miércoles, 4 de febrero de 2015

El coleccionista de arte

Escribo estas notas sobrevolando el Atlántico. Pensaba cenar en Londres con algunos amigos pero, debido a que aterrizamos en el London City y a su puñetero cierre a las veintiuna treinta, habría tenido que hacer noche. Prefiero echar una cabezada en el jet y llegar de madrugada a Nueva York, con tiempo para pasar por el apartamento y estar en la agencia a las nueve. En fin, otro viaje relámpago que, he de reconocerlo, cada vez me cansan más. El motivo oficial, asistir a las subastas de obras surrealistas e impresionistas de Sotheby's. En realidad no iba con intención de comprar nada, aunque reconozco que me tentó el Monet del Gran Canal, otra versión del que guarda el Fine Arts Museum de Boston, más luminosa ésta pero quizá más sugerente la que se acaba de subastar, de sobra es conocida la maestría del francés para aprovechar los matices expresivos de las variaciones de luz, aunque ello le obligara a pasarse el día entero delante de la misma escena. Y eso que cuando estuvo en Venecia ya notaba el comienzo de las cataratas, pero aún seguía teniendo ojo el cabrón y en todo caso –esto lo digo yo– querría incorporar la Serenissima a su catálogo antes de que fuera tarde, emular y superar a Turner. En fin, que no habría estado mal darme el gusto, aunque solo fuera para ceder el cuadro a la pinacoteca de mi ciudad, cimentando así un poco más mi prestigio en Nueva Inglaterra, donde casi me consideran como si descendiera de los pioneros del Mayflower. Y tampoco es que saliera a un precio alto, a algo más de treinta millones de dólares. Pero me llamó R que se había emperrado en adquirirlo; pobre hombre, cuánto se le notaba su ansiedad asustada, poco le faltó para suplicarme. No te preocupes, le dije, si sólo voy para hacerle un favor a Sotheby's, para animar las pujas. Por eso me abstuve en el Monet y R casi ni tuvo que pelearlo, ya le cobraré el favor. Distinto habría sido si el óleo subastado hubiese sido la vista de San Giorgio Maggiore en el crepúsculo incendiado de La Laguna ...


No, venir a esta subasta de Sotheby's no tenía por objeto comprar otro Monet, u otro Matisse, u otro Tolouse-Lautrec, u otro Seurat; ni tampoco ningún Magritte, o Tanguy, o Miró, o Domínguez, o Picabia o Ernst, que también había unos cuantos surrealistas; ni siquiera estaba interesado en las piezas escultóricas de Rodin, Picasso o Julio González. Hace tiempo que no adquiero nada en subastas públicas e intuyo que mis ansias de coleccionista ya no volverán a encontrar en ellas algo que las sacie. Dar el salto hasta Londres ha obedecido al interés de mi biógrafo, este joven inquieto y erudito, con múltiples masters, empeñado en revelar mi alma, en comprender la psicología profunda –así lo dice– de alguien como yo, de alguien que ha dedicado gran parte de su vida y de su fortuna a acopiar obras de arte, muestras sublimes de la capacidad humana de crear belleza. Quiere Michael saber por qué lo hago, cuáles son mis más enraizadas motivaciones. Y para ello, me hace hablar incesantemente, me obliga a relatarle los más nimios acontecimientos de mi existencia, remueve en las más insospechadas fuentes para presentar ante mi memoria adormecida viejas escenas, para obligarme a que la reviva y las explique. Pero también me sigue como una sombra en mis días e incluso a veces hasta en mis noches. Observa, más bien escudriña, todas mis acciones, mis gestos, mis decisiones, como si quisiera descifrar a través de ellas algún código secreto, la clave que revele esa que él considera el alma pura del coleccionista de arte. Su biografía, una vez acabada (y va ya por el millar de páginas) no ha de ser sólo el relato de la vida de un hombre acaudalado que ha invertido su considerable fortuna en arte, sino un ensayo definitivo sobre la avaricia de lo bello, una enfermedad que consume implacablemente a los de mi especie, una adicción que nunca se calma. Cree Michael que ese libro lo consagrará definitivamente en el mundo académico. Yo, a cambio de la gloria que me ofrece, le he prometido sinceridad, siempre que no lo publique antes de mi muerte, que no ha de tardar más que unos escasos meses.


¿Sinceridad? Pobre imbécil que ha creído en mi promesa grandilocuente (no más, para ser justos, que su propia grandilocuencia exaltada). ¿Por qué habría de serte sincero? ¿Qué ganaría yo, que ganarías tú, si supieras la verdad de mis afanes por adquirir obras de arte, lo que me ha impulsado durante tantos años a acumular la que posiblemente sea la mejor colección de pintura de la primera mitad del siglo XX? Más le vale que termine de construir su retrato psicológico sobre "el enfermo de arte", que me presente ante la posteridad como un artítico artrítico (le brindaré el juego de palabras). Y más me vale a mí, claro, a mi vanidad, que no se conozca que mi avaricia de fondo no es de arte sino de riqueza, la única que importa, que las pinturas impresionistas, fauvistas, surrealistas, expresionistas, de las que he llegado a ser un conocedor experto, no son para mí más que otra forma de dinero. Cierto que me produce placer detenerme ante mis cuadros y repasar sus colores y formas, ya tantas veces vistos. Y ese placer es mucho más inmenso cuando los exhibo ante visitantes escogidos, personajes poderosos, importantes, respetados, pero que no poseen ese Gauguin (pongan cualquier otra firma ilustre) que admiran embelesados y que es mío. Entonces absorbo sus envidias y mi vanidad se nutre; he ahí la auténtica esencia de mi alma: una esponja que existe para inflarse con el reconocimiento envidioso y admirativo de los otros, a quienes desprecio pero sé que en el fondo necesito. Uno solo de mis cuadros supera el patrimonio total de los residentes en cualquier manzana de Queens que veo desde los ventanales de mi oficina, mi colección completa vale más que la riqueza total de algunos países africanos. Cómo habría de entender Michael estos sentimientos que sólo los que somos varias veces milmillonarios podemos albergar. Cómo puede un individuo vulgar comprender la infinita potencia de la posesión que se impone a cualquier otra emoción, minimizándola hasta la casi nulidad. Somos nosotros, los muy ricos, el verdadero pueblo escogido, los muy pocos que trascendemos, los bendecidos con la gracia divina de la omnipotencia y, por tanto, con el derecho absoluto a apropiarnos de la belleza. Por eso colecciono, poseo, arte.

 
Rene and Georgette Magritte with their dog after the war - Paul Simon (Hearts and Bones, 1983)

9 comentarios:

  1. La hambrienta vanidad...una enfermedad difícil de curar.

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    1. La vanidad está subvalorada, Babe. No se la suele citar entre las motivaciones que mueven a la humanidad y para mí que es una de las principales.

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  2. Ya dijo Aristóteles que las grandes obras del espíritu (desde el arte y la filosofía, hasta la ciencia y la legislación) requieren que haya una casta de ricachones dispuestos a pagar millonadas por esos caprichos.

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    1. Aunque no todas las "grandes obras del espíritu" se siguen cotizando tan al alza como el arte; entre las que citas, la legislación, por ejemplo, debe estar a precios de saldo, vista la calidad de sus producciones.

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  3. Pues claro. Se puede admirar la belleza, pero poseerla es mucho más difícil. Sólo una ingente cantidad de dinero lo garantiza.

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  4. No se trata de poseerla, sino de producirla. La explotación a la que la Iglesia sometía a los campesinos durante la Edad Media era terrible, pero sin la descomunal riqueza que esa explotación generó, no podríamos ver los frescos de Miguel Ángel y Rafael.

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  5. Son enfermos, sociópatas, la belleza es más fácil disfrutarla sin la compulsión egoista de poseerla, como todas las cosas maravillosas es gratis. ¿Poseer un haren y sus mujeres ganado es disfrutar de esas mujeres, o dusfrutar de una mujer es que ella esté y disfrute contigo porque lo desea? Análogamente, yo "poseo" toda la Tate y la National Gallery cada vez que entro en sus salas. ¿Poseer un Turner? para qué

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    1. Totalmente de acuerdo. Es más, quizá poseyéndola se deje de disfrutar. En todo caso, el placer de esos "enfermos" va por derroteros muy distintos al puramente estético que, en mi opinión, es por definición inaprensible, efímero aunque sea de instantes infinitos.

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