jueves, 4 de febrero de 2016

Paisajes, desiertos

Hace ya varios años, un compañero y amigo al que llevo demasiado tiempo sin ver, biólogo él, me aseguró que los humanos estábamos predispuestos instintivamente a que nos gustaran los paisajes "verdes", de vegetaciones frondosas, porque ello era señal de la abundancia de agua, condición imprescindible para la supervivencia desde nuestros ancestros. No sé cuanto de verdad científica hay en esa aseveración pero, al menos en mí caso, se cumple. Desde pequeño me han atraído los montes y gusto mucho más de las medialuces húmedas que de los paisajes de rotundidad deslumbrante. De hecho, me cuesta imaginarme residiendo en un secarral. Ello no obstante no significa que no sea capaz de apreciar la belleza de los entornos áridos, de aquéllos en los que predomina la gea frente a la flora, lo mineral en majestuosa desnudez. Diría incluso que esos paisajes me parecen más bellos o, para expresar mejor lo que siento, su belleza me golpea con mucha mayor rotundidad, casi desgarrándome.


En Tenerife, donde vivo, hay muestras magníficas de estas dos categorías opuestas de paisajes. Si queremos uno verde, recomiendo internarse en el macizo de Anaga, la punta nororiental de la Isla, con formaciones de laurisilva sólo equivalentes en el también maravilloso Parque Nacional de Garajonay, en La Gomera. Cuando camino por sus senderos –en especial los de la vertiente Norte– siento que me invade una singular serenidad, como si el bosque me acogiera protectoramente, la sensación de estar en casa. El otro extremo es, obviamente, la altiplanicie de Las Cañadas presidida por el cono del Teide. Nada que ver, desde luego; aquí los caprichos minerales se imponen visualmente (aunque la flora autóctona, sobre todo en primavera, es espectacular) con su variedad de formas, dimensiones y colores. El cielo, tan límpido, libre de nubes que quedan más bajas, también contribuye sobremanera al espectáculo. La interiorización de esta belleza –que recomiendo gozar al amanecer– se me impone de un modo que sólo se me ocurre calificar de religioso, solemne. Si en el monte me siento en mi casa, en un entorno como el de Las Cañadas soy el minúsculo visitante en una catedral, en los dominios de la divinidad. 



Van estos comentarios previos porque unos días atrás he recibido una colección de fotos del viaje de otro amigo a uno de estos paisajes desérticos especialmente singulares, tanto que es el más árido del planeta. Me refiero, claro está, al desierto de Atacama, en la costa Norte de Chile, aunque, en sentido amplio, hay quienes entienden que se adentra en el Perú y sube por los Andes (puna de Atacama) hasta los 3.500 metros, pasando a Bolivia y Argentina. El viaje que ha hecho mi amigo –iniciándolo en Arequipa, serpenteando la franja chilena de Atacama hasta Antofagasta y subiendo luego al espectacular salar de Uyuni, en Bolivia– lo planificamos hace treinta y siete años, cuando ambos vivíamos en Lima y éramos estudiantes universitarios (aunque entonces no consideramos Uyuni, que era prácticamente desconocido). Viendo las magníficas fotografías, compruebo que, en efecto, este tipo de paisajes están dotados de una belleza superlativa, ajena a las dimensiones humanas, trascendente. Y también, claro, me entra una morriña algo envidiosa de ese viaje que no hice y me vienen recuerdos oxidados de aquel tiempo –finales de los setenta– y de los motivos que nos impulsaban, hoy tan anacrónicos.


Una de esas razones podría calificarse político-musical. En Chile gobernaba todavía la Junta Militar de Pinochet, mientras que en Perú salíamos del régimen castrense y se anunciaban elecciones generales (en todo caso, el gobierno militar peruano nada tuvo que ver con el chileno, ni ideológicamente ni en cuanto a los crímenes). El grupito de chavales que planeábamos el viaje éramos muy de izquierdas, con la radicalidad e ingenuidad de la veintena, y por supuesto nos sentíamos profundamente solidarizados con el pueblo chileno –así, en abstracto– pero también con no pocos amigos que habían venido llegando a Lima unos cuantos años antes. Era frecuente que enardeciéramos nuestros nobles sentimientos escuchando los elepés de los principales intérpretes de la nueva canción chilena, tales como los Parra (Violeta e hijos), Víctor Jara (vilmente asesinado), los Inti-Illimani o Quilapayún. De estos últimos había un disco, la Cantata Santa María de Iquique, que había consagrado a esa ciudad costera como lugar de peregrinación, uno de los hitos de los lugares santos de la historia de la izquierda latinoamericana. A ello se sumaba, sobre todo para los peruanos, que esas provincias del Norte de Chile habían sido parte de la patria peruana hasta menos de un siglo antes. En fin, nostalgias reverdecidas que me han llevado a volver a escuchar, después de bastante tiempo, la discografía de Quilapayún. También me han dado ganas de escribir sobre los hechos de Iquique rememorados en el disco citado (es una amenaza)

 
Soy obrero pampino y soy ... - Quilapayún (Santa María de Iquique, Catata Popular, 1970)

11 comentarios:

  1. Nunca estuve en el macizo de Anaga, pero la foto que has puesto me recuerda mucho a las fragas y los bosques costeros de mi tierra, cuya belleza me resulta casi sensual.
    Las canciones que he podido escuchar de Violeta Parra me parecen grandiosas.

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  2. Un aire tienen los bosques de laurisilva a los gallegos, sí. En cuanto a Violeta, ella misma era grandiosa.

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  3. Hay numerosos estudios de psicología ambiental sobre preferencias paisajísticas bastante serios, y todos 'prueban' que no sólo la presencia de vegetación, sino la de masas de agua explícitas, son preferidas estadísticamente. Por otra parte, esas preferencias depende del sexo, nivel de estudios, procedencia geográfica, etc. Entre los sujetos de origen urbano hay una clara preferencia hacia los paisajes salvajes (selvas, y demás), mientras que entre los de extracción rural se prefieren entornos con presencia humana, ganados, prados, campos de cultivo.

    En Galicia, y en el Norte de Portugal, hay laurisilva, distinta levemente d ela macaronésica canaria, pero la hay; ambos son residuos botánicos premediterráneos de las floras del Terciario en climas más cálidos y húmedos que los actuales, pero tan laurisilva es la portuguesa de la sierra de Xerez como la de, pongamos por caso, Garanjonay en Gomera.

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  4. age-tig.es/zaragoza92/1992_23_ormaetxea&delucio.pdf

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  5. Bernáldez, F.G. Parra, F. y Quintas M.A. (1981): Environmental Preferences in Outdoor Recreation Areas in Madrid. Journal of Environmental Management, 13: 13-26.

    Perdón por la autocita

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  6. Las tres fotografías de tu post son bellas, pero debo reconocer que la tercera me roba el corazón (y mira que no suelo hablar así).

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    1. El desierto de Atacama ... Impresionante, sí. Como digo en el post, el ver unas fotos que me han enviado de esos paisajes es lo que lo ha motivado (además de fantasear sobre un futuro viaje a esas latitudes).

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  7. También yo "sufro" esa división de atracciones entre la de los paisajes frondosos, vegetales, verdes y mullidos, preferiblemente con mar cerca -o sea, para qué andarme con ambages: en mi experiencia, la de la cornisa cantábrica española, a la que me remiten inevitablemente todos los paisajes que se le asemejen, así sea lejanamente- y la más austera, grandiosa y mineral de la alta montaña -que, en mi humilde experiencia, es el Pirineo aragonés: cualquier otro lo he visto en foto o (Gredos, Picos de Europa) en apresurada visita de turista más parecida a una foto que a otra cosa.- Los dos paisajes me "llaman", pero lo hacen de distinta manera, y a partes diferentes de mí. La atracción de la alta montaña quizás sea más profunda y sobresaltante, pero es también más lejana, y se dirige a un "yo" que ya no soy, el que la dejó pasar en mi adolescencia. Es, más que nada, una nostalgia muy intensa de algo no vivido, o solo apenas.(Y, curiosamente, su música es, también para mí, la andina, muy políticamente cargada, que escuchaba en aquella adolescencia y aún escucho a ratos, cuando me da nostálgica: los Parra, Violeta y sus hijos Isabel y Ángel, Quilapayún, Inti Illimani, los Calchakis...) La atracción de las frondosidades verdes, marítimas y acogedoras es más próxima, más real y más actual. Por ello, también, mucho más satisfactoria.

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    1. Interesante tu percepción de la dicotomía paisajística que trato. Hay similitudes con la mía, aunque no son exactamente iguales. Comparto, por ejemplo, el adjetivo acogedor para los paisajes de frondosidades verdes (también en mi caso, los cantábricos son referencias originarias), pero de ahí no deduzco (con tu "por ello") que la experiencia de éstos sea mucho más satisfactoria. La de los otros, que yo califico de "religiosa", tiene también su punto y se me hace difícil compararlas en términos de "satisfacción".

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    2. No elegí demasiado bien el adjetivo. No es más satisfactoria, en efecto. Quería solo decir que, al ser más presente y más cercana en mi vida "real" -paso dentro de esos paisajes, recorriéndolos y viviéndolos, gran parte de mi tiempo de ocio- me procura más satisfacciones "efectivas" en la práctica. Pero la impresión que me provocan los paisajes montañeros también tiene para mí, como para tí, una componente trascendente, casi sagrada -no digo "religiosa" porque una componente propiamente religiosa, beatorro como soy, la tienen para mí prácticamente todos los paisajes- que me emociona de otra manera. Una manera, probablemente, teñida de la nostalgia de los quince y veinte años en que fueron más míos, y de la mala conciencia por haberlos "olvidado" luego, y seguir olvidándolos; y de no tener ya el cuerpo para mucho montañerismo.

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