miércoles, 17 de marzo de 2010

Los cuernos de Ulises

Permitid que me presente, deciros el nombre con el que suelen designarme, ése al que tantas calumniosas falacias se asocian. Soy Pan, el más popular de los dioses menores de la teogonía helena, ¿me recuerdan? Hijo de Hermes y de la ninfa Dríope, a quien el divino tramposo montó transfigurado en un seductor macho cabrío del rebaño de su padre. Así salí yo, feo y monstruoso a más no poder: cuernos en la frente, nariz chata, barbas largas, faz arrugada, ojos pequeños y aviesos, piel lanosa, pezuñas hendidas. Tanto que mi madre me aventó y mi padre, desconsolado entre las burlas de sus olímpicos colegas, no encontró nodriza que quisiera ocuparse de mi crianza.

Patrañas todas, claro. ¿O acaso alguien cree a estas alturas en los dioses griegos? Pues menudos eran Homero y tantos otros que desconocéis para hacer mitologías a partir de cualquier anécdota banal. Siempre previo pago, no seáis ingenuos, pues no eran más que mercenarios del poder y el dinero, como nunca ha dejado de ser, no vayáis a pensar que se ha inventado algo nuevo, que desde nuestros tiempos y aun antes los gerifaltes han ansiado que se glorificaran sus miserias y, como es mi caso, se mutaran con mentiras sus vergüenzas.

Con tantos siglos muerto, poco interés tengo en desmontar esa engañosa imagen mía. Al principio me irritaba un poco, pero es que algunas pasiones, y la vanidad no es la menor entre ellas, son más reticentes a la disolución en la sopa nihilista de la eternidad. Luego hasta me divertía seguir los sinuosos recorridos de la distorsión narrativa, las sutiles deformaciones de la verdad, y descubrir sus reflejos, residuales pero significativos, en casi cada uno de los episodios de mi leyenda. Me sonreía por ejemplo, cuando se hablaba de mi asombrosa potencia sexual y mi insaciable promiscuidad. Pues sí (aunque tampoco exageremos), no anduve corto de goces carnales, y si tanto éxito me atribuyen, ¿cómo es que nadie puso en duda mi fealdad?

Diré que hasta le he tomado cariño a los mitos que me conciernen. Tampoco es que sea un afecto apasionado, que ya he dicho que en la muerte no caben tumultos; ni siquiera podría encontrar palabras comprensibles desde las referencias humanas para explicar qué me mueve, desde este aquí difuso, a reivindicar mi protagonismo, a caballo entre la verdad y la mentira, en la génesis de los cuernos adúlteros. ¿Aburrimiento, nostalgia, desdén ante los lastimosos palos de ciego del autor de este blog sobre el asunto? Así que empecemos a desmitificar desde mi filiación, que mucho ésta tiene que ver con que se asocien los cuernos que yo nunca tuve (por supuesto que no) a los maridos engañados.

¿Os acordáis de Penélope, aquélla tan ensalzada por Homero por su paciente fidelidad? Sí, haced memoria: Ulises se apunta a la guerra de Troya y deja a su mujer en Ítaca, a Ulises se le ocurre la sucia estratagema del caballo hueco que da la victoria a los griegos, Ulises se demora la intemerata en regresar a casa ... Y mientras tanto, su mujer asediada por un mogollón de pretendientes que se instalan en el palacio, convencidos de que el marido ya no volvería y ansiosos por mojar y hasta, si había suerte, asentarse en el trono de la ciudad-estado. El viejo rapsoda les ha contado de la casta Penélope, incapaz de echarlos, se dedicaba a tejer por el día y destejer por la noche la mortaja de su suegro, con la falsa promesa de elegir entre uno de ellos cuando la acabara. ¡Menuda trola! La cruda verdad es bastante menos edificante.

Porque a la preciosa Penny le iba demasiado la marcha, bastante más, desde luego, que la costura. ¿O acaso os parece verosímil que hasta ciento veintinueve jóvenes griegos pudieran alojarse en el palacio del rey en contra de los deseos de su cónyuge y regente? Fue ella quien los convocó, quien encargaba a sus entrenados sirvientes que los trajeran, primando en su selección la apostura y el vigor, que mucho habían de tener para dar la talla ante sus exigencias. Así era mi madre, no una diosa, desde luego, pero con una voracidad sexual que sí merecía la mitificación olímpica. ¿Os preguntáis por mi padre? ¿Acaso no sabéis lo que significa Pan? Pues eso, cualquiera de los ciento veintinueve porque ciertamente que fueran todos es una imposibilidad biológica, aunque a mí me gusta imaginar que el espermatozoide del que provine era de Antínoo, de todos aquellos zascandiles el que mostró luego más entereza, pero ésa es otra historia.

Tuvo que llegar finalmente Ulises para poner fin a la orgía interminable, lo que no me vino nada mal pues mi madre, al poco de haberme parido, me tenía abandonado para dedicarse a sus juergas. No es que a Ulises le importara demasiado que su mujercita no le hubiese guardado las ausencias, pero no podía admitir que se rebajara el prestigio del trono y, la verdad, el comportamiento de la reina y sus amiguitos había rebasado de largo los límites de la discreción. Así que hubo que montar la farsa de la casta mujer acosada y teje que teje y de los disolutos pretendientes mancillando las sagradas estancias palaciegas, y fingir una santa cólera que exigía la matanza de los pretendientes (que no fueron todos muertos, sino tan sólo los de menos posibles y más bajas cunas, pues también de esta venganza hubo Ulises de sacar réditos no poco pingües).

Y puestos a inventar justificaciones, de cara a los aterrados súbditos del reino y con las vistas puestas en la Hélade entera, convenía dejar claro el disgusto de los dioses y, de paso, desembarazarse de mí. Así que me disfrazaron con piel de cabrito y me adosaron pezuñas y cuernos para mostrarme, en multitudinaria asamblea y de lejos, como el monstruoso fruto de las aberraciones cometidas durante la ausencia del monarca legítimo. De tan burda manera se corrió el bulo de que mi madre había sido una cabra de los rebaños reales pero, claro está, la gente no tragó y, de forma pública, se hablaba de los cuernos como símbolo de la depravación castigada pero, entre sonrisillas irónicas, éstos pasaron a representar el deshonor que le había caído al trapichero de Ulises. No deja de tener su gracia que los cuernos que quiso endosarme se recolocaran al final en su propia frente.

Merecido se lo tuvo en mi opinión, por más que ésta sea rencorosa, y motivos tengo pues no tenéis más que leer mi historia para enteraros de cómo me echo del palacio y lo poco que faltó para que me hubiese despeñado. Admito que la posteridad lo ha tratado bastante bien, gracias a la habilidad literaria del cegatón, pero esa fama futura (que dudo que imaginara) no le bastó como consuelo ante el insistente zumbido burlón que provocaba su cornamenta primigenia. Sí, la vergüenza y el descrédito que sufrió fueron las verdaderas causas de que Ulises decidiera volver a sus viajes, aunque también influyeron no poco sus temores a las venganzas de los deudos de sus víctimas. Pero antes nos desterró a mi madre y a mí y dejó al ambicioso de su hijo a cargo de Ítaca mientras él se dedicaba a ir de picaflor por las islitas del Egeo. En fin, no entraré en detalles ni gastaré saliva en desmentir las confusas y siempre falsas versiones de esta última etapa de la vida del marido de mi madre que sólo me interesaba en su papel de cornudo. Baste añadir que algo de verdad hay en el cuento de que fue muerto por uno de sus hijos, pero no fue el vástago de Circe, ese inexistente Telégono, sino yo mismo, que ya adolescente tuve ganas de conocerlo y aliviarle para siempre de su pesada corona.

CATEGORÍA: Ficciones

2 comentarios:

  1. Pero pan, hombre, no seas rencoroso con el pobre Ulises. Y además una testa coronada es siempre una testa coronada, qué más da que de por coronas o cuernas

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  2. La verdad siempre triunfa. ¡Por fin todo sale a la luz!

    De paso, contesté a tu pregunta sobre Wordpress en mi blog.

    Besos

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