viernes, 2 de abril de 2021

El final

Las últimas navidades las pasamos aceptablemente, dentro de lo que cabía. El último dato con el que contábamos sobre el progreso de la enfermedad provenía de una resonancia magnética de finales de noviembre; las noticias eran muy buenas: el tumor estaba exactamente como cuando se lo detectaron, ni se había movido ni había crecido en los más de seis meses transcurridos. Pero, ese viernes 4 de diciembre, en el despacho del oncólogo, Luisa estaba muy mal. El día anterior, hacia el atardecer, había sufrido un brusco bajón de su estado general: se quedó como absorta, con la mirada perdida; se le agarrotaron las extremidades (las manos las ponía como garras, los brazos rígidos y duros, las piernas como palos inanimados que no podía mover) ... La acostamos y durante esa noche, que casi no durmió, se orinó encima cuatro veces. El médico, sin embargo, no dio ninguna importancia a lo que le contaba y a lo que podía ver, lo achacó a nerviosismo o ansiedad por los resultados de la resonancia; además, la analítica de sangre también era excelente, por lo que planteó empezar con el siguiente ciclo de quimioterapia. 
 
Pero Luisa empeoró, tanto que la ingresamos por urgencias. Esa madrugada me llamaron para decirme que le habían hecho un scanner y había inflamación en el cerebro, de modo que le administrarían corticoides. De otra parte, aunque todavía no estaban lo resultados del cultivo de orina, presumían (por la tardanza) que tendría infección y que eso podía explicar el estado de bajón cognitivo y agarrotamiento en que estaba. Por la mañana del sábado la pasaron a una habitación de la planta de oncología que, para mala suerte, estaba cerrada a las visitas porque había tenido covid. Pasó diez días en el hospital hasta que lograron curarle la infección de orina (producida por la bacteria klebsiella pneumoniae, tremendamente resistente a los antibióticos, la misma que se detectó en su primera estadía en el hospital). El 14 de diciembre la trajimos de vuelta a casa: se encontraba muy animada, con muchas ganas de hablar (a pesar de las dificultades de su afasia), con apetito y muy contenta. Justo antes de las fiestas pasó otro ciclo de cinco días de temozolomida, que superó bastante bien, sin apenas efectos nocivos. De modo que sí, los días finales de 2020 e iniciales de 2021 fueron aceptablemente buenos, los últimos antes del fin. 
 
Hacia Reyes empezamos a notar fallos en el equilibrio y la coordinación cada vez mayores, que pensamos que podían deberse a que la pauta de reducción de corticoides había sido muy brusca. Los médicos opinaron lo mismo, y nos dijeron que las aumentáramos y además suspendieron la quimio de enero. Al subir las corticoides se produjo una mejoría general, pero no del equilibrio y coordinación (sobre todo de las extremidades derechas) ni de la afasia; además, después de varios días, volvió a orinarse. El 16 de enero, su cumpleaños, vio un video que había montado Dana con mensajes de felicitación y cariño de tantas personas que la querían, pero ya para entonces había comenzado el deterioro cognitivo. Según acababa el mes nos crecían las sospechas de que hubiera vuelto la infección de orina. De esos días últimos de enero es la foto adjunta: está con albornoz y pijama, tomando el solecito invernal del mediodía; estaba muy flojita la pobre pero nos regalaba aún su maravillosa sonrisa.
 
El 3 de febrero, un cultivo confirmó que volvía tener infección de orina. Nos recetaron un antibiótico para que se lo administrásemos en casa, pero apenas produjo mejoría. El viernes 5 le hicieron un resonancia magnética, adelantándola en un mes a lo previsto (los oncólogos ya sospechaban que el empeoramiento podía deberse al tumor, pero no nos lo dijeron ni a mí se me pasó por la cabeza). La última semana que pasó en casa, el estado de Luisa fue deteriorándose manifiestamente. El equilibrio lo tenía muy mal y había que ayudarla a moverse. Pasaba ya casi todo el tiempo en la cama y, aunque le repetíamos que no se levantara sola, se olvidaba y lo hacía. El martes 9 fue sola hasta el baño y se cayó golpeándose contra la taza del inodoro, haciéndose unas heriditas en la rodilla y en la mano. Pero lo peor, la escena que tengo grabada a fuego en la mente, ocurrió el viernes 12. Estaba en la cama y yo en el ordenador, escribiendo algo del trabajo y pendiente de que me llamaran de oncología para confirmarnos, a la vista de los resultados de un nuevo cultivo, si la ingresábamos para un tratamiento de antibióticos en vena. Cada cuarto de hora, más o menos, me asomaba al dormitorio a ver si seguía durmiendo. Hacia el mediodía, cuando me acerqué a verla, me la encontré caída en el suelo, boca abajo, con un charco de sangre en torno a la cabeza. No puedo describir el impacto que me causó; todavía ahora, al rememorarlo, siento un desgarro y ganas de llorar a gritos. Con mucho esfuerzo la enderecé y le limpié de sangre de la nariz (tenía el tabique dañado) y boca (se debía haber mordido la lengua), así como de las rodillas. Llamé a Dana y en muy poco rato llegaron desde La Laguna. Se quejaba mucho cuando intentábamos moverla y temimos que pudiera tener alguna lesión interna. De modo que llamamos a una ambulancia.
 
La ambulancia tardó mucho en llegar, unas dos horas, y en el intervalo nos llamó la oncóloga para confirmar que había que internarla para tratar la infección por la puñetera bacteria de siempre. En la situación angustiosa en que estábamos apenas hablamos del tumor, aunque ya un par de días antes me había dicho que la imagen de la resonancia no era buena, si bien estaban pendientes de verla en el comité de oncología (que nunca llegó a ocuparse del asunto). Cuando la sacaron en silla de ruedas del dormitorio y la subieron a la camilla de la ambulancia, Luisa estaba muy ida, no se enteraba casi de lo que estaba pasando, pero aún así, mientras la colocaban en la ambulancia, me sonrió y me mandó un beso volado; esa fue su despedida. Hacia las tres de la tarde de ese viernes dejó su casa, la que tanto amaba, y ya no volvería más. Desde luego, a mí ni se me ocurrió; estaba convencido de que la traeríamos de vuelta en una semana, en cuanto le curaran la maldita infección. Visto desde ahora, me sorprende la contumacia de mi negación a siquiera imaginar el cercano final. Estaba muy dolido en ese momento –la imagen de Luisa en el suelo con sangre me había noqueado– pero en absoluto preocupado por la posibilidad de su muerte. Almorcé algo y salí hacia el hospital. Me atendió una oncóloga que me dijo que la habían subido a planta; hice los pertinentes trámites del ingreso y, después de esperar a que fuera el horario de visitas, subí a verla. Pasé poco tiempo con ella (me habían informado erróneamente del turno que me tocaba); estaba muy desconcertada, con unos moratones muy feos en la nariz y ojos. Aunque habló conmigo, al día siguiente se había olvidado de mi visita. Fue la última vez que la vi despierta.
 

Dana estuvo con ella el sábado y domingo durante las dos horas (de 16 a 18) del turno de visitas; por el protocolo covid solo dejaban que fuera un familiar, siempre el mismo. El sábado estaba bastante animada y le preguntó a su hija que cuándo le darían el alta. Hablé un rato con ella por video llamada y la vi contenta. En la foto adjunta se la ve aplaudiendo y con media sonrisa (la cara la tenía amoratada) ante la chocolatina que le ofrece Dana; le encantaban esas chocolatinas, y durante la enfermedad las escondía en su gaveta, como si hubiera de almacenarlas en previsión de una carestía. El domingo estaba un poco peor pero en absoluto tanto como para hacernos pensar en una situación terminal.

El lunes 15, mientras estaba en una reunión en el Cabildo, me llamaron del hospital para que fuera a la planta de oncología. Hacia la una y media me recibieron dos oncólogas que no conocía y, con muchos circunloquios, me dijeron que Luisa estaba agonizando y que había que sedarla para que no sufriera. No lo entendí, no me cabía en la cabeza que todo se precipitara tan bruscamente. Me explicaron que estaba muy desorientada y con dolor, que había pasado muy mala noche, y que a la vista de la última resonancia, sabían que la muerte era inminente. Ahí sentado, junto a esas dos mujeres, me sentía fuera de la realidad, como si me hubieran arrebatado de golpe todo asidero. Telefoneé a Dana (ya le había dicho que subía al hospital) y le conté lo que me estaban diciendo. Ella tampoco podía creerlo; pero si ayer no estaba tan mal, musitaba. Lo único que se me ocurrió preguntarles fue si la sedación iba a adelantarle la muerte; supongo que dudaba del diagnóstico y quería estar seguro de que no se le restaran posibilidades de escapar. Me aseguraron que no, que la agonía seguía su curso natural y simplemente se trataba de evitar que sufriera. Bueno, dije sin todavía saber del todo lo que estaba pasando, pues sédenla, no tiene que sufrir.
 
No me dejaron pasar a verla, pero me dijeron que la iban a trasladar a una habitación individual y que podríamos estar con ella permanentemente, tanto Dana como yo, pero solo uno a la vez. Me fui a casa de Dana y allí los tres, entre llantos, intentamos consolarnos. Esa tarde la pasé en casa, alelado, casi sin capacidad de raciocinio. Dana fue a verla en el horario de visitas. Estaba todavía en la habitación doble. Cuando llegó estaba dormida pero enseguida se despertó y al ver a su hija sonrió muy contenta. Dana la vio bien, le dio de merendar y le puso crema en el cuerpo. Una enfermera le dijo que le habían administrado una mínima dosis de morfina porque se quejaba y estaba muy nerviosa. Se durmió sin acabar la merienda. Luego, cuando trajeron la cena, Dana la despertó y le preguntó si quería comer y dijo que sí, pero en cuanto le acercaba la cuchara se dormía. A las nueve de la noche, viendo que aún no la habían cambiado de habitación y que no sabían decirle cuándo lo harían, Dana decidió irse a casa a dormir. Abrazó a su madre despierta; ellas pudieron despedirse.
 
Al día siguiente, martes 16 de febrero, llegué a las ocho de la mañana. Ya la habían pasado a una habitación individual. Estaba dormida, respirando con ronquidos rítmicos; ya no se despertaría más. No obstante, la sedación no era muy profunda y noté que reaccionaba levemente a mis palabras, mis caricias, mis besos. Estuve casi todo el tiempo de pie junto a ella, hablándole y tocándola. En esos momentos empecé a interiorizar que se estaba muriendo, lo que hasta entonces me negaba a asumir (y que, en realidad, aún no he asumido del todo). De pronto me daba cuenta de que tenía muchas cosas que decirle, que se habían quedado muchos asuntos pendientes; y eso no podía ser, no tenía sentido, estaba ocurriendo algo que no podía estar ocurriendo, que era absurdo. Cuando la angustia se hacía insoportable o cuando me sentía inútil, me sentaba un rato a hacer un nonograma en la tableta o a intentar leer un poco, aunque me costaba concentrarme. Durante esa mañana, naturalmente, estuve en casi continuo contacto con Dana por whatsapp y hasta hablamos de los trámites funerarios que habían de venir. La banalidad cutre que se cuela y ensucia hasta la muerte.
 
Olvidaba mencionar que, ni esa mañana ni hasta que expiró, ningún oncólogo pasó por la habitación de Luisa. Parece que, una vez desahuciada, dejaba de tener interés. Al día siguiente, en una de las breves salidas de la habitación, me encontré con el que era –al menos en teoría– su oncólogo. Me miro con cara inexpresiva y, en un alarde de empatía, me preguntó que cómo estaba. Muy mal, le respondí, con una mirada que seguro que era de antipatía. Es que esta enfermedad es muy mala, contestó. Bajé la cabeza y no respondí, aguantándome las ganas de espetarle un exabrupto insultante. En cambio, quien sí pasó fue un médico de cuidados paliativos, marido de una compañera del Cabildo, a quien le había pedido consejo el lunes por la noche. Este hombre, que no era del Hospital y que no tenía ningún deber profesional hacia Luisa, me aportó un gran apoyo, explicándome lo que le estaban poniendo, cómo se estaba desarrollando el proceso (me aseguró que Luisa no sufría) y reconfortándome. Volvió a pasar al día siguiente. Le estoy muy agradecido; sin él todavía habría sido más duro.
 
A las cuatro de la tarde bajé a la cafetería donde me esperaban Dana y Marina. Hablamos un rato mientras comíamos algo y luego Dana subió a la habitación a estar con su madre mientras yo me iba a casa. Pero a la hora me llamó diciéndome que no creía que pudiera soportarlo, que con cada respiración sentía que se iba a morir. Al cabo de otra hora volvió a llamarme, diciendo que lo estaba pasando fatal, que no se sentía capaz. Así que fui a relevarla, no tenía sentido que se quedara. En realidad, seguía más o menos igual que por la mañana: respiraba a un ritmo tranquilo: una especie de ronquido al inspirar y luego echaba el aire haciendo unos pequeños trinos, como un pajarito. Una enfermera me facilitó unas sábanas y una manta y pasé la noche durmiendo a ratos en el sofá y escuchándola. Cuánto deseé esa noche poder estar en la misma cama, apretándola contra mí.
 
Hacia las nueve de la mañana pasó una médico de guardia, muy joven, que la auscultó y me dijo que le iba a subir la sedación y que creía que no le quedaba mucho. La mañana, en todo caso, la pasó tranquila, aunque sí noté que estaba más profundamente dormida. Fui a comer con las chicas y regresé enseguida al hospital. Hacia media tarde la respiración empezó a agitarse; inspiraba muy ruidosamente y luego, como tenía flemas, parecía que hiciera gárgaras. Era bastante angustiante. Llamé a la enfermera y le aumentó la sedación y algo más tarde le aspiraron las flemas. Volvió un respirar tranquilo. Hacia las siete de la tarde empezó a bajar el ritmo de la respiración: de 15/16 inspiraciones por minuto cayó poco a poco hasta apenas cuatro. Por entonces le estaba diciendo a Dana que no sabía si ir a cenar con ellas o seguir allí, porque me parecía que quedaba poco. A las 20:04, justo después de que le había escrito a Dana que iba a reunirme con ellas y luego volver, dejó de respirar. Se había acabado.
 
El rato que pasó entre que una médico confirmó el fallecimiento y la llegada de las chicas, estuve a solas con ella, con lo que hasta hacía casi nada había sido ella. Me eché un par de veces sobre su cuerpo, pegué mi cara a la suya –tan fría–, la besé repetidamente. Creo que lloré, sé que quería gritar pero estaba sin voz. Me sentía sin alma, vacío, completamente indefenso, absolutamente solo. En ese tiempo, que no sé cuánto duró, simplemente estuve muerto.

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