domingo, 13 de julio de 2008

Adriana Milá

Tantos años muerta; normal es que apenas queden rastros de mi vida. Y ahora me convocan para contarla, alguien que por mí se interesa; si los difuntos tuviésemos vanidad ... Vano empeño, pues también la memoria la desvanecen los siglos y los recuerdos se confunden, ingredientes de una nebulosa volátil que es lo que todos nosotros sólo somos. Sin embargo ...

Quiere este hombre saber de mí, alcahueta pontificia me llama, qué poca delicadeza. Me imagina con gran influencia y poder en la corte romana, vértice de un cónclave femenino y secreto urdidor de intrigas entre las intrigas. Quién era yo, me pregunta, de qué fibras estaba hecho mi carácter. Nunca es uno mismo el más adecuado para narrar su biografía y menos si lleva muerto más de medio milenio. Sin embargo ...

Si nací en tierras valencianas o en la capital de los Papas; busca datos concretos mi inquisidor y apenas puedo ni deseo dárselos. ¿Qué importa dónde nací? Siempre me consideré romana, tanto o más que esos condotieros fatuos que alardeaban de genealogías patricias, que se arrogaban el derecho a gobernar mi ciudad mediante el saqueo y las eternas venganzas, Colonnas contra Orsinis y tantos otros. Para ellos no era yo sino una advenediza extranjera, pero aprendieron a respetarme.

Era extranjera, sí, pero compartí la sangre con dos papas y esa es la sangre real de Roma, por más que venga de fuera a renovar tanta endogamia italiana. Sobrina nieta de un Papa y sobrina segunda de otro, me sobra el derecho para ser romana. Y lo fui, además, por voluntad propia, porque quise serlo. Hubieron de aceptarlo los altivos condotieros del Lazio y de los demás estados de la península. Fui esposa y madre de Orsinis y fui yo quien puso el primer escalón que encumbraría a la hasta entonces oscura casa Farnesio.

Pero también corrió sangre italiana por mis venas. Mi madre, Covella, era napolitana, de una de las familias más nobles de ese reino. Allí la conoció un joven valenciano, al servicio del rey aragonés Alfonso, mal llamado el magnánimo. Calculo que sería hacia mediados del siglo; para entonces mi familia estaba ya bien asentada: el palacio episcopal de Valencia, la Corte aragonesa de Nápoles, nuestro Cardenal en la curia vaticana. No ha de extrañar a nadie que Pedro, mi padre, viajara a Italia.

Pedro de Milá era hijo de Juan, señor de Massalavés, y de Catalina de Borja, una de las hermanas del Papa Calixto III. Eran cuatro mujeres, todas menores que su famoso hermano Alfonso, el mayor, quien muy joven dejó Játiva para servir al rey de Aragón y luego a nuestra Santa Iglesia. De mi tío abuelo sí que hay abundantes huellas en la Historia así que sobran mis palabras. Además, no llegué a conocerlo y, sin embargo, fue él quien cimentó la fortuna y nobleza de nuestra familia. Acabó con el cisma de Peñíscola, ahí es nada, y su premio fue el obispado de Valencia. Llamado por el rey a Nápoles, poco tiempo ocupó el palacio y serían sus hermanas quienes lo habitaran. Las obispas las llamaban en la ciudad; ya no importaba que fueran las hijas de un pequeño propietario rural, ya podían codearse con las familias nobles del reino y casar, como hicieron, con los mejores partidos.

Uno de esos señores altivos era mi abuelo Juan de Milán, cuarto barón de Malassavés, descendiente por línea paterna del conquistador de Játiva en tiempos del gran Jaime I. La madre de mi abuela era una Centelles, familia que gustaba de imponer sus órdenes en la ciudad y sus posesiones y no se cansaba de ensangrentar las calles con sus disputas; cuánto se parecían, en esa otra orilla del Tirreno, a quienes sufrí y conocí tan bien. Los Centelles, a regañadientes, emparentarían entonces con los Borja para volver a cruzar sus destinos muchos años después, en las tierras de Gandía; pero esas son historias que poco me concernieron aunque algo influí en sus orígenes.

La pequeña napolitana fue llevada a Valencia para darle allí hijos a mi padre. Allí nací, aunque pocos lo sepan, aunque yo misma dudé a veces. Pero es que no guardo memoria casi de mi infancia, vagas imágenes de juegos con mis dos hermanos mayores, Antonio y Juan, de las grandes salas del palacio episcopal, de los ojos tristes de mi madre. A ella sí la sigo echando en falta; aunque ya nada me importe, he de reconocer que a veces ansío encontrarla en estos páramos infinitos.

Muy niña murió mi padre y muy poco después mi abuela Catalina. Covella quería volver a su Italia y quería que allí nos educásemos. También había muerto mi tío abuelo el Papa, pero en Roma teníamos dos cardenales, discretos y sigilosos en esos años en los que los enemigos eran poderosos. Uno era Luís Juan de Milá, el hermano pequeño de mi padre; el otro, su primo Rodrigo, el ya entonces famoso Cardenal Borgia. Él fue, desde el principio, mi gran protector y a él, desde muy niña, entregué mi más amorosa devoción. Quien sería el gran Alejandro VI para el mundo (para mí Roderic, en la lengua de nuestras intimidades) me enseñó desde adolescente la importancia de las lealtades familiares y supe devolverle crecidamente sus favores.

Evoco ahora los tiempos que llenaron mi segunda infancia, vividos en la Roma papal; una niña despierta aunque callada que correteaba en silencio por palacios de nobles, la fanciulla dei cardinali, como irónicamente se referían a mí en los tiempos del Papa della Rovere. Pero poco hay que contar hasta mi boda con Lodovico Migliorati, Orsini de adopción, señor de Bassanello. De hecho, también sobraba lo que hasta ahora he dicho pero he querido corregir a este hombre curioso que me dice haber leído que llegué a Roma, ya mujer, en tiempos de Calixto III. Habría sido entonces de la edad de Rodrigo y de mi tío Luís Juan y difícilmente habría podido casar a mi pobre hijo Orsino con la bella Julia y mucho menos ser, más que su suegra, una hermana mayor confidente, que tanto hizo por su fortuna y la de su familia.

Mas de todo eso ya hablaré en otro momento. Por estos parajes es tiempo lo que más abunda, pero es un tiempo blando, derretido, difícil de remover. Por eso recordar es empresa costosa que no puede sostenerse más que a intervalos breves. En otra ocasión, pues.

CATEGORÍA: Personas y personajes

5 comentarios:

  1. Me temo, Miroslav, que la dama recela y se hace la esquiva alegando una desmemoria poco creíble. :P

    Muchas debieron ser las intrigas que urdió y las camas que visitó en su búsqueda de poder para ella y luego para su hijo. Supongo que pensó que Roma bien valía unos cuernos, sean aquellos con que adornó a su marido, o los que Julia, con su beneplácito, “regaló” a su “pobre Orsino”. (Aunque imagino que en aquellos tiempos y dado el apetito insaciable de Alejandro VI, que tenía pasión por y para todas, no era tan terrible esa marca).

    Interesante personaje, en cualquier caso, que espero recupere la memoria, que no la vanidad (defecto imposible en una persona verdaderamente inteligente) para dignarse atender a quien llama “inquisidor” y, a través de él, contarnos cómo fue realmente su vida.

    Me gusta el enfoque de la narración en primera persona de la protagonista y el "diálogo" que establece con su biógrafo. :)

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  2. "Por estos parajes es tiempo lo que más abunda, pero es un tiempo blando, derretido, difícil de remover".....

    Definitivamente a sus pies querido Miro.

    Besos

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  3. Interesante familia, inteligente ejercicio y magnifico relato ...
    un placer como siempre...
    besos,

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  4. Hay que ver, dirá la señora que no tiene vanidad pero tampoco parece que le cueste mucho contarnos su (interesante) historia.

    Ahora me voy a leer lo atrasado :D

    Besos

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  5. Fascinante la época, el personaje y el modo de relatarlo. Esperamos que siga haciendo memoria.

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