De gafas y alucinaciones táctiles
Ella Fitzgerald - Imagination (100 Hits Legends)
Soy miope, muy miope o, como una vez le oí decir a mi oftalmólogo, “gran miope”. O sea, que tengo más de seis dioptrías; en realidad, bastantes más, probablemente el doble. No lo sé porque hace siete años, cuando andaba por las diez, me operé y pasé de no ver tres en un burro sin gafas a tener una visión de lejos casi perfecta (no del todo, porque me dejaron a propósito algo de miopía para compensar la presbicia). Así que desde entonces, cuando cada año me gradúo, las dioptrías son las que se montan sobre la corrección quirúrgica, y es que han seguido creciendo, poco es verdad, pero han crecido, por eso digo que supongo que se acercarán ya a las doce. Porque, aclaro, las que tenía antes de operarme ahí siguen, pues la intervención no fue de las de tallado de córnea para corregir su curvatura –demasiado miope soy para eso– sino que consistió “simplemente” en colocarme una lentilla intracorneal, más o menos lo mismo que una operación de cataratas, sólo que no me sustituyeron el cristalino. Aunque ya me advirtió el médico que más adelanta, por ser miope, me habrán de operar de cataratas y cambiarme la lentilla, que tengo que considerar provisional. Tan provisional, pensé yo, como cualquiera de mis órganos o prótesis, no te jode …
Confieso esta discapacidad mía (discapacidad es un término muy correcto) para explicar que uso gafas de miopía de muy baja graduación (una o una y media dioptrías) pero sólo cuando veo la tele o el cine, para conducir y cuando estoy al exterior y es de noche. Podría llevarlas continuamente si no fuera porque, con ellas puestas, me resulta difícil enfocar de cerca. Por eso, para trabajar al ordenador, leer, escribir o dibujar me basta, de momento, con quitármelas; terror tengo a necesitar bifocales. Hace unos meses me compré el cordelito que se encaja en las patillas y permite llevar las gafas colgadas del cuello. Es una buena solución, si bien presenta en según qué situaciones algunos fallos de compatibilidad. Por ejemplo, cuando por las mañanas voy caminando hacia el tranvía escuchando música en el Ipod y los cables de los auriculares se entrecruzan con los cordeles de las gafas, lo que se complica más por el hecho de que suelo llevar un bolso cruzado en banderola y, ahora en invierno, gorra o sombrero. Al sentarme en el tranvía los gestos necesarios de abrir el bolso para sacar el libro que leo, descubrirme y quitarme las gafas y el Ipod se convierten en una ceremonia que requiere de mi más cuidadosa atención. Los cordelitos de las gafas tienen también otro pequeño inconveniente que al principio, hasta que descubrí la causa, mucho me desconcertó. Resulta que si los dejo sueltos por delante de las orejas, el aire al hacerlos vibrar tan cerca de éstas produce un sonido de latigazo sordo tremendamente molesto. Evitarlo es tan fácil como encajar los cordeles por detrás de los pabellones auditivos, bien pegaditos a la cara, lo cual, dicho sea de paso, entorpece un poquito más el quitar y ponerse los anteojos.
Este cúmulo de dificultades unido a una natural inclinación por la variedad me llevan con frecuencia a que la retirada de las gafas alterne su posición colgante con otra que llamaré alzada, y que no es otra que elevar los cristales y apoyarlos sobre la frente. Ciertamente, esta postura no es demasiado estable y, a poco que haga cualquier movimiento brusco, suelen caerse; pero tampoco pasa nada, que no hay que olvidar que al subir las gafas no las desproveo del cordón. ¿Ventajas de llevar las gafas en la frente? Pues, principalmente, que es más cómodo cuando estoy sentado, ya que si cuelgan chocan contra la mesa. Además, al subírmelas a la frente no se descoloca el paso del cordel por detrás de la oreja, como sí ocurre con la otra opción. Pero tampoco le daré más vueltas, si bien antes de llegar a lo que quiero contar habré de mencionar otra de mis discapacidades que, en este caso, mejor habrá que calificar de carencia: se trata de que soy calvo. Típica alopecia genética de madurez; mi cabeza no es una bola de billar, pero el pelo ya sólo crece a los lados y en la parte de atrás; o sea, que de frente no son dos dedos sino dos palmos los que tengo. Y dada la nada capilar de mi frente, es natural que la sensibilidad de su piel sea mayor que la de esas otras personas (especimenes humanos evolutivamente no tan avanzados como un servidor) portadores de densos felpudos que limitan obligadamente la sensibilidad táctil.
Pues bien, cuando tengo las gafas colocadas sobre la frente, las siento notoriamente, con absoluta convicción táctil. El caso es que, el otro día fui a cepillarme los dientes con esa clarísima percepción sensorial de tenerlas ahí puestas, y mientras estaba frente al espejo se me coló de refilón en el cerebro un algo que chirriaba y que tardé en identificar: era la visión distraída de mi cabeza … ¡sin gafas! De pronto se me activó la atención, estaba sufriendo un espejismo visual, la vista me engañaba. Tal fue mi espontánea primera conclusión: de las dos informaciones sensoriales contradictorias otorgué mayor fiabilidad a la táctil. Sin embargo, enseguida la evidencia de lo visual se impuso (nótese que evidencia viene de ver) y mi cerebro decidió que eran las terminaciones nerviosas cutáneas las que estaban engañándome y no mis pupilas. Aun así, para verificarlo definitivamente, me pasé la mano por la frente mientras observaba detenidamente mi movimiento en el espejo. En efecto, no toqué gafas ningunas.
Ya sé que las sensaciones táctiles fantasmas no son nada raro, pero no pretendo ninguna explicación racional. Tan sólo constato, a raíz de este tonto incidente, cómo nuestro cerebro (o el mío, al menos) prioriza la vista sobre todos los demás sentidos. Seguro que si el mensaje contradictorio hubiera sido un olor o un sonido, igualmente lo habría descartado una vez que los ojos me hubiesen “demostrado” su inexistencia. No obstante, la vista es uno de los sentidos que más miente. Me pregunto si el cerebro de alguien que ha sufrido alucinaciones visuales seguirá las mismas reglas de prelación. No es mi caso y, sin embargo, el otro día, por un brevísimo instante, creí antes a mi piel que a mis ojos.
Confieso esta discapacidad mía (discapacidad es un término muy correcto) para explicar que uso gafas de miopía de muy baja graduación (una o una y media dioptrías) pero sólo cuando veo la tele o el cine, para conducir y cuando estoy al exterior y es de noche. Podría llevarlas continuamente si no fuera porque, con ellas puestas, me resulta difícil enfocar de cerca. Por eso, para trabajar al ordenador, leer, escribir o dibujar me basta, de momento, con quitármelas; terror tengo a necesitar bifocales. Hace unos meses me compré el cordelito que se encaja en las patillas y permite llevar las gafas colgadas del cuello. Es una buena solución, si bien presenta en según qué situaciones algunos fallos de compatibilidad. Por ejemplo, cuando por las mañanas voy caminando hacia el tranvía escuchando música en el Ipod y los cables de los auriculares se entrecruzan con los cordeles de las gafas, lo que se complica más por el hecho de que suelo llevar un bolso cruzado en banderola y, ahora en invierno, gorra o sombrero. Al sentarme en el tranvía los gestos necesarios de abrir el bolso para sacar el libro que leo, descubrirme y quitarme las gafas y el Ipod se convierten en una ceremonia que requiere de mi más cuidadosa atención. Los cordelitos de las gafas tienen también otro pequeño inconveniente que al principio, hasta que descubrí la causa, mucho me desconcertó. Resulta que si los dejo sueltos por delante de las orejas, el aire al hacerlos vibrar tan cerca de éstas produce un sonido de latigazo sordo tremendamente molesto. Evitarlo es tan fácil como encajar los cordeles por detrás de los pabellones auditivos, bien pegaditos a la cara, lo cual, dicho sea de paso, entorpece un poquito más el quitar y ponerse los anteojos.
Este cúmulo de dificultades unido a una natural inclinación por la variedad me llevan con frecuencia a que la retirada de las gafas alterne su posición colgante con otra que llamaré alzada, y que no es otra que elevar los cristales y apoyarlos sobre la frente. Ciertamente, esta postura no es demasiado estable y, a poco que haga cualquier movimiento brusco, suelen caerse; pero tampoco pasa nada, que no hay que olvidar que al subir las gafas no las desproveo del cordón. ¿Ventajas de llevar las gafas en la frente? Pues, principalmente, que es más cómodo cuando estoy sentado, ya que si cuelgan chocan contra la mesa. Además, al subírmelas a la frente no se descoloca el paso del cordel por detrás de la oreja, como sí ocurre con la otra opción. Pero tampoco le daré más vueltas, si bien antes de llegar a lo que quiero contar habré de mencionar otra de mis discapacidades que, en este caso, mejor habrá que calificar de carencia: se trata de que soy calvo. Típica alopecia genética de madurez; mi cabeza no es una bola de billar, pero el pelo ya sólo crece a los lados y en la parte de atrás; o sea, que de frente no son dos dedos sino dos palmos los que tengo. Y dada la nada capilar de mi frente, es natural que la sensibilidad de su piel sea mayor que la de esas otras personas (especimenes humanos evolutivamente no tan avanzados como un servidor) portadores de densos felpudos que limitan obligadamente la sensibilidad táctil.
Pues bien, cuando tengo las gafas colocadas sobre la frente, las siento notoriamente, con absoluta convicción táctil. El caso es que, el otro día fui a cepillarme los dientes con esa clarísima percepción sensorial de tenerlas ahí puestas, y mientras estaba frente al espejo se me coló de refilón en el cerebro un algo que chirriaba y que tardé en identificar: era la visión distraída de mi cabeza … ¡sin gafas! De pronto se me activó la atención, estaba sufriendo un espejismo visual, la vista me engañaba. Tal fue mi espontánea primera conclusión: de las dos informaciones sensoriales contradictorias otorgué mayor fiabilidad a la táctil. Sin embargo, enseguida la evidencia de lo visual se impuso (nótese que evidencia viene de ver) y mi cerebro decidió que eran las terminaciones nerviosas cutáneas las que estaban engañándome y no mis pupilas. Aun así, para verificarlo definitivamente, me pasé la mano por la frente mientras observaba detenidamente mi movimiento en el espejo. En efecto, no toqué gafas ningunas.
Ya sé que las sensaciones táctiles fantasmas no son nada raro, pero no pretendo ninguna explicación racional. Tan sólo constato, a raíz de este tonto incidente, cómo nuestro cerebro (o el mío, al menos) prioriza la vista sobre todos los demás sentidos. Seguro que si el mensaje contradictorio hubiera sido un olor o un sonido, igualmente lo habría descartado una vez que los ojos me hubiesen “demostrado” su inexistencia. No obstante, la vista es uno de los sentidos que más miente. Me pregunto si el cerebro de alguien que ha sufrido alucinaciones visuales seguirá las mismas reglas de prelación. No es mi caso y, sin embargo, el otro día, por un brevísimo instante, creí antes a mi piel que a mis ojos.
The Temptations - Just my Imagination (Definitive Collection, 2008)
Llevo gafas desde los 10 años y calzo 54. Sólo tengo un par de disptrias y media de miopía y un poquitillo de antimatismo de ese. Intentan que me opere, pero no sé, mirarme al espejo y no encontrarme mi prótesis sobre mi napia... me daría un poco de repelús. Forman tanto parte de mí imagen, de mi propia ficisidad que muchas mañanas me echo la puñada de agua en la cara con ellas. Sólo entonces y por un segundo decido que me voy a operar de una puñetera vez.
ResponderEliminarPor un momento le diste credibilidad a la sensación táctil, luego a la visual, y sin embargo volviste al tacto para obtener la confirmación de que las gafas no estaban allí, de lo que se deduce que la evidencia se demuestra, no tanto por la fiabilidad de un sentido determinado sino por la información sensorial en su conjunto y la aplicación de la lógica, la experiencia y la sabiduría (única forma de evitar espejismos y confusiones).
ResponderEliminarMiros, eres un genio. Qué manera de hacer un post sacándole partido a las gafas, su cordón, la frente y un par de elementos tan simples, (y no me refiero a tu cabeza ni a lo que dentro se cuece, que es mucho.)
ResponderEliminarCAMPEÓN !!
Me permito decirte que las gafas bifocales (tan antiestéticas...) y las progresivas (de precio altísimo si las pides con todos los últimos adelantos)son un gran invento: tardas meses en acostumbrate - te mareas al mirar de rojo o bajando escaleras... - pero luego son la gran solución. Ya no puedes VIVIR sin ellas: conducir, leer, ver cine, tele, etc.
Aún así, para leer y para el ordenata uso unas pequeñitas más 'precisas'.
Y hoy día las operaciones de cataratas y otras intervenciones oftalmológicas han progresado mucho, mucho: supongo que lo sabes.
Grillo
De lejos veo muy bien, pero uso gafas para leer (presbicia o 'vista cansada'), cuando vi que las necesitaba hace ya 20 años me pareció que era el anuncio de mi decrepitud y el precio a pagar por tanta lectura y tanta sesión de microscopio, qué tonto era
ResponderEliminarMiroslav, cuidado con este espejo tuyo. Primero desaparece tu barba, ahora no se reflejan tus gafas. Ten cuidado de no pasar al País de las Maravillas.
ResponderEliminarQué raro, a mí me pasa justo lo contrario. Llevo las gafas sobre la cabeza como un diadema de reina. Me olvido que están ahí arriba, y voy buscándolas como una tonta por toda la casa.
Apoyo a Grillo en su consejo relativo a las gafas de doble graduación. Hoy día, ya no tienen la pequeña ventanita que dices, creo,no gustarte. Si encima te las hacen tipo Polaroid, es decir con unos cristales que oscurecen al contacto de la luz, son super cómodas.
En efecto, no hay sentido menos fiable que la vista y, para comprobarlo, no hay más que ver los testimonios de varios testigos oculares de un mismo episodio o fijarse en cualquier ilusión óptica. Cuantas veces habremos creído ver lo que no estaba o cuantas no habremos visto lo que sí estaba.
ResponderEliminarYo también soy "gran miope" y ahora con vista cansada, y sin operación ninguna así que como para fiarme de lo que veo :D
Besos
Ejem... la del comentario anterior, soy yo :D
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