jueves, 30 de abril de 2009

Fazal Sheikh

El domingo, al final del telediario, la televisión me sorprendió con unas fotografías impactantes; rostros en blanco y negro cuyas miradas me atravesaban clavándoseme por dentro, me desasosegaban intensamente. La noticia era la exposición en la sala de la Fundación Mapfre de Madrid de la obra de Fazal Sheikh, un fotógrafo nacido en Nueva York en 1965 de ascendencia afgana.

Dice este hombre en su web que "una cosa es fotografiar a un grupo de gente y otra muy distinta intentar comprenderlos. Para eso se necesita tiempo y paciencia y un respeto innato ante la diferencia, el abismo que hay entre tu propia religión, ideología política, estatus económico, lenguaje, y los de la persona que está enfrente". Dice también que él, antes de poder fotografiar a alguien, necesita sentir empatía con esa persona. Y estas cosas que dice, viendo sus retratos, me parecen verdad.

En la presentación de la exposición madrileña se afirma que Sheikh "da la voz al otro". Cuando veo sus fotos, siento, en efecto, que esas personas desconocidas me hablan con torrencial elocuencia. Aunque no por la boca, sino por los ojos. Ojos grandes que expresan tanto y tan doloroso, tan emotivo, tan desgarrador.

Fazal Sheikh lleva más de veinte años recorriendo el mundo, esas partes del mundo (las más abundantes) que no solemos recorrer, en las que se viven vidas muy duras. India, África Oriental, Pakistán, Afganistán, Brasil, Cuba ... Se considera, más que un fotógrafo, un activista de los derechos humanos. Así, sus trabajos son proyectos con unidad temática e intención política, que agrupan fotografías y textos, gran parte las historias de los "modelos" contadas por ellos mismos.

Esos proyectos se convierten en libros, algunos de los cuales están disponibles en su web (imagino que en papel tendrán las fotografías a mayor tamaño y calidad). En mis ratos libres de estos últimos días he ido viendo y leyendo un par de ellos. Moksha, dedicado a la ciudad sagrada de Vrindavan, en el norte de la India, donde van a refugiarse las viudas, la "casta" más despreciada en la sociedad hindú. El otro, Ladli, trata sobre los crueles prejuicios contra las niñas, también en la India; de éste libro provienen los impresionantes rostros infantiles que he montado a modo de mosaico en la ilustración adjunta (recomiendo que se abra para ver las caras a mayor tamaño).

La exposición, la primera que se hace en España, dura hasta final de mayo. Si tengo ocasión de darme un saltito a Madrid en este mes próximo, ver esas fotos será una de las cosas que haré. Con lo me han impresionado en la tele y en la pantalla del ordenador, cómo será "al natural".


Most of the Time. Sophie Zelmani (Masked and Anonymous, 2003)

CATEGORÍA: Personas y personajes

lunes, 27 de abril de 2009

El peso de las consecuencias

La expresión es de Alice, la coprota de La soledad de los números primos (Paolo Giordano, Salamandra, 2009). El peso de las consecuencias, sí; porque las consecuencias son pesadas, tienen el abrumador peso de los pisapapeles, de las anclas, de tantas otras cosas hechas para impedir el movimiento.

Cualquier acto, el más nimio; lo inflas de ilusión, vocación de volatilidad. Pero no se puede evitar que tenga una argollita de la empiezan a colgar los eslabones, uno tras otro en peso creciente, de las consecuencias. Pronto la cadena es inamovible y ese acto alegre pasa a acotar los siguientes.

Hay que ser consecuentes, le decía su padre, o puede que fuera el profesor aquel del bachillerato o el cura del Opus que tanto le impresionó en un "retiro espiritual" cuando tenía trece años. O sea, llenarse la vida de pesos que jalonen nuestros trayectos, negar la posibilidad del vuelo. Madura ya de una vez.

Claro que tampoco hay que tomárselas demasiado en serio, las consecuencias. Si no, ¿cómo hacer nada? Profesar los principios aunque nos permitamos transgresiones hipócritas, todos saben mirar para otro lado cuando hace falta. La habilidad estriba en reconocer el intervalo de equilibrio. Es una habilidad social, dicen, necesaria para relacionarnos, para transitar por los complejos laberintos de la vida en comunidad.

El precio de la inconsecuencia ... ¿sería la soledad? ¿la de los números primos? Pero se es libre, se es capaz de volar. No siempre, qué va. Por algo la gran mayoría se atiene a las consecuencias, felicidad resignada, si se quiere, pero ya es algo. De todas formas, como los números, tampoco nadie elige ser indivisible (apechugar con el lugar que nos toca en esa espiral absurda).

Entonces, ¿habrá que legitimar el adoctrinamiento educativo? ¿Será verdad que lo hacen, lo hacemos, por nuestro, vuestro, bien? A lo mejor, aunque siempre sintamos el miedo. También la nostalgia de cuando sabíamos volar.


Moonlight. Maria Muldaur (Heart of Mine, Love Songs of Bob Dylan, 2008)

CATEGORÍA
: Reflexiones sobre emociones

viernes, 24 de abril de 2009

Pies (II)

Fueron sueños pedios; en todos, sus pies eran los únicos protagonistas y en todos se trataba de alguna metamorfosis. La primera noche, por ejemplo, veía sus pies, sólo hasta poco más arriba de los tobillos, descalzos sobre un infinito suelo de mármol blanco y frío. De pronto, muy despacio, los pies iban perdiendo volumen y ampliando superficie, como si la materia de la que estaban hechos se fuera derritiendo y extendiendo, hasta convertirse en una especie de suela plana que, pese a ser de mucho mayor tamaño que la huella original, mantenía idénticas proporciones. Durante todo el proceso, que duraba un rato largo, ella veía siempre el mismo plano, como si presenciara una película filmada con una cámara fija. Luego, cuando ya los pies eran aletas casi bidimensionales, en su mente se hacía un fundido en negro y pasaba un tiempo sin imágenes, hasta que volvía a empezar la misma secuencia, pero ahora desde otro ángulo, también con la cámara fija. Al despertarse, tuvo la sensación de haber soñado el extraño sueño más de una docena de veces; como si la noche entera la hubiese pasado alternando visionados oníricos con letargos ciegos y sordos. Claro que, se dijo, nadie puede medir la duración de los sueños; lo que ahora me parece tan largo habrá ocurrido probablemente en los breves instantes antes de abrir los ojos.

Esa mañana, sin embargo, cuando todavía no había soñado más sueños que el descrito, sucedió la primera de las catástrofes, suficientemente drástica para no dejar dudas de la gravedad irreversible de lo que se avecinaba. Desde que ella tenía memoria, al levantarse de la cama siempre, absolutamente siempre, había apoyado primero el pie derecho en el suelo. Esa tonta superstición se había convertido en una especie de rito íntimo de aseguramiento metafísico, como si la continuidad de su ser y de las circunstancias que lo acotaban y definían (del mundo en su conjunto) dependiera de que ella, cada mañana, apoyara primero el pie derecho y sólo entonces bajara el izquierdo. La rutina la tenía tan interiorizada que, independientemente de por cual lado de la cama hubiera de levantarse, sin la más mínima atención, siempre descolgaba antes el pie derecho; así día tras día, con la misma constancia con la que el sol amanece. Inténtese imaginar entonces, si se es capaz, la violencia de la sacudida que le supuso ver atónita que, mientras ella movía lánguidamente la pierna derecha hacia afuera, su pie izquierdo se lanzaba vertiginosamente tras ella y alcanzaba el parquet antes que su par.

El mudo se le detuvo, terror mudo, parálisis del pensamiento. Sentada sobre la cama, los codos en las rodillas, las dos manos juntas tapándose la boca (¿para evitar que se le escapara el alma?), la mirada angustiada fija en los dos pies, ambos ahora sobre el suelo, paralelos, como si nada pasara. En la composición del aire siente que está la ironía victoriosa de sus pies, el anuncio irrevocable de un desastre que, aunque no sepa en qué consiste, sabe que será definitivo. En esa posición, quieta, transcurrió mucho tiempo. Poco a poco, los calambres de la espalda despertaron al cerebro que empezó a titubear pensamientos, torpes criaturas intentando recuperar la agilidad desenvuelta de los días pasados. Cuando logró reconocerse en su pensar, el pánico a mover los pies, esos enemigos terribles, todavía la inmovilizaba. Hubo de armarse con una estrategia de acercamiento, verificada con tanteos progresivos y muy lentos. Ligeras torsiones del tronco, breves movimientos de tijera con las piernas, evitando que las vibraciones llegasen hasta los pies, tensar y aflojar los cuadriceps ... Por fin, tras inspirar profundamente, apoyando las manos sobre la cama, se alzó muy despacio sin desplazar los pies un milímetro, sintiendo como a medida que su cuerpo se acercaba a la vertical el peso iba transmitiéndose hacia las plantas. Por un instante, notó el amago del aguijón plantar pero el dolor no llegó a concretarse. Me están dando una tregua, pensó ella, y animada por esa idea, pese al miedo, se atrevió a iniciar el primer paso. Y, en efecto, no pasó nada extraño, aunque quizá lo extraño empezaba a ser justamente eso.

Durante los siguientes días vivió la que luego ella misma denominaría etapa de negociación. Sentía que cada uno de los muchísimos actos que conformaban su vida cotidiana era objeto de ponderación entre ella (pero, ¿quién o qué era ella?) y sus pies y requería de un consenso para confirmar su continuidad futura. Sin poderse explicar los métodos de medida, intuía que los acuerdos que se iban pactando resultaban de precisos ajustes, traducidos en concesiones alternas de una y otra parte. El punto en que cada día habría de cruzarse la calle, seguramente por su simbolismo iniciático, fue reclamado como decisión de los pies; ella obtuvo, a cambio, garantías de inmovilidad mientras estuviera sentada a su mesa de trabajo con compañeros de la oficina presentes. Y así, a medida que se sucedían los actos cotidianos se iba completando un contrato de coexistencia que merecía, en grado sumo, ser calificado de prolijo en cualquiera de las tres acepciones que el diccionario atribuye a este adjetivo. De todas formas, se trataba de un proceso gradual, como si tras sus primeras demostraciones de fuerza, los pies no quisieran precipitar los acontecimientos, permitiendo que ella, poco a poco, fuera acostumbrándose. Y lo cierto es que así ocurría, debido principalmente a que ella, afectada seguramente por el brutal impacto de la primera mañana, procuraba no pensar demasiado en lo que pasaba, aprendía a distraer su atención dejando que los actos se sucedieran con la mínima exigencia posible de consciencia. En el fondo, era su miedo quien cada vez más la iba aletargando en la indiferencia.

Y mientras así iban pasando los días, cada noche se repetía varias veces un único sueño, una metamorfosis de los pies vista desde diversos ángulos, pero siempre en encuadres fijos. Sucesivamente, soñó que sus pies se convertían en copas de árboles invertidas infinitamente ramificadas, en aceradas cuchillas que remolineaban plateadas como las de Eduardo Manostijeras, en sendos manojos de cables agusanados en trepidantes vibraciones, en esferas compactas de densidad gomosa que rodaban, botaban y hasta palpitaban como globos que se hinchan y deshinchan espasmódicamente, en fluidos viscosos que adoptaban formas indefinibles de un azul muy oscuro con múltiples iridiscencias inquietantes, y en algunas otras cosas para las que ella no encontró palabras con que describirlas. Todas las mañanas, al despertarse, se sentaba en la cama y con los ojos cerrados rememoraba el sueño reciente buscando que la sustancia de esas imágenes delirantes, una especie de gas tóxico, la impregnara por dentro hasta llegar a las células más recónditas. Ella sabía que así cumplía algún designio que no alcanzaba a entender, que así contribuía a su derrota final. Pero era ese el único modo de evitar el sufrimiento: que cada mañana un poco más, los sueños narcotizaran sus emociones. Ese ritual acababa cuando se sorprendía en la cocina, sacando la cafetera, sin recordar cómo se había levantado ni, desde luego, cuál pie había sido el primero en tocar el suelo.


Foot of Pride. Bob Dylan (The Bootleg Series_ Rare And Unreleased, 1961-1991)

CATEGORÍA: Ficciones

jueves, 23 de abril de 2009

Pies (I)

Empezó con el dolor en la planta y en el talón. Fascitis, le dijeron; compresas frías, masaje, reposo. Sí, esos tratamientos lo mejoraban, pero el dolor no se terminaba de ir; remitía sin desaparecer, como si se agazapara atento a una nueva oportunidad para revelarse. No obstante, nunca llegó a ser excesivo, molestia dolorosa más que un sufrimiento inaguantable, de esos que te inutilizan, que te impiden pensar en otra cosa que no sea el dolor en sí y cómo suprimirlo. No era el caso; se resentía cuando, tras un rato de estar sentado, se levantaba. Al apoyarse (mucho peso, pensaba, le sobraban demasiados kilos) sentía el pinchazo ardoroso desde las plantas, en sendos puntos centrales, como si se los atravesaran con agujas. Sólo un momento, ese instante exacto en el que el peso del cuerpo se transmitía al suelo. Luego, inmediatamente, el pinchazo se iba distribuyendo por la superficie de la planta del pie con precisión matemática. Entonces se movía y al caminar el apoyo del talón absorbía una dosis mayor pero soportable. Poco a poco, tras los primeros pasos algo dubitativos, el ritmo se iba acelerando, empeñado en negar el dolor, en no permitirle que impusiera condiciones. Cuanto más y más rápido andaba, más sentía que el dolor se acorralaba, próximo a la derrota. Pero, como con las distintas terapias, no terminaba de desaparecer. Al cabo de unos días, entendió que sus pies le estaban diciendo algo.

Sin embargo, no tenía tiempo de atender mensajes quejosos, y menos desde tan abajo. Ella seguía caminando rápido cuando caminaba y, entre medias, mucho tiempo sentada. Llevaría ya una semana cuando se dio cuenta de que eran sus pies quienes elegían el camino. No es que la llevaran por una ruta distinta a la que quería; digamos que su voluntad había marcado un recorrido que sería una banda dentro de la cual caben muchos itinerarios precisos y era la línea concreta entre todas las posibles la que sus pies decidían. A lo mejor llevaban tiempo practicando ese limitado ejercicio de autonomía y ella no se había dado cuenta, porque caminaba ensimismada en tantos y tontos pensamientos. La primera vez fue una mañana; como todas, hacía el recorrido desde la parada hacia la oficina, un paseo de tres cuadras por una única calle que, en algún momento, exigía cambiar de acera. Sin que ella prestara atención, los pies giraron para cruzar la calzada y de pronto, al notarse cambiando de orientación, pensó que quería seguir unos pasos más por ese lado. El cerebro, sin casi esfuerzo, como corresponde a un acto que se asume como natural, ordenó a los pies el cambio de rumbo, pero los pies, sorprendentemente, siguieron cruzando la calle y en un momento estaba caminando por la otra acera.

Desconcertada, se dio cuenta de que seguía caminando, a pesar de que no estaba queriendo caminar. Más bien, lo que sentía es que había dejado de ordenar a sus músculos que se movieran, concentrando su atención en el extraño incidente, pero éstos seguían a su ritmo, como si gozaran de voluntad propia o al menos les durara una inercia derivada del impulso inicial. Desde luego, no podía decirse que estuviera muy ágil de reflejos sino todo lo contrario. Pero mientras sus pensamientos se le presentaban aturullados, lo cierto es que seguía andando. De pronto, ya a pocos pasos de la oficina, ser consciente de eso le produjo una tremenda sensación de angustia y quiso pararse. Entonces, no es que dejara de ordenar a sus piernas que caminaran, sino que se concentró, con la voluntad de un desesperado, en exigirles que se pararan, transmitió desde sus neuronas mensajes de freno y sintió el esfuerzo de los músculos tensándose progresivamente hasta la máxima resistencia justo en los pies. Y al detenerse (porque sí, se detuvo) volvió de pronto el dolor intenso, de aguja atravesadora y ardiente desde el centro de ambas plantas. Se quedó quieta unos segundos, sin saber qué pensar, sin saber qué hacer. Luego se dijo que bueno, que qué cosa más rara, que ya tendría que estar en el trabajo. Y según lo pensaba, los pies se pusieron en movimiento sin que le quedara nada claro si era ella quien había decidido reanudar la marcha.

Pasó casi toda la mañana embargada por una incómoda sensación mezcla de un miedo difuso, torpeza mental (parecida a la del principio de una borrachera) e intriga. Trató de concentrarse en el trabajo y, aunque sus errores fueron bastantes más de los habituales, el esfuerzo autoimpuesto fue paulatinamente disolviendo la preocupación por el comportamiento de sus pies. De hecho, pese al desconcierto y sin necesidad de meditarlo mucho (tampoco es que ella fuera de largas reflexiones), había optado por tratar de olvidarse. Lo ocurrido no podía haber sido sino una especie de alucinación, llevaba una temporada con mucho estrés, estaba cansada. Procurar pues relajarse para que su cuerpo no volviera a gastarle nuevas bromas de tan poco gusto; ir al médico y hablarle de su agotamiento, del dolor de pies. Nada más, que tampoco es que se estuviera volviendo majara.

Hacia el final de esa jornada, sin embargo, los pies volvieron a hacer de las suyas y esta vez ni siquiera se dio cuenta hasta que Polo le pidió que parara ya, que hacía demasiado ruido. Llevaba, eso le dijo, un buen rato zapateando frenéticamente como si los pies se creyeran baquetas de un batería de rock entregado a un solo delirante. Se disculpó azorada y detuvo el bailoteo, ahora con mucho más esfuerzo, tanto que, por unas décimas de segundo, mientras percibía (casi como si lo estuviera viendo) el vertiginoso intercambio de mensajes, órdenes y réplicas, dudó de la capacidad de su cerebro para obligar a sus pies rebeldes a que se estuvieran quietos. Pero lo logró, a costa, eso sí, de un nuevo y más intenso pinchazo en las plantas y, sobre todo, del miedo que volvió a imponerse, a paralizar casi todos sus pensamientos. Entendió enseguida que ésta había sido una concesión de sus pies, quizá para no avergonzarla en público; sintió con la evidencia con que se sienten algunos procesos orgánicos que los pies reivindicaban su autonomía, que esta singular revolución no había hecho más que empezar. Asustada, le pidió a Polo que la llevara en coche hasta su casa; me duelen mucho los pies, le dijo.

La tarde, la que luego recordaría como la del primer día (si bien hay que insistir en que los primeros dolores, esos que pensó que eran fascitis, los tenía desde una semana antes), la pasó acostada. Casi todo el rato estuvo mirándose los pies, vigilándolos a la espera de que hicieran algo raro, de descubrir cualquier signo que le permitiera entender lo que pasaba. Pero sólo hubo ligeros balanceos como temblores de hojas, nada que pudiera distinguirse de movimientos reflejos; ¿o acaso eran guiños irónicos de los pies? Luego, esa misma noche, aparecieron los sueños.


Let Me Die in My Footsteps. Bob Dylan (The Bootleg Series_ Rare And Unreleased, 1961-1991)

CATEGORÍA: Ficciones

lunes, 20 de abril de 2009

Beer-pong

Resulta que existe un juego, hasta hace pocas horas desconocido para mí, llamado beer-pong o beirut. Con ese nombre es fácil deducir que proviene de países anglosajones, en concreto de los Estados Unidos y Canada, donde por lo visto goza de mucha popularidad entre los chavales (salvando las distancias, correspondería a los grupos que, entre nosotros, ejercitan el botellón).

Si bien las reglas varían y carecen de la oficialidad que aportaría la institucionalización del juego (o sea, no existe una federación o algo similar), la idea básica del beer-pong sería la siguiente: dos equipos a ambos extremos de una mesa alargada en los que se disponen triangularmente seis o diez vasos mediados de cerveza; alternándose, cada equipo lanza una pelotita de ping-pong intentando meterla en alguno de los vasos y, cuando lo logra, el contrario ha de beberse la cerveza que contiene; obviamente, gana el equipo que logra que sus contrincantes se beban todos los vasos.

Como en cualquier otro ejercicio, jugar bien al beer-pong exige un dominio de las técnicas básicas así como desarrollar estrategias adecuadas al oponente. Descubro así, por ejemplo, que se han definido tres tipos de lanzamiento, llamados el tiro con arco, el de pelota rápida y el bote; el dibujo anexo es lo suficientemente ilustrativo como para ahorrar aclaraciones, salvo la de que no parece que el tipo de tiro condicione el desarrollo de una partida. De otra parte, como no podía ser de otra forma tratándose de los gringos, resulta que abundan los equipos estables y existen diversas ligas y torneos a lo largo de los USA, que culminarían en las World Series of Beer Pong, que se celebran en Las Vegas y en enero de este año han vivido su cuarta edición.

Naturalmente, la popularidad del juego ha aparejado que se oigan las habituales quejas de los protestones de siempre, el establishment que frunce el ceño en cuanto ve chavales divirtiéndose. La puritana sociedad yanqui se escandaliza porque implica consumo de cerveza (seguro que la versión con cocacola no tuvo el mismo éxito). Incluso se ha solicitado su prohibición con la excusa de que el beer-pong propicia el contagio de herpes. Pero estos agoreros no han impedido que los practicantes y fanáticos de este juego sigan creciendo ¿cuándo podremos verlo entre nosotros?

Hasta que llegue tan ansiado momento, lo que debemos hacer es practicar. Afortunadamente, se necesita bien poco: vasos y pelotas de pingpong. Provistos del material, en vez de perder el tiempo en otras actividades que difícilmente nos aportaran tantas satisfacciones como el beer-pong. Se trata de un ejercicio muy agradecido que, a la vez que nos permite desarrollar habilidades fundamentales (la paciencia, la puntería, la concentración, la imaginación, la estrategia, la visión espacial, y muchas más) contribuye, a medida que lenta pero inexorablemente mejoran nuestras habilidades, a reforzar la autoestima. Evidentemente, hay que dedicarle tiempo; ojalá que dispusiera de tanto (demasiado, como reconoce él mismo en su web) como este chaval, cuyo dominio del juego es extraordinario: una especie de globe-trotter del beer-pong, tan bueno que perfectamente podría ganar el torneo de Las Vegas manteniéndose abstemio.


CATEGORÍA
: Curiosidades dispersas

sábado, 18 de abril de 2009

Piratería internáutica

En los últimos tiempos no paran de conocerse noticias relacionadas con el acoso y derribo a las descargas por internet. Parece que Francia (Sarkozy y madame) tiene a punto de aprobación una norma legal que, al modo de los puntos del carné, cortará la conexión a internet al usuario tras tres avisos de la Administración (que vigila a todos y cada uno para saber qué estamos haciendo a través de nuestros ordenador); en Suecia acaban de condenar a un portal (The Pirate Bay) como culpable de "intermediación" en infinidad de delitos contra la propiedad intelectual, al facilitar ficheros bit-torrents de películas, canciones, etc y permitir la búsqueda de los mismos; en España, la SGAE sigue presentando de forma incansable demandas civiles contra webs que ponen a disposición de los malvados internautas material protegido ...

Es evidente que la generalización de internet y la posibilidad tecnológica de digitalizar y transmitir los contenidos (separándolos de su soporte material) han puesto en gravísimo peligro el sistema tradicional mediante el cual todos los agentes involucrados en la producción (y no sólo producción) de esos contenidos cobraban dinero. La "cultura" generaba dinero proporcionalmente al número de soportes físicos que se vendían (o alquilaban). No obstante, siempre se ha podido consumir sin pagar, o casi sin pagar. Hay bibliotecas, la música se oía en la radio, la tele daba (con atraso, claro) las pelis. Además, siempre te podían prestar un libro, un disco, un video ... Y copiar: las fotocopias de textos universitarios, las cassettes variadas que grabábamos un grupo de amigos juntando los discos de todos, la colección de videos grabados de la tele (atento a dar a la pausa en los anuncios) que ya no me vale para nada.

Pero, antes de internet, el número de personas que por término medio "consumía" un soporte físico cultural era necesariamente limitado. Yo compraba un CD y lo podía compartir con mi grupo de amigos (y aprovecharme de los que ellos compraban, claro). Mientras mi grupo de amigo fuera de 10, 20 hasta cien personas, no pasaba nada. Pero internet hace que ese grupo (ya no de amigos) alcance los cientos de miles o millones de personas. Lógicamente, si puedo consumir gratuitamente el producto cultural que quiero casi con la misma calidad que obteniéndolo a través de los canales comerciales habituales, ¿por qué habría de pagar por ello? Sólo hay dos razones: la primera de índole ética (si no pagas, estás robando a los creadores y contribuyendo a que desaparezca la cultura); la segunda proviene del miedo (si no pagas te castigarán). Naturalmente, para posibilitar el castigo se ha criminalizado la "piratería informática", ya desde el propio nombre. Y así cada vez se consideran más cosas delictivas con el agravante de que la potencialidad de los delitos justifica la vigilancia de lo que hacemos en la red. Me parece que, en este afán, están llegando quizá demasiado lejos; porque es o será delito (que no lo sé) no sólo prestar un contenido informático, sino también guardarlo en servidores públicos y, por supuesto, indexar esos servidores para que, mediante buscadores, se pueda saber lo que hay en ellos (y luego, claro está, bajárselo).

El argumento ético seguramente tiene gran parte de verdad, pero desde luego que no toda. Esas razones, además, suenan bastante falsas en boca de "autores" cuyas obras no me da la sensación que sean de las más pirateadas (ni vendidas, naturalmente). De otra parte, me pregunto: ¿alguien dejará de producir "cultura" si no la comercializa tal como tradicionalmente se ha hecho? No lo creo; creo, más bien, que la "piratería" lo que amenaza de verdad, más que a la cultura, es al sistema de comercialización. En cuanto a la segunda razón, la del miedo, supongo que funcionará a saltos pero, como cualquier intento de tapar una olla a presión, todas estas medidas irán siendo desbordadas por la propia lógica del desarrollo y generalización de internet. Además, seguir por ese camino represivo, con la excusa de proteger la cultura (los derechos de propiedad de quienes dicen hacer la cultura), lleva inexorablemente a invadir terrenos muy peligrosos que no son nada recomendables para la libertad de una sociedad. Ya sé que suena muy ingenuo, pero me gustaría pensar (y pelear por ello) que internet va a seguir creciendo como un espacio de libertad, lo menos controlado posible. Aunque históricamente siempre las autoridades han intentado prohibir o limitar el acceso a todos los medios y ámbitos de libertad, de acracia.

A mí -ya lo he comentado en varias ocasiones- internet me parece una maravilla; un instrumento que nos abre posibilidades casi infinitas. Quizá porque me ha cogido con edad suficiente soy capaz de asombrarme ante lo que significa, no como tantos más jóvenes que lo ven como algo casi natural. Y, desde luego, una de las cosas que me entusiasma es tener a mi disposición casi la biblioteca borgiana (que es también filmoteca, discoteca, fototeca y cuantos tecas queramos añadir). Casi estamos ante el sueño de cualquier anarquista utópico de las primeras décadas del siglo pasada en lo que se refiere al acceso generalizado a la cultura. ¿Cómo no sentirse gozoso? Puedo entender que quienes viven de los "negocios culturales" se sientan robados porque por culpa de internet la gente compre menos (mucho menos, incluso) sus productos. Sin embargo, estos perjuicios individuales me parecen muy inferiores al beneficio público que supone este acceso generalizado a la cultura. Por eso, lo que me gustaría es que se busquen otras formas de remunerar a los productores de los contenidos; y hacia ahí imagino que irán los tiros, por muchos experimentos represivos que antes habremos de sufrir.


CATEGORÍA: Blogs e Internet

martes, 14 de abril de 2009

Diálogo en el tranvía

  • Él: ¿Así que al final fue a tu casa?
  • Ella: Sí, ayer.
  • Él: Pero, ¿estaban tus padres?
  • Ella: Sólo mi madre. Pero estuvimos en mi cuarto.
  • Él: ¿Tiene pestillo tu cuarto?
  • Ella: No, cerré la puerta. Mi madre nunca va a entrar si tengo la puerta cerrada.
  • Él: ¿Y no se mosqueó?
  • Ella: Me preguntó luego que quién era. Le dije que un compañero de la facultad.
  • Él: Si debe tener casi cuarenta tacos ... ¿Se lo creyó?
  • Ella: Supongo. De todos modos, me fui casi enseguida después de él.
  • Él: Tía, ¿y no has aceptado?
  • Ella: No, ya te lo dije. ¿Acaso a ti te parece bien?
  • Él: ¿No me decía que andabais mal de dinero?
  • Ella: Sí, bueno. Tampoco es que esté pasando hambre.
  • Él: Ya, se nota (risas de ambos). Tú padre, ¿en qué curra?
  • Ella: Desatascos; la empresa, ¿la conoces?
  • Él: No, ¿cómo que desatascos? ¿Fontanería?
  • Ella: Sí, eso.
  • Él: ¿Y entra mucho con ese curro?
  • Ella: No, qué va. Las cosas están chungas. Y mi madre ya lleva más de tres meses sin que le salga nada. La hipoteca todos los meses. Mal, mal ... (pone cara preocupada)
  • Él: Pues tía, no te entiendo. En mi casa entra bastante y yo me preocupo por veinte euros. Joder, son cien euros, y sólo por mirar. (Le toca brevemente la rodilla)
  • Ella: (sonríe) Yo no puedo ... No sé, no podría, qué vergüenza.
  • Él: Entonces le dijiste que no ...
  • Ella: Sí (sonríe tímida) ... Bueno, pero él me dijo que si de todas maneras podríamos quedar algún día, si no me importaría que me invitar a cenar o así, como amigos ...
  • Él: O sea que a lo mejor es que sí ...
  • Ella: No, me da vergüenza sólo de pensarlo. ¿Por qué sonríes? (ella sonríe también, con timidez fingida, en claro coqueteo).
  • Él: Nada, me alegro de que me lo cuentes.
  • Ella: Confío en ti, eres mi mejor amigo (le aprieta un instante la mano). Si quedara con él, ¿tú me acompañarías?
  • Él: (Titubeando) Sí, claro ... Pero él no iba a querer.
  • Ella: Bueno, ya hablaremos.
La conversación cambió de tema, pasaron a hablar de un examen inminente de la facultad; deduje que ambos estudiaban económicas (tercero o cuarto). Chico y chica de unos veintitrés años. Él delgaducho, rubio y desaliñado; ella, algo gordita, pero apetecible, rasgos achinados, morena, de ojos y sonrisa chispeantes. Habían subido al tranvía en la parada del Campus Universitario, hacia las siete y media de esta tarde, y se vinieron a sentar junto a mí; el chico en el asiento adyacente, ella enfrente. Yo iba leyendo (la última novela de Roncagliolo) e imagino que les debí resultar invisible. La conversación, suprimidos varios balbuceos, circunloquios y derivaciones intrascendentes, fue más o menos la que he transcrito. Mi impresión es que a ella él le gustaba más de lo que ella le gustaba a él. De otra parte, se notaba que a él, lo que ella contaba, le ponía (morboso que era el chaval), por más que mantuviera una pose indolente. Lo que no me atrevo a aventurar es sí la chica le estaba encajando una patraña o, como me pareció interpretar, había establecido contacto con un tipo de mediana edad que le ofrecía cien euros por "sólo mirar". Casualmente, la chica se bajó en la misma parada que yo (él continuo en el tranvía); por un momento estuve tentado de seguirla, pero opté por irme a mi casa a ver el fútbol.


CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

sábado, 11 de abril de 2009

Tristán da Cunha

Estos días de Semana Santa, a diferencia de otros años, no he salido de viaje, pero como una forma entretenida de desconectar, estoy haciendo turismo mediante GoogleEarth e Internet. No es lo mismo, desde luego, pero no deja de ser tremendamente interesante descubrir y curiosear sobre sitios que es bastante probable que no visite nunca. Se me ocurre que podría abrir una sección del blog dedicada a estas excursiones exóticas. Aunque los míos no sean viajes tan extraordinarios como los de Verne, compartirán la misma naturaleza virtual (en mi caso, con la enorme ventaja que da internet, de la que no pudo disfrutar el bretón si bien llegó a imaginarla). Así, por ejemplo, decido desplazarme a la isla que ostenta el curioso título de ser el lugar poblado más remoto del mundo. Me refiero a Tristán da Cunha, la mayor de las tres que conforman el archipiélago de su mismo nombre, situada en el medio del Atlántico Sur, a 37ºS y 12ºW. Como se ve en el mapa de situación que adjunto, dista unos 2.800 km de Ciudad del Cabo y 3.300 km de Río de Janeiro; algo más cerca, a unos 2.400 al norte, está la isla de Santa Helena (en la que murió Napoleón), la capital administrativa del Territorio británico de Ultramar del que forma parte Tristán da Cunha.


Se trata de una isla sensiblemente redonda, de unos diez kilómetros de diámetro, que no llega a alcanzar los 100 km2. Es un volcán, con un cono central pelado (el pico se llama Queen Mary, de 2062 m) y unas laderas boscosas que llegan hasta el borde marino con acantilados. En este esquema geomorfológico general destacan algunas pequeñas plataformas de isla baja, tendidas hacia el mar, como la situada al noroeste, que es donde se dispone el asentamiento humano, que tiene el pomposo nombre de Edimburgo de los siete mares (271 habitantes). Aunque estamos a más de siete mil kilómetros, la apariencia de la isla, en fotografías tanto aéreas como "pedestres", me ha recordado a las Canarias occidentales. De hecho, esta misma impresión le debieron transmitir a Edgar Allan Poe y así la plasmó en el relato de su intrépido Arthur Gordon Pym (1838):

Este archipiélago, ya muy conocido y que consta de tres islas circulares, fue descubierto primeramente por los portugueses, y visitado después por los holandeses en 1643 y por los franceses en 1767. Las tres islas forman en conjunto un triángulo, y distan unas de otras como diez millas, existiendo entre ellas anchos pasos. La costa en todas ellas es muy alta, especialmente en la de Tristán de Cunha propiamente dicha. Ésta es la más grande del grupo, pues tiene quince millas de circunferencia, y tan elevada que se la puede divisar, con tiempo claro, a una distancia de ochenta o noventa millas. Una parte de la costa hacia el norte se eleva a más de trescientos metros perpendicularmente sobre el mar. A esta altura una meseta se extiende casi hasta el centro de la isla, y desde esa meseta se alza un elevadísimo cono como el de Tenerife. La mitad inferior de este cono está cubierta de árboles de gran tamaño; pero la región superior es roca desnuda, por lo general oculta entre las nubes y cubierta de nieve durante la mayor parte del año. No hay bajos fondos ni otros peligros en los alrededores de la isla, siendo las costas notablemente escarpadas y de profundas aguas. En la costa del noroeste se halla una bahía, con una playa de arena negra donde puede efectuarse con facilidad un desembarco con botes, siempre que sople viento del sur. Allí se puede uno procurar en seguida gran cantidad de agua excelente, y también se pesca con anzuelo y caña bacalao y otros peces.

Este pedacito de tierra en medio de la inmensidad marina estuvo deshabitado (me refiero a nuestra especie) hasta principios del siglo XIX. Durante los últimos casi doscientos años un pequeño grupo de personas, de un todavía menor número de familias, han logrado sobrevivir y constituir una comunidad estable que se muestra orgullosa de ello (y supongo que no les falta razón). Me llama la atención, por ejemplo, que desde sus orígenes, los tres primeros colonos (sólo de uno de ellos perviven descendientes) sellaron un acuerdo mediante el cual la comunidad se regiría por una especie de comunismo cooperativo, carente de estructuras jerárquicas de autoridad (aunque no se abolía la propiedad privada). En la actualidad, según dicen en su página web, se siguen manteniendo esas reglas igualitarias, lo que se traduce en un reparto equitativos de las parcelas de cultivo, así como de la cabaña y los pastos, y en la existencia de una especie de pluriempleo generalizado con una organización muy flexible del tiempo. Agricultura, ganadería, caza y pesca de supervivencia; manufactura para la exportación de langostas; edición de sellos para coleccionistas; algo de turismo y comercio; trabajos asalariados entre ellos y para el gobierno; remesas que llegan desde el exterior ... Una economía mixta muy diversificada; muchos poquitos que parece que bastan (en la actualidad) para mantener al pequeño grupo humano contento y boyante.

La administración de la Isla se ajusta a las leyes británicas y cuenta con un representante de su graciosa majestad que las aplica, pero también hay leyes propias (que en caso de conflicto prevalecen sobre las inglesas), así como un consejo de isleños de trece miembros que comparten las tareas de gobierno. Una de las funciones que compete a este Consejo Insular de gobierno es, por ejemplo, autorizar el acceso de visitantes a Tristán. Si uno quiere ir a la isla no puede plantarse en Ciudad del Cabo (que es de donde salen los barcos) y viajar allí, sino que previamente ha de solicitarlo al administrador aportando información personal y esperar la aceptación de los isleños. No parece que tengan muchas ganas de convertirse en un destino turístico, aunque cuentan con seis pequeñas casas destinadas al alojamiento de visitantes (a 20 libras por persona y noche; muy barato) y presumen de ser muy hospitalarios. De otra parte, no se permite a ningún foráneo adquirir propiedades inmuebles en Tristán ni establecerse de forma definitiva, aunque (según dicen) muchos lo hayan intentado envidiosos de una organización social a la que califican de utópica. En este sentido, los últimos habitantes del exterior que llegaron a la isla fueron dos italianos en 1892. A partir de entonces, parece que no ha habido aportación genética exterior; curioso, ¿verdad?

Como he dicho, he pasado un buen tiempo fisgando virtualmente esta isla y leyendo sobre ella y sus habitantes (al final del post dejo una lista de las páginas web referidas a Tristan da Cunha). El sitio posee una naturaleza -fauna, flora y gea- espléndida (véanse esos pingüinos autóctonos que parecen punkies) y un clima bastante privilegiado. La "antropización" del territorio, dado el pequeño número de habitantes, es obviamente limitada; además, los resultados de la actividad humana son de alto interés etnológico, tales como, por ejemplo, los campos de patatas (Potato Patches). Pero lo que a mí me asombra sobre todo es el empeño y constancia de ese pequeño grupo de humano de sobrevivir en ese volcán aislado en el océano. Uno se lee la historia de estos últimos dos siglos y no hace falta tener demasiada imaginación para entender lo duras que han tenido que ser las vidas de estas gentes (y, aunque menos, deben seguirlo siendo; en ese sentido es relevante el dato del consumo de whisky: 300 botellas a la semana). En fin, aunque como ya he dicho no creo que nunca llegue a visitar este archipiélago (suponiendo que me autorizasen), lo que desde luego tengo claro es que no sería capaz de vivir en esas condiciones.

PÁGINAS DE INTERNET PARA QUIEN QUIERA CURIOSEAR SOBRE TRISTAN DA CUNHA

En primer lugar, las inevitables de la Wikipedia, que ya enlazo más arriba. Por supuesto, las de la wiki inglesa dan más información: la de Tristan de Cunha y la de Edimburgo de los Siete Mares.

Sin duda, la web con más información es la elaborada por la Asociación Tristan da Cunha del Reino Unido en colaboración con la propia comunidad isleña. Supongo que se puede considerar la Web Oficial de la Isla. Cuenta con un montón de secciones que dan una idea bastante detallada de cómo es la Tristán y la vida allí. Por supuesto, está en inglés; los capítulos a través de los cuales sintetizan la historia de la isla, como me han parecido especialmeente interesantes, los he traducido (sin excesivo rigor, he de reconocer) y están disponibles aquí.

Tristan da Cunha cuenta también, desde 2007, con un periódico online, el Tristan Times. Parece que la encargada es Sarah Glass, descendiente del primero de los colonos.

Hay una web muy curiosa (y muy bien diseñada) dedicada a las Islas del Atlántico Sur y subantárticas, con abundantes secciones dedicadas a Tristan da Cunha. Su autor es Paul Carroll, un inglés de 55 años que se ha dedicado durante muchos años a la sperforaciones petrolíferas en muchas partes del mundo y a quien le interesan estas islas remotas y también el rugby. La web me parece muy buena, sólo que me da la impresión que lleva tiempo sin actualizarse.

Si lo que se quiere es ver fotos, la mejor web es una llamada Tristan da Cunha 500 years, con 180 imágenes, de no demasiada alta resolución. En esta otra página se recoge una selección de fotografías de Roland Svensson, un artista que visitó la isla durante los 60, los 70 y los 80. Naturalmente, se pueden ver las fotos (no demasiadas) que aloja Panoramio y que están referenciadas en GoogleEarth. También se pueden encontrar algunas en Flickr si se escribe Tristan da Cunha (aparecerán varias de un grupo musical con ese nombre).

Por último (hay más, pero esto no es una tesis doctoral) he encontrado un blog ciertamente entretenido dedicado a cosas raras que el 29 de noviembre pasado, bajo el título ¿dónde exiliarías al líder inepto que ha arruinado tu país?, presenta un post sobre Tristan da Cunha.

CATEGORÍA: Sitios que probablemente no visitaré nunca

miércoles, 8 de abril de 2009

El Purgatorio (2). La aventura de Owein

Hacia mediados del siglo XII (hay distintas fechas según la fuente), el caballero Owein u Owain (nombre gaélico que se traduciría por Enio) regresa a su patria, la verde Irlanda. Owein tenía unos treinta y cinco años y hasta ese momento había ejercido de soldado al servicio de Esteban de Blois, quien reinó en Inglaterra de 1135 a 1154. El reinado de Esteban estuvo marcado durante muchos años por la guerra civil con Matilde, la legítima heredera, un periodo de profundo caos y violencias en casi todos los rincones ingleses. Cabe pues suponer que nuestro amigo Owein habría cometido no pocas barrabasadas, suficientes para que en su mediana edad se sintiera atenazado por los remordimientos y necesitara alguna redención que le diera paz espiritual. Como fuera, aparece por esas fechas en las cercanías del lago rojo (que eso es lo que significa Lough Derg) y acude en confesión al mismísimo Obispo. Recitados sus pecados, no obstante, la penitencia que el sacerdote le impone no le parece suficiente para alcanzar el ansiado perdón divino y reclama la licencia para acceder al purgatorio de San Patricio. Dicen algunas fuentes que el Obispo trata de disuadirle de tal intención pero el soldado arrepentido erre que erre hasta que obtiene el pertinente permiso.

Lo anterior no me resulta del todo convincente. Más me parece que Owein pretendía otear los misterios de ultratumba, bien por inquietudes espirituales o acaso por intereses más terrenos, como por ejemplo, usar la experiencia como acreditación personal para el acceso a ulteriores oficios. Así, pocos años después (hacia finales de esa década de los cincuenta del siglo XII), Owein se instalará en la abadía cisterciense de Baltinglass, sirviendo de intérprete irlandés para el abad inglés Gilbert de Louth. Este Gilbert, cuando regresó a Inglaterra, fue quien contó al ya citado Enrique de Saltrey la historia del asombroso descenso de Owein al purgatorio de San Patricio, lo cual demuestra cuánto le había impresionado. Puedo suponer que el antiguo soldado recurriera a su aventura para tener más fácil acceso a la orden benedictina, en la que acabó sus días. También, puestos a pensar mal, podemos suponer que buscaba fama y reconocimiento y, de ser así, no cabe duda de que lo logró pues su viaje se convirtió en un best seller con múltiples versiones durante los siguientes dos siglos.

Otro aspecto sospechoso ya desde el inicio de la aventura es que la de Owein sea la primera descripción del purgatorio de que se tiene noticia, pese a que se supone que el purgatorio estaba ahí al menos desde la época de San Patricio; es decir, que tenía unos siete siglos de antigüedad. Puede que algo haya tenido que ver que en la década de los 30 de ese siglo XII los Agustinos se hicieron cargo de las dos islas de Lough Derg y decidieran reavivar (¿o inventar?) la leyenda del purgatorio de San Patricio. Dos apuntes a tener en cuenta a este respecto: primero, San Agustín fue, sin duda, el principal Padre de la Iglesia que defendió la existencia del Purgatorio; segundo, es por esos tiempos cuando empieza a intensificarse muchísimo la práctica de las indulgencias, que llegará a los excesos que tanto indignaron cuatro siglos después a Lutero. Recuerdo que las indulgencias, obtenidas en muchas ocasiones mediante pagos a la Iglesia, consistían en la remisión de las penas temporales a cumplir después de muerto en el Purgatorio. Era pues importante que los fieles no dudasen de la existencia de este lugar y de cuan terribles eran allí los sufrimientos.

Pero sigamos con la aventura de Owein, a quien dejamos dirigiéndose a la isleta estación (Station island). Una vez allí, los agustinos le exigen que se pase quince días de ayuno y oración. Cumplido el ritual preparatorio (común a muchas otras experiencias místico-esótericas), Owein fue conducido por el prior a un claustro abierto en el que se encontraba, clausurado con una reja, el agujero que daba acceso a la cueva subterránea. Allí lo rodean trece monjes que le advierten de los graves peligros que le esperan y le insisten en que no debe ceder a las tentaciones de los demonios; pero sobre todo, le dicen, debe completar el viaje porque, de no hacerlo, los resultados serían desastrosos para su cuerpo y su alma. Para lograr el éxito, la fórmula más segura es invocar a cada momento el nombre de Dios. Podemos imaginar a estos monjes repitiéndole machaconamente las pertinentes instrucciones e incluso tratando de disuadir al temerario soldado de sus intenciones. Pero Owein estaba decidido así que, finalmente, se levantaría la reja y nuestro hombre empezaría a bajar los escalones que conducían a los territorios de ultratumba.

Nada más empezar a adentrarse en la cueva, le envuelve una densa nube de humo y oye las voces airadas de los demonios que le insultan y le urgen a dar media vuelta y regresar al mundo exterior. Owein no hace caso y sigue avanzando y enseguida se ve inmerso en una hoguera; imperturbable, invoca el nombre de Cristo y el fuego desaparece. A partir de entonces, la peregrinación de Owein consiste en atravesar diversos "campos de castigo" y ver en cada uno almas penando por pecados concretos. Llama la atención que, evidentemente, las ánimas eran percibidas en las habituales formas de los cuerpos humanos por más que fueran inmateriales (al menos esa era la teoría teológica desde siempre). Tal inmaterialidad, sin embargo, no impedía que sufrieran los dolores propios de castigos meramente físicos; pero tampoco es cuestión de ponerse a hilar fino con sutilezas. Es curioso también cómo Owein identifica perfectamente el pecado que corresponde a cada uno de los campos de castigo (recuérdese: parques temáticos del sufrimiento), pese a que éstos carecen de cualquier rótulo indicativo. Seguramente en la Edad Media había una simbología cuyas claves semánticas ignoramos los descreídos contemporáneos.

A medida que va pasando por cada campo, los demonios acusan a Owein de ser reo del correspondiente pecado e intentan someterle a los tormentos procedentes. Nuestro héroe, sin embargo, evita las amenazas con la infalible receta de invocar el nombre de Jesús. El primer escenario que le muestran los agentes satánicos es un amplio valle de tierra negra azotado por un viento gélido, donde almas heridas y desnudas de ambos sexos, culpables del pecado capital de la pereza, están clavadas boca abajo con garfios de hierro. En el siguiente campo, las ánimas en pena eran las culpables de gula y, al contrario que las anteriores, estaban amarradas boca arriba y eran atormentadas por dragones, tritones y serpientes. Viene a continuación otra área de castigo en la que las almas están colgadas de distintas partes de sus cuerpos (de nuevo valga la paradoja), algunas inmersas en fuego, otras sobre parrillas; se trata de ladrones y personas que dieron falsos testimonios (éstos colgados por las lenguas). Luego Owein se encuentra con una enorme noria a la cual están atados los avariciosos; la rueda gira metiéndoles y sacándoles del fuego. Después llega ante una enorme montaña desde la cual las almas de los rencorosos son arrojadas por un viento helado hasta un río de aguas ardientes y apestosas. Sigue una casa de baños con pozos de sulfuro y metal fundido en los que los demonios sumergen a los usureros y quienes han pecado contra la caridad.

De pronto, Owein se encuentra ante una sima de fuego, que piensa que es la entrada al infierno; los demonios se le abalanzan para hacerle caer, pero él vuelve a clamar a Dios y con su ayuda puede continuar su "tour de los horrores". Hay que decir que el caballero no recorre indemne todos estos campos del purgatorio, sino que sufre, aunque sea indirecta y limitadamente, las torturas que ve, lo que interpreta como un justo castigo a sus pecados, necesario para alcanzar la redención. De otra parte, los demonios que le acosan son criaturas espantosas, inspirados en los populares bestiarios medievales. Así, por ejemplo, unos monstruos de sesenta ojos y sesenta manos son los que intentan que Owein caiga desde un estrechísimo puente a un río ardiente y fétido. Se trata de la última y más terrible prueba; el soldado debe cruzar un puente que parece el filo de una navaja, mientras los demonios revolotean alrededor suyo tirándole piedras y otros le esperan en el agua para apropiarse de su alma. De nuevo, pronuncia el nombre de Cristo y el puente se va gradualmente ensanchando permitiéndole llegar sano y salvo hasta su extremo.

Owein ha alcanzado el Paraíso Terrenal y se le entrega un ropaje de oro que le sana de todas las heridas que ha sufrido al atravesar el Purgatorio. Después de las penas y sufrimientos, el héroe recibe el consuelo y la celebración entrando en un mundo reluciente de flores, joyas y cantos melodiosos; está con los "salvados" pero todavía no es el cielo, sino una especie de morada previa antes de llegar a la definitiva felicidad eterna. Estas escenas de gozo, contrapunto de los vivido hasta entonces, ponen punto final a la aventura del soldado irlandés.

Como ya he dicho antes, quien primero cuenta esta historia fue Enrique de Saltrey, en su Tractatus de Sancti Patrici, que tuvo tanto éxito y difusión que dio origen a diversas posteriores versiones, entre ellas la recogida en la Chronica Majora de Mateo de París y, sobre todo, la muy popular de María de Francia. El texto original (de finales del XII) circuló extensamente en las Españas desde los primeros años del XIII y fue traducido a todas las lenguas peninsulares. Así por ejemplo, se sabe que desde 1320 existió una versión en catalán de la que dispuso el rey de Aragón Juan I, muy amigo de este tipo de libros y poseedor de una rica biblioteca para su época. Refiero esto para enlazar con otro visitante del purgatorio irlandés, un catalán llamado Ramón de Perellós, quien siendo embajador de Juan I en París le había conseguido una versión latina del Tractatus. Pues resulta que Perellós fue uno de los sospechosos de estar involucrado en la repentina muerte en 1396 del rey cazador, razón por la cual viajó hasta Lough Derg con la intención de entrar en el Purgatorio, encontrar al monarca y proclamar su inocencia. Pero ésta es otra historia.


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domingo, 5 de abril de 2009

El Purgatorio (1)

Cuenta la leyenda que San Odilo (962-1048), quinto abad del monasterio de Cluny, dedicaba mucho tiempo y rezos para aliviar de sus penas a las ánimas de quienes en vida había conocido. Un día de esos años oscuros, un caballero que regresaba de Tierra Santa fue aventado por la tempestad a una pequeña isla, habitada sólo por un ermitaño. El penitente le contó al náufrago que ahí mismo, muy cerca (supongamos que en la otra vertiente de la isla) estaba el purgatorio, o al menos una sucursal de éste. Por las noches el buen hombre alcanzaba a ver furiosas llamas con las que los satánicos esbirros torturaban a la ánimas en pena, y oía lamentos desgarradores. Pero además de estos signos de dolor y sufrimiento que probablemente reafirmaban la pía vocación de santidad del eremita, éste también escuchaba con harta frecuencia reniegos malhumorados de los diablos quejándose del abad Odilio y de los frailes de su monasterio, quienes con tanto orar no cesaban de liberar cada día algún alma de su tormento. No nos dice Jacopo da Varazze, el autor de la famosa Leyenda Dorada, si alguno de ellos, el ermitaño o el cruzado, se atrevieron a llegarse hasta el lugar del que provenían las llamas y los ayes, y tal omisión no puede interpretarse sino como una negativa. Tampoco sabemos cómo el caballero encontró medio de regreso al continente, ni cuánto duró su estancia insular, ni si el religioso volvió con él (considerando que había ya acumulado méritos suficientes) u opto por quedarse en el terruño que, tras tantos años, debía considerar su propia morada, aunque tuviese vecinos un poquillo escandalosos. Lo cierto (bueno, tanto como que lo cierto) es que el caballero náufrago de cuyo nombre la historia no ha querido guardar recuerdo arribó a las costas provenzales y encaminó su viaje hacia el norte hasta llegar a la Abadía de Cluny y pedir audiencia a Odilo, Odilón u Odilio, que de las tres formas lo he visto escrito.

La entrevista, de haber sido, tuvo que ser antes del 998, pues esa es la fecha que la Iglesia reconoce como la de la institución de la festividad de difuntos. El abad llevaba pues poco tiempo en el cargo (desde el 994) y era todavía un hombre joven (en la treintena). Maravilla que en ese escaso tiempo hubiese adquirido tanto prestigio entre las ánimas y guardianes del purgatorio; no me sorprendería que Odilio, hombre de recursos sin duda, conociera algunas oraciones de singular eficacia. El caso es que al abad las noticias de la extraña isla hubieron de reconfortarle, reafirmando su voluntad de seguir rogando por los muertos, pero al mismo tiempo le hicieron darse cuenta de que en el purgatorio yacerían entre atroces castigos muchas ánimas por las que nadie rezaba, condenadas por tanto a sufrir en toda su duración e intensidad, sin oportunidad de ser liberadas antes de tiempo. Hombre eminentemente práctico, como corresponde a un organizador, decidió que el 2 de noviembre, el siguiente a la fiesta de todos lo santos, se consagrase a la oración por todos los difuntos, fueran o no conocidos, de modo que esos rezos llegaran de modo general a todas las ánimas olvidadas del purgatorio.

Unos dos siglos antes de que se escribiese la Leyenda Dorada, un monje cisterciense inglés, Enrique de Saltrey, divulga la historia del Purgatorio de San Patricio. Aquí se nos cuenta que cuando Patricio andaba evangelizando Irlanda, allá por los principios del siglo V, los nativos le dijeron que no estaban dispuestos a convertirse mientras el santo no les mostrase las penas y gozos de la otra vida, a los que tanto se refería para convencerlos. Así que el bueno de Pat se encerró en oraciones, vigilias y ayunos fervorosísimos hasta que se le apareció Jesús para, en medio de la noche y mediante teletransporte psíquico (imagino), llevarlo hasta una cueva; y Cristo le dijo a Patricio: "Cualquiera que, verdaderamente arrepentido, y constante en la Fe, entrare en esta Cueva, y estuviere en ella por espacio de un día, y una noche, saldrá purgado de todos los pecados con que haya ofendido a Dios en el discurso de su vida: y el que entrare en ella, no sólo verá los tormentos, que padecen los malos; mas también, si perseverare en el amor de Dios, las dichas, que gozan los bienaventurados". En este caso, conocemos con precisión el emplazamiento de esta otra sucursal del purgatorio: está en una pequeña isla (Station Island) en el medio de un pequeño lago (Lough Derg) del condado de Donegal, en el Ulster. Allí Patricio, más contento que unas castañuelas por las atenciones que Jesucristo le había dispensado, edificó un pequeño oratorio y cercó la cueva para que nadie pudiese entrar sin licencia del Obispo. El cronista apenas alude a los primeros tiempos de la cueva; no nos dice lo que vieron y sintieron quienes entraron, y zanja de mala forma el asunto con la siguiente frase: "Muchos en tiempo de S. Patricio entraron en el Purgatorio, los cuales volviendo, testificaron, que habían padecido graves tormentos, y visto grandes, e inefables gozos". La tradición de ese remoto rincón gaélico nos desvela, sin embargo, que pronto se formó allí una comunidad monástica encargada de cuidar la cueva y que se puso bajo la advocación de St. Dabheog. Los monjes que allí acudían pasaban un mes meditando en austeras celdas antes de entrar en el purgatorio para conocer cuál sería su futuro en la vida eterna.

Y así, sin alharacas, fueron pasando lo siglos. Tengo la sensación de que durante los siguientes quinientos años el purgatorio de ese rincón norteño estaba prácticamente olvidado. Pero llegarían los terrores apocalípticos del año mil y pese al suspiro colectivo al comprobar que el mundo no se había acabado, el purgatorio empezaría a ponerse de moda. Las malas lenguas ya estarán murmurando que mucho tenía que ver con las avaricias recaudatorias de la Iglesia. Entonces, hacia 1150, Enrique de Saltrey escribe en latín la historia del caballero irlandés Owein, y su manuscrito alcanza una espectacular difusión entre los copistas de la época, traduciéndose y recreándose en diversas lenguas (entre otras en castellano, a cargo de los colaboradores de Alfonso X). La temerosa cristiandad contaría ya desde entonces con vivas descripciones del purgatorio, ciertamente útiles para los loables fines moralizantes de sus pastores. Pero la audaz aventura del caballero Owein la contaré, para quien le interese, en una próxima entrega.


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viernes, 3 de abril de 2009

El universo elegante

Por recomendación de Lansky estoy leyendo El Universo Elegante, de Brian Greene. El autor, profesor de física y matemáticas en Columbia y uno de los más reconocidos investigadores actuales, va repasando las diversas construcciones teóricas con las que la Física, a lo largo de los últimos cien años, ha ido conformando la imagen del universo para luego describir la más reciente y revolucionaria de ellas, la teoría de cuerdas. El autor nos asoma a este impresionante ejercicio intelectual de comprensión y explicación de la realidad, si es que este término tiene todavía sentido a la luz de los sorprendentes postulados sobre la misma que nos descubre la Física.

Mi formación en física es muy limitada y, desde luego, no se sale de la concepción del universo establecida desde Newton. De las fuerzas de la naturaleza me bastó conocer la gravedad, por más que, como este libro me ha hecho darme cuenta, no supiera realmente qué era (me consuela enterarme de que tampoco Newton lo supo, pero él sí que sabía que no lo sabía). En menor medida (y con muchas lagunas) algo estudié sobre la electromagnética; pero nada me enseñaron de las fuerzas nuclear fuerte y nuclear débil, con las que me toparía ya muy de mayor. En cuanto a la materia, no pasé de los protones, neutrones y electrones, desconociendo hasta hace poco esas otras tantas partículas que conforman la materia e incluso la antimateria (hago excepción de los quarks, que de forma totalmente acientífica me presentó Italo Calvino hace ya bastantes años)

Entender cualquier teoría física post-newtoniana exige, de entrada, entender los fundamentos de las geometrías no euclidianas, ser capaz de moverse mentalmente en dimensiones que escapan (y superan) a las perceptibles. Empezar ya sólo por concebir qué significa, qué es realmente, el espacio-tiempo de Einstein a mí me resulta inaprensible; lo más que llego es atisbar muy ligeramente de qué puede ir la idea y enseguida, cuando trato de "perfilarla", se me desvanece como ocurre con los sueños al despertarse. Y no digamos si me pongo a tratar de entender mínimamente los postulados de la mecánica cuántica o las ideas básicas de la teoría de cuerdas. Son todos conceptos absolutamente contradictorios con nuestras referencias perceptuales, niegan no la lógica pero sí las expectativas de nuestros mecanismos mentales derivados de la biología, de la experiencia corporal propia de nuestra escala y dimensión.

Las personas capaces de entender de verdad estos asuntos me parecen de una inteligencia sorprendente, ya que superan los límites que parecería que tiene el cerebro; llevan sus procesos mentales a niveles para los cuales cabría suponer que el cerebro no está "diseñado". Pero qué decir de quienes son capaces de, además de entender, construir estas teorías, imaginar nuevas concepciones; ahí ya estamos, pienso yo, ante inteligencias supremas hasta lo inaudito. Y esos individuos son de la misma especie que yo, están hechos con los mismos componentes ... ¡Increíble!

Casi he acabado el libro citado (El Universo Elegante) y si me preguntaran por el porcentaje que he comprendido no sabría qué contestar. Supongo que me quedo con la "música" (lo cual, por cierto, resulta muy pertinente a la teoría de cuerdas) y con el silabeo confuso de las letras. Me quedo con una impresión muy general, como cuando te abren una puerta apenas el instante suficiente para echar un vistazo rápido al interior; crees haber visto cosas pero en cuanto tratas de concretarlas o entenderlas se te diluyen como líquidos entre los dedos. Naturalmente, sé que no tengo la suficiente formación matemática (ni física) para pasar de esta apreciación superficial. Pero no es sólo una deficiencia de conocimientos; es, ante todo, insuficiencia intelectual para acceder a esos conocimientos. Mi cerebro vale hasta donde vale; si pensar fuera comer, digamos que tengo un tenedor y lo que me ponen delante es sopa.

Leo en la wikipedia que Brian Greene ya era desde los cinco años un prodigio matemático y que aun así tuvo enormes dificultades para comprender los desarrollos matemáticos planteados por otra persona respecto a sus propias elucubraciones físicas. Imaginemos cómo debe ser el cerebro de este tipo y de esos otros genios que a lo largo de los años ha ido produciendo nuestra especie. Y luego los ves hablando y riendo (en youtube) y parecen gente normal. En fin, no puedo sino maravillarme.


Nota: El video que subo es el principio de un documental basado en el libro de Greene (y presentado por el propio Greene); muy interesante y, desde luego, más "fácil" que la lectura del libro.

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