El fantasma del castillo (I)
En 1986 viajé a las Tierras Altas acompañando a la que entonces era mi pareja, empeñada en una empresa absolutamente disparatada. Quería averiguar todo lo posible sobre el presunto fantasma que habitaba el castillo de Eilean Donan, una de las mayores atracciones turísticas de la Escocia noroccidental. Más en concreto quería averiguar quién era o, mejor dicho, quién había sido en vida. Puede pensarse que estábamos locos, claro. Yo, por supuesto, no creía en fantasmas e Iciar, mi novia, es más que probable que unos años antes, quizá sólo unos meses, tampoco. Sin embargo le habían ocurrido demasiadas cosas extrañas para tener un especial interés en verificar por sí misma qué había de cierto en la leyenda del fantasma que la familia (o clan, si se prefiere) MacRae, dueña del castillo, se ocupaba de difundir como parte del reclamo turístico. En todo caso, el viaje, con o sin fantasmas, se presentaba de lo más apetecible.
La historia es conocida y data de la primavera de 1719. Pocos años llevaba reinando en paz en España el primer Borbón y aún escocían las cláusulas con las que las potencias europeas, Inglaterra muy especialmente, se habían cobrado el cambio dinástico. Pero quizá, pensaron algunos, todavía podía recuperarse algo de primacía en Europa. El artífice intelectual de esos frustrados intentos fue el cardenal Giulio Alberoni, el principal consejero de Felipe V, quien esbozó el peregrino plan de invadir Inglaterra, reeditando con similares penosos resultados la aventura de Felipe II. Por aquel entonces la Gran Bretaña estrenaba también nueva dinastía, la de los Hannover, en la persona de Jorge I, como consecuencia de la muerte sin descendencia de María II y Ana, las dos últimas reinas protestantes de la casa Estuardo, y la aplicación del Act of Settlement, ley del Parlamento promulgada con la principal intención de apartar del trono a los sucesores católicos de Jacobo II. El caso es que el nuevo rey alemán no fue del todo bien aceptado, sobre todo en Escocia, cuna de los Estuardo, y nada más empezar su gobierno había tenido que sofocar una rebelión jacobita. Unos años más tarde, Alberoni se planteó apoyar con barcos y hombres una segunda intentona para que Jacobo, el hermano menor de las anteriores reinas, ganara la corona. De esa manera, pensaba el ministro borbónico, Inglaterra pasaría a ser un aliado y desaparecería el principal obstáculo en las aspiraciones de grandeza española.
El plan se basaba en una maniobra de distracción en Escocia que, con el apoyo de los highlanders, atrajera a los ejércitos ingleses; logrado este objetivo, una gran flota desembarcaría en el suroeste, reclutaría apoyos locales, y se dirigiría hacia Londres, casi desguarnecido, para deponer a Jorge I e instaurar a Jacobo III. Siguiendo la tradición, la gran flota se topó con una tormenta a la altura de Finisterre y se abortó la misión, pero se dejó que la avanzadilla escocesa continuara la aventura. Se trataba de dos fragatas que el 28 de marzo de 1719 habían salido del puerto guipuzcoano de Pasajes con algo más de 300 infantes de marina al mando del coronel Nicolás de Castro Bolaño. Entre estos se encontraba un joven de veintipocos años, Gregorio Ynchausti Ugarte, remotísimo tío abuelo de mi amiga, de cuya historia había venido a enterarse hacía unos meses con motivo de la restauración de una vieja casona que la familia tenía en la falda oriental del monte Ulía, a unos tres kilómetros del casco viejo donostiarra.
La casona a que me refiero había pertenecido a la familia de Iciar, mi novia, desde su construcción inicial que, calculaban los expertos, sería de principios del XVII. Hasta mediados de los sesenta siguió habitada, siendo su última inquilina una tía abuela solterona, una de las pocas de la familia que no había dejado el País Vasco. Iciar recordaba vagamente alguna visita a esa casa con su abuelo durante los veraneos de muy niña; marcaba el punto de media vuelta en los paseos por el monte a que tan aficionados eran Peio Inchausti y su nieta mayor. Pero para entonces ya debía haber muerto la hermana de su abuelo, porque Iciar no guardaba recuerdos suyos, sino de ambos entrando a una casa vacía pero todavía en funcionamiento, con la nevera llena de botellas, las luces que se encendían ... En el 81 murió Peio, unos meses antes de que Iciar acabara arquitectura, dejándole en herencia la mayor parte de la vieja casona de Ulía (había algunos derechos que correspondían a los primos segundos de Bilbao). Para entonces, si no podía calificarse de ruina era porque los gruesos muros de piedra aguantaban de todo y las vigas de la cubierta eran de una madera excepcional, pero volverla a hacer habitable iba a costar mucho tiempo, esfuerzo y dinero. Los padres de mi amiga le aconsejaron aceptar la oferta de compra de un cocinero famoso que quería convertirla en restaurante; era una millonada, bastante más de lo necesario para pasarse dos añitos de master en Cornell, que era su sueño más preciado. Sin embargo, cuando ya estaba casi decidida a vender, una mañana sorprendió a todos anunciando que definitivamente se la quedaba.
Gregorio Ynchausti se había ofrecido voluntario al coronel Bolaño en el mismo puerto de Pasajes, la víspera de la partida de las dos fragatas. El propio Bolaño, gallego resabiado, contaría años después que se olió que el chaval de algo andaría escapando, pero no era cuestión de poner trabas a quien se apuntaba a una misión tan poco halagüeña como la que le exigía el servicio al rey y además tampoco había mucha posibilidad de diálogo, que se trataba de un rústico euscaro que apenas farfullaba el castellano. Hay unas cartas del coronel de la marina escritas años después a su paisano Feijoo narrándole la aventura escocesa y en ellas, como de pasada, consta la breve mención a ese donostiarra, aunque luego el benedictino no lo inmortalizaría en sus escritos. Yo en cambio, que hacia el año 85 preparaba mi tesis doctoral sobre los novatores y la primera ilustración española tenía fotocopiadas esas cartas, me sonaba el nombre del vasco que huyó a Escocia con los marinos del rey y, gracias a esos conocimientos y a alguna otra carambola del azar, acabé conociendo a Iciar.
Por esas fechas, Iciar llevaba algunos meses con las obras de restauración de la casa que había heredado y, tras las primeras tareas de limpieza y desescombros, había ya descubierto la arqueta enterrada bajo el suelo de la antigua cocina y la carta autógrafa de su remoto familiar. Tardaría yo bastante en enterarme de lo que decía esa carta porque aunque enseguida sabría de su existencia (ella misma me lo contó la primera vez que hablamos), Iciar se resistía a dejármela leer, poniendo las más diversas excusas. Incluso iniciamos nuestro viaje a Escocia sin que todavía me la hubiese querido mostrar, lo que tenía que haber bastado para, si no abrirme los ojos, sí alertar mínimamente alguna suspicacia. Pero, digamos la verdad, por esos días yo estaba bastante colado por la chica y aceptaba todo lo que me decía y me prestaba a apoyarla en cualquier extravagancia que tuviera a bien acometer. Y quien no lo crea que espere a conocer la crónica de ese viaje y las inesperadas consecuencias que del mismo derivaron.
La historia es conocida y data de la primavera de 1719. Pocos años llevaba reinando en paz en España el primer Borbón y aún escocían las cláusulas con las que las potencias europeas, Inglaterra muy especialmente, se habían cobrado el cambio dinástico. Pero quizá, pensaron algunos, todavía podía recuperarse algo de primacía en Europa. El artífice intelectual de esos frustrados intentos fue el cardenal Giulio Alberoni, el principal consejero de Felipe V, quien esbozó el peregrino plan de invadir Inglaterra, reeditando con similares penosos resultados la aventura de Felipe II. Por aquel entonces la Gran Bretaña estrenaba también nueva dinastía, la de los Hannover, en la persona de Jorge I, como consecuencia de la muerte sin descendencia de María II y Ana, las dos últimas reinas protestantes de la casa Estuardo, y la aplicación del Act of Settlement, ley del Parlamento promulgada con la principal intención de apartar del trono a los sucesores católicos de Jacobo II. El caso es que el nuevo rey alemán no fue del todo bien aceptado, sobre todo en Escocia, cuna de los Estuardo, y nada más empezar su gobierno había tenido que sofocar una rebelión jacobita. Unos años más tarde, Alberoni se planteó apoyar con barcos y hombres una segunda intentona para que Jacobo, el hermano menor de las anteriores reinas, ganara la corona. De esa manera, pensaba el ministro borbónico, Inglaterra pasaría a ser un aliado y desaparecería el principal obstáculo en las aspiraciones de grandeza española.
El plan se basaba en una maniobra de distracción en Escocia que, con el apoyo de los highlanders, atrajera a los ejércitos ingleses; logrado este objetivo, una gran flota desembarcaría en el suroeste, reclutaría apoyos locales, y se dirigiría hacia Londres, casi desguarnecido, para deponer a Jorge I e instaurar a Jacobo III. Siguiendo la tradición, la gran flota se topó con una tormenta a la altura de Finisterre y se abortó la misión, pero se dejó que la avanzadilla escocesa continuara la aventura. Se trataba de dos fragatas que el 28 de marzo de 1719 habían salido del puerto guipuzcoano de Pasajes con algo más de 300 infantes de marina al mando del coronel Nicolás de Castro Bolaño. Entre estos se encontraba un joven de veintipocos años, Gregorio Ynchausti Ugarte, remotísimo tío abuelo de mi amiga, de cuya historia había venido a enterarse hacía unos meses con motivo de la restauración de una vieja casona que la familia tenía en la falda oriental del monte Ulía, a unos tres kilómetros del casco viejo donostiarra.
La casona a que me refiero había pertenecido a la familia de Iciar, mi novia, desde su construcción inicial que, calculaban los expertos, sería de principios del XVII. Hasta mediados de los sesenta siguió habitada, siendo su última inquilina una tía abuela solterona, una de las pocas de la familia que no había dejado el País Vasco. Iciar recordaba vagamente alguna visita a esa casa con su abuelo durante los veraneos de muy niña; marcaba el punto de media vuelta en los paseos por el monte a que tan aficionados eran Peio Inchausti y su nieta mayor. Pero para entonces ya debía haber muerto la hermana de su abuelo, porque Iciar no guardaba recuerdos suyos, sino de ambos entrando a una casa vacía pero todavía en funcionamiento, con la nevera llena de botellas, las luces que se encendían ... En el 81 murió Peio, unos meses antes de que Iciar acabara arquitectura, dejándole en herencia la mayor parte de la vieja casona de Ulía (había algunos derechos que correspondían a los primos segundos de Bilbao). Para entonces, si no podía calificarse de ruina era porque los gruesos muros de piedra aguantaban de todo y las vigas de la cubierta eran de una madera excepcional, pero volverla a hacer habitable iba a costar mucho tiempo, esfuerzo y dinero. Los padres de mi amiga le aconsejaron aceptar la oferta de compra de un cocinero famoso que quería convertirla en restaurante; era una millonada, bastante más de lo necesario para pasarse dos añitos de master en Cornell, que era su sueño más preciado. Sin embargo, cuando ya estaba casi decidida a vender, una mañana sorprendió a todos anunciando que definitivamente se la quedaba.
Gregorio Ynchausti se había ofrecido voluntario al coronel Bolaño en el mismo puerto de Pasajes, la víspera de la partida de las dos fragatas. El propio Bolaño, gallego resabiado, contaría años después que se olió que el chaval de algo andaría escapando, pero no era cuestión de poner trabas a quien se apuntaba a una misión tan poco halagüeña como la que le exigía el servicio al rey y además tampoco había mucha posibilidad de diálogo, que se trataba de un rústico euscaro que apenas farfullaba el castellano. Hay unas cartas del coronel de la marina escritas años después a su paisano Feijoo narrándole la aventura escocesa y en ellas, como de pasada, consta la breve mención a ese donostiarra, aunque luego el benedictino no lo inmortalizaría en sus escritos. Yo en cambio, que hacia el año 85 preparaba mi tesis doctoral sobre los novatores y la primera ilustración española tenía fotocopiadas esas cartas, me sonaba el nombre del vasco que huyó a Escocia con los marinos del rey y, gracias a esos conocimientos y a alguna otra carambola del azar, acabé conociendo a Iciar.
Por esas fechas, Iciar llevaba algunos meses con las obras de restauración de la casa que había heredado y, tras las primeras tareas de limpieza y desescombros, había ya descubierto la arqueta enterrada bajo el suelo de la antigua cocina y la carta autógrafa de su remoto familiar. Tardaría yo bastante en enterarme de lo que decía esa carta porque aunque enseguida sabría de su existencia (ella misma me lo contó la primera vez que hablamos), Iciar se resistía a dejármela leer, poniendo las más diversas excusas. Incluso iniciamos nuestro viaje a Escocia sin que todavía me la hubiese querido mostrar, lo que tenía que haber bastado para, si no abrirme los ojos, sí alertar mínimamente alguna suspicacia. Pero, digamos la verdad, por esos días yo estaba bastante colado por la chica y aceptaba todo lo que me decía y me prestaba a apoyarla en cualquier extravagancia que tuviera a bien acometer. Y quien no lo crea que espere a conocer la crónica de ese viaje y las inesperadas consecuencias que del mismo derivaron.
Bien narrado!.
ResponderEliminarQue me ha dejado picando la curisidad de ver cuando se convierte el relato en una historia de otro género, o quizás no.
¿ Nos dejarás colgados otra vez ?
ResponderEliminar