viernes, 12 de octubre de 2018

Etapa 14: Los Silos - Buenavista

Dejamos el coche en el aparcamiento que han habilitado entre la TF-42 y el antiguo convento de San Sebastián, en el pequeño centro histórico de Los Silos. El convento perteneció a las monjas del Císter y con dificultades pervivió con uso religioso desde su fundación a mitad del XVII hasta su desamortización en 1836. Actualmente es de titularidad municipal y es el principal centro cultural del pueblo donde, entre otros, se celebran sesiones del Festival Internacional del Cuento de Los Silos (este año será la XXIII edición). Justo enfrente del antiguo convento está la Iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Luz, un templo que data de finales del XVI pero no en sus actuales dimensiones ni apariencia. A principios del XX lo reformó Mariano Estanga, un arquitecto nacido en Valladolid que al poco de acabar la carrera en Madrid se desplazó a esta Isla (un hermano suyo, vinculado a la Marina, ya residía aquí). Poco después de casarse en 1910 con una Cólogan Ponte, instala su residencia en Los Silos, municipio en el que deja varias obras. Las obras que acometió en la Iglesia del pueblo supusieron profundas modificaciones: en la fachada se sobrepuso una torre central flanqueada por dos menores ligeramente retranqueadas, en un marcado estilo neogótico y toda blanca, ofreciendo una singular y llamativa imagen. En marzo del año pasado, el Ayuntamiento de Los Silos nombró hijo adoptivo al arquitecto y organizó unas jornadas sobre el personaje y su obra, a las que finalmente no pude asistir. Cruzamos la agradable plaza de la Luz con su quiosco central, a la que abre su fachada el Ayuntamiento (que, por cierto, antes fue una vivienda también proyectada por Estanga), y doblamos a la derecha por la calle del Álamo que luego pasa a llamarse calle Chica y de ésta, tras giro a la izquierda, cogemos la del Canapé, curioso nombre del camino que enlaza el casco con la Costa, hacia donde nos dirigimos.

El camino del Canapé , hoy asfaltado, es la vía tradicional que llevaba hasta la Costa. Pasado el barrio de Fátima discurre entre los muros de fincas de plataneras. Una de ellas, a unos 500 metros del pueblo, se convirtió en el estadio municipal de fútbol, donde juega el Juventud Silense, actualmente dedicado solo a la cantera. Juan Valiente fue un emigrante de Los Silos en Venezuela que, al volver a la Isla, jugó en el equipo de su pueblo y aportó sus ahorros para la construcción de este campo (habría sido deseable que se hubiera elegido una mejor ubicación y, ya puestos, los hubiesen orientado norte-sur y no este-oeste; pero no nos pongamos exigentes). A pocos metros del campo de fútbol llegamos a las primeras manzanas de la urbanización Sibora, una iniciativa surgida hacia finales de los sesenta por influencia del Puerto de la Cruz y de las expectativas (excesivas) que generaba el naciente turismo de masas. Carezco de información precisa sobre los orígenes de esta urbanización (otra investigación pendiente), de la que lo único que tengo seguro es que la bautizaron por referencia al barranco homónimo que marca su límite oriental. Una de las primeras edificaciones es el hotel Luz del Mar, un establecimiento de tamaño medio (creo que del orden de cincuenta habitaciones) propiedad de una operadora turística alemana que, por lo visto, se orienta hacia una clientela que gusta del senderismo y turismo de naturaleza. Desde luego, no estamos en una urbanización propiamente turística sino más bien residencial aunque probablemente con un porcentaje muy alto de viviendas secundarias, que se utilizan en temporada estival, supongo que en su mayoría por vecinos de la comarca. En todo caso, no pretendemos conocer la urbanización Sibora; tomamos la avenida principal y, justo antes de unos bloques de apartamentos, nos desviamos por un camino que baja hasta el barranco. Tenemos la intención de cruzarlo y seguir en dirección Este paralelos a la costa por senderos que creía haber identificado en la foto aérea. Pero no vemos ningún modo razonable de pasar, así que regresamos al viario urbano y caminamos hasta la avenida marítima y doblamos a la derecha, aunque la ruta va en sentido contrario, hacia el Oeste.

Esta avenida marítima es más una carretera litoral que enlaza San José de Sibora con La Caleta de Interián, el otro núcleo costero de Los Silos. Recuerdo que hará unos diez años, quizás alguno más, el Ayuntamiento tenía un proyecto de regeneración de este tramo del litoral que, además de la mejora y acondicionamiento de la playa, implicaba demoler esta carretera y echarla unos cuantos metros más atrás, expropiando una franja a las fincas plataneras adyacentes. El proyecto no se ejecutó –creo que fue anulado en los Tribunales– y aquí sigue esta pista asfaltada que afea el entorno y la playa casi en estado natural, preciosa pero poco aprovechable. Camino un rato por esta playa embargándome del olor a mar. Se llama Agua Dulce, parece que porque ahí desembocaba un naciente que casi vertía directamente al mar; la marea baja permite que aflore la arena negra (la parte más pegada al borde es de callaos). Hacia un extremo se ven los malhadados edificios de la urbanización Sibora; hacia el otro la mole del antiguo ingenio azucarero con su chimenea; en el centro la caseta del telégrafo. De vuelta en la carretera, llegamos enseguida a esta caseta que, aunque casi completamente reconstruida, se corresponde con la que en 1883 se construyó para recibir el amarre del cable telegráfico submarino que enlazaba Tenerife con La Palma, el primero que España ponía en el Océano Atlántico; unos años después vendría el que unía Tenerife con Cádiz. El pequeño edificio se restauró en 2001 pero parece estar cerrado y sin uso (tiene un pequeño panel donde explican la historia).

La bahía se cierra un poco más adelante, en la Punta de Daute (Daute, término guanche, es el topónimo del más occidental de los Menceyatos prehispánicos). Allí se erigió hacia 1890 el que fuera el último ingenio azucarero de la Isla por una empresa de Manchester, la Lathbury & Company. Hacia finales del XIX el cultivo de la caña de azúcar, que tan importante había sido en la economía isleña a principios del régimen colonial, era ya muy residual. No obstante, estos ingleses pensaron que todavía había margen de negocio de modo que plantaron caña en esas fincas (que habían pertenecido a la Hacienda de Daute, una de las grandes explotaciones agrarias de Tenerife que, en su época dorada había contado hasta con cuatro ingenios) y construyeron el actual edificio con maquinaria a vapor. Aguantaron dos décadas, hasta la Gran Guerra; tras ésta se abandonó definitivamente el azúcar y las tierras se dedicaron al plátano y así hasta hoy. De hecho, la nave del antiguo ingenio, bastante deteriorada, se dedica actualmente a almacén y empaquetadora de los plátanos. Pero sin duda, el elemento más relevante del complejo es la chimenea, una torre tronco-piramidal realizada en piedra molinera en sus dos tercios inferiores y en tosca amarilla en su tercio superior. Visto el ingenio, damos la vuelta y regresamos por la misma senda, enfilando ya en dirección Oeste, que es la que lleva nuestra ruta circunvaladora de la Isla.

Otra vez en la urbanización Sibora, curioseamos el edificio que seguramente sea el primero que se construyó (calculo que hacia finales de los sesenta o primeros setenta), un complejo de apartamentos de varios pisos, de planta trapezoidal con el espacio comunal central que ocupa una punta costera, terrenos que hoy serían siempre inedificables. A continuación hay un gran espacio público y luego otro edificio de apartamentos también de excesiva altura (nueve plantas). Enfrente están los antiguos hornos de cal (uno data del XIX y el otro de 1931), en los que se fabricaba este material de construcción con piedras que traían desde Fuerteventura. Funcionaron hasta los años sesenta, cuando el empleo de la cal cayó en completo desuso. Estamos en el Puertito de Los Silos que no es más que un pequeño refugio protegido por dos espigones y una rampa de varado; pese a su simplicidad, o tal vez precisamente por su causa, se configura como un rincón encantador, con unas vistas magníficas y que transmite apacibilidad. La pequeña punta costera en la que se apoya el espigón más grande está ocupada por la piscina municipal, una estupenda instalación para un pequeño municipio como es Los Silos. Luego sigue otra bahía en la que está la playa de la Corrientita (de callaos) y al finalizar ésta también lo hace la carretera asfaltada y el tramo urbanizado del paseo marítimo. El remate es una plaza abierta que mira hacia el mar en la cual se exhibe una sorprendente escultura natural: el esqueleto real de una ballena rorcual boreal, uno de los animales más grandes del planeta que en vida llegó a medir dieciséis metros y pesó unas veinte toneladas. Esta ballena fue localizada flotando muerta en aguas cercanas al Sur de Gran Canaria y trasladada a tierra para estudiar las causas de su muerte (parece que fue debida a parásitos intestinales, según la necropsia). Se decidió posteriormente recuperar y restaurar el esqueleto para su exhibición pública. No conozco porqué Los Silos consiguió quedarse con el cetáceo pero el caso es que en 2007 se empezó el ensamblaje y en agosto de 2008 se inauguró. Desde entonces, la ballena de la costa de los Silos se ha convertido en uno de los más queridos símbolos del municipio.


A partir de aquí, como ya he dicho, acaban los viarios urbanizados pero sigue una pista de tierra perfectamente transitable por vehículos y especialmente por todoterrenos que arrastran roulottes o por autocaravanas, ya que este tramo de costa se ha convertido en uno de los preferidos de la Isla para acampar, pese a que está prohibido (y advertido en varios carteles, pero se ve que no hay demasiado interés en hacer cumplir la norma). La verdad es que el ir encontrándote cada pocos metros con uno de estos vehículos aparcado frente al mar (con toldos extendidos y moquetas en el suelo) resulta bastante molesto para el caminante, máxime en un paisaje de tanta potencia visual como este campo de lavas que caen al mar recortando la costa en innumerables charcos. De éstos, el primero que nos topamos es el de la Araña, perfectamente acondicionado para el baño; contemplamos con envidia a una familia que está en el agua; son las diez y media de la mañana, el sol ya está alto y el calor es considerable (aunque subirá bastante más a lo largo de la ruta). Hasta llegar al faro de Buenavista tardamos algo más de una hora en recorrer esta curva de la costa que delimita el borde de la planicie de la Isla Baja, en torno a la Montaña de Taco, cruzada por la raya fronteriza entre Los Silos y Buenavista. La toponimia de cada entrante y saliente del muy recortado litoral –la Tablada, el Bufadero, el Clavito, Caletón del Tonolero, El Redondal, Puntilla del Bajío, Piedra del Fogal, El Chorrillo, Los Topos, Caletón de Fuche– evoca la intensa relación de los paisanos con éste y los variados y específicos usos que le han dado a lo largo de los siglos. Poco antes de llegar al faro nos encontramos con una fosa elíptica junto al camino, como si el suelo se hubiera derrumbado por la batida de las olas. A pocos pasos, otro de los muchos charcos, este vacío porque carece de acceso fácil. Con ganas de refrescarnos, descendemos cuidadosamente y descansamos un rato con las piernas dentro del agua.


Ya dentro del término de Buenavista, el municipio más occidental de la Isla, llegamos enseguida a la Punta de los Guinchos (en algunos sitios el lugar lo he visto con la denominación de Punta de la Laja) que es donde se emplaza un faro moderno (se construyó en los noventa y entró en servicio en 2005), 46 metros de altura, todo él de un rabioso blanco y un llamativo diseño (parece un sacacorchos gigantes) que hace que contraste tremendamente con la tierra negra y los azules de cielo y mar. En todo caso, guste más o menos, ha de reconocerse que este faro y el de la Punta del Hidalgo son los dos únicos de los siete que hay en Tenerife que se apartan del modelo tradicional de torre cilíndrica, con balcones en torno a la luminaria y cupulita cubriéndola. En todo caso, llegados hasta aquí, como está cerrado, nada más hay que hacer sino seguir la ruta. Seguimos pues caminando, con el acantilado a la derecha y los muros de plataneras a la izquierda, y a unos quinientos metros, sin percatarnos y probablemente atraídos por la sombra, nos desviamos del camino y entramos en un recoveco de la costa debido a un derrumbe del terreno (luego he visto que se llama Hondura de la Laja); al llegar al final no nos quedó más remedio que trepar por las rocas para recuperar la senda que discurría por la parte alta. A partir de ahí, seguimos unos mil doscientos metros más junto a la costa –paisaje similar, con algún charco adaptado para el baño como el de Los Caletones– hasta girar a la izquierda y empezar la ligera subida en dirección al casco de Buenavista.


Los primeros quinientos metros son a través de caminos apenas marcados en un terreno pedregoso poblado de matorrales. Luego alcanzamos el camino de las Ánimas, una pista asfaltada; ochocientos metros más adelante doblamos a la derecha para coger otro camino que desemboca en la calle Carracote, por la que entramos al núcleo urbano de Buenavista. De ahí por la avenida de Ulpiano Pérez Barrios hasta las ruinas del convento de San Francisco, del que solo quedan los muros perimetrales y en uno de ellos la portada con frontón triangular y el emblema de la orden mendicante. Cruzamos lo que hoy es un parque público, bajamos por la calle San Francisco, doblamos por la de la Cruz y otra vez por la Alhóndiga que nos lleva a la plaza de Los Remedios, previa parada en la pastelería el Aderno a comprar unos dulces para K, que está casi enfrente del Ayuntamiento. En la plaza unas bebidas rápidas para luego echar un repaso visual –ya estamos con ganas de dar por acabada la etapa– a la Iglesia parroquial de Nuestra Señora de Los Remedios, erigida a principios del XVI aunque ha sufrido numerosas modificaciones. Luego, por la calle de la Rosa cogemos el camino de la Vega que baja al barranco de los Camellos, hoy convertido en un agradable parque urbano en el que se integran los Lavaderos, de cuando por el cauce corría el agua. Al otro lado está el barrio de Triana, llamado así justamente por sevillanos, y la plaza recientemente reformada, donde Jorge dejó aparcado su coche. Ya hemos acabado la etapa décimo cuarta: 12,4 kms prácticamente llanos.


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