domingo, 19 de noviembre de 2017

Tradición familiar (y 2)

La muerte y embalsamiento del primer Fermín Cubero vino a ser la consagración implícita del destino que aceptábamos todos los miembros de nuestra familia. Alberto Jesús, ya por esas fechas anciano y sobradamente consciente de que pronto habría de acompañar a sus padres y hermanas, dispuso lo conveniente para que la casona se convirtiera en hospedaje eterno (o casi) de todos nosotros. Con buen sentido, comprendió que en pocas generaciones no podrían conciliarse las cotidianas actividades de los vivos con las exigencias del reposo de los muertos. Por eso, instituyó un patronato que habría de ser propiedad común de todos los descendientes legítimos de don Alfonso María, con derecho a voto en las decisiones colectivas a partir de los veinticinco años. Consciente también de que esta costumbre familiar podía ser atacada por sus contemporáneos, configuró el patronato al modo de una sociedad secreta, obligando a que el nuevo miembro, al iniciarse, se juramentase con el resto a guardar el secreto así como a educar a sus hijos en el respeto y amor a los ancestros embalsamados, convenciéndoles desde pequeños de la necesidad de protegerlos (y así protegerse a sí mismo en el futuro). Las previsiones del primogénito del fundador fueron de gran importancia. Según pasaban las generaciones, el palacete de Guadalajara iba acogiendo nuevos inquilinos que, poco a poco, colmaban las distintas estancias. Pero la generosa fertilidad de mis ancestros unida a la implacable lógica del crecimiento exponencial, iba haciendo que la casona de la calle Mayor comenzara a abarrotarse. El 1 de octubre de 1868 –el día en que Isabel II escapaba desde San Sebastián ante el triunfo de la Revolución– se celebró la última reunión familiar en Guadalajara. Sólo asistieron sesenta personas –apenas el 15% de los vivos– que estuvieron acompañadas de unos quinientos antepasados. Al consejo del patronato le quedó claro que al edificio construido por don Alfonso María, pese a sus casi de dos mil quinientos metros cuadrados construidos, no le quedaba capacidad para mucho más tiempo.

En esa reunión fue Luisa Fernanda, la hija mayor de Alberto Jesús, la que asumió el principal protagonismo y marcó el nuevo rumbo que había de adoptarse con los embalsamientos. Desde la silla del presidente del Consejo, cargo que le correspondía como primera de los nietos del fundador (ni siquiera en esos tiempos había misoginia en nuestra familia pero es que, además, aquella señora fue una de las mentes privilegiadas de la época), explicó con voz suave pero cargada de autoridad que había hecho algunos cálculos sobre la dimensión de la familia en las próximas generaciones. Hoy, dijo, la estirpe que fundó mi abuelo Alfonso María ha llegado a la quinta generación, que aún dista de estar completa. Cuando muera el último de nuestros nietos, esas cinco generaciones rondarán la cifra de cinco mil. Para que todos reposemos con las condiciones mínimas de dignidad, necesitaremos una superficie equivalente a seis palacetes como éste. Pero eso no es más que el principio. Para finales de este siglo, vivos y muertos sumarán en torno a los veinticinco mil, y hacia mediados del siglo XX la cifra alcanzará al menos los setecientos cincuenta mil. Es evidente que, por mucho dinero que dediquemos a adquirir edificios que destinemos a residencias póstumas y a contratar personal que se ocupe del mantenimiento de nuestros cuerpos fallecidos, no nos será posible mantener el ritmo frenético de la reproducción y la muerte.

La propuesta que hizo mi antepasada fue una muestra de su sabiduría y sensibilidad. La mansión guadalajareña albergaría a todos los miembros de la tercera y cuarta generación, lo que daba un máximo que rozaba el millar de cuerpos, casi el doble de los actuales pero que, adecuada y ordenadamente dispuestos, podían tener cabida. Pero a partir de la quinta generación, cada núcleo familiar tendría que resolver a su costa la disposición de un inmueble para albergar sus cuerpos. Luisa Fernanda proponía que se adquiriesen casonas de buen tamaño para poder albergar al menos a tres generaciones, pero, en cualquier caso, la decisión y la financiación correrían a cargo de cada unidad familiar. No obstante, el Consejo seguiría existiendo; no sólo aseguraría la necesaria coordinación, sino que también aportaría los servicios especializados de los embalsamientos a cargo, naturalmente, de los Fermines Cubero correspondientes. Como es lógico, y por más que a los miembros de aquel Consejo les doliera la dispersión de los cuerpos a partir de la quinta generación, la propuesta de Luisa Fernanda fue acordada, como mal menor ante la inexorabilidad de los números. Lo cierto es que mi ilustre tatarabuela no exageró en absoluto. Aún a pesar del brusco descenso de la tasa de natalidad experimentado en las dos últimas generaciones, el libro de registro de nuestra familia tiene inscrita a la fecha la apabullante cifra de 2.144.974 descendientes de don Alfonso María.

Porque, en efecto, una de las funciones que ha ejercido y sigue ejerciendo el Consejo del Patronato es llevar el registro de todos los miembros de la familia, apuntando las efemérides de cada uno y, por supuesto, los embalsamientos (fechas y técnicas con que se hicieron, lugar donde reposan, etc). Gracias a ese libro de Registro (en realidad ya vamos por el vigésimo sexto tomo), sé que los muertos hasta hoy han sido 472.496 y 83.396 de ellos no quisieron ser embalsamados. El dato anterior muestra a las claras como la gran mayoría de los fallecidos –más del 82%– expresaron su voluntad de ser embalsamados. Son 389.100 cuerpos que reposan distribuidos en un total de 1.720 inmuebles, localizados en cuarenta y ocho municipios españoles (aún no hay ninguna “casa de reposo” más allá de nuestras fronteras). Cada uno de estos edificios también aparece debidamente registrado en otro libro, con los datos más relevantes. Hay, desde luego, palacetes de grandes dimensiones y no pocos de reconocido valor histórico-artístico; pero también muchas viviendas más modestas o pisos en edificios plurifamiliares. En nuestro caso, se trata de un chalet en una urbanización en el norte del municipio de Madrid; son unos trescientos metros cuadrados en los que ya reposan mis cuatro abuelos, mi padre, tres tíos y un primo que se mató joven en accidente de coche. Los que quedamos vivos completamos tres generaciones y sumamos 50 más, así que cabremos todos ya que hemos fijado el límite en 120 cuerpos (verdad es que en la generación de mis hijos y sobrinos ninguno ha tenido aún descendencia).

Pues nada, en estos breves párrafos he descrito sucintamente nuestra más preciada tradición familiar que, desde hace algunos meses, está gravemente amenazada. Como ya he dicho más arriba, la pertenencia a nuestra familia implicaba la iniciación en estos ritos comunes y, desde el principio, el compromiso de guardar silencio. Esta obligación se extendía también a los cónyuges, si bien en las últimas generaciones y en especial a partir de la legalización del divorcio, ha habido bastantes que no han querido informar a la pareja hasta pasados varios años, con los hijos ya crecidos. Pero, por muchas precauciones que se hayan guardado, la existencia de tantos cuerpos a lo largo de toda la geografía española ha sido descubierta. Sin duda, que tantísimas personas mantengan un secreto es harto difícil; e incluso se pueden imaginar muchos motivos por los que, sin necesidad de que ningún familiar lo delatase, la existencia de los embalsamientos hayan sido desvelada. Más de una vez, durante las dos centurias largas ya pasadas, ha habido indicios de sospechas, por más que cada muerte fuera celebrada con todos los protocolos sociales, entierro en el correspondiente camposanto y más recientemente incineración en el tanatorio, siempre, claro, de ataúdes vacíos. Pero, en todo caso, en cuanto se detectaban los rumores, el Consejo se ocupaba de acallar a quienes los propagaban recurriendo al prestigio familiar y, sobre todo, al bálsamo pecuniario. A principios de los cincuenta, sin embargo, saltó a la luz pública un palacete de la Castellana en Madrid, adquirido a la Falange justo después de acabar la Guerra Civil. Afortunadamente, no había todavía demasiados cuerpos, apenas dos decenas, pero no se pudo evitar el consiguiente escándalo, agravado por la insistencia de dos conocidos jerarcas de la Iglesia. Esos infortunados parientes tuvieron que ser enterrados pero el desastre no pasó de ahí; el Consejo, bien conectado en el Régimen, se ocupó de que se considerara un caso aislado y se olvidara con prontitud.

Lo de ahora, en cambio, sí es una catástrofe de inconmensurable magnitud. Uno de los principales medios de comunicación de este país (periódicos, radio, televisión, internet) ha revelado el nombre de nuestra familia y descrito, con bastante detalle, nuestra tradición embalsamadora. Ha señalado cuatro residencias de reposo y, como no parece conocer otras direcciones, ha sugerido números de cuerpos y de inmuebles que tiene que haber por toda España (y lo cierto es que no ha errado demasiado). Afortunadamente, prefirieron publicar la noticia antes de interponer la pertinente denuncia, lo que nos ha permitido trasladar los cuerpos de esos inmuebles a otros (no eran demasiados). El Consejo, desde luego, ha realizado ya varias gestiones para intentar detener esta investigación, pero sin ningún éxito. Hace dos semanas se celebró una reunión de urgencia del Consejo del Patronato en un clima de tremendo nerviosismo, casi de pánico: no sólo se cernía sobre nosotros el lóbrego panorama de una orden judicial que nos arrebataría nuestros deudos y probablemente los condenase a ser incinerados, sino también el más que probable encausamiento criminal por haber infringido la ley de policía mortuoria. Así las cosas, anteayer el primo tercero que ocupa en la actualidad la presidencia nos llamó a los que conformamos el comité directivo (solo siete) para enseñarnos una carta sorprendente. La firmaba un conocido potentado extranjero y en ella venía a decir que era él quien estaba detrás de la revelación periodística. Escribía que admiraba y respetaba nuestra tradición familiar, la cual conocía desde hacía varios años. Tanto así, que entendía que el embalsamiento, con las debidas garantías (tal como nosotros lo practicábamos), debía ser una opción legal para cualquier ciudadano. Por eso, para provocar un debate público que culminara con la necesaria modificación legal, había decidido poner en conocimiento del público nuestros cuerpos; la magnitud de lo realizado por vuestra familia es el mejor argumento para el cambio en la mentalidad colectiva que propugno, afirmaba. Acababa citándonos este próximo jueves para exponernos los detalles de su estrategia, asegurándonos que saldremos todos beneficiados de la misma.

2 comentarios:

  1. El final es, como se suele decir, un cliffhanger bastante inquietante. O casi, ya que según veo, parece que esta entrega es la última. Queda a la imaginación del lector si en el futuro se embalsamarán los cadáveres gracias a la influencia del magnate extranjero o si por el contrario el narrador y el resto de los que practican este rito verán su tradición cortada y, con ello, disuelta su unidad familiar (bueno, extendida).

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    1. Es la última, sí. Y, en efecto, dejo a la imaginación del lector lo que podría suceder. Supongo que si algo así ocurriera se montaría un buen revuelo.

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