripciones. De hecho, si las elecciones canarias hubieran sido con circunscripción única, la aplicación de la Ley de Hond't habría dado escaños a 8 partidos políticos (habrían entrado tres y salido la ASG) y, salvo los dos menos votados de ellos –Izquierda Unida y Unidos– todos habrían tenido desviaciones muy aceptables: los tres mayoritarios –PSOE, CC y PP– menores al 3% y algo superiores los restantes. Por tanto, aunque ciertamente hay otros mecanismos de reparto que se acercan más a la proporcionalidad, la denostada Ley d'Hondt no es ni mucho menos tan culpable como se la presenta.

El segundo factor es el umbral mínimo de votos que debe obtener todo candidato (o lista) para que le sean contabilizados. El objeto de esta también llamada barrera electoral es limitar y racionalizar el número de partidos con acceso al Parlamento, al objeto de evitar su excesiva fragmentación y así facilitar la formación de gobiernos estables. Este criterio es discutible, claro, pero sus efectos prácticos dependen de la cuantía en que se fije el umbral y también respecto de cuál ámbito se aplique. Por ejemplo, en las elecciones municipales del pasado domingo, que se regulan por Ley Orgánica 5/1985, de 19 de Junio, del régimen electoral general, la barrera estaba fijada en el 5% de los votos válidos del municipio, mientras que en las elecciones generales ese límite se baja al 3%. En las elecciones a los parlamentos autonómicos el umbral lo fija cada Comunidad y éstos oscilan –con la llamativa excepción de Canarias– entre el 3% de cada circunscripción y el 5%, sea sobre la circunscripción o sobre el electorado total. Obviamente, cuanto menor sea el valor de la barrera más proporcional es el sistema, pero hay que decir que si el número de escaños a repartir no es grande y el umbral es bajo (el del 3% por ejemplo), en la práctica es inoperante. Dicho de otro modo, aunque no se aplicara barrera, al empezar a distribuir escaños con la fórmula de la Ley d'Hondt, las listas con bajo porcentaje de votos se quedarán normalmente fuera. Así pues, si bien imponer una barrera es contrario a la proporcionalidad del sistema (a buscar la máxima igualdad entre el valor de cada voto), lo cierto es que en la práctica sus efectos son casi despreciables, siempre que consideremos la conocida tendencia psicológica hacia el llamado "voto útil", interesadamente fomentada por los partidos mayoritarios.

En Canarias, sin embargo, este umbral mínimo sí adquiere mayor relevancia porque aquí tenemos la "doble barrera": para que los votos de una fuerza política sean contabilizados en el reparto, tiene que alcanzar el 6% del conjunto de la Comunidad, o bien ser la más votada o llegar al 30% en una isla. En estas últimas elecciones, con la aberrante excepción de la ya citada ASG, ninguno de los partidos que no llegaban al 6% regional consiguieron cumplir los otros requisitos insulares. Hay que decir que en relación a este mecanismo excluyente, ninguna otra Comunidad española tiene una barrera tan dura. La lógica de la misma, por otra parte, responde a dos tendencias aparentemente contradictorias: de un lado fomentar que los partidos extiendan su electorado al conjunto del archipiélago y, de otro, premiar a los que en cada isla son suficientemente representativos aunque no lo sean fuera de ella. Gracias a esta última concesión insularista, la agrupación electoral que se ha sacado de la manga el eterno presidente del Cabildo de La Gomera después de ser vetada su candidatura por el PSOE, al conseguir el 43% de los votos de la isla (pero sólo el 0,5% del archipiélago) se lleva tres de los cuatro escaños que a ésta le corresponden en el Parlamento. Por contra, Ciudadanos con diez veces más votos se queda por fuera al no alcanzar por los pelos el 6% conjunto.

Como las barreras operan excluyendo del conteo (y del reparto) a los que no superan los umbrales, un indicador que me parece interesante a efectos de valorar la premisa de la igualdad en el poder del voto es cuantificar el porcentaje de los votos válidos que quedan no ya minusrepresentados sino sin ninguna representación. Si no tenemos en cuenta de momento los efectos de la circunscripción electoral –que agravan el efecto de la doble barrera canaria– en las pasadas elecciones autonómicas hubo unos 164.000 ciudadanos que optaron por una fuerza política que quedó excluida del recuento, lo que supone un 17% de quienes emitieron votos válidos. Este mismo porcentaje es bastante inferior en el resto de las elecciones autonómicas. En las de la Asamblea de Madrid, por ejemplo, baja al 9,5% (aunque hay bastantes más partidos que se quedan fuera), en la Comunidad Valenciana es del 9,2%, en Aragón apenas un 3,5% y en las Andaluzas de hace dos meses de un 5,5%, también muy bajo. Así que la conclusión incuestionable es que los efectos de la barrera electoral generan en Canarias mucha mayor desviación respecto del ideal "veneciano" de igualdad del poder del voto que en el resto del Estado. Muchos más ciudadanos que en otras comunidades se encuentran con que su voto no es que valga menos del que lo destina a partidos mayoritarios, sino que sencillamente no vale nada.

Pero es que, una vez que la doble barrera ha impedido el paso de tantos votos (y colado algunos de bajísima representatividad global), nos encontramos con el muy desigual valor de éstos a la hora de adjudicar escaños a cada fuerza política. Aquí entra en juego la división del archipiélago en circunscripciones insulares, con la bonita regla de la triple paridad. Pero eso ya lo cuento en un siguiente post.


PS: Esta canción (adecuada al post por el título aunque denuncia aspectos bastantes más graves de nuestras llamadas democracias que el sistema electoral) va para Babe: otro canadiense muy recomendable y poco conocido por estos lares.

lunes, 1 de junio de 2015

Canciones y recuerdos (Jim Croce y Ana)

De pronto suena una canción, llega por casualidad, y me trae tiempos pretéritos. Recuerdos de hace treinta años, se dice pronto. Nada extraño, parece. Dicen que a medida que avejentamos con más frecuencia la memoria se empeña en abrir archivos remotos. Y también con más frecuencia nos complacemos en degustarlos, relamerlos una y otra vez, gastar el presente en el pasado. En unos añitos seré el abuelete típico con sus batallitas eternamente repetidas, impermeable a lo que sucede en el tiempo real. ¿Alzheimer? Bueno, tampoco es para tanto; de momento, pequeños recreos de ternura.

No sé si con todos, pero en mi caso es la música el más efectivo catalizador de estos flash-backs mentales. Normalmente son canciones que no escucho desde hace muchísimo y que, sin embargo, eran la banda sonora omnipresente de la época rememorada. De pronto, ahora, suena uno de aquellos temas y mi cerebro se acopla a la melodía anticipando en exacta sintonía las notas que van a sucederse. Pero los recuerdos activados no son de cualquier tiempo sino los de mi "década prodigiosa" (calificativo desde la nostalgia más ñoña), entre el 76 y el 86 más o menos. Obviamente, fueron los años en que con más apasionamiento me volcaba en los descubrimientos, y los musicales ocuparon puestos preponderantes.

Ayer por la noche, el culpable de un buen rato de autocomplacencia ensoñadora fue Jim Croce, un cantautor italoamericano –convertido al judaísmo por vía conyugal– que en su efímera carrera grabó un buen puñado de agradables baladas con un cierto regusto country. Sus composiciones son bastante agradables y de hecho, durante los primeros setenta, alcanzó buenos resultados comerciales en Estados Unidos. Si no se hubiera matado en septiembre del 73 en un accidente de avión con solo treinta tacos, probablemente a estas alturas tendría una obra y fama comparable a la de Jackson Browne, Cat Stevens o el propio Paul Simon. No fue así, y sólo quedan los cinco elepés que grabó (aunque los dos primeros pasaron sin pena ni gloria y casi ni se conocen).

La música de Croce no era la que yo escuchaba hacia 1985 ni luego seguí escuchándola. Si durante un tiempo estuvo muy presente en mi vida fue por culpa de –o gracias a– mi novia de entonces, Ana. Así que ayer sonó a traición el Bad, bad Leroy Brown y la imagen de Ana se me presentó, con la sucesión desordenada de escenas viejas. La oficina de Velázquez donde trabajaba en el Plan General de Colmenar Viejo, las esperas en la Escuela de Arquitectura, aparcado en mi R5 amarillo, mientras ella enseñaba los avances en su proyecto de fin de carrera, sus escapadas sin aviso a Coruña dejándome desconcertado en Madrid, las tardes en mi colchón en el suelo del pequeño piso de Chueca, donde nunca conseguí que pasara una noche entera, las angustias que no fueron tan compartidas como creí de nuestro último mes juntos ...

No volví a verla hasta diez años después, durante un viaje que hice con mi mujer por Galicia. Nos alojó en Pontevedra, en la casa de sus tíos. Rosa y ella hicieron muy buenas migas mientras que conmigo, en cambio, hubo sombras de mal rollo. Algún tiempo después vino a visitarnos a Tenerife con su pareja de entonces, un alemán que no hablaba ni papa de español. En esos días se afianzó la amistad entre las mujeres y se confirmó que no había ya ningún feeling entre nosotros. De hecho, cuando nos separamos, Rosa y Ana reforzaron su relación que no sé si se mantiene a estas alturas. En todo caso, no es esa Ana la que se vincula a Jim Croce, sino aquella veinteañera complicada –a la que quise mucho– que se empeñaba a poner casi continuamente el cassette de hora y media que llevaba siempre consigo. Y ayer, en las horas tontas del fin del domingo, esa música me la trajo de vuelta.