domingo, 31 de agosto de 2014

El atrevimiento de la ignorancia

Desde siempre se sabe que los ignorantes tienden a creerse más sabios de lo que son o, en expresión que se atribuye a Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), que la ignorancia es atrevida. Si tiramos de citas se comprueba que este diagnóstico viene desde la antigüedad y, por ejemplo, encuentro una de Aristóteles que dice que el ignorante afirma y el sabio duda y reflexiona. Barriendo para casa, Baltasar Gracián (1601-1658), maestro de las sentencias breves y enjundiosas, señala que el primer paso de la ignorancia es presumir de saber, y muchos sabrían si no pensasen que saben. Naturalmente, todos somos ignorantes, nacemos siéndolo y, a medida que crecemos, se supone que vamos reduciendo poco a poco nuestra ignorancia y, a la vez, siendo conscientes de lo inmensa que es. De hecho, la ignorancia debería ser un acicate para el saber. Pensemos en la célebre hipérbole de Sócrates –sólo sé que no sé nada–, en boca de un hombre que justamente se caracterizó por intentar remediar su ignorancia. Pero para ello, se requiere ser consciente de la propia ignorancia, dudar incluso de lo que uno cree que sabe. Lamentablemente entre muchos ignorantes que, además de serlo, son estúpidos, no suele abundar esta conciencia. Y por eso la constatación de su atrevimiento. No hay más que escuchar a cualquiera de nuestros dirigentes políticos, tan seguros de lo que dicen.

Los ignorantes que ignoran su propia ignorancia existen, creo yo, debido a dos características bastante comunes en nuestra especie. De un lado, la pereza, porque aprender, ir colmando poco a poco nuestras ignorancia, requiere esfuerzo. De otra parte, el deseo de seguridad, necesario en muchas personas para no sentirse angustiosamente paralizado. Hay que tener unas ideas claras, incuestionables, que nos permitan actuar (y, sobre todo, justificar nuestras acciones). Desde luego, si pusiéramos en duda todo, si ante cualquier afirmación nos empeñáramos en verificarla, difícilmente haríamos nada "práctico", si es que no consideramos prácticos crecer en sabiduría. Además, corremos el peligro de ser excesivamente tolerantes, de que se afiance en nosotros una cierta repugnancia al maniqueísmo, de que nos volvamos unos peligrosos "relativistas morales". Esto es algo sabido también casi desde siempre y por ello a quienes nos gobiernan no es que les interese mucho fomentar las virtudes propias de la educación, sino más bien practicar el adoctrinamiento. Tampoco es que todos ellos –quienes nos gobiernan– sean malvados; la mayoría son simplemente ignorantes complacientes, justamente por ello más peligrosos.

Desde hace muchos años pienso (iba a escribir "tengo para mí", pero me he reprimido, Lansky) que la ignorancia y la estupidez (la segunda engloba necesariamente a la primera) son motores fundamentales de la historia de la humanidad que están erróneamente menospreciados. Desde luego, la ignorancia estúpida no es ningún impedimento para alcanzar puestos dirigentes, más bien como hemos comprobado en las últimas décadas, casi parece un requisito (¿cómo es posible, por ejemplo, que una persona de tan pasmosa estupidez como George W. Bush fuera presidente por dos periodos del país más poderoso del planeta?). Puede ser que los electores prefiramos gente ignorante (más cercana a nuestra propia ignorancia generalizada), pero también algo influirá que estos tipos tan seguros en su ignorancia sean mucho mejores para "hacer lo que hay que hacer", sin que se les planteen dudas o problemas de conciencia. De hecho, tengo la impresión de que en el actual mundo de la política a una persona con afán de saber le sería muy difícil desenvolverse, y muy probablemente abandonaría descorazonado incapaz de soportar ese juego de tópicos manidos que se dan por dogmas. En suma, que soy bastante pesimista en lo que se refiere a la regeneración de la clase política.

En fin, todo esto de la ignorancia es, como ya he dicho, sabido desde siempre. Aún así, en 1999 dos tipos del departamento de Psicología de la Universidad de Cornell (Nueva York), David Dunning y Justin Kruger, quisieron comprobar si era verdad; en concreto, quisieron confirmar una frase de Charles Darwin: "la ignorancia genera seguridad (en uno mismo) con más frecuencia que el conocimiento". Para ello diseñaron cuatro tests (uno sobre "humor", otro sobre "gramática inglesa" y dos sobre "razonamiento lógico") y se los pasaron a un número variable de estudiantes de psicología de la universidad (entre 45 y 84). Acabadas las pruebas les preguntaban a los chicos qué nota creían haber sacado. Los resultados mostraron que los más incompetentes tendían a sobrestimar la calificación obtenida, mientras que los que más conocimientos habían demostrado tendían a subestimar ligeramente sus notas. Según los experimentadores, los errores de los ignorantes tenían su origen en un exceso de seguridad en sus conocimientos (o en su ignorancia), mientras que los de los competentes se debían más a que tienden a sobrestimar a los demás (no sólo se calificaba cada examen sino la posición relativa). Este sesgo cognitivo, que se ha dado en llamar el efecto Dunning-Kruger, viene a confirmar que el ignorante no sabe que lo es y además no es capaz de reconocer los mayores conocimientos en los demás. Pero también pone de manifiesto algo que es quizá más grave: que quienes no son ignorantes (o no, al menos, en los abisales niveles de gran parte de la población) no ven en sus justos términos la ignorancia de los demás, tienden a sobrestimarlos. Y es natural; cuesta admitir que un tipo que ocupa un alto cargo, por ejemplo, sea tan ignorante como parece (por más que los hechos se empeñen en confirmarnos que así es).

El estudio de Dunning-Kruger fue publicado en diciembre de 1999 en el Journal of Personality and Social Psychology, y debió de causar un cierto revuelo que, a mi entender, no veo justificado. Sí me parece más apropiado que a estos "investigadores de lo obvio" se les concediera en 2000 el Premio Ig Nobel de psicología. Recomiendo encarecidamente repasar los trabajos que han sido merecedores de este satírico galardón (que se concede desde 1991 en la Universidad de Harvard) si se quiere pasar un buen rato de carcajadas. De todas maneras, coñas aparte, hay que reconocer que no está mal que haya gente que se dedique a corroborar con metodología rigurosa (si bien, la muestra me parece muy pobre en términos estadísticos) lo que es más que sabido. Primero porque podría ocurrir que ese conocimiento asentado resultara erróneo, y segundo porque nunca hay que perder la esperanza de que características frecuentes de nuestra especie puedan ir evolucionando a mejor a lo largo del tiempo, y para ello vienen bien estos ejercicios. No obstante, me temo que la estupidez humana es una de las notas caracterológicas que se mantiene con mejor salud; incluso me atrevería a decir que la ignorancia prevalece en nuestros días con más vigor que nunca.

 
Brute force and ignorance - Rory Gallagher (The Essential, 2008)

martes, 26 de agosto de 2014

El alcalde de Valladolid

El alcalde de Valladolid, preguntado en una entrevista radiofónica el pasado jueves 21 por las medidas recomendadas por el Ministerio del Interior a las mujeres a fin de prevenir agresiones sexuales, se descolgó con una perla característica de su incontinencia verbal (no en vano se le conoce como el Berlusconi pucelano) que ha levantado harto revuelo mediático, cuya magnitud –no nos engañemos– algo tiene que ver con que este hombre lleve cinco legislaturas seguidas como máximo regidor de la capital castellana. Dijo el señor León de la Riva que a él a veces le daba reparo meterse a solas en el ascensor con alguna mujer porque "imagina que hay una chica con ganas de buscarte las vueltas, se arranca el sujetador o la falda y sale gritando que le han intentado agredir".



No se trata, creo yo, de una declaración machista, por más que así la hayan calificado muchos y el popular alcalde cuente ya con un amplio repertorio de las que sí claramente lo son. Es que el ilustre edil, que probablemente se considera a sí mismo como un oscuro objeto de deseo de múltiples enemigos (no de deseo sexual, ojo, sino de ganas de hacerle la puñeta), piensa que, entre las muchas felonías que pueden intentar para perjudicarlo tantos miserables que andan sueltos en este país, una podría ser ésa que imagina, que lo acusen de agresor sexual. Todos hemos visto pelis o leído novelas en las que políticos honestos son desacreditados mediante encerronas de este tipo, recurriendo a mujeres ruines que se prestan a tan feas artimañas. No me extrañaría que uno de los motivos por los que Don Javier haya cesado en el ejercicio de su profesión de ginecólogo para dedicarse en cuerpo y alma a la ciudad del Pisuerga hubiera sido evitar que se le colara una falsa paciente con la intención de acusarle posteriormente de tocamientos deshonestos o algo por el estilo.

Así que seamos justos. En esta ocasión no le salió al alcalde su machismo (que no dudo que lo tenga bastante enraizado); tampoco pretendía ridiculizar el gravísimo problema de la violencia sexual hacia las mujeres (26 violaciones semanales en España durante 2013). Simplemente fue su miedo el que habló, un miedo que nace de una sensibilidad enfermiza, de estar obsesionado con que hay muchas personas obsesionadas con hacerle daño. De hecho, en la propia entrevista radiofónica deja traslucir ese temor patológico cuando se queja de que "aquí para meterse con el alcalde todo vale" (minuto 18). Por esto, creo que hay que tener un poquito de compasión con un hombre que sufre esta angustiosa disfunción perceptiva; no me parece bien aprovechar esta ocasión para crucificarlo mediáticamente e incluso escrachearlo. Ya soltará por su boquita otras declaraciones mucho más pertinentes.

Además, el alcalde se disculpó ese mismo día a través del twitter municipal. Bien es verdad que la disculpa está redactada en tercera persona ("El Alcalde quiere aclarar que se han malinterpretado sus palabras, sacándose de contexto, y pide disculpas a quien se haya sentido ofendido"), lo que es poco elegante y hace sospechar de su arrepentimiento. Tampoco parece que sea muy atinado afirmar que lo que dijo fue sacado de contexto (escúchese la grabación) porque casi todos los medios le citan literalmente y poco juego daba el asunto para descontextualizarlo. Pero bueno, lo que dejó claro Don Javier fue que él condena cualquier agresión sexual, sea de hombre a mujer o viceversa. Bien es verdad que no suele haber agresiones sexuales "viceversa" pero, en fin, que conste que el alcalde las condena todas.

Eso sí, lo que tiene que hacer el regidor pucelano es tratarse esa fobia o como se llame la disfunción psicológica que padece. Porque aunque muchos podamos comprender que es el miedo lo que provoca ese tipo de declaraciones, él ha de entender que en el contexto resultan, cuando menos, inoportunas. Si a uno le preguntan la opinión sobre una recomendación ministerial para que las mujeres sean cuidadosas al meterse en un ascensor, hablar de la obsesión personal pues como que no viene a cuento. Es más, los malintencionados que tanto abundan pueden pensar que estás restando importancia a las agresiones sexuales a las mujeres o incluso te acusarán de que insinúas que no pocas de las situaciones de agresión denunciadas son falsas. Llama la atención que sea la propia obsesión de no ser víctima de sus enemigos la que le lleve a caer en las fauces de éstos. Moraleja: cuando uno no quiere que lo machaquen, lo mejor es no salirse del tiesto; calladito estás más mono. Pero es que Don Javier –como también asegura en otro momento de la entrevista– si no dijera lo que piensa no sería él.

Y ahí está el quid del asunto (y me pongo un poquito más serio). Que probablemente (al menos tal es la impresión que me da) dice lo que piensa. Y conste que me parece muy bien que lo diga, aunque después de revisar unas cuantas declaraciones suyas y hacerme una idea de lo que piensa sobre la mujer, lo que no me gusta es lo que piensa. Pero, claro, yo no vivo en Valladolid y por consiguiente mi voto no influye en absoluto en que siga ejerciendo su cargo. En cambio, a un porcentaje muy significativo de vallisoletanos (prácticamente el 50% de los que votaron en las últimas municipales) no les debe parecer mal lo que piensa el alcalde (o, si no les termina de gustar, lo compensan con la aprobación de su gestión). E imagino que esto lo sabe (y lo calcula) Don Javier y quizá por eso cree que lo que dice no le supondrá desgaste ya que, al fin y al cabo, no hace sino poner voz a lo que piensan sus votantes. Puede que acierte, no lo sé; puede que, en efecto, haya en este país (y en Valladolid en concreto) una importante cantidad de población que piense lo mismo que él sobre la mujer. Si no, no me explico la seguridad que manifiesta sobre volver a ganar las próximas elecciones.

 
Lay lady lay - Cassandra Wilson (Glamoured, 2003)

Aprovecho este post para subir una de las más famosas canciones de Dylan (ya que el cantante le dice a la chica que se recueste en su gran cama de latón; pero no es para violarla, ojo). Aunque nobody sings Dylan like Dylan, la fantástica Cassandra Wilson, con su profunda voz, lleva este tema de leves aires country en su origen a la esfera del jazz, sorprendiendo muy gratamente. Aunque el disco es de 2003, lo he descubierto recientemente. 

sábado, 23 de agosto de 2014

Planos y mapas (y 3)

Hechas las disquisiciones etimológicas de los dos posts anteriores, vayamos a la discusión que los motiva. Resulta que en mi oficina hay dos geógrafos que opinan que los que en los documentos de planeamiento urbanístico son tradicionalmente llamados planos deberían denominarse mapas. En apoyo de su tesis sostienen que mapa es el término técnico preciso para las representaciones bidimensionales de un territorio cuando éstas se encuentran georreferenciadas. Dicho de otra manera, un dibujo será un mapa cuando cuente con coordenadas geográficas que permitan situarlo adecuadamente sobre la superficie de la tierra. Desde este planteamiento, un plano sería también una representación bidimensional pero sin georreferenciación.

Antes de seguir, he de aclarar que esta definición de mapa, tal como he comprobado en internet, es defendida mayoritariamente por los profesionales de la cartografía y del análisis de sistemas de información geográfica (SIG); es decir, tiene una fuerte componente gremial, muy vinculada a un determinado entorno disciplinar. Hoy en día los planos de urbanismo se hacen trazando rayas en ordenador sobre bases cartográficas que proceden de vuelos fotogramétricos, corregidos, digitalizados y adecuadamente georreferenciados. Así pues, un plano de ordenación de un Plan General, por ejemplo, es sin duda un mapa porque cada uno de los puntos de sus trazados queda precisamente situado sobre la superficie terrestre. ¿Hemos entonces los restantes profesionales que andamos en este maltratado oficio aceptar la propuesta de los geógrafos y dejar de decir planos para llamarlos mapas? No tan rápido; para abolir un término consagrado en la tradición (y en un abundante corpus legal y doctrinal) hay que tener muy buenas razones.

La primera podría ser que el significado de la palabra que usamos no se corresponda con el concepto que denomina. Esta condición se verificaría si tal como pretenden (aunque tímidamente) los sostenedores de la tesis ya explicada un plano no está georreferenciado (porque, si lo estuviera, sería un mapa). Ahora bien, de acuerdo a la definición del DRAE (véase el primer post) el plano, en efecto, no tiene porqué estar georreferenciado, pero no por estarlo deja de ser plano: toda representación bidimensional a escala de un territorio es un plano, esté georreferenciada o no. Es decir que, respetando las convenciones semánticas del Diccionario, todas las representaciones bidimensionales a escala de un territorio serían planos, y éstos se dividen en dos tipos: los que están georreferenciadas, que se llaman mapas, y los que no lo están (que no se llaman de ninguna manera o, si se quiere, planos que no son mapas). Es decir, como ya adelanté en el post anterior, los mapas serían un subconjunto de los planos.

Si admiten lo anterior, mis compañeros geógrafos habrán de reconocer que no es incorrecto llamar planos a los de los planes urbanísticos, pero aún así insistirían en que sigue siendo más adecuado denominarlos mapas, para que el propio nombre deje claro que están georreferenciados. En principio no me parecería mal, pero hago notar que ello requeriría que la normativa legal que regula la documentación de los planes obligase a que los planos estuviesen georreferenciados. De momento no es así, y tan legal es un plano de ordenación de un Plan General georreferenciado (mapa) como otro que no lo esté, y quizá por eso convenga mantener el nombre genérico de planos en lugar del de mapas. Pero la objeción principal apunta a las diferencias reales entre las representaciones bidimensionales de un mismo territorio según estén o no georreferenciadas. Como es más que sabido, una de las cuestiones clave de la cartografía es la forma en que se representa la superficie curva (casi esférica) de la Tierra sobre una superficie plana. La proyección cartográfica que se convenga establece una correspondencia biunívoca entre cada punto del dibujo bidimensional (del mapa) y el correspondiente del globo terráqueo.

Ha de aclararse para los profanos que ninguna proyección cartográfica permite mantener todas las relaciones geométricas entre los puntos del globo, por la simple razón de que una esfera no puede "desplegarse" sobre un plano. Así, cualquier protección distorsiona en mayor o menor medida las tres magnitudes más características de estas relaciones: las distancias, las superficies (áreas) o los ángulos (las formas); distorsiones, además, que varían según la posición (latitud y longitud) de cada punto en la esfera. Atendiendo a la finalidad que se quiera (e incluso, como se suele denunciar, a la intencionalidad ideológica), se opta por un método concreto de proyección, entre los muchos que hay y de los que resultan mapas de apariencias muy distintas, lo que –pese a lo sugestivo del asunto– no es el objeto de este post (aún así no me resisto a colocar sobre este párrafo el mapa Dymaxion de Buckminster Fuller). Es decir, que ningún mapa (bidimensional) puede lograr una representación fiel de la superficie terrestre y, obviamente, las distorsiones serán mayores cuanto mayor sea la superficie del territorio representado, debido a la mayor influencia de la curvatura del globo terráqueo. Los mapas que se usan habitualmente se basan en el sistema de proyección UTM (sistema de coordenadas universal transversal de Mercator) que, para evitar distorsiones significativas en las distancias, es una representación por "trozos", dividiendo la Tierra en husos de 6º de longitud; la cartografía que usamos en Canarias, por ejemplo, corresponde al huso 28.

Bueno, mencionado el rollo técnico anterior, volvamos a la cuestión, admitiendo que los mapas son las representaciones que tienen en cuenta la curvatura de la Tierra y los planos (que no son mapas) las que no. Ahora bien, ¿cuál es la magnitud de las diferencias entre dos representaciones de un territorio según se corrijan o no teniendo en cuenta dicha curvatura? Supongamos dos puntos A y B; la distancia entre ellos medida sobre la superficie de la tierra (suponiendo que se trata de un terreno llano, porque las diferencias debidas al relieve no son relevantes a efectos de esta discusión) es la del segmento circular parte de la circunferencia de la superficie esférica que los contiene. Sin embargo, la distancia recta entre ambos puntos (A'B') es una línea recta cuya medida la podemos obtener, por ejemplo, mediante teodolitos. Obviamente AB, la distancia que reflejaría un mapa, es algo mayor que A'B', que sería la medida de un plano (no mapa). Pues bien, la distancia "curva" AB es Rα, donde R es el radio de la Tierra (unos 6.370 kilómetros) y α el ángulo (en radianes) desde el centro de la esfera a los puntos A y B. Este ángulo α, que depende directamente de la distancia entre A y B, es igual a 2arcsen(A'B'/2R).


Apliquemos estas conclusiones a las dimensiones del planeamiento urbanístico, por ejemplo al PGO de La Laguna, que no es precisamente un municipio pequeño para la escala canaria. La distancia máxima entre sus puntos más alejados (El Ortigal Alto y Las Carboneras en Anaga) roza los 17 kilómetros, supongamos que medida “recta”. Para esa distancia recta, el ángulo α es de 0,00266876 radianes (unos 0,15º), de modo que la distancia curva (o real) sería de 17,000005 kilómetros. Es decir, en este ejemplo la distancia que resultaría de un “mapa” sería medio centímetro mayor que la obtenida de un “plano”. Un “error” del 0,00003% en la máxima distancia del municipio, que es mucho menor en distancias menores (por ejemplo, la diferencia de las distancias entre el estadio de la Manzanilla y el rectorado de la Universidad –para ajustarnos al núcleo central de la ciudad- que es de un kilómetro y ochocientos metros equivale a 6 micrómetros (6 milésimas de milímetros) y a un “error” del 0,00000033%). En otras palabras, en las dimensiones propias del planeamiento urbanístico, las diferencias entre las distancias según se considere o no la curvatura terrestre son mínimas, absolutamente despreciables. Desde luego, son muchísimo menores que los errores derivados de la precisión con que se elabora la cartografía y, además, imposibles de representar a las escalas propias del planeamiento (1:1.000 y 1:5.000) porque, simplemente, son inapreciables por el ojo humano. Así pues, la distinción conceptual entre mapa y plano (admitiendo la propuesta de mis compañeros geógrafos) a estas escalas carece de cualquier efecto práctico real. O más contundentemente: la curvatura de la superficie terrestre es irrelevante para el planeamiento urbanístico.

Pero es que, además, resulta bastante discutible que las bases cartográficas que empleamos para hacer urbanismo puedan considerarse mapas, si la diferencia fundamental para no llamarlos planos es que tienen en cuenta la curvatura terrestre. La cartografía 1:5.000 de GRAFCAN (la empresa pública que la elabora en Canarias) se elabora mediante restitución fotogramétrica de fotogramas a escala 1:18.000 que cubren un cuadrado de 500x500 metros (25 ha). En estas dimensiones, el porcentaje de desviación derivado de la curvatura terrestre es absolutamente mínimo. El problema realmente significativo es la corrección de la ubicación en planta de los elementos de distinta altitud, derivados de la proyección cónica propia de la fotografía aérea, asunto que nada tiene que ver con el otro. Dicho de otra forma, entre una representación bidimensional de una ciudad (o de un municipio) hecha mediante restitución fotogramétrica y otra realizada a través de un levantamiento topográfico tradicional no hay diferencias significativas en relación a la curvatura terrestre. Carece pues de sentido llamar a la primera mapa y a la segunda plano.

Si en las dimensiones propias del planeamiento urbanístico las correcciones derivadas de la curvatura terrestre no son relevantes para diferenciar entre planos y mapas, el que un plano no esté georreferenciado deja de ser una característica fundamental para que no se le pueda llamar plano. Si dicho plano está correctamente elaborado (por ejemplo, mediante un levantamiento topográfico), situarlo con precisión sobre una cartografía georreferenciada es tarea casi inmediata: basta identificar dos puntos de referencia para que el dibujo se coloque sobre el mapa sin sufrir ninguna deformación apreciable (tarea, por cierto, que hacemos con mucha frecuencia en la oficina). Así las cosas, no me parece que en el ámbito del planeamiento urbanístico merezca la pena reivindicar el cambio terminológico del tradicional planos por el de mapas. De hecho, como compruebo tras varios rastreos por internet, frente a la tesis algo "fundamentalista" de mis compañeros, hay otra que centra la diferencia entra mapas y planos en la extensión del territorio representado. Bajo este criterios, deberían llamarse planos las representaciones a escala grande y que por tanto, dadas las limitaciones del espacio soporte, cubren extensiones superficiales pequeñas. ¿Cuál sería la escala a partir de la cual convenir en que pase de plano a mapa (o viceversa)? Hay distintas opiniones: los más "mapistas" la fijan en 1:10.000 y, en el extremo opuesto, se van hasta 1:50.000. El Mapa Topográfico Nacional del IGN, por ejemplo (buena referencia), está compuesto por 4.123 hojas a escala 1:25.000, cada una de ellas cubriendo 5' de latitud y 10' de longitud (aproximadamente 13,5 x 9,25 Kilómetros, unas 12.500 hectáreas). Conste, en todo caso, que la 25.000 es una escala "frontera" entre los dos dominios: demasiado detallada para un mapa y demasiado pequeña para un plano.

Concluyo este largo y aburrido post con mis conclusiones personales, en absoluto dogmáticas. En nuestro país, la escala del urbanismo es la municipal. Las determinaciones gráficas de los planes urbanísticos suelen requerir dos series de planos: los de conjunto, que recogen la totalidad de la extensión municipal, y los referidos a los núcleos poblados con sus eventuales extensiones. Los primeros deben, en mi opinión, tener una escala no inferior a 1:10.000, con lo cual desde la convención señalada anteriormente difícilmente han de denominarse mapas. En cuanto a los segundos, a escala bastante mayor (1:2.000 o, mejor, 1:1.000), de siempre se han denominado planos urbanos. Así pues, en contra de la opinión de mis compañeros, me inclino por respetar la tradición y seguir denominando planos a los de los planes urbanísticos. Quizá en el marco del planeamiento territorial, sobre ámbitos geográficos bastante mayores al de un municipio (por ejemplo, el Plan Insular de Tenerife) conviniera proponer llamar mapas a lo que también se denominan planos, pero no en el campo del urbanismo.

 
Maps & Plans - Keith Johns (Maps & Plans, 2014)

miércoles, 20 de agosto de 2014

Planos y mapas (2)

Un mapa, dice el DRAE, es la "representación geográfica de la Tierra o parte de ella en una superficie plana". Las dos diferencias principales que aporta el Diccionario entre esta definición y la de plano es la alusión a la Tierra y la calificación del mapa como geográfico, frente a la aséptica ausencia de calificativos en el caso del plano. Digamos que ambos, planos y mapas, son representaciones bidimensionales, pero que los segundos serían un subconjunto de los primeros ya que lo que representan es la Tierra en su conjunto o una parte de ésta, pero en tal caso, situada adecuadamente por referencia a la totalidad (lo que hoy llamamos georreferenciada). Esta nota distintiva (por la que, por ejemplo, el plano del barco que ilustra el post anterior no sería un mapa) es también la que hace que los mapas sean propios de la geografía, mientras que los planos en principio no se adscriben a ningún campo disciplinar concreto (si bien suelen asociarse a las profesiones "técnicas"). Aunque no hay que dar demasiada importancia a las definiciones de la Academia, retengamos estas diferencias porque en ellas radica la discusión que motiva estos posts.

Si consultamos mapa en el Diccionario de 1791, lo que llama la atención es que el mapa no es propiamente la representación ("de diferentes puntos de la tierra o de algún distrito de ella") sino el soporte de aquélla ("papel, lienzo, pergamino, etc"). Esta definición de finales del XVIII nos remite a la etimología del vocablo, del latín mappa que significa pañuelo, servilleta, toalla o, en general, un paño usado principalmente para secarse. No he logrado confirmarlo, pero estoy casi seguro de que los romanos no usaban esta palabra con el significado que ha adquirido en casi todas las lenguas occidentales. Parece que a lo largo de la Edad Media, el término técnico para los mapas era tabula geographica, pero en algún momento antes del Renacimiento comienza a emplearse el vocablo mapa, como por ejemplo en la obra anónima de principios del XIII Semejanza del mundo ("...segunt nos ensenan el sabio en[e]l libro de mapa nundy en[e]ste çielo e en[e]ste elemento mismo estan syete estrellas ..."). Es probable, como se ve en esta cita, que fuera antes mapa mundi (lienzo del mundo, en el que se ha dibujado el mundo) que mapa, y que esta palabra llegara poco a poco a independizarse de su genitivo para designar propiamente la representación de toda la tierra o sólo de una parte de ésta. El famoso Atlas catalán, atribuido al judío mallorquín Cresques hacia 1375, se titula todavía como mapamundi.

En todo caso, tengo para mí que una vez que el paño latino transformó su significado en el de representación geográfica (¿hacia el Renacimiento?), la palabra se vulgarizó rápidamente, con la consiguiente generalización semántica y pérdida de precisión terminológica. Así, por más que se le reclame su filiación geográfica, la palabra mapa pronto empezó a significar cualquier dibujo que representara alguna suerte de estructura espacial, visto popularmente con una cierta aura esotérica o secretista (los famosos mapas del tesoro) y, sobre todo, con abigarramiento de trazos (de ahí que de esos espadachines cruzados de cicatrices se dijera que "tenían el cuerpo como un mapa"). De hecho, por lo que he ido rebuscando, tengo la impresión que los profesionales que hicieron mapas durante la Edad Moderna no los llamaban así, aunque es bastante probable que tal fuera la denominación popular de sus trabajos. Hay dos términos que suelen repetirse en los primeros trabajos cartográficos modernos: descripciones y cartas. El primero (empleado, por ejemplo en el fantástico mapa de Aragón de Juan Bautista Labaña elaborado a principios del XVII) me sugiere que la obra dibujada todavía no se había divorciado completamente de la redacción escrita, especialmente en la cartografía "terrestre", heredera sin duda de las descripciones de itinerarios medievales (el más relevante el Camino de Santiago) o de los documentos jurídicos concedidos por los reyes y nobles para delimitar posesiones (antecedentes del farragoso estilo que hasta hace muy poco usaban los registradores de la propiedad). El segundo término se empleaba sobre todo en la cartografía marítima y tiene su origen en las cartas portulanas (enseguida portulanos a secas) que no eran sino las rutas que enlazaban los puertos, para el uso de los navegantes. La etimología de carta, del latín charta: papiro, apunta un proceso análogo al de la palabra mapa: el soporte pasa a significar el contenido. En todo caso, si bien la acepción de carta como mapa ha caído en la actualidad en desuso (aunque sigue en el DRAE), se convirtió con éxito en la base de la denominación de la disciplina: cartografía.

Por cierto, que la palabra cartografía es bastante reciente. En España no se consolida hasta bien entrado el XIX, cuando ya la disciplina contaba con suficiente madurez como para producir mapas más que aceptables como representaciones fidedignas de los distintos territorios, incluso desde nuestros actuales niveles. Así, desde finales del XVII Francia ya disponía de un mapa de todo el país apoyado en una red geodésica (a 1:86.400, escala más que detallada), la Carta de la Academia Durante el ochocientos, la mayor parte de los países europeos se afanaron en elaborar mapas que en general no llamaban así, sino cartas (con el añadido de geográficas, topográficas, etc). Los profesionales que los realizaban eran casi siempre ingenieros militares o, en otros casos, por ingenieros geográfos o topográfos. Supongo que, al margen de los diversos orígenes académicos, todos ellos se irían poco a poco conociendo como cartógrafos, es decir, "hacedores de mapas" y del neologismo referido al oficio se pasó a denominar la disciplina. En el último cuarto del XIX aparecen las instituciones adjetivadas cartográficas y probablemente para entonces los "productos" que les eran propios dejaban ya de llamarse cartas para pasar a ser, "oficialmente", mapas; digamos que el nombre vulgar se reivindica desde el ámbito académico, iniciándose el proceso de ir acotando su significado como exigencia de precisión científica. En ese proceso que aún sigue se enmarca la discusión sobre el deslinde semántico entre plano y mapa.

 
Map of the world - Marillion (Anoraknophobia, 2001)

martes, 19 de agosto de 2014

Planos y mapas (1)

A Judit y Juanka

Los planes de urbanismo expresan sus determinaciones gráficas en documentos que tradicionalmente se han venido llamando planos. Ya la primera Ley del Suelo española (1956) decía que los planes generales de ordenación urbana (municipales o comarcales) habían de contener planos de ordenación a escala variables entre 1:2.000 y 1:10.000, según la dimensión del territorio. Pero es que si nos retrotraemos a los orígenes del urbanismo actual como disciplina jurídica, encontramos que las necesidades de proyectar la reforma y extensión de la ciudad burguesa obligó a regular los que inicialmente (Orden de 25 de julio de 1846) se llamaron planos geométricos de las poblaciones y posteriormente planos de alineaciones. Pero al menos desde el siglo XVIII se usa en nuestro país la palabra plano con el significado actual, como puede comprobarse en el que reproduzco de Madrid, realizado en 1785 por Don Tomás López, geógrafo de las Reales Academias de la Historia, de San Fernando, de la de Buenas Letras de Sevilla, y de las Sociedades Bascongada y Asturias.


El DRAE define plano (en la acepción que nos interesa) como "representación esquemática, en dos dimensiones y a determinada escala, de un terreno, una población, una máquina, una construcción, etc". En la edición de 1791 se aportaba una definición más restringida demasiado que la actual ("el diseño, planta o descripción de alguna plaza, castillo, ciudad, campamento u otra cosa semejante, descrito o delineado en el papel"), ya que parece acotar los planos a la representación de lugares, desde una ciudad hasta un edificio. Pero el que se haya generalizado el significado del vocablo (y ahora se pueda hablar, por ejemplo, de los planos de una máquina) lo fundamental de la palabra desde su aparición en nuestro idioma es que alude a la representación de algo en dos dimensiones. Y en este punto es esclarecedor indagar mínimamente en las raíces etimológicas.

La procedencia es ciertamente latina, pero resulta que en la lengua de Cicerón encontramos dos vocablos madre, y de cada uno derivan distintas acepciones de nuestro término. De un lado está el adjetivo planus, a, um que se mantiene prácticamente idéntico en castellano (primera acepción del RAE) y que, mediante una evolución fonética característica de nuestro idioma (pl a ll ) se convierte en el más usual llano. Parece que el término latino deriva de la raíz indoeuropea pelǝ- que, efectivamente, remite a llano. Ahora bien, en varias referencias etimológicas (incluyendo mi preciado Corominas) encuentro que la acepción de plano que nos interesa tiene origen en otra palabra latina distinta, planta, que significa –como en nuestro idioma– la planta del pie y de ahí se aventura que pasaría a significar, ya en las lenguas romances, "el espacio que ocupa sobre el suelo un edificio". En este caso tendríamos otra raíz indoeuropea, *plat-, que aludiría a extender, esparcir.

Aunque sean dos raíces etimológicas distintas, las veo con fuertes vecindades semánticas, lo que explicaría la fijación del vocablo plano bebiendo de ambas fuentes. Al fin y al cabo, la planta de un edificio, aunque provenga metafóricamente de la planta del pie, se traduce en una proyección de éste sobre el plano horizontal que, como su propio nombre indica es plano (de planus). De hecho, en sentido estricto, podemos considerar que, en la acepción que nos interesa, planta y plano son sinónimos y no es incorrecto decir "la planta de una ciudad", aunque esté ya en desuso. Así, planta se restringe a la proyección sobre un plano horizontal, lo que ha permitido que plano se generalice a cualquier proyección en dos dimensiones. De hecho, los alzados de un edificio (proyecciones de éste sobre un plano vertical) también son planos de un proyecto arquitectónico, lo que lleva a que, por mor de la precisión, convendría decir planos de planta. Sin embargo, en urbanismo resulta innecesario pues todos los planos son proyecciones del territorio ordenado sobre el plano horizontal.

Si, como ya he dicho, la palabra plano tal como la usamos en la actualidad está consolidada en nuestro idioma desde hace ya bastante tiempo, la de plan, en el sentido que le damos en urbanismo, es sin duda más reciente. Que ambos vocablos sean tan parecidos (y, desde luego, los dos provienen de la misma palabra latina) se explica a mi modo de ver porque nacen como la misma palabra. Antes me refería a los orígenes jurídicos de los planos urbanísticos en España, hacia mediados del siglo XIX; pues bien, el antecedente de esa Orden es la ley napoleónica de 16 de septiembre de 1807, que obligaba a que todas las ciudades mayores de 2.000 habitantes elaboraran un plan d'alignement , que se traducirá años después a nuestra técnica urbanística como "plano de alineaciones". Pienso yo que la actividad de planeamiento (o de la planeación, como dicen en América) nace de la equivalencia inicial de hacer planos (planos de la ciudad futura, de la que se planifica, no de la existente). En francés, la misma palabra, plan, sirve para designar tanto al plano como al plan, mientras que en español se produciría una apócope que permitió un vocablo propio para cada significado. Esta distinción se consolida por las distintas plurales de cada palabra: siendo ambas masculinas, plano se hace planos y plan, por la regla general para las palabras terminadas en n, pasa a ser planes.

Resumiendo pues: el vocablo plano se asienta en nuestro idioma –a través de un recorrido etimológico algo sinuoso– para nombrar los dibujos que representan la proyección sobre el plano horizontal de edificios, ciudades e incluso territorios. A partir de mediados del XIX, la palabra plano designa ya el documento con alcance jurídico mediante el cual se establecen lo que hoy llamaríamos determinaciones urbanísticas. Estos planos son en sí mismos nuestros planes, no hay distinción ni conceptual ni terminológica. Sin embargo, a medida que los planes empiezan a requerir más contenidos, que ya no son sólo planos, se hace necesario que nazca un vocablo distintivo. Así, ahora, los planes constan de planos y de otros documentos, pero ello no debe hacernos olvidar que en su origen plan y plano era la misma cosa y que planificar, aunque hoy signifique hacer planes, era antes hacer planos.

¿Que a dónde quiero ir a parar? Pues a aclararme a mí mismo con motivo de una discusión vieja en mi entorno profesional. Todo se andará.

 
Planning and zoning - Melanie Hammet (Edifice Complex (and other urban plans), 2010)

lunes, 18 de agosto de 2014

Guacanagarix y Caonabo

  • ¿Matarlos?
  • Matarlos, sí. A todos.
  • Y cuando vuelvan los otros, tomarán venganza.
  • Si vuelven.
  • Si no volvieran, ¿cuánto mal pueden hacernos treinta y nueve hombres?
  • ¿No lo estás ya viendo? Os tratan con prepotencia, acosan a tus mujeres ...
  • Hemos de tener paciencia. Poco a poco aprenderemos a convivir, todos somos hombres.
  • Ah, ¿ya no son dioses?
  • No te rías de mí. Son hombres de otras tierras allende el mar. Hombres con conocimientos que ignoramos y que deberíamos aprender.
  • Y con armas que tampoco conocemos y que tú quieres poseer para ser el único cacique de la isla.
  • Deseo sus armas, sí, pero no tienen que ser para mí solo. Quizá compartirlas nos permita acabar con nuestras discordias.
  • ¿Y crees que podrás obtenerlas con halagos y servilismo? ¿Acaso no has comprendido aún que son buitres avariciosos sin corazón?
  • Vienen de otro mundo que ha de ser más violento que este nuestro. Démosles tiempo, mostrémosles buena voluntad.
  • Tu actitud sería encomiable, Guacanagarix, si no fuera suicida. Hay que matarlos a todos, por nuestra defensa y nuestra dignidad.
  • Tu esposa Anacaona te ha envenenado el ánimo. También a mí me ofenden sus abusos y hasta consideraría tu propuesta en contra de mis ideas. Pero han de volver sus compañeros, Caonabo, y serán más de los que se fueron. ¿Cómo crees que reaccionarán si ven que los hemos matado?
  • No es seguro que vuelvan. Tal vez se hayan hundido sus naves en el viaje de regreso, ¿acaso no encallaron la mayor en los bajíos? Tal vez no encuentren la ruta de nuevo. Lo que es cierto, en cambio, es que hay treinta y nueve extranjeros que maltratan a nuestra gente, a tu gente, Guacanagarix, y que no debemos, no debes consentirlo.
  • Volverán. Poseen artes de navegar que les permiten dominar las rutas del océano. Volverán para quedarse, Caonabo, no lo dudes.
  • ¿Cómo puedes estar tan convencido?
  • Porque ya han venido. Ellos han cruzado el mar para llegar aquí y nosotros ni siquiera lo hemos soñado nunca; y si lo hubiéramos imaginado, no habríamos podido hacerlo. La balanza está desequilibrada a su favor, amigo mío, y la consecuencia es inevitable. Tan sólo podemos decidir cómo enfrentar el hecho, cómo habremos de comportarnos ante ellos.
  • Aunque tuvieras razón, aunque fuera seguro su regreso, sigo pensando que habremos de luchar para salvar a nuestro pueblo, para impedir que nos conquisten y sojuzguen, porque tengo claro que eso es lo que están decididos a hacer.
  • Yo en cambio deseo y confío que haya hombres buenos entre ellos, en que podremos convivir en paz.
  • Eres un ingenuo, Guacanagarix. No obstante, hemos de discutirlo los cinco caciques y quizá convenzas a los otros. A mí no.

martes, 12 de agosto de 2014

Cura medieval de adelgazamiento

Desde siempre la obesidad ha sido entendida como una patología; cuestión distinta es cuándo se consideraba que una persona era obesa. Si revisamos retratos de tiempos pasados (desde la Baja Edad Media en adelante), es fácil comprobar que muchos de los modelos –normalmente hombres pudientes– estaban aquejados de lo que hoy llamaríamos sobrepeso. Alguien que tuviera lo que para nosotros es el peso correcto se vería como flaco y, por ende, de escasos posibles o enfermizo. No es de extrañar que los modelos de belleza tuvieran unos cuantos kilos (o arrobas) más que los que ahora nos parecen adecuados. Era bueno estar gordo, seguro, pero siempre que no se llegara a esos límites en los que el sobrepeso se convierte en una tara invalidante. Superados ciertos límites (probablemente mayores de los que hoy la OMS señala para diagnosticar la obesidad mórbida) era necesario ponerse en tratamiento adelgazante. Ya desde Hipócrates (siglo V aC) los médicos se han ocupado de inventar dietas y proponer a sus pacientes las pertinentes y sufridas prácticas, no siempre acertadas pero ...

La historia de España registra uno de estos tratamientos, uno de máxima importancia política. Me refiero al de Sancho I de León, apodado el Craso (o sea, el gordo), quien como en su barrio (el área cristiana de la Península) no encontró una buena clínica tuvo que ir a hacérselo nada menos que a la Córdoba de Abderramán III, el primer califa Omeya. La anécdota es conocida y da para hacer una novela (de hecho, tengo dos al respecto: El viaje de la reina de Ángeles de Irisarri (1991) y Los cipreses de Córdoba de Yael Guiladi (1997), aunque ésta lo refiere apenas incidentalmente). Hacia mediados del siglo X, la España cristiana se extendía desde el Cantábrico al valle del Duero y en el oriente desde los Pirineos a una paralela que no llegaba a alcanzar el Ebro. Entre las varias entidades políticas en que se encontraba dividida sobresalía en extensión y población el Reino de León, sucesor de la originaria monarquía asturiana. Sancho era el hijo de Ramiro II, el Grande, el último rey importante de la corona astur-leonesa (ya Castilla, todavía un condado, andaba entrenando para ser protagonista) y de su segunda esposa, Urraca Sánchez, primogénita de Sancho Garcés I de Pamplona y Toda Aznárez, los casi fundadores del Reino de Navarra. Cuando muere Ramiro en 951 le sucede en el trono leonés Ordoño III, hijo de su primer matrimonio, pero éste muere apenas cinco años después con solo treinta y un años, dejando dos niño de pocos años, Bermudo y Gonzalo, así que la corona va a parar al otro hijo del gran Ramiro, Sancho, que para entonces rondaría los veintiún años y más de doscientos kilos de masa corporal.

Sería excesiva simplificación decir que Sancho no pudo mantenerse en el trono debido a su obesidad. Ciertamente para esos años habían comenzado ya las intrigas entre los distintos intereses del reino que progresivamente debilitarían hasta su ocaso a la monarquía leonesa y, en ese complicado equilibrio entre facciones (los nobles gallegos, los asturianos y leoneses, el crecientemente poderoso conde de Castilla, Fernán González ... y la sombra acechante de la reina Toda, la madre del rey de Navarra) parece que Sancho no supo maniobrar inteligentemente. En el aspecto militar, además, tampoco le fue nada bien. Así que poco más de un año después de su coronación lo derrocan de golpe y sin que nadie en todo el reino se ponga de su parte. Acojonadito y resentido escapa hasta Pamplona, a resguardarse bajo las faldas de su abuela. No fue solo por gordo pues que lo deponen, pero mucho influyó su peso excesivo, al punto que hay autores que piensan que si no lo hubiera sido tanto habría podido seguir como rey. Piénsese que su obesidad era tal que no podía montar a caballo (inadmisible en esos tiempos de reyes guerreros), tenía obviamente graves problemas respiratorios e incluso se decía que estaba imposibilitado de holgar con mujer (a lo que no mostraba mucha apetencia, según insinúa maliciosamente Yael Guiladi, quien por cierto lo hace más joven de lo que realmente era; también esta novelista sugiere que padecía de crisis epilépticas).

En fin, que una vez a salvo en Pamplona, su poderosa abuela Toda se afana en urdir una estrategia para que su nieto favorito vuelva a ser rey de León, y el plan se basa, para desconcierto e indignación de la Cristiandad, en pedir ayuda a Abderramán III quien además resulta que era su sobrino (la abuela paterna del califa fue Onneca Fortúnez, hija de Fortún Garcés, rey de Pamplona, capturados por los moros y rehenes en Córdoba durante casi dos décadas; pero luego, dejando a sus hijos en la capital musulmana, regresó a Navarra y se casó con su primo el conde Aznar Sánchez de Larraún, con quien tuvo un hijo y dos hijas, una de ellas esta Toda). Lo que le pide a Abderramán son dos cosas: que alguno de sus afamados médicos encuentre la forma de adelgazar a Sancho y que, una vez que esté presentable, le apoye militarmente para recuperar el trono leonés. Y el califica, con su habitual agudeza política, acepta, si bien pone como condición que el tratamiento de Sancho y la firma del correspondiente tratado deben hacerse en Córdoba. El médico que obraría el milagro fue un judío jienense, Hasday ibn Saphrut, consejero de confianza del califa y uno de los padres de la llamada edad de oro de la cultura judía en España. Hasday se llegó a Pamplona y convence a la reina madre Toda de que el paciente debe viajar a Córdoba. Justamente ese viaje es el argumento de la interesante novela de Ángeles de Irisarri, en el cual algo hay de invención pero parece que en casi todo se atiene a datos históricos. Si la creemos (porque no he encontrado en ninguna otra fuente "histórica" demasiados detalles) se desplazó una enorme comitiva (en torno a las cuatrocientas personas, contando moros y cristianos), presidida por la propia Toda (que pasaba por entonces de los ochenta), su hijo el rey de Navarra y el derrocado Sancho, quien obviamente hubo de ir acostado casi todo el viaje (Irisarri escribe que fue trasladado hasta el Jarama en una torre de asalto medievalde tres pisos, pero al final de la novela aclara que es invención suya). El viajecito –¡más de 800 kilómetros!– de tan copiosa y lenta caravana duraría más de un mes y estaría plagado de incidentes (o, al menos, así lo hace estar la novelista aragonesa, logrando con esa excusa un buen fresco de la España de mediados del siglo X). Finalmente los navarros llegarían a Cordoba, serían muy bien atendidos por Abderramán y Sancho sometido al drástico adelgazamiento. Transcribo a continuación el párrafo de Irisarri en el que, a la mitad del tratamiento, el judío da cuenta de los progresos a doña Toda.

Corrió el rumor de que don Sancho tenía cosida la boca, que se iba en aguas sucias por arriba y por abajo, y cuando se dijo que había muerto hacía tres días y que ya hedía, la reina Toda, sobrecogida, llamó a Hasday a consulta. El sabio judío se presentó ante la reina y explicó que sí, que don Sancho tenía cosida la boca, que se había ido por arriba y por abajo hasta el punto tal que llegó a temer por su vida, pero que no estaba muerto. No, señora. El rey de León había perdido treinta arrobas pamplonesas, a razón de dos arrobas y media diarias..., que ya podía decir que había perdido la obesidad deformante que padecía, pero que aún era gordo, aunque esperaba que en los veinte días que quedaban para cumplir el plazo establecido, perdería casi otro tanto de peso y quedaría un hombre fornido, algo grueso, pero no craso. Que don Sancho había seguido un régimen alimenticio muy severo, sin comer sólido..., bebiendo agua de sal, de azahar, menta o toronjil, y cocimientos de verduras, bardana, cola de cerezo, diente de león, miel de enebro o arrope de saúco, todo ello en su justa medida... Vuestro nieto el rey sorbe por una pajita que le introducimos en la boca a cada comida y hace siete condumios al día... Cuando la reina preguntó cómo había podido resistir su nieto ese infierno, Hasday le respondió que don Sancho había sido atado a la cama y tratado con sedativos y baños de vapor para sudar, y que se le habían aplicado masajes para que se le fuera tensando la piel... Naturalmente que don Sancho lo había pasado mal. Era un hombre que de no poder contener la gula se había encontrado en un ayuno casi completo, y con los primeros días a dieta entera. Durante ellos, lloró como un niño, golpeó a los ayudantes, a los criados, a los esclavos y al propio Hasday; maldijo su suerte y blasfemó contra vuestro Dios y el nuestro, que Dios le perdone... Entonces ordené que se le atara a la cama y que se aplicaran sedantes. Y os asombraréis, señora: el rey, que no podía moverse apenas a lo largo del viaje, pronto se levantó del lecho con rapidez y se rebeló contra el tratamiento rompiendo todo en derredor y golpeando por doquiera... La reina se enjugó las lágrimas y habló con voz cortada: Prosiga don Hasday. Hizo un gesto como para espantar el dolor y se sorbió la nariz. Las damas y los caballeros leoneses que estaban presentes, también lloraban. El sabio judío prosiguió: Perdidas las quince primeras arrobas, hicimos caminar al rey: un cuarto de parasanga, media... Tuvimos que obligarle y que atarlo con cuerdas y que los esclavos tiraran dellas, pero no fue suficiente. Don Sancho persistía en su indolencia y hube de mandar que se le fabricara un andador a su medida, mesmamente como el de los niños de teta..., para que ansí moviera los miembros sin hacer él el esfuerzo..., y hoy camina una parasanga diaria...


Y al cabo de los cuarenta días que duró la dieta vuelve el judío a informar a la navarra: El médico judío traía cara de albricias. Don Sancho estaba curado, había dado orden de sacarlo del hospital y aposentarlo en el ala noble del palacio, junto a los otros navarros.
—E ¿ha quedado mí nieto sin carnes, señor Hasday?
—Sí, señora, don Sancho ha adelgazado setenta arrobas de Pamplona, quedando a la mitad, algo menos, del peso que traía. Ya no sufre somnolencia, ni dolores en rodillas ni caderas, ni dificultad alguna para respirar... Podrá hacer la vida de todos y, siendo parco en el yantar y no abandonándose a la comodidad, vivir muchos años...
—Yo no sé cómo podré agradeceros que os entregara a un hombre gordo y me lo volváis flaco... ¿Aseguráis que se encuentra bien de salud habiendo perdido tanta carne?
—Sí, señora, incluso ha yacido con mujer.
—¡Válgame el Criador!, la reina hizo un gesto con la mano, os agradezco vuestra franqueza, señor...
—Don Sancho está perfectamente. Ágil de cuerpo como nunca imaginara, despierto de ánimo contento, en fin. En este último mes, ha tratado y hablado mucho con nosotros. Se interesaba por las costumbres moras y judías e, además, ha comenzado a estudiar la lengua árabe y ha gustado de vestir como un musulmán... Mí misión, noble señora, ha terminado... Me ha sido muy grato tratar con vos, señora, espejo de todas las virtudes..., y la aplicación deste tratamiento me ha sido muy útil para mí saber y entender... Escribiré un tratado, si mí Dios, Yavé, lo tiene a bien...  

Sancho rondaría los cien kilos al acabar su suplicio, así que no podría calificarse de flaco. Pero ese peso ya era más que aceptable, tanto que parece que no se demoró mucho en cabalgar hacia León con tropas sarracenas y reconquistar sin apenas batallas el reino perdido. No llegó a entregar al califato las diez plazas fortificadas en la frontera del Duero como había pactado con Abderramán III quien, en todo caso, murió en 961, al año y poco de haber vuelto a ocupar el trono. Toda, por su parte, murió con 82 años en octubre de 958, apenas unos meses después de su regreso a Pamplona. Tampoco el protagonista de esta historia pudo disfrutar demasiado de su nueva figura; murió envenenado con una manzana que le había ofrecido un conde gallego rebelde en el monasterio de Castrelo do Miño, a finales de 966. Tenía 31 años y dejaba un hijo, el que sería Ramiro III, de cinco años. Que los nobles descontentos emponzoñaran una manzana en vez de alguna vianda más sustanciosa me hace pensar que, escarmentado, había abandonados sus glotonerías de antaño y se esforzaba en cuidar la alimentación.
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Fat man - Jethro Tull (Stand Up, 1969)

lunes, 11 de agosto de 2014

Guanahani

Lo que desconocemos es un océano en el cual está la islita de lo que conocemos, islita por demás cuya tierra no es tan firme como nos gustaría. Esa islita, metáfora del conocimiento humano, dista mucho de ser conocida por cada uno de nosotros. Habitamos –cada uno– en una pequeña parcela que creemos conocer (porque también su suelo es movedizo, por mucho que –idiotas de nosotros– estemos convencidos de lo contrario), mejor unas partes que otras, claro. Sabemos desde luego que existe un océano inmenso, pero también que más allá de nuestros limitados dominios hay bastante más extensión de tierra firme: esas cosas que no conocemos pero que estamos seguros de que se conocen, de que incluso se conocen de sobra. Si lo quiero saber, nos decimos, basta con ir allí; hoy, además, es tan fácil gracias a internet ... Sin embargo, a veces te llevas sorpresas; a veces cosas que estás seguro de que son archiconocidas resulta que descubres que están todavía, quizá para siempre, sumergidas en el océano.

Por ejemplo, yo pensaba que de los viajes de Colón se sabía, si no todo, casi todo. Y desde luego estaba convencido de que tenía que conocerse de sobra la localización exacta de esa tierra que avistó Rodrigo de Triana a las dos de la madrugada del viernes 12 de octubre de 1492, esa islita que Colón bautizó como San Salvador y que en lengua taína era, según él, Guanahani, en la que el almirante y otros más desembarcaron por la mañana para –lo primero de todo– tomar posesión de ella por el Rey y la Reina y enseguida toparse por primera vez con nativos que llegaron en mucha cantidad. Tradicionalmente, esta primera tierra americana fue identificada con la que durante mucho tiempo se llamó isla Watling (24º06N 74º29W), en las Bahamas. Éste era el nombre de un famoso bucanero británico del XVII que hizo de ella su cuartel general, en una época en la que el archipiélago estaba sólo teóricamente bajo soberanía española porque la administración colonial lo tenía tan abandonado que se llenó de escondites de piratas, dispuestos a abordar desde allí los galeones. En 1926, el primer sacerdote católico permanente en Bahamas (bajo la jurisdicción de la archidiócesis de Nueva York), que venía de un monasterio benedictino de Minnesota, convenció al parlamento local para que estableciera el nombre colombino y desde entonces la isla se llama San Salvador, oficializándola así como el lugar primigenio del Descubrimiento. En la costa occidental se localiza Landfall Park, el "sitio histórico" donde se supone que desembarcó Colón. Una sencilla cruz blanca erigida en 1956 deja constancia (muy cerca hay otra, bastante más modernilla, erigida por España con motivo del quinto centenario).

El avistamiento de la isla se haría con las carabelas a unas dos leguas al noreste, así que lo probable es que se aproximaran de noche hacia la punta más septentrional y fueran costeando por la costa norte y luego por la occidental hasta llegar a la bahía de Fernández (Long Bay), si es cierto que desembarcaron donde se conmemora (Amañaron todas las velas, y quedaron con el treo, que es la vela grande sin bonetas, y pusiéronse a la corda, temporizando hasta el día viernes, que llegaron a una islita de los Lucayos, que se llamaba en lengua de indios Guanahaní). Según el Diario del Almirante (versión de Bartolomé de Las Casas), el viernes y el sábado lo pasaron atracados y el domingo "en amaneciendo mandé aderezar el batel de la nao y las barcas de las carabelas, y fui al luengo de la isla, en el camino del Nordeste, para ver la otra parte, que era de la otra parte, del Este que había, y también para ver las poblaciones ..." O sea, que en botes bordearon la isla por el lado que no habían visto a su llegada, remando hacia el Sur, doblando Sandy Point, costeando la cara meridional (French Bay), girando hacia el noreste entre los pequeños cayos y llegando al menos hasta la laguna (o albufera) de Pigeon Creek, sin atreverse a entrar aunque desde tierra les llamaban los nativos porque "mas yo temía de ver una grande restinga de piedras que cerca toda aquella isla alrededor, y entre medias queda hondo el puerto para cuantas naos hay en toda la Cristiandad, y la entrada de ello muy angosta. Es verdad que dentro de esta cinta hay algunas bajas, mas la mar no se mueve más que dentro en un pozo". Transcribo estos textos del Diario para que se vea que cuadran con la realidad geográfica de la actual San Salvador; en efecto, la entrada a la laguna de Pigeon Creek es angosta y el Almirante no quiso arriesgarse a encallar (hoy en ese paraje entre manglares, hábitat de altísimo potencial ecológico, está un centro de kite-surf considerado uno de los mejores para la práctica de este reciente deporte).

Como decía, que Watling era la Guanahani de Colón se aceptó sin apenas reparos hasta el XIX, siendo el texto canónico la Historia del Nuevo Mundo publicada en 1793 por Juan Bautista Muñoz, el más ilustre americanista de la época y uno de los padres del fundamental Archivo General de Indias. Mucho más recientemente la tesis se confirmó y popularizó entre los anglosajones gracias a la biografía de Colón escrita por el almirante de la Marina norteamericana Samuel Eliot Morison, que le valió el Pulitzer en 1943. Sin embargo, desde mediados del XIX y hasta fechas recientes, fueron apareciendo propuestas de otras primeras tierras; si se consideran todas las islitas que alguna vez han sido mencionadas nos encontramos con que Guanahani pudo ser cualquiera de todas las que conforman la "primera línea" de las Bahamas cubriendo una latitud entre los 25 y los 21º N (véase ilustración supra). Cada una de estas localizaciones cuenta por supuesto con su argumentación, no pocas veces más ajustada al deseo que al análisis frío de las fuentes que describen ese primer viaje (empezando por el Diario) o a otros datos científicos. Pero, en todo caso, no deja de ser un entretenimiento muy propio de estas fechas, cotejarlas una a una y sacar conclusiones propias. En todo caso, de todas estas opciones la que tiene más fuerza como alternativa es la de Cayo Samaná, conclusión de una profunda investigación apoyada en un programa de ordenador (Columbus Research Tool) y publicada en noviembre de 1986 por la National Geographic. Hubo (y sigue habiendo) controversia y además con vehementes discusiones, sobre todo por parte de quienes participaron en el proyecto, arrogantes y despectivos frente a sus críticos. Sin embargo, pese a la seguridad de esos investigadores y aún pendiente de leer su trabajo, me cuesta creer que Cayo Samaná, una islita deshabitada bastante más pequeña que la de Watling situada unos 120 km al sureste de ésta, sea Guanahani. Ni su orientación (Este-Oeste) cuadra con la descripción del recorrido en barcas del domingo 14 de octubre, ni tiene ninguna laguna interior con capacidad para albergar los barcos de la Cristiandad. Aún así, la wikipedia considera a Cayo Samaná como la "candidadta" más probable (junto con Cayos Plana, todavía más al sureste).

Hay que tener en cuenta que la duda sobre la isla colombina de San Salvador se traslada a las tres siguientes que bautizó el Almirante: la de la Concepción, la Fernandina y la Isabela, etapas intermedias en ese primer viaje hasta su llegada a Cuba (Juana), destino que no parece suscitar ninguna duda. La segunda isla a la que Colón arribó el lunes 15 a mediodía, distaba de San Salvador unas siete leguas al Oeste; tradicionalmente se ha considerado que esta segunda isla es la Concepción o, quizá más probablemente, Cayo Rum, aunque ambas, más que al Oeste están al suroeste de la Watling. En la hipótesis de Cayo Samaná, a distancia similar y también con rumbo suroeste, Colón se habría encontrado con la isla Crooked, bastante más grande que las dos anteriores. Luego, el martes 16, se dirigió hacia el Oeste para llegar a una isla grandísima orientada noroeste-sursudeste a la que bautizó como Fernandina en honor al soberano de Aragón; no parece haber muchas dudas de que se trata de la actual Long Island. El viernes 19 de octubre, después de haber rodeado Long Island, puso rumbo hacia el Este hasta toparse con otra isla más a la que llamaría Isabela y que, por distancias y rumbo, tendría que ser Crooked. Desde allí saldría el miércoles 24 para arribar a la costa oriental de Cuba. Es decir, si Guanahaní es Watling no hay demasiada dificultad en contar tres islas más hasta llegar a Cuba; en cambio, si es Cayo Samaná las etapas intermedias se presentan muy problemáticas.

El asunto, naturalmente, da para muchas elucubraciones, además de exigir tiempo y ciertos conocimientos de marinería e históricos que a mí me faltan. A quien le interese, no tiene nada más que indagar en la red para encontrar multitud de escritos sobre el asunto, en los que contemplan las más variadas hipótesis, entre ellas la nada desdeñable de que Colón hubiera mentido en sus anotaciones (para evitar conflictos con Portugal por haber pasado por sus aguas). Como sea, acabo como empecé y es diciendo que algo que creía que estaba más que establecido es todavía cuestión por dilucidar, terra incógnita por aflorar del océano de nuestra ignorancia.

 
America - Tracy Chapman (Where You Live, 2005)

viernes, 8 de agosto de 2014

La España que se constituye en Estado

España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho (artículo 1 de la Constitución española). Hay algo anterior, preconstitucional, llamado España. Se trata de un sujeto autoconsciente, pues es capaz de constituirse en un Estado, en un Estado que se califica como social, democrático y de Derecho. Es decir, la Constitución de 1978, da por sentada la existencia de ese sujeto previo a ella y los parlamentarios de entonces (con los famosos siete "padres" a la cabeza) no eran sino los instrumentos materiales de la voluntad de ese sujeto llamado España para constituirse como ese Estado.

La Ley Orgánica del Estado de 1 de enero de 1967, de las siete leyes fundamentales del franquismo (excluyo a propósito la Ley para la Reforma Política de 1976) la más asimilable a una Constitución en lo que ahora me interesa, decía en su primer artículo: "El Estado español, constituido en Reino, es la suprema institución de la comunidad nacional". Aquí lo que existe es una comunidad nacional, término interesante porque, a diferencia del ambiguo de España, remite a algo más identificable: un conjunto de personas. Naturalmente, tampoco da muchas pistas sobre cuáles son esas personas que conforman la comunidad nacional. Al final, hemos de concluir que la comunidad nacional no es otra cosa que las personas que "pertenecen" a España o, para ser más precisos, que tienen la nacionalidad española, con lo cual volvemos a un discurso circular.

No obstante hay una diferencia significativa entre las redacciones de ambas frases liminares. En la Constitución vigente es España (o si se quiere la comunidad nacional) la que se constituye en Estado, mientras que la Ley franquista da por sentada, si no la identidad, sí la estrecha adherencia entre comunidad nacional y Estado, como si fueran las dos caras de la misma moneda. Intuyo que, pese a lo tardío se su promulgación (el 67 corresponde plenamente a la etapa del desarrollismo de los tecnócratas, muy vaciado de los fervores ideológicos de antaño), todavía quedaban resabios de las concepciones fascistas del Estado en las cuales las distinciones entre estado y nación (o comunidad nacional) carecían de todo interés. En todo caso, para rastrear esta relación hay que remontarse nueve años, a la mucho más enfática Ley de Principios del Movimiento Nacional (1958), cuyo principio VII declara que "el pueblo español ... constituye el Estado Nacional". La ausencia del reflexivo verbal cambia radicalmente el significado de la frase: no es que España (o la comunidad nacional, o el pueblo español) decida en un momento constituyente (y por tanto histórico) pasar a ser un Estado, sino que lo es per se, como si ser un Estado fuera un atributo intrínseco de ese algo inmanente y cuasi-eterno que se llama España. Para los franquistas (vuelvo a la Ley Orgánica del 67) España no se constituye en Estado sino que el Estado (que es España) se constituye en Reino. Para los parlamentarios del 78 España se constituye en Estado y ese Estado adopta la forma política de Reino. El resultado puede parecer el mismo, pero las diferencias ideológicas se me antojan relevantes.

Durante el primer trimestre de 1978, una vez presentado el anteproyecto de Constitución, algunos parlamentarios intentaron enmendar sin éxito el redactado de la primera frase, advertidos sin duda de la equívoca referencia a España. Una forma de evitar el problema fue la que planteó Raúl Morodo, entonces en el marxista Partido Socialista Popular de Tierno Galván. En su enmienda enunciaba "España es un Estado democrático y pluralista, fundado en el trabajo, en el respeto a los derechos humanos y en la primacía de la Ley", eludiendo el problemático constituirse y, consiguientemente, las incómodas preguntas sobre ese sujeto preexistente que se constituye en Estado. En la motivación de la enmienda argumentó que el texto debe tener la menor carga doctrinal posible y la verdad es que esa redacción me parece inteligente, ya que no viene a significar otra cosa que el Estado cuya Carta Magna se redacta es (se llama) España, sea ésta lo que sea y exista desde cuando exista. Inteligente neutralidad.

En línea similar iban dos enmiendas de muy distintos autores, la de Antonio Rosón (UCD) y la de Francisco Letamendía (de Euskadiko Ezkerra), uno de los parlamentarios más activos y que votaría finalmente en contra de la Constitución. Rosón optaba por la misma redacción que Morodo (España es un Estado), si bien su intención primordial no era tanto eludir la disquisición cuasi-ontológica cuanto dejar claro desde la primera frase que la forma política de dicho Estado llamado España era la monarquía parlamentaria. Letamendía en cambio prefería otra redacción que todavía eludía mejor la discusión: "El Estado español propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad, la democracia y el respeto al pluralismo político, constituyéndose en Estado de Derecho". Aunque supongo que esa iteración tan fea (el Estado español se constituye en Estado de Derecho) obedecía fundamentalmente a negarse a reconocer cualquier existencia autónoma a España, lo cierto es que no deja de ser una inteligente muestra de prescindir cortar el nudo gordiano. Vendría a decirnos que no necesitamos que exista un ente más o menos esotérico llamado España que es sujeto de su propia constitución como Estado. Basta con reconocer que hay un Estado español (verificable sobradamente en la existencia de un más que real aparato institucional) y que ese Estado español va y se constituye en un Estado de Derecho mediante la Constitución (transformando, obviamente, el anterior Estado español que era el franquista).

En las antípodas estaba la enmienda deLicinio de la Fuente, penúltimo Ministro de Trabajo de Franco y por entonces integrado en Alianza Popular, propuso que se dijera que España es una nación que se constituye en un Estado (social y democrático de Derecho). Aunque ciertamente por sí sola esta frase no aclara mucho, si tenemos en cuenta que en varias enmiendas AP se oponía al uso del término "nacionalidades" proponiendo que se sustituyera por "regiones", cabe deducir que la Derecha de entonces, aún renunciando a la concepción totalitaria del Estado franquista, necesita atribuir en exclusividad el carácter de nación a España para, en cierto modo, justificar su capacidad de constituirse en Estado. Lo que existe previamente es una ( y sólo una) nación, que es España, y esta nación se constituye en Estado.


Queda una última enmienda relevante, la de Heribert Barrera, representante de Esquerra Republicana de Catalunya, que rezaba como sigue: "El Estado español, formado por una comunidad de pueblos, se constituye en una República democrática y parlamentaria ..." A primera vista parece remitir la propuesta de Letamendía: hay, en efecto, un Estado español que se constituye en un Estado con determinadas características (en este caso, una República, aunque eso ahora no viene a cuento). Sin embargo da un paso más (que Letamendía sin duda aprobaba) al dejar claro que ese Estado previo no es un algo unitario llamado España sino que está compuesto por una comunidad de pueblos. Sin tirarse a la piscina todavía, en esta fase temprana del proceso constitucional, ya apunta la cuestión fundamental sobre la naturaleza de España, la misma que sigue coleando treinta y seis años después.

Como ya he comentado, ninguna de estas enmiendas fue aceptada. La Ponencia designada para estudiar las enmiendas las desestimó (Boletín Oficial de Las Cortes del 17 de abril de 1978) sin apenas motivaciones y, desde luego, sin entrar en ningún momento a mencionar siquiera el tan problemático asunto de la previa existencia de algo llamado España que se constituía a sí misma como Estado. Naturalmente, la cuestión se retomaría en los posteriores debates, pero a ellos me referiré en otro post.

 
Mi querida España - Cecilia (Un ramito de violetas, 1975)