domingo, 6 de octubre de 2024

Soborno a un juez (escenas chipunas)

Mauro Santiamén revuelve sin cesar el té negro. Está nervioso y le sorprende. Él, que a estas alturas acumula incontables reuniones con los más altos dignatarios de tres continentes, que siempre se ha desenvuelto con esa personal combinación de desparpajo pícaro y simpatía regalona que le ha otorgado tantos beneficios. Pese a ello, nota en el estómago la misma opresión que sentía en la escuela rural de Valleñocos, cuarenta años atrás, cuando don Celedonio, el puro apretado entre los labios, los ojillos inquisitivos tras los gruesos cristales, le hacía salir a la pizarra. Es verdad que es la primera vez que Mauro va a encontrarse con un juez y que los jueces son para él los principales escollos a sortear en su navegar cotidiano por aguas procelosas. Además, el estreno no es con un cualquiera, pues se trata nada menos que del presidente de la Sala de lo Contencioso del Tribunal Supremo de Cascaterra. Y la conversación va a ser delicada, difícil, sobre todo si no encuentra enseguida la sintonía adecuada. No obstante, hasta anoche nada le preocupaba de esta gestión encargada por Amando Kalinas; una más de tantas otras que lo habían convertido en testaferro, más o menos incógnito según el caso, del poderoso empresario lituano, definitivo empujón hacia su propio éxito. Y hasta ahora la alianza venía siendo plenamente satisfactoria para ambos. Pero anoche, repasando en la habitación del hotel algunos videos de intervenciones del magistrado, de pronto, un primer plano: don Astenio Gabarda era igualito a don Celedonio. 
 
Gabarda cruzó la puerta giratoria casi veinte minutos tarde. Mientras el juez se adentraba indeciso en el salón principal, desde el discreto rincón en que se había agazapado, Santiamén lo examinó con recelo. Sí, era del tipo de su viejo maestro, pero tampoco idéntico. Aferrándose a esas diferencias fue poco a poco calmando su inquietud y, alzándose, caminó hacia él con los brazos tímidamente abiertos, a modo de seña identificativa y amago de saludo. Don Astenio, qué honor conocerlo, soy Mauro Santiamén, y casi sin esperar su respuesta, apoyándole ligeramente la mano en el hombro (acto al que se obligó para superar los restos de su miedo infantil), lo condujo hacia la mesita esquinada, al mismo tiempo que hacía señas a uno de los tres impasibles camareros de la sala, casi sin clientes a esa hora temprana. 
 
— Encantado, señor Santiamén. Un zumo de naranja, colado por favor, añadió dirigiéndose al camarero. Veo que usted ya ha pedido. 
 
Mauro miró su taza de té. No lo había probado, pero parte del líquido se había derramado sobre el platito. Sintió una punzada de asco. 
 
—Sí, pero ya no me apetece. Tráigame un coñac, por favor. He de reconocerle que estoy algo nervioso; no todos los días se conoce a una personalidad de su talla. Su manual de derecho ambiental significó para mí casi una revelación, además de permitirme aprobar el administrativo de tercero. 
 
Gabarda miró con curiosidad a su interlocutor. El libro que le citaba, publicado a inicios de su carrera, cuando aún vivía el Derecho como militancia ética, había pasado sin pena ni gloria. Luego se habían ido acumulando las desilusiones, tanto profesionales como personales, en paralelo a su carrera judicial. El juez, desde luego, no era tonto. Sabía por qué estaba ahí, entrevistándose con un enviado de ese lituano de Chipunia, de quien dependía el bienestar de su ya próxima jubilación. Pero se jugaba mucho, las palabras eran peligrosas, debía encontrar un equilibrio entre lo que dijera y lo que callara. Por supuesto, no se fiaba de este hombre, pero también reconocía el placer del halago inesperado y no pudo evitar una sonrisa. 
 
—Es una obra ya antigua, obsoleta casi. Me sorprende que la conozca. Tampoco sabía que usted era jurista. 
 
Muchas horas rebuscando en librerías de viejo le había costado a Mauro conseguir el maldito manual de Gabarda, descatalogado hace años. Y otras tantas leer la farragosa y aburrida prosa de sus páginas, para poder subrayar algunos párrafos. Había que preparar bien los encargos; solo así, como comprobaba satisfecho, se obtenían los frutos deseados. Notó que recuperaba su proverbial empaque; la imagen de don Celedonio iba gradualmente desvaneciéndose del rostro del magistrado. 
 
—¡Qué va! No terminé la carrera. Hube de dejarla por obligaciones familiares. Al final he acabado en el mundo de los medios de comunicación, aunque tampoco estoy licenciado en periodismo. La vida nos impone sus normas, Don Astenio, pero las viejas aficiones siguen latentes y el Derecho, más precisamente las discusiones teóricas sobre materias jurídicas y sus consecuencias, es una de ellas. He de confesarle que, en gran medida, usted es uno de los culpables de ello. 
 
No pueden ser sino patrañas todo lo que cuenta, pensó el juez (y no erraba). Mas aun así, el tipo conseguía hacérsele simpático. Habría de extremar precauciones en esta esgrima verbal, aunque sabía de su torpeza en las conversaciones, de su tendencia a hablar de más. Lo suyo era expresarse por escrito, sopesando previamente las palabras y revisándolas a posteriori antes de exponerlas a la lectura de otros. Ahí sí era cuidadoso, tanto que a veces le acusaban de que los argumentos jurídicos de sus sentencias pecaban de confusos, enredados en vericuetos cuya lógica costaba descifrar. 
 
—Vaya, es usted una rara avis. Algo me había comentado nuestro común amigo. Y, dígame, entre esas reflexiones jurídicas que le interesan, ¿hay alguna de la que desee hacerme partícipe? 
 
—Pues sí, Don Astenio. La semana pasada discutíamos Kalinas y yo sobre los derechos indemnizatorios que podrían corresponder a los propietarios de terrenos que se declaran espacio natural protegido y, consiguientemente, se deprecian significativamente. 
 
—No procede indemnización ninguna, amigo mío. Tenga en cuenta que el derecho de propiedad en suelo rústico se acota, por su función social, al uso de los terrenos y ejercicio de las actividades acordes a su naturaleza, sin en absoluto gozar de facultades urbanísticas. Además, la protección de los valores ambientales es un principio básico de nuestro ordenamiento, un argumento indiscutible de interés público. 
 
—Ya, eso lo sé. Pero, ¿qué sucede si en el interior del espacio natural se localiza un sector de suelo urbanizable? La declaración supondría impedir a los propietarios ejercer sus derechos a urbanizar y construir en esos terrenos. 
 
—En tal caso, habría que discernir si tales derechos siguen vigentes. Considere, amigo Santiamén, que lo más habitual es que hayan caducado por la inactividad de los mismos propietarios. 
 
—Es verdad. De hecho, la discusión se generó a propósito de un caso real, que le cito solo a modo de ejemplo. Seguro que conoce la Declaración de Espacios Naturales de Chipunia que protegió gran parte de nuestro territorio, incluyendo el macizo montañoso de San Trifón del Río. Allí, en una ladera, se aprobó a finales de los sesenta, un plan parcial, amparado en aquella Ley que pretendía impulsar el entonces incipiente desarrollo turístico de Cascaterra. 
 
—Sí, conozco aquella Ley. No fue poca su influencia en la destrucción del litoral cascaterrano. Pero, claro, eran otros tiempos. 
 
—Comparto su opinión. Afortunadamente, muchos de esos proyectos no llegaron a ejecutarse, como es el caso del que he traído a colación. Se trata de un lugar casi inaccesible y de orografía endiablada. Imagino que las cuentas no cuadrarían de ninguna forma y por eso los propietarios no hicieron nada. 
 
—Así que su ejemplo es la confirmación de la regla: inactividad de los propietarios y, consecuentemente, desaparición de cualquier derecho indemnizatorio. La doctrina del Supremo está muy consolidada en ese sentido, especialmente en sentencias que validan la clasificación como suelo rústico de antiguos planes parciales. Supongo, por cierto, que en el plan general del municipio así aparecerán esos terrenos. 
 
—Pues no, Don Astenio, y aquí entra en juego otro factor. Durante la elaboración del plan general, el alcalde de San Trifón suscribió un convenio con la Junta de Compensación por el que se mantenía la clasificación urbanizable a cambio de renunciar a parte de la edificabilidad del antiguo plan, a fin de disminuir el impacto ambiental. 
 
—Vaya, eso en efecto complica el asunto. De modo que todavía seguía viva la Junta de Compensación, tantos años después. 
 
—Sí, sigue viva, pero estoy convencido de que con nula voluntad de urbanizar. Para mí que lo único que pretenden es deshacerse de esos terrenos al mejor precio posible, ya vendiéndolos (dudo que alguien los compre) o forzando a la administración a que se los expropien. Comprenderá usted la relevancia de la discusión jurídica que le he planteado. 
 
—La tiene, la tiene. Aunque, en mi opinión, basta con dejar pasar el tiempo para que se extinga cualquier posibilidad de reclamación indemnizatoria de los propietarios. En ese momento, se podría modificar el plan general y reclasificar los terrenos a suelo rústico. Es lo que yo aconsejaría a los responsables públicos chipunos. 
 
—Sí, eso sería lo correcto, al menos desde la óptica de los intereses públicos. Lo que pasa es que en Chipunia gusta más llegar a acuerdos, evitar la confrontación, sobre todo con personas destacadas en nuestra sociedad. Permítame una pregunta, Don Astenio, y siéntase libre de no contestarla si le resulta incómoda: ¿Qué le aconsejaría usted a los miembros de la Junta de Compensación? 
 
Ya está. Santiamén ha descubierto la primera carta, ha empezado a tensar el nudo. Confía en que no haya sido demasiado brusco y el juez se asuste, pero la cosa se empezaba a alargar. Por unos instantes el silencio cae sobre la mesa, como la niebla húmeda de los montes de Chipunia. Mauro ha aprendido que el éxito de sus negociaciones guarda estrecha relación con la duración de esos silencios. Afortunadamente, éste es breve. Gabarda, aunque se le nota violento, esboza una media sonrisa. 
 
—Hombre, Santiamén (ya no le llama amigo), un magistrado del Supremo no es un consultor privado. De todos modos, no alcanzo a ver que podrían hacer los propietarios, salvo intentar llegar a un acuerdo con el Ayuntamiento para una expropiación pactada. 
 
—Perdóneme, Don Astenio; a veces olvido con quien estoy hablando, le aseguro que no pretendo ponerle en ninguna situación difícil. Si le he mencionado este asunto, ha sido porque Amando, contra mi consejo, se ha empeñado en invertir algo de dinero en esos terrenos para que la Junta de Compensación elabore y presente el proyecto de urbanización. Una iniciativa condenada al fracaso, sin duda, pero ya conoce a nuestro amigo. Bueno, dejemos el tema. Este encuentro ha colmado con creces mis expectativas. Cuando supe de su amistad con Kalinas, le rogué que me concertara esta cita, solo para gozar del placer de conocerlo. Quizá debiera haber esperado a que se presentara una ocasión, cómo lo diría, más natural. Pero soy impaciente y, además, he de confesarle que con Kalinas nunca se sabe; a veces pienso que es anárquicamente caprichoso en sus relaciones personales: de pronto, sin que se me alcancen las causas, deja de frecuentar a quien hasta el día anterior era un gran amigo. En fin, Don Astenio, no sabe lo feliz que me siento. Confío en que nos sigamos viendo, en que no le importe que lo llame en próximos viajes a Gavia, ya sin intermediación de Amando. 
 
El magistrado entendió. No pudo menos que admirar –e incluso agradecer– la educada delicadeza con la que Santiamén transmitía el mensaje. Nada inconveniente se había dicho, apenas unas alusiones a un asunto urbanístico para ilustrar una discusión de naturaleza teórica. Asunto, además, que no estaba judicializado, de modo que en nada le afectaba. Ahora bien, sin duda lo estaría y, en este contrato implícito que tan sutilmente estaban negociando, su parte consistiría en resolverlo a favor de los intereses de Kalinas. De cómo cerrara la entrevista dependería la continuidad de esta incierta aventura. 
 
—No se preocupe, amigo Santiamén, en absoluto me ha incomodado. Y claro que me agradará mucho que sigámonos viendo; también yo he pasado un rato muy agradable. Pero habrá de ser aquí, en Gavia, porque por un tiempo me resultará imposible viajar a Chipunia. Discúlpeme con nuestro amigo, que repetidas veces me ha invitado. Por cierto, despéjeme una curiosidad. La Declaración chipuna de Espacios Naturales es anterior a la obligación previa de elaborar un Plan de Ordenación de los Recursos Naturales, ¿verdad? 
 
—Sí, en efecto, lo es. Pero, después de promulgarse la Ley básica cascaterrana, el Gobierno de Chipunia aprobó un PORN sobre la totalidad del territorio, de modo que legitimó los espacios naturales que se habían declarado con anterioridad. 
 
Los dos hombres se miraron unos instantes sin hablar. Ahora fue Santiamén quien comprendió. Sintió que la satisfacción le inflaba por dentro, tenía ganas de explotar en carcajadas, casi de abrazar al magistrado. No había nada más que hablar. La reunión había superado sobradamente sus más optimistas previsiones.