martes, 1 de diciembre de 2015

Vargas (7)

¿Cómo era Nueva York en 1916, cuando ese chaval peruano, de escasos veinte años, decidió quedarse a comenzar una nueva vida en la Gran Manzana? Me referiré a Manhattan, a la isla delimitada por el Hudson y el East River, en realidad un pequeño ramal de aquél justo antes de la desembocadura en el Atlántico.; una isla pequeña (59 km2) y alargada (casi 22 kilómetros), bastante plana aunque tiene sus pequeñas colinas. Yo he estado allí sólo dos veces, a finales de los ochenta la primera y unos diez años después. En ambas ocasiones me alojé en casas de amigos y en ambas ocasiones pateé la ciudad hasta la extenuación, disfrutando enormemente. Y es que Manhattan me gusta mucho y, sobre todo, me parece interesantísima. Probablemente no hay en el mundo un lugar en que en tan limitado espacio se concentren tantas cosas, tanta actividad. Según voy escribiendo me digo que he de prepararme un viaje a Nueva York; últimamente estoy demasiado sedentario.

Pero la ciudad actual, o la que yo conocí de hace pocos años, es muy diferente de como era hace un siglo. Sin embargo, pese a que ha cambiado mucho en su materialidad física, su plano urbano es sensiblemente similar al actual y lo es desde principios del XIX. A finales de 1783 los británicos evacuaron Nueva York y se nombró Gobernador del Estado y, posteriormente, alcalde de la ciudad. Pues bien, casi desde el principio de su andadura independiente, los administradores de la que entonces apenas ocupaba lo que hoy se llama Lower Manhattan (más o menos desde Battery Park hasta casi el Ayuntamiento –City Hall– que se construyó en 1812 en el límite norte) estaban obsesionados por diseñar la malla urbana que ocupara la totalidad de la Isla. Así, tan temprano como en 1797, se encargó un primer proyecto que nunca llegó a cuajar. En 1807 se nombró a unos comisarios con plenas competencias para elaborar un plano "con el trazado de las futuras calles de modo que conjugara regularidad y orden con el beneficio público, en particular para conseguir una ciudad saludable". La aventura de medir y cuadricular Manhattan –porque fue una aventura que merece contarse, pero no ahora– duró casi cuatro años y en 1811 se aprueba el Plan que ordena desde el Norte de Houston Street hasta la calle 155, que marca el límite en Harlem y Washington Heights. Si superponemos el plano de 1811 al de la ciudad actual, las coincidencias son altísimas; tan sólo algunas variaciones, entre las que la más destacable es Central Park que no fue planificado hasta mediados del XIX.

Con la isla bien diseñada, de lo que se trataría durante el siglo XIX es de ir ocupándola: abriendo esas calles, loteando las manzanas resultantes en parcelas edificables, construyendo los nuevos inmuebles. Lo que es verdaderamente sorprendente es que para 1916, la práctica totalidad del Plan se hubiera consolidado e incluso la parte más septentrional –hasta llegar al río Harlem– estuviera también bastante ocupada. En esos poco más de cien años, la población de Manhattan había pasado de algo menos de cien mil habitantes a unos dos millones trescientos mil; nada menos que multiplicada por 23. De hecho, la Isla en esas fechas en que Vargas arribaba, alcanzaba su máximo demográfico histórico (hoy allí viven 1.600.000 personas). Naturalmente, la ciudad que deslumbró a Alberto era mucho más chata que la actual. Ya había empezado la fiebre de los rascacielos, pero con alturas moderadas y todavía sin la intensidad brutal que se dispararía a partir de los treinta. Aunque ciertamente la capital era la ciudad más dinámica de los Estados Unidos, y continuamente se construían edificios no residenciales, todavía la mayoría del parque inmobiliario se destinaba a vivienda. Piénsese que la superficie edificada del Manhattan de hoy tiene que multiplicar por bastante la que había en 1916 y, sin embargo, hay menos habitantes; esto significa que durante el siglo pasado se produjo un crecimiento brutal en altura (la ciudad sobre sí misma) orientado hacia una intensísima terciarización. Ese proceso, cuando Vargas llegó, estaba en sus primeras fases.

Sobre Nueva York y su historia urbana hay infinita documentación, gráfica y escrita, de modo que uno se podría pasar la vida reconstruyendo el paisaje de sus calles, las movidas de sus gentes, en la época que se prefiera. He encontrado en la web de The New York Public Library un Atlas of the Borough of Manhattan datado en 1916, con unas doscientas hojas detalladas en las que se ven las calles, manzanas, parcelas y edificios existentes a esa época. En sus páginas recorrer, por ejemplo, los lotes de la Quinta Avenida, donde Alberto consiguió su primer trabajillo neoyorkino, no como pintor o dibujante, desde luego, sino aprovechando sus conocimientos del oficio para el que se había preparado desde niño en Arequipa y varios años en Suiza: la fotografía. No descubro, sin embargo, el estudio donde el chico ganaría sus primeros dólares retocando clichés. Pero sí veo, en la esquina con la Calle 9, la primera mansión familiar que se erigió en la que hoy es la avenida más glamurosa de la ciudad. Me refiero a la de Henry Breevort, primogénito de una estirpe terrateniente holandesa (de las más rancias familias neoyorkinas) quien, a sus cuarenta años y deseoso de construirse una residencia acorde a su vanidad, fue convencido por su padre para que, en vez de instalarse en el entonces prestigioso vecindario de Bond Street, lo hiciera al exterior de la urbe consolidada, en los terrenos de la familia, para que fuera él quien marcara la nueva directriz de desarrollo urbano (y, de paso, multiplicar por mucho el valor de su propiedad). Así lo hizo, encargando a dos de los más reconocidos arquitectos del momento el diseño de la nueva "casita", un mazacote sensiblemente cúbico en lo que denominaban revival griego, un pastiche estilístico con abundantes columnas y frontones. La mansión estaba concebida tanto para vivir como para hacer una ostentosa vida social. Tenía dos salas de billar, una inmensa biblioteca, un salón de baile ...; en la primera planta, siete enormes dormitorios; en la tercera (de menor altura), nueve habitaciones para el servicio. Allí se celebró, en 1940, un espectacular baile de disfraces, inédito en la ciudad, que fue el furor de la temporada. Asistieron casi seiscientas persona, escogidos de lo más granado de la sociedad neoyorkina. A partir de él, los notables –los Vanderbilt, los Astor, los Bostwick, los Withney– empezaron a mudarse a la Quinta, convirtiéndola en la sede de esa alta sociedad inmensamente rica y clasista que nos describe Edith Warthon en La Edad de la Inocencia.

Esas mansiones todavía existían en 1916 y nuestro joven protagonista tuvo que pasear delante de sus fachadas aunque, sin duda, ni osaría asomar las narices más allá de sus umbrales. Me lo imagino caminando desde Wahington Square (el antiguo cementerio reconvertido a plaza) por la acera Oeste, cruzando la calle octava y deteniéndose delante de la casa de los Rhinelander, con su fachada de ladrillo rojo y portada de granito (sería demolida en los cuarenta). Un poco más allá, en la esquina con la Novena (enfrente de la ya mencionada mansión Breevort), se erigía el Hotel Berkeley, de seis pisos, construido por los propios Rhinelander a mediados de los 1840 para albergar a familias transeúntes bien acomodadas (hoy sería algo así como un apartahotel). Ahí no se alojaría Alberto, desde luego, aunque es posible que, algunos años después, sí disfrutara del agradable café-terraza al aire libre de la planta baja; eso sí, antes de 1939, fecha en que fue sustituido por un edificio de apartamentos de diecisiete plantas, proyectado por el estudio de arquitectos Boak & Paris, uno de los más representativos del Art Deco neoyorkino. Cruzando la calle 9 se fijaría en la casa de los Breevort, aunque por entonces la habitaba de 1848 la familia De Rahm, quienes en 1919 la venderían a los Baker, otros supermillonarios de la época. Éstos se plantearon rehabilitarla pero no llegaron a hacerlo; durante los veinte, ese primer tramo de la Quinta había perdió su carácter señorial (las grandes fortunas se mudaban al Upper Manhattan, en el entorno de Central Park), así que a mediados de la década vendieron el inmueble para que, en su lugar, se erigiera otro edificio de apartamentos de dimensiones similares al anterior. Luego Alberto cruzaría la calle Décima y se encontraría con la Iglesia de la Ascensión, construida en estilo neogótico en los años cuarenta del XIX. No tengo ni idea si nuestro chico era religioso (de serlo, imagino que católico y no episcopaliano como esa iglesia) o le interesaba el arte sacro; en todo caso, viniendo de París poco le diría ese edificio de ladrillo. Enfrente del templo, en la otra acera de la Quinta Avenida, estaba el Hotel Grosvenor, abierto en 1876 también para clientes de alta posición y que había alcanzado una respetada fama de distinción; también sería sustituido en la década de los veinte por otro edificio de de diecisiete plantas, hoy ocupado por la Universidad de Nueva York.

Si seguimos acompañando a Vargas, enseguida nos toparemos con la First Presbiterian Church que cubría entonces y sigue cubriendo hoy toda la cuadra comprendida entre las calles 10 y 11. En la siguiente manzana, tras unos solares sin construir (¡sorpresa!), estaba el edificio de la McMillan Company, una de las editoriales más importantes del país, con una composición de arquería en fachada que se me antoja presuntuosa y absurda, anuncio, con más de medio siglo de anticipación, de las tonterías de la arquitectura posmodernista. En fin, dejemos a Alberto que continúe solo porque, aunque me resulta divertido resucitar edificios que en su mayoría han desaparecido, el repaso se haría eterno. Pero este breve recorrido de unas pocas manzanas al inicio de la Quinta Avenida me ha valido para comprobar que nuestro protagonista llega a Manhattan al final de una época, al menos en lo que a la arquitectura de la ciudad se refiere. Ciertamente, la ciudad no estaba ya compuesta de casitas bajas –hemos visto abundantes mazacotes de seis plantas– pero habría que esperar a los felices veinte (no tanto en los USA, pues fueron la época de la Prohibición) para que estos inmuebles cayeran para ser sustituidos por torres de la que podríamos llamar la primera generación de rascacielos (aún por debajo de los veinte pisos). De hecho, 1916 es un año clave en la historia de la planificación urbana neoyorkina, ya que se aprueba la primera normativa reguladora de las alturas de los edificios (la 1916 Zoning Resolution) ante la preocupación ciudadana por el incremento de rascacielos, en especial en el Downtown. Las alarmas se habían disparado el año anterior con la finalización del Equitable Building, un edificio de oficinas de 40 plantas en el 120 de Broadway (entre Pine y Cedar Streets, en el distrito financiero). Algún día he de hablar de esa normativa de principios del pasado siglo, que tanto influyó en la conformación de los futuros rascacielos y por ende del paisaje urbano neoyorkino.

En fin, discúlpeseme un post tan urbanístico-arquitectónico –y encima rancio–, pero me apetecía resucitar mínimamente la Nueva York a la que llegó nuestro protagonista antes de continuar repasando su vida.

4 comentarios:

  1. Nada, nada. Te aceptamos esta descripción del escenario por donde se moverá Alberto. Al fin y al cabo, el entorno es parte de la persona, así les pese a algunos mamones.

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  2. Como bien dices, existe una enorme documentación sobre el desarrollo urbano de NY, incluso ensayos históricos traducidos al español muy estimables. Sin embargo, te voy a recomendar, a riesgo de que ya la conozcas una maravillosa y reciente (relativamente) ¿novela, ensayo?, bellísima, envolvente, que te explora una ciudad de una forma increíble...

    Teju Cole:Ciudad abierta, Ed. Acantilado

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    1. No tenía ninguna noticia; me la apunto y ya te contaré que me parece. Gracias.

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