El fantasma del castillo (II)
Quizá, antes de continuar la narración, deba intentar describir a Iciar, a fin de que el lector se haga una idea de cómo era la mujer de la cual caí perdidamente enamorado. Tenía dos años menos que yo (así que en el 85 contaba veintiséis) pero tanto por inteligencia como por madurez podía haberme sacado una década. Bien es verdad que los años que habían pasado desde su fin de carrera los había pasado compaginando una frenética actividad laboral con la obsesión casi enfermiza de reconstruir la vieja casona, por supuesto viviendo con sus propios medios en un pequeño ático cercano a la plaza de la Paja madrileña. Yo, en cambio, seguía en un colegio mayor cuya mensualidad abonaban mis padres desde Cartagena, y aunque tenía la licenciatura en Filosofía desde hacía cinco años, seguía dedicando todas las mañanas al peloteo en la cátedra mientras procuraba avanzar en mi interminable tesis por las tardes, todo ello con la esperanza más o menos fundada de poder convertir la escasa beca de investigación del Ministerio en un empleo fijo en la Universidad Complutense. Lo distinto de nuestras circunstancias y experiencias bastarían para explicar las diferencias de madurez a favor de Iciar, pero es que además su cerebro venía ya de serie bastante mejor equipado que el mío.
Aparte de muy inteligente, Iciar era callada, reservada, y cuando hablaba gustaba ser breve, concisa, como si le molestara gastar más palabras de las necesarias. De esa forma tenía una aura de misterio que, al menos a mí me lo parecía, la hacía muy atractiva. De más está añadir que era muy guapa, aunque era difícil entender en qué radicaba su belleza. No demasiado alta, tenía un cuerpo muy bien proporcionado, con las curvaturas adecuadas y en proporciones correctas, pero sin que tampoco pudiera calificarse como espectacular. De sus rasgos cabía decir lo mismo: agradables, bien delineados, pero sin tener nada de extraordinarios analizados uno a uno. Ojos bonitos, sí, nariz levemente respingona, labios carnosos, pero no demasiado, no de ésos que despiertan la lujuria, pelo castaño ligeramente rizado en media melenita, las cejas algo asimétricas y un poquito más pobladas de lo normal, los pómulos marcados ... Nada fuera de lo común, que no pudiera ver tan bonito o más en otras mujeres, incluso en algunas amigas de entonces. Y sin embargo, la combinación precisa de esos rasgos, de esas formas producía en quien la veía un impacto estético difícil de asimilar; uno se quedaba impresionado ante la que inmediatamente se imponía como una belleza. Desde luego, había algo más que la mera apariencia física, una especie de luz o de fuerza (o de lo que sea) que vivificaba cada uno de los elementos de su cuerpo, en sí mismos y en el conjunto tan armónico y tan potente, tan impactante, de su presencia corpórea.
Se me dirá que exagero, llevado del flechazo, pero esa impresión no era yo el único que la recibía; había un consenso generalizado en que Iciar era una mujer muy guapa, guapísima. Al mismo tiempo, esa belleza tan poco inteligible (en la medida en que se te imponía sin que uno entendiera muy bien cuál era su base) tenía algo de demoledora, de apabullante, con el efecto de que, a la mayoría de los hombre, más que atraerles, les asustaba. Seguramente, contribuía a ese efecto, las notas que ya he comentado de su carácter: esa seguridad y madurez, que podía confundirse con una actitud desdeñosa (y, en algunos momentos, puede que lo fuera) y que con frecuencia hacía que te sintieras indigno, que no estabas a su altura. Sin embargo, no era Iciar soberbia, ni siquiera vanidosa y, aunque solía impacientarse con las conversaciones insustanciales, ponía verdadero interés en acercarse a quienes le atraían. Bien es cierto que sus habilidades sociales no estaban ni de lejos al nivel de su inteligencia general, y esas carencias le daban más de un problema en sus relaciones (no sólo en las afectivas) y contribuían a reforzar su fama de belleza orgullosa e inalcanzable.
No pretendo echarme flores, pero la verdad es que yo nunca pensé que fuera como creían casi todos ni tampoco al conocerla me asustó sino, al contrario, me hizo sentir la urgente necesidad (ansiedad, diría) de estar con ella, de enamorarla. Me la presentó Ricardo, un viejo amigo que, como yo, perdía sus horas medrando en los despachos universitarios, pero él en los del departamento de historia moderna, husmeando las correrías de los primeros borbones hispánicos. En la más importante de las cartas enterradas en la arqueta, Gregorio le confesaba a su hermana la autoría del crimen y la necesidad de escapar antes de que la justicia lo prendiese. Pero no aclaraba ni cuál había sido el delito ni cómo o a dónde había huido. Como tampoco había cartas posteriores a ésa, Iciar pensó que su enigmático pariente pudiera haber sido apresado y que quizá en los archivos judiciales de la época se guardara registro de sus andanzas. Ahí es cuando entra Ricardo, pues preguntando aquí y allá, a Iciar le dijeron que mi amigo estaba investigando el sistema penal en la España del XVIII y que se había revisado casi todas las causas penales de esos tiempos. Pero la fama de Ricardo era bastante más larga que la medida real de sus conocimientos (lo que es habitual entre quienes nos titulamos de investigadores) y lo cierto es que del País Vasco apenas tenía datos. No sabes el lío que era la administración de los señoríos y las provincias con el puñetero régimen foral; ojalá que el Felipe V se lo hubiera cargado, como hizo en Cataluña, seguro que mejor le habría ido a este país y, por lo menos, tendría yo más chicha para entretener a este encanto de mujer, me dijo antes de presentarme a Iciar.
Habíamos quedado una tarde hacia mediados de octubre del 85. En un intento de avivar sus moribundas relaciones con Iciar, a la que pocos datos que le interesaran estaba dándole, a Ricardo se le ocurrió hablarle de mí, un amigo de filosofía que atesoraba un montón de anécdotas de principios del XVIII; a lo mejor conmigo sonaba la flauta. El caso es que nada más verla, como ya dije, quedé absolutamente prendado y me importó un comino el evidente patético arrobamiento de mi amigo. Además, antes incluso de mi decisivo golpe de efecto, pude ver que yo parecía atraerle a Iciar bastante más que Ricardo. Un poco para darle gusto a mi amigo, que insistió en que yo tenía que conocer su increíble historia, Iciar me puso al corriente del descubrimiento de las cartas de un presunto familiar del siglo XVII y de cómo se había quedado intrigada por averiguar su destino, si había ido a prisión o había escapado y, en cualquier caso, cuál había sido su crimen. Es sabido que el subidón de adrenalina de los flechazos, tiene como efecto colateral el avivar distintas capacidades del hombre, a veces más allá de los límites que uno mismo les habría atribuido. Digo esto porque todavía hoy no me explico cómo, en un lapso infinitesimal, fui capaz, por una parte, de pensar que esa preciosidad me estaba ocultando algo y, en paralelo, ligar su apellido con el del marinero voluntario que se presentó al coronel Castro Bolaño en el puerto de Pasajes. Porque piénsese que en los últimos meses yo había leído cientos de páginas de correspondencia de Feijoo y, entre ellas, alguna del militar, fechada bastante después de la aventura escocesa, que me había resultado absolutamente indiferente, ya que carecía de toda relevancia para el objeto de mi tesis. Y, pese a ello, en algún rincón de mi memoria se había grabado el nombre del vasco para que mis circuitos neuronales, sobreexcitados por la necesidad de impresionar a Iciar, pudieran misteriosamente acceder al dato y darme la ocasión de conseguir un éxito escénico que el más famoso de los actores dramáticos me habría envidiado. En cuanto la chica calló, con una mueca que parecía decir, bueno, ya te lo he contado porque tu colega se ha empeñado, pero es una pérdida de tiempo, ya lo sé, así que hablemos de otra cosa, yo di un sorbo largo a mi caña, alargando el silencio que se suponía que debía romper con algún comentario educado e intrascendente, y luego, como si fuera algo obvio y, al mismo tiempo, poco interesante, como quien habla por hablar, le dije: oye, y ese pariente tuyo, ¿no se llamaría Gregorio, Gregorio Ynchausti?
Iciar me miró con los ojos como platos, incapaz casi de atinar a decir nada. Pero, entonces, ¿lo conoces? Bueno, dije yo, algo sé ... Por las fechas que dices, casi te puedo asegurar que no lo prendieron, porque se enroló en una expedición naval que fue a Escocia. Ahí intervino Ricardo, que también había quedado en fuera de juego y buscaba desesperadamente recuperar mínimamente una posición digna. ¿Te refieres al intento de Alberoni de apoyar a los jacobitas británicos? Pero, ¿qué sabes tú de eso? Si la mayoría de los nombres de los infantes son desconocidos ... ¿De dónde te sacas que el antepasado de Iciar estaba entre ellos? Me dio hasta pena el pobre Ricardo: yo, el amigo entretenido pero ignorante (al menos de las materias que podían interesarle a Iciar) me convertía de pronto en una amenaza y, para colmo, en su propio campo. Tampoco era cuestión de discutir y, frente al nerviosismo de Ricardo, enseguida, con absoluta frialdad, adopte la táctica que habría de apartarle definitivamente de un juego en el que nunca había llegado a tener verdaderas posibilidades. No sé, le contesté, fingiendo unas dudas inexistentes, me suena haber leído algo por ahí pero a lo mejor estoy equivocado. En fin, Iciar, perdona, que te estoy dando expectativas que lo más seguro es que sean infundadas; ya lo consultaré y te llamo, ¿vale? Ella entendió al vuelo: con el viejo tono indiferente contestó que vale, que no me preocupase, pero en el fondo de sus ojos vi que brillaba el interés, una mirada que me incitaba a llamarla cuanto antes. Bueno, acabé, me vais a disculpar, pero tengo que irme.
Aparte de muy inteligente, Iciar era callada, reservada, y cuando hablaba gustaba ser breve, concisa, como si le molestara gastar más palabras de las necesarias. De esa forma tenía una aura de misterio que, al menos a mí me lo parecía, la hacía muy atractiva. De más está añadir que era muy guapa, aunque era difícil entender en qué radicaba su belleza. No demasiado alta, tenía un cuerpo muy bien proporcionado, con las curvaturas adecuadas y en proporciones correctas, pero sin que tampoco pudiera calificarse como espectacular. De sus rasgos cabía decir lo mismo: agradables, bien delineados, pero sin tener nada de extraordinarios analizados uno a uno. Ojos bonitos, sí, nariz levemente respingona, labios carnosos, pero no demasiado, no de ésos que despiertan la lujuria, pelo castaño ligeramente rizado en media melenita, las cejas algo asimétricas y un poquito más pobladas de lo normal, los pómulos marcados ... Nada fuera de lo común, que no pudiera ver tan bonito o más en otras mujeres, incluso en algunas amigas de entonces. Y sin embargo, la combinación precisa de esos rasgos, de esas formas producía en quien la veía un impacto estético difícil de asimilar; uno se quedaba impresionado ante la que inmediatamente se imponía como una belleza. Desde luego, había algo más que la mera apariencia física, una especie de luz o de fuerza (o de lo que sea) que vivificaba cada uno de los elementos de su cuerpo, en sí mismos y en el conjunto tan armónico y tan potente, tan impactante, de su presencia corpórea.
Se me dirá que exagero, llevado del flechazo, pero esa impresión no era yo el único que la recibía; había un consenso generalizado en que Iciar era una mujer muy guapa, guapísima. Al mismo tiempo, esa belleza tan poco inteligible (en la medida en que se te imponía sin que uno entendiera muy bien cuál era su base) tenía algo de demoledora, de apabullante, con el efecto de que, a la mayoría de los hombre, más que atraerles, les asustaba. Seguramente, contribuía a ese efecto, las notas que ya he comentado de su carácter: esa seguridad y madurez, que podía confundirse con una actitud desdeñosa (y, en algunos momentos, puede que lo fuera) y que con frecuencia hacía que te sintieras indigno, que no estabas a su altura. Sin embargo, no era Iciar soberbia, ni siquiera vanidosa y, aunque solía impacientarse con las conversaciones insustanciales, ponía verdadero interés en acercarse a quienes le atraían. Bien es cierto que sus habilidades sociales no estaban ni de lejos al nivel de su inteligencia general, y esas carencias le daban más de un problema en sus relaciones (no sólo en las afectivas) y contribuían a reforzar su fama de belleza orgullosa e inalcanzable.
No pretendo echarme flores, pero la verdad es que yo nunca pensé que fuera como creían casi todos ni tampoco al conocerla me asustó sino, al contrario, me hizo sentir la urgente necesidad (ansiedad, diría) de estar con ella, de enamorarla. Me la presentó Ricardo, un viejo amigo que, como yo, perdía sus horas medrando en los despachos universitarios, pero él en los del departamento de historia moderna, husmeando las correrías de los primeros borbones hispánicos. En la más importante de las cartas enterradas en la arqueta, Gregorio le confesaba a su hermana la autoría del crimen y la necesidad de escapar antes de que la justicia lo prendiese. Pero no aclaraba ni cuál había sido el delito ni cómo o a dónde había huido. Como tampoco había cartas posteriores a ésa, Iciar pensó que su enigmático pariente pudiera haber sido apresado y que quizá en los archivos judiciales de la época se guardara registro de sus andanzas. Ahí es cuando entra Ricardo, pues preguntando aquí y allá, a Iciar le dijeron que mi amigo estaba investigando el sistema penal en la España del XVIII y que se había revisado casi todas las causas penales de esos tiempos. Pero la fama de Ricardo era bastante más larga que la medida real de sus conocimientos (lo que es habitual entre quienes nos titulamos de investigadores) y lo cierto es que del País Vasco apenas tenía datos. No sabes el lío que era la administración de los señoríos y las provincias con el puñetero régimen foral; ojalá que el Felipe V se lo hubiera cargado, como hizo en Cataluña, seguro que mejor le habría ido a este país y, por lo menos, tendría yo más chicha para entretener a este encanto de mujer, me dijo antes de presentarme a Iciar.
Habíamos quedado una tarde hacia mediados de octubre del 85. En un intento de avivar sus moribundas relaciones con Iciar, a la que pocos datos que le interesaran estaba dándole, a Ricardo se le ocurrió hablarle de mí, un amigo de filosofía que atesoraba un montón de anécdotas de principios del XVIII; a lo mejor conmigo sonaba la flauta. El caso es que nada más verla, como ya dije, quedé absolutamente prendado y me importó un comino el evidente patético arrobamiento de mi amigo. Además, antes incluso de mi decisivo golpe de efecto, pude ver que yo parecía atraerle a Iciar bastante más que Ricardo. Un poco para darle gusto a mi amigo, que insistió en que yo tenía que conocer su increíble historia, Iciar me puso al corriente del descubrimiento de las cartas de un presunto familiar del siglo XVII y de cómo se había quedado intrigada por averiguar su destino, si había ido a prisión o había escapado y, en cualquier caso, cuál había sido su crimen. Es sabido que el subidón de adrenalina de los flechazos, tiene como efecto colateral el avivar distintas capacidades del hombre, a veces más allá de los límites que uno mismo les habría atribuido. Digo esto porque todavía hoy no me explico cómo, en un lapso infinitesimal, fui capaz, por una parte, de pensar que esa preciosidad me estaba ocultando algo y, en paralelo, ligar su apellido con el del marinero voluntario que se presentó al coronel Castro Bolaño en el puerto de Pasajes. Porque piénsese que en los últimos meses yo había leído cientos de páginas de correspondencia de Feijoo y, entre ellas, alguna del militar, fechada bastante después de la aventura escocesa, que me había resultado absolutamente indiferente, ya que carecía de toda relevancia para el objeto de mi tesis. Y, pese a ello, en algún rincón de mi memoria se había grabado el nombre del vasco para que mis circuitos neuronales, sobreexcitados por la necesidad de impresionar a Iciar, pudieran misteriosamente acceder al dato y darme la ocasión de conseguir un éxito escénico que el más famoso de los actores dramáticos me habría envidiado. En cuanto la chica calló, con una mueca que parecía decir, bueno, ya te lo he contado porque tu colega se ha empeñado, pero es una pérdida de tiempo, ya lo sé, así que hablemos de otra cosa, yo di un sorbo largo a mi caña, alargando el silencio que se suponía que debía romper con algún comentario educado e intrascendente, y luego, como si fuera algo obvio y, al mismo tiempo, poco interesante, como quien habla por hablar, le dije: oye, y ese pariente tuyo, ¿no se llamaría Gregorio, Gregorio Ynchausti?
Iciar me miró con los ojos como platos, incapaz casi de atinar a decir nada. Pero, entonces, ¿lo conoces? Bueno, dije yo, algo sé ... Por las fechas que dices, casi te puedo asegurar que no lo prendieron, porque se enroló en una expedición naval que fue a Escocia. Ahí intervino Ricardo, que también había quedado en fuera de juego y buscaba desesperadamente recuperar mínimamente una posición digna. ¿Te refieres al intento de Alberoni de apoyar a los jacobitas británicos? Pero, ¿qué sabes tú de eso? Si la mayoría de los nombres de los infantes son desconocidos ... ¿De dónde te sacas que el antepasado de Iciar estaba entre ellos? Me dio hasta pena el pobre Ricardo: yo, el amigo entretenido pero ignorante (al menos de las materias que podían interesarle a Iciar) me convertía de pronto en una amenaza y, para colmo, en su propio campo. Tampoco era cuestión de discutir y, frente al nerviosismo de Ricardo, enseguida, con absoluta frialdad, adopte la táctica que habría de apartarle definitivamente de un juego en el que nunca había llegado a tener verdaderas posibilidades. No sé, le contesté, fingiendo unas dudas inexistentes, me suena haber leído algo por ahí pero a lo mejor estoy equivocado. En fin, Iciar, perdona, que te estoy dando expectativas que lo más seguro es que sean infundadas; ya lo consultaré y te llamo, ¿vale? Ella entendió al vuelo: con el viejo tono indiferente contestó que vale, que no me preocupase, pero en el fondo de sus ojos vi que brillaba el interés, una mirada que me incitaba a llamarla cuanto antes. Bueno, acabé, me vais a disculpar, pero tengo que irme.
The plot thickens...
ResponderEliminarYo puedo entender que el anciano Grillo dedique su tiempo a contar batallitas, pero usted, Miroslav, aunque no sea exactamente joven no ha llegado a su nivel de decrepitud.
ResponderEliminar¿Atrapado en un matrimonio con una mujer obesa, quizás?
¿ Batallitas ? ¿ Decrepitud ?
ResponderEliminarSr. Bonilla, le recomiendo : lea usted el último post de Lansky. Es un retrato exacto de usted.
CC, usted ya proporciona en su perfil un retrato, tan pueril como lo que escribe.
ResponderEliminarEl pobre Lansky, que de hecho iba de troll, de provocador, de enfant terrible, de tipo duro, y de follarín --a su edad--fue humillado, y todavía sigue rencoroso y obsesionado porque fue el hazmerreír de la blogosfera. Su pataleta es desde luego expresiva--a su costa.
Sí, claro, Bonilla, y tú y los tuyos sois vengadores de mis malos hábitos y no parásitos de la Red; los banqueros altruistas auxiliadores de las familias en precario y los ejércitos desplazados por el mundo, simples pacificadores para el bienestar de los países invadidos, etc.
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