jueves, 19 de agosto de 2021

Cálculos melancólicos

Luisa nació el 16 de enero de 1959 entre las 4:30 y las 5:00 de la madrugada y dejó de respirar el 17 de febrero de 2021 a las 20:00 horas. Murió a los sesenta y dos años, un mes y un día. Echo cuentas y me salen 22.678 días y 15 horas de vida, 544.287 horas de vida sobre este mundo. Algo más de medio millón de horas, ¡qué pocas me parecen! Sobre todo porque ya no hay más, porque desde hace seis meses se acabaron esas horas, esos días, que ya no podré contar. Ahora solo me queda contar las horas y días en que no estaré con ella. 
 
Nos conocimos y enamoramos el 1 de abril de 2006 –nos conocimos físicamente porque el primer contacto, a través de un correo electrónico, fue el 21 de marzo, once días antes–, de modo que hemos sido pareja durante casi quince años, durante 5.436 días para ser exactos. Es decir, he compartido nada menos que el 23,97% de la vida de Luisa, casi la cuarta parte. Claro que, en realidad, el tiempo que hemos pasado juntos, físicamente juntos, resulta ser bastante inferior; probablemente no habrá llegado a los dos mil días, como mucho unas 40.000 horas. Es decir, que en una estimación optimista, apenas he compartido con ella un 7,5% de su vida. 
 
Ni en términos absolutos (40.000 horas) ni relativos (7,5%) son cifras altas. Pero eso lo pienso ahora, ahora que no está, ahora que son magnitudes definitivas, sin posibilidad de aumentar. Cuando gastábamos juntos esas horas casi sin apreciarlas, cuando no las disfrutábamos, cuando, pudiendo compartirlas, las pasábamos separados, entonces ni se me ocurrió que llegaría el tiempo en que tanto las echaría de menos, en que tanto me arrepentiría de no haber aprovechado ese regalo maravilloso que me dio la vida. Ese tiempo ha llegado, en él estoy anclado, triste y melancólico, pero también con algo de rabia (poca, pero algo hay). 
 
Habría sido razonable esperar que al menos nos quedaran otros cinco mil días juntos y en aceptables condiciones físicas (habríamos cumplido setenta y cinco). Ese segundo tiempo, además, habría sido más compartido que el primero –eso era algo que tenía muy claro cuando volví del viaje a Perú, solo dos meses y medio antes de que se le diagnosticara el tumor–, de modo que no serían 40.000 horas sino seguro que más del doble, incluso puede que más. Si en el tiempo que compartimos Luisa me dio momentos de tanta felicidad, cuánta más me habría dado en lo que nos quedaba por vivir juntos. Expreso en días y horas la inmensa cuantía de mi pérdida, pero es porque no hay unidades de medida para la felicidad que se me ha arrebatado. 
 
Tampoco son altas las cifras si las comparo con las que miden la vida de Luisa antes de yo conocerla. Desde que nació en una clínica romana hasta que contactamos pasaron 17.241 días, durante los cuales ni siquiera supe de su existencia (tendría que descontar además los 169 días que median entre su natalicio y el mío). Desde que se fue me esfuerzo en descubrir a esa niña, adolescente y joven que vivía sin que yo lo supiera; trato de reconstruir esos días ajenos, supongo que en un esfuerzo vano de hacer más densa la presencia de ella en mí, de procurar rellenar la angustiosa realidad de su ausencia. 
 
No obstante, quiero pensar que, pese a compartir con ella solo el último cuarto de su vida tan injustamente breve, en ese tiempo, y aunque no fuera siempre, contribuí a su felicidad, como desde luego ella, en muchas ocasiones, fue la artífice de la mía. Sé que he de enfocar mis pensamientos hacia esos números positivos, multiplicar las días y horas con Luisa por factores que expresen el amor que nos tuvimos y entonces las cifras resultarán enormes –tendentes casi al infinito–. En todo caso, mucho mayores que las de mi vida pasada; sin duda, mis casi quince años con Luisa son en el periodo en que experimenté mayor felicidad.

1 comentario:

  1. Se suele decir que siempre más tiempo hace una experiencia mejor, pero, ¿si no le dedicas tiempo, cómo va a acabar siendo realmente buena?

    Un abrazo.

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