martes, 28 de marzo de 2017

Apuntes de un maltrato

En la actualidad, pareciera que la sociedad en general, al menos en estas latitudes, ha adquirido la necesaria sensibilidad ante la violencia machista de la que carecía no hace mucho. Porque no hace mucho maltratar a tu mujer era algo normal (o al menos casi normal), algo que pertenecía a la esfera íntima del matrimonio y en lo que desde fuera mejor no inmiscuirse, a ser posible intentar no enterarse. Hay quienes piensan, dada la frecuencia en que asistimos a escenas de violencia, que ahora se maltrata más que antes pero no es así, estoy convencido de que, por mucho que nos parezca cuantitativamente inadmisible, esta lacra era mayor en el pasado. De hecho, como se ha repetido muchas veces, el maltratador ha venido apareciendo en las más diversas categorías, al margen de clases sociales y niveles culturales. Un ejemplo muy relevante fue Norman Mailer, en particular con su segunda mujer Adele Mailer. Hay muchos factores que “explican” que una relación que empezó con un enamoramiento fulminante y apasionado fuera deteriorándose a lo largo de diez años, dejando entrar el maltrato hasta llegar a un funesto final. Esa historia sucedió en la década de los cincuenta, hace dos generaciones, no demasiado por tanto (eran más o menos de la edad de mis padres). Como es lógico, Mailer poco habló de su comportamiento, sólo del criminal acto final y diciendo absolutas estupideces al respecto, sin en ningún caso mostrar arrepentimiento. Adele, en cambio, se sintió obligada a escribir un libro (La última fiesta) que no es sino la descripción del proceso que llevó al trágico final –escrita casi cuarenta años después, cuando ambos eran setentones–, lo que permite contextualizarlo. Naturalmente es la versión de ella (“su verdad”, como cursi e hipócritamente se dice ahora), pero rezuma credibilidad. Después de leer el libro, a uno le queda la desazón de comprobar el lado diabólico de un personaje afamado, respetado, miembro incuestionable de la elite cultural del país más poderoso. Pero sobre todo, cómo por ser justamente eso, la sociedad (quienes la caracterizan, quienes son alguien) cierra filas para protegerlo y prácticamente no le pasa nada. He querido extractar algunos textos del libro de Adele (las citas van en cursiva) porque me parece una lectura muy instructiva. Las escenas finales del proceso de maltrato vendrán en un siguiente post (éste ya me quedaba muy largo).
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Se habían conocido y enamorado en la primavera de 1951 y casi inmediatamente a vivir juntos. Desde muy pronto, ella se dio cuenta de la personalidad narcisista de él, de su escasísima empatía, de su necesidad compulsiva de ser siempre el centro de atención. Yo trataba de complacerlo en todo lo posible, pero cuanto más tiempo pasábamos juntos, cuanto más íntimos éramos, más difícil me resultaba lograrlo. Me hallaba frente a un perfeccionista, a un crítico incansable, especialmente con los seres más allegados, provisto de un ego que lo devoraba todo. Con el paso del tiempo las discusiones entre nosotros se fueron haciendo cada vez más frecuentes (125). Llevaban dos años juntos, asistiendo a muchísimas fiestas, bebiendo alcohol en cantidades excesivas, habiéndose convertido en la pareja de moda, la más original, transgresora y deseada de Nueva York. Ya para entonces, Norman oscilaba del trato cariñoso al insulto y al desprecio, en especial cuando estaba bebido pues el whisky exacerbaba su ira: estúpida de mierda, no aprendes nada. Estás anclada en el pasado. Eres un trozo de carne (125). La verdad era que no podíamos con todo el alcohol que ingeríamos. Él sufría un cambio como el del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, pues el hombre encantador y razonable se convertía en un ser prepotente y sádico. Sus ojos azules se tornaban malévolos, su boca adquiría un rictus desagradable y hablaba con un falso acento de machito texano. Cuando bebía, la alegría y la espontaneidad estaban ausentes en cuanto hacía, todo parecía teñido de una lúgubre desesperación (130).

En el verano de 1954 viajaron por segunda vez a México (allí vivía Bea, la primera mujer, con su hija Susie). Conocieron a una pareja estadounidense, los Lattimore, con quienes él quiso organizar una sesión de sexo. Se colocaron con alcohol y marihuana y comenzaron los escarceos, las parejas intercambiadas. De pronto, Norman desapareció, dejándome librada al placer de bocas extrañas, suaves caricias y tiernas lamidas, con las campanas al vuelo para celebrar el goce de la reina de las putas. Fuimos entonces tres los cuerpos que, entrelazados, nos entregamos al paroxismo de la más pura y genuina lascivia (161). Cuando acabó la sesión y los Lattimer se fueron (los echó ella), subió a ver a su marido que, en la cama matrimonial, simulaba dormir. Arrimé mi cuerpo tembloroso a la espalda de Norman y le pedí que me hablara. Se giró y pude verle la cara pálida y demacrada, con la boca cerrada en un gesto airado. –Aléjate de mí, puerca –y me dio tal sacudón que casi me tira de la cama. –Lo he oído todo desde aquí. Me repeles (162).

El 19 de abril de 1955, Adele y Norman se casaron en el Ayuntamiento neoyorkino. Al poco tiempo se mudaron a un inmenso loft en la calle Monroe, en la parte baja del East River, un barrio peligroso. Hacia finales de ese año hicieron una fiesta que acabó con un enfrentamiento con gamberros del barrio y a Norman le abrieron la cabeza. Aguantaron un tiempo más pero finalmente se mudaron a un piso en la calle 55. Esas navidades, Dan Wolf (el amigo de ambos que los había presentado) fue a hacerles una visita. Adele tenía ganas de salir a cenar y poder pasar un rato largo con el viejo amigo, pero Norman, que había venido de la calle cabreado, le dijo que debía quedarse en casa cuidando a Susie. Poco a poco, delante de Dan, fue subiendo el tono. Perdí la paciencia y le dije que no quería discutir más, pero que había pasado todo el día con Susie y que me apetecía salir esa noche. Lo dije como un hecho, no como una queja. Sin previo aviso, me dio un revés en plena cara. Dan se quedó helado y yo muda por la sorpresa y el dolor. Quise devolverle el golpe, pero desistí cuando vi que tenía esa expresión malvada que tan bien le conocía; me eché a llorar, tanto a causa del dolor como de la humillación que sentía delante de nuestro amigo (191).

En 1956 el matrimonio se trasladó a Bridgewater, en Connecticut, con la intención de llevar una vida más tranquila, frecuentando la comunidad de escritores que residían en los alrededores (William Styron, entre otros, con quien Norman había hecho buena amistad). Adele estaba contenta porque ese entorno le parecía más adecuado para criar a la niña que había nacido pocos meses antes, y también porque confiaba en que el ambiente rural tranquilizara los ánimos de su marido. Pero pronto los dos sintieron que se aburrían y echaban de menos el ajetreo de las fiestas neoyorkinas, de modo que no tardaron demasiado en volver a saraos nocturnos, aunque tuvieran que conducir tres horas, la vuelta a altas horas de la madrugada y bastante borrachos. Un fin de semana estival, (sería en 1957) mi madre fue a Bridgewater sola porque le había pedio que hiciera de canguro, pues yo tenía que asistir a una fiesta el sábado por la noche. La fiesta, que era en Nueva York, acabó a las tres de la mañana, hora en que Norman y yo emprendimos el regreso a casa, borrachos y enfadados como de costumbre. Él se había portado muy mal conmigo toda la noche, ya que había flirteado abiertamente con otra mujer en mis propias narices y yo, movida por el alcohol, había reaccionado de forma descontrolada. Cuando llegamos a casa, nos peleamos a grito pelado, sin siquiera recordar que mi madre dormía en una habitación de la primera planta. La pelea subió de tono y nos fuimos a las manos, hasta que Norman me dio en plena cara, dejándome un ojo morado y la boca hinchada (250). Al día siguiente, su madre quedó impresionada al ver lo que le había hecho, no podía creer que el famoso escritor pudiera ser tan salvajemente cruel en la intimidad. –Y no te engañes, ya que no sabes casi nada de lo que ocurre. Además de abofetearme, tiene otras maneras de herirme. Me hiere con palabras y con críticas constantes, y me humilla en público. Hay mujeres que pueden cerrar los ojos ante esas cosas, pero yo no puedo. Me duele demasiado y me da la sensación de que no valgo nada (252). Ese mismo día, más tarde, madre e hija hablan desoladas; Adele no sabe qué hacer, dice que no puede dejarlo, que todavía lo quiere. Miré a mi madre y de pronto me pareció más diminuta, más vulnerable, no como el dragón que exhalaba fuego cuando yo era pequeña. Parecía alelada frente al lado oscuro de Norman. Después de todo, no nos había visto a menudo y él siempre había sido muy amable con ella y con mi padre. Y allí estaba su hija, con su precioso retoño en brazos, la gran dama en su lujosa casa que parecía un refugio beatniks. Sin embargo, pese a que estaba verdaderamente enojada con Norman, mi madre no podía dejar de decir la misma frase una y otra vez: –¡Oh Dios mío …, un divorcio! ¡Nunca ha habido un divorcio en la familia! –No mamá, no creo que lleguemos a eso. Aunque te cueste creerlo, Norman y yo nos queremos, y él también quiere a la niña. No te preocupes, ya lo solucionaremos (254).

La segunda hija de Adele, Betsy, nació en 1959, cuando ya la pareja estaba de regreso en el Village, después de tres años en Connecticut. Adele usaba un diafragma que, en los meses previos a que decidiera volver a quedarse embarazada, era algo que Norman odiaba. De repente, en medio del acto sexual, me metía los dedos con brutalidad, me arrancaba el diafragma y lo tiraba al otro extremo de la habitación, con tal furia que temía que fuera a pegarme. –Odio esas malditas cosas. Me darán cáncer … En esos momentos, sus ojos azules tenían una mirada helada y extraña que me hacían pensar que tal vez estuviera tomando alguna droga a mis espaldas (264). Pese a que lógicamente Adele sentía cada vez más rechazo sexual y hasta miedo, decidió quedarse embarazada porque pensaba que un hermanito sería bueno para su hija y contribuiría a mejorar la vida en común. Aunque Norman iba al estudio todos los días, creo que tenía muchas dificultades para escribir y, pese a estar yo embarazada de seis meses, descargaba en mí su frustración. Una vez, durante una discusión por algo sin importancia, me dio un repentino golpe en la barriga. Aún recuerdo el daño físico y el horror que sentí. Temerosa de que pudiera haberle hecho daño al bebé, rompí a llorar, pero gracias a Dios no le pasó nada. Él, como de costumbre, no se disculpó (265).

15 comentarios:

  1. Cada caso concreto de maltrato que conozco me confirma en la idea de que ninguno se produce sin la complicidad y el consentimiento de la maltratada. No digo esto para culparlas, ni mucho menos para culpabilizarlas (son dos cosas distintas, sí. Por eso existen ambos verbos). Ni son las culpables, ni deben sentir que lo son. Pero es objetivamente cierto que el maltrato siempre se consolida y crece gracias al consentimiento de la víctima.

    La excusa siempre es el amor. "Él me quiere" O, peor aún "Sigo queriéndole". Evidentemente no tengo nada en contra del amor, y me parece posible, y hasta deseable, que se siga amando a un compañero maltratador, a pesar del maltrato. Pero es precisamente ese amor que siempre invocan las víctimas lo que debería llevarlas a no consentir, a enfrentarse si es posible o a irse si, como es lo más frecuente, no lo es. Quedarse y someterse es, además de lo peor que pueden hacerse a sí mismas, también lo peor que pueden hacerle a ese al que creen dar una prueba de amor.

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    1. Contra el mal amor de las malqueridas (por ambas partes) dignidad de la maltratada.

      De todas formas, a muchas mujeres, sin medios de vida propios, rentas y demás, les resulta bastante inviable, aun sin su consentimiento, escapar de su "amor"

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    2. Cierto. A muchas es el miedo lo que les impide escapar, y otras muchas les faltan los medios para hacerlo. Y a muchas se les juntan las dos cosas. En esos casos, la invocación al amor es solo un pretexto, o un débil consuelo.

      Todas ellas, también las que se quedan pudiendo irse, creyendo que el amor las justifica, me merecen el mismo profundo respeto. Pero es una pena que siga pudiéndose llamar "amor" al miedo, a la impotencia o al desaliento.

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    3. En mi opinión, Vanbrugh, escoges mal la palabra, aunque entiendo y comprato lo que quieres decir. Consentir significa permitir que algo ocurra, y ese permitir suele entenderse en sentido activo; es decir, cuando alguien consiente no es que se resigne a que algo ocurra sino que da su conformidad. Por eso me parece mal elegida la palabra, aunque solo sea porque puede hacer pensar a alguien que piensas que la mujer maltratada en algún grado está de acuerdo con el comportamiento de su maltratador, que lo acepta.

      Distinto (y menos equívoco) sería decir que el maltrato crece y se consolida gracias a que la mujer lo soporta, a que no se rebela. Pero desde luego me parece muy distinto que alguien no se rebela a que alguien consienta.

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    4. Me temo que yo no veo ninguna diferencia real entre soportar y consentir. Quizás la haya en el fuero interno del soportador/consentidor, pero solo allí, sin que en la práctica suponga ninguna diferencia efectiva. Quien soporta, consiente. Sin culpa, vale, pero eso no cambia nada, salvo quizás en el juicio que nos merezca (y no creo que en ningún caso debamos juzgar). Soportar es una de las maneras, la más pasiva y menos culpable, pero una de ellas, de consentir. Creo.

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    5. La verdad es que me cuesta creer que no veas ninguna diferencia real entre consentir y soportar. No es lo mismo, por ejemplo, que una mujer consienta que un hombre folle con ella a que una umujer soporte que un hombre folle con ella. La diferencia –que a mí sí me parece real– radica en que consentir supone la aceptación voluntaria del acto que hace otro.

      Al menos, así se suele entender. Por eso justamente te señalé que me parecía que habías escogido mal el verbo, porque podías dar a entender la aceptación (el consentimiento) por parte de la mujer de los malos tratos. Desde luego, no estoy en absoluto de acuerdo con tu afirmación de que "quien soporta, consiente", que también me parece muy desafortunada.

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    6. Una vez más nos topamos con las connotaciones. Las de "consentir", desde luego, casan mal con la situación de una maltratada acojonada, que, efectivamente, no acepta voluntariamente el maltrato que sufre, y se limita a soportarlo porque no cree poder hacer nada para evitarlo.

      Sin embargo, y a pesar de que te cueste creerlo, debo insistir en que objetivamente, es decir, en lo que se refiere a la medida en que ambas actitudes se oponen, dificultan o impiden el maltrato, no veo ninguna diferencia entre quien lo soporta y quien lo consiente.

      En resumen, la voluntariedad me parece una connotación subjetiva del verbo consentir, pero no parte de su significado denotativo objetivo. Que, en mi opinión, permite que digamos que consiente algo quien, por cualquier motivo, voluntario o no, no hace nada que impida o dificulte ese algo.

      (Y concretamente en este caso, aunque no comparto en absoluto la postura de Números, el hecho de que la maltratada busque un embarazo que, según cree, consolidará y prolongará la relación en la que se produce el maltrato me parece un acto positivo de claro consentimiento. Una cosa es no huir, por incapacidad de hacerlo, y otra muy distinta reforzar el encierro y aumentar deliberadamente los impedimentos para la huída. Insisto en que ni la culpo ni se lo reprocho, pero no puedo dejar de apreciar que, objetivamente, está colaborando con su maltratador y reforzando la situación de maltrato).

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  2. "Donde toda perspectiva complace y solo el hombre es vil". Creo que la cita original es del Gulliver de Swift, Joaquín, pero también yo la conozco a través de Wodehouse -de Bertie, para ser exactos; suele mencionarla cada vez que Jeeves le alaba un paisaje, estropeado a sus ojos por la presencia en él de su tía Ágata o de alguna otra de las autoridades que ensombrecen a ratos su feliz vida-. Me suena a Wodehouse y me ha tocado una fibra profunda verla aparecer en tu comentario.

    No sé quién se inventó el verbo "empoderar", ni por qué. A mí no es que me chirríe, es que lo detesto profunda y visceralmente. Al contrario que me pasa con la cita wodehousiana, -y al igual que le pasa a Bertie con su tía Ágata- me estropea irremediablemente cualquier contexto en que me lo encuentre. Manías mías.

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  3. De hecho, diría que la diferencia en la actualidad se nota en la "publicidad" del hecho: el maltratador moderno se esconde mejor que Mailer, por lo general.

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    1. No diría yo publicidad pero supongo que te entiendo. Antes, en efecto, habia bastante tolerancia ante el maltrato, era un problema íntimo, que no había por qué tratar desde fuera de la pareja. Aunque Mailer no se cortaba de exhibirlo, más allá de lo aceptable incluso entonces, pero aún así con casi completa impunidad.

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  4. Me asombra lo que ha cambiado en corto tiempo la vision social del maltrato hogareño.
    He visto algun afiche publicitario de los '40 donde el marido le pegaba nalgadas a su mujer pues habia sido mala y no le había comprado una marca de fijador. Una publicidad así, si se llegara a publicar hoy, hunde a esa compañía en el descrédito y quizas cárcel a sus directivos.

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    1. A mí también me asombra. Justo es ese asombra el que me ha motivado este post (y el siguiente). La otra cosa que me asombra es que pudiera haber personas de alto nivel social y cultural (de la más exquisita elite neoyorkina, de hecho) que se comportaran así y que no se les parara los pies.

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  5. Joaquín, el libro que estoy transcribiendo parcialmente lo publicó Adele Morales en 1997 y consiste en el relato de su vida de pareja con Norman Mailer, durante toda la década de los cincuenta. La historia está escrita claramente encauzada al desenlace final, elapuñalamiento de la mujer por su marido.

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  6. ¿Violencia machista? ¿Maltrato a la mujer? Va a ser que no. Aunque solo sea por respeto a las mujeres que esperan acojonadas a que llegue el marido a casa borracho como una cuba, o sobrio y cargado de mala leche, y las infle a hostias (con perdón) a ellas y a sus hijos.

    Ahí hay otra cosa.

    Se pelean (los dos), se insultan (los dos), se pegan (los dos), a ella le sienta mal que él flirtee con otra mujer (ella que no le importó hacer un trío con un matrimonio)...

    Y para más INRI ella es tan gilipollas decide quedarse embarazada porque pensaba que un hermanito sería bueno para su hija y contribuiría a mejorar la vida en común. Supongo que tendría al menos la decencia de comuicarle a él sus intenciones.

    Solo leyendo la versión de ella tengo claro que para mí, tan maltratador es él como ella. Ella como él.

    Insisto, aunque solo solo sea por respeto a las mujeres que esperan acojonadas a que llegue el marido a casa borracho como una cuba, o sobrio y cargado de mala leche, y las infle a hostias (con perdón) a ellas y a sus hijos. Esas SÍ son mujeres maltratadas y ellos unos putos maltratadores de mierda.

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    1. No estoy en absoluto de acuerdo con tu opinión, Números, y no creo que tenga nada que ver ningún pretendido respeto a las mujeres que, según tú, sí son maltratadas.

      Un matrimonio puede llevarse fatal, pelearse con frecuencia, insultarse el uno al otro. Pero hay un hecho que rompe cualquier pretendido equilibrio. Es, obviamente, que uno absuse de su situación de poder, de su mayor fuerza. Lo normal, claro, es que sea el hombre. En el matrimonio Mailer fue, en efecto, Norman. Primro la humilló desde su posición prevalente (tanto económica como social); ella no podía hacer lo mismo. Y, lo que ya no es bajo ningún concepto justificable, la pegó, usó la violencia física repetidas veces culminando con el apuñalamiento.

      ¿Que tan maltratador es él como ella? No sé cómo eres capaz de afirmar eso.

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