domingo, 4 de abril de 2010

Bárbara Blomberg (y 4)

El rumor de las olas mece los sueños de Bárbara dirigiéndolos a su único viaje por mar, en aquella galera en la que la embarcaron con engaños. Hacía casi veinte años de esa travesía y el causante –cómo no– Jeromín, que ya no se llamaba así, sino Don Juan de Austria, el más famoso héroe español, vencedor de los moriscos de la Alpujarra y del Turco en Lepanto siendo poco más que un crío y, con apenas treinta años, arribando a Flandes como gobernador general, a sofocar la rebelión que en esos estados avivaba Guillermo el Taciturno. Ya el chico había escrito algunas cartas con anterioridad a la que creía su madre que Bárbara tardaba en responder, cuando lo hacía, pues siempre le agriaban el humor. Sabía además que al joven le advertían de sus jolgorios, que nada gustaban en la corte de Madrid; más de una vez le habían hecho llegar veladas amenazas de enviarla a España si no se recataba como correspondía a su doble estado de viuda y madre de un hijo del César. Pero por fortuna al de Alba, en quien ella veía a su principal enemigo, le ordenaron regresar a Castilla pues no sabía sino exacerbar los ánimos de los flamencos y en su lugar vino ese afable catalán de preclara inteligencia, don Luís de Requeséns, bajo cuyo gobierno la situación de Bárbara mejoró significativamente, bien porque carecía de la seca intolerancia de su predecesor, porque había sido consejero de don Juan y el amor a éste le impelía a agradar a la madre, o porque problemas bastante más graves y acuciantes le agobiaban como para censurar el comportamiento de la viuda. Fuera cualquiera la razón, Bárbara lloró sinceramente la muerte del vicealmirante, sintiéndola como un presagio de la de su propia vida independiente.

Esta intuición le quedó a Bárbara más que confirmada cuando, en noviembre de 1576, le llegó una carta de don Juan en la que le anunciaba que había sido nombrado nuevo gobernador de los Países Bajos y requiriéndola para que lo visitase en su alojamiento de Luxemburgo. Aunque al principio hizo oídos sordos, no estaba dispuesto el hijo del emperador a dejarse ningunear ni siquiera por su madre y unos días después llegaron a su domicilio dos soldados de los Tercios quienes le entregaron una segunda carta y, con muy buenas palabras, ciertamente, la invitaron a arreglarse de inmediato para viajar en una suntuosa carroza que esperaba a la puerta. Entendió Bárbara que más le valía una salida airosa y, después de engalanarse con sus mejores afeites e hirviendo de rabia tras sus sonrisas corteses, se subió al coche que, en apenas poco más de media jornada, cubrió la distancia entre Gante, a donde se había desplazado la dama para participar en los festivos alborotos, y Luxemburgo. Por fin se conocieron hijo y madre y poco o nada se agradaron mutuamente. Él porque vio a una señora madura que, a diferencia de su reverenciada Magdalena de Ulloa, se empeñaba en aparentar aires de jovenzuela no consiguiendo, a sus ojos, más que asemejarse a una cortesana. Ella porque ya iba predispuesta a mostrarle su rabia, a hacerse odiosa a ese arrogante para que, de una vez por todas, la olvidara y la liberara de su cruel destino. Forzáis mi voluntad, señor, que no era ésta acudir a vos. ¿Acaso a una madre no le place visitar a su hijo? No sois mi hijo, sabedlo de una vez. Pero las palabras de Bárbara no irritaron al joven quien extendió una hermosa sonrisa en su no menos hermoso rostro. Estaréis cansada, le contestó mientras se inclinaba ante ella, le cogía una mano y se la besaba. He ordenado que os preparen cómodas habitaciones, por más que ésta sea ahora la vivienda de un soldado; descansad tranquila que ya a la cena podremos hablar con calma.

Esa noche Bárbara comprobó el donaire y galanura del que todos creían su hijo y, contra su voluntad, fue poco a poco cediendo a sus encantos y pensando que quizá no estaba siendo justa con él, que culpa no tenía de los devaneos de su padre, y además podría serle conveniente aprovechar la falsa maternidad para adquirir mayores ventajas. Aún así, seguía recelando Bárbara de Don Juan y, sobre todo, que la quisiese enviar a España, que no dejaba la mujer de comprender que, con su fama de casquivana, no deseara el nuevo virrey tenerla en las mismas provincias (y mucho menos en la misma ciudad) sobre las que había de gobernar. Sin embargo, el joven, prevenido como era, mucho se cuidó de mencionar ningún cambio en los hábitos de su madre y, por el contrario, no cesó de adularla devotamente. De esta guisa le narraba sus viajes y muy en especial sus estancias en Italia, deleitándola con las fiestas cortesanas a las que había asistido. Muy principales señoras, le dijo, me han preguntado por vos, deseosas de conoceros. Y como Bárbara sonreía con incrédula coquetería, decidió el de Austria arriesgar la jugada. ¿No me creéis? Pues sabed que mi hermana, la duquesa de Parma, me ha encarecido que os convenza para que vayáis a visitarla. La propuesta tenía cierta verosimilitud y Bárbara, cegada ya por su vanidad, cayó en la trampa. Margarita de Austria era también una hija ilegítima del emperador, veinticinco años mayor que Juan, que había casado con el duque Farnesio. Además ambas mujeres se conocían pues una década antes había sido la gobernadora de los Países Bajos y habían conversado en algunas ocasiones. Pensó Bárbara que la antigua altanería de la duquesa para con ella se habría trocado en interés debido probablemente al encumbramiento de "su" hijo y tal conjetura reforzó su nueva estrategia de congraciarse con él, visto que a través suyo podría moverse en los más refinados ambientes. En resumen, que la incauta burguesa (pues tal seguía siendo) quedó totalmente seducida y accedió encantada a viajar a Italia, en cuanto llegaran su hijo Conrado y los más fieles de su no escasa servidumbre.

Así que, unos días después, se despidió Bárbara del nuevo gobernador con cariñosas promesas de verse pronto, y partió con los suyos en viaje por tierra hasta Génova. Allí la esperaba la infausta galera con la que habría de navegar hasta Nápoles para desde ese puerto dirigirse hasta l'Aquila donde la duquesa la esperaba. Pero el barco no enfiló hacia el sur sino hacia poniente, a mar abierto; y no costeó la península itálica, sino la ibérica, cruzando un tempestuoso estrecho y surcando el Atlántico y el Cantábrico con tan malos temporales y tan fuertes oleajes que Bárbara, aún consciente del engaño, no pudo sino recluirse en su camarote y entre horrorosos mareos maldecir al hijo como había tantas veces hecho con el padre. En su sueño, se le aparece a Bárbara la figura de Magdalena de Ulloa, la viuda de Luís Quijada que había criado a Don Juan. Como tantos años hizo su marido, ahora le toca a ella decidir sobre su vida. Y como se temía (ya le habían dicho que en España a las mujeres se les encierra), la ilustre señora se ocupa de meterla en un convento donde pasaría un largo año y más que habría pasado si ése de quien todos decían que era madre no hubiese muerto en el otoño de 1578. Pero la Bárbara que salió de las Huelgas Reales era ya una vieja y vieja, cada día más, ha seguido siendo estos últimos veinte años. Recluida en esta aldea cántabra y sin más diversión que cuidar de sus nietos y ayudar a su nuera. Nada queda de esa muchacha alegre que correteaba por las calles de Regensburg; sólo es una anciana olvidada y melancólica que duerme sin saber que no va a volver a despertar, que mañana le harán unos funerales nobles pero discretos y luego la enterrarán en un convento junto al mar, tan lejos de su tierra. No es nada bueno toparse con reyes, Bárbara, y mucho menos con emperadores.



Who was that girl - Bill Frisell (Unspeakable, 2004)

CATEGORÍA: Ficciones

2 comentarios:

  1. Asombrosa la vida de esta mujer,que guardó tantos secretos y enigmas.Y de los grandes salones sajones termina sus días en parajes cántabros.
    Bella foto del convento de Escalante en las marismas. Abriéndose paso a la mar de Santoña.Escalante es un municipio que linda con Bárcena de Cicero dónde murió Doña Bárbara. Y Ambrosero y Gama son ´barrios de este pueblo.

    Aquï cerca , en Laredo, desembarcó Carlos V, antes de partir hacia Yuste. Lo que tu llamas aldeas cántabras, fueron importantes puertos desde dónde se mandaba el comercio de lanas de Castilla hacia Inglaterra.Desempeñaban un papel importante estas villas en la época que relatas.
    Un saludo afectuoso

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  2. Hola Carmen, bienvenida por estos lares. Sé que en la época del emperador muchos de esos núcleos eran bastante más que aldeas. Confío en que no te haya molestado el sustantivo que, en todo caso, pongo en boca de la Bárbara Blomberg que recreo y que me imagino que no se sentía muy a gusto en un área rural.

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