sábado, 5 de febrero de 2011

El virguero (2)

Bañada en sudores alboreó mi madre y, aunque no eran tan altas sus fiebres y la herida había cicatrizado, seguía presa de tan extrema atonía que sentí encogérseme el corazón. Quiso ella espantar mis miedos restando importancia a sus males que, así me dijo, sólo urgían sosiego y emplastos de unas yerbas que fui a descuajar de la ribera. Más tarde, mientras velaba su descanso, me habló con voz débil. Feos nubarrones se nos presentan, Alexandro, que los fideputas de ayer tarde habrán acudido a la guardia y ten por cierto que el alguacil de esta villa, si todavía no lo ha hecho, en breve ordenará registros en mi busca. No tenemos otro remedio que escapar y tardando estamos, mas para acopiar fuerzas mi cuerpo necesita de quietud esta jornada, de modo que será esta noche cuando huiremos en silencio, mientras los vecinos bailan y beben en la plaza en los festejos de la Virgen. Pero antes de marchar, hijo mío, bien nos vendrían esas piezas de oro que la taimada de Aldonza nos ha prometido a cambio de coser el velo de su joven dueña y me pregunto si tú, que en más de una de esas faenas me has asistido, capaz te ves de hacerla solo. Sí me sentía preparado, atrevimiento juvenil, y se lo aseguré con desmedidas promesas. Me congojaba, no obstante, descuidar a mi madre, pero ella despreció esas cuitas con razones varias. Que bien sabía cuidarse, o acaso yo lo dudaba, y que en suma lo que hubiera de suceder sucedería y, puestos en lo peor, más valdría que al menos yo no fuera apresado. Además, buena era la jornada para pasarla oculta pues los tintoreros que nos alojaban estaban de viaje y por ahí apenas nadie nos conocía, de tal suerte que poca habríamos si los justicias hoy se llegaran a este barrio apartado. Me convencieron sus argumentos y también, confesarlo debo, cabe que me ofuscara el juicio imaginarme trajinando entre las piernas de mi amada, lascivos pensamientos que adivinaría mi madre porque, antes de salir de nuestra covacha, me besó en los labios y con ojos algo rayados me pidió que no hiciera tonterías.

Llegué a la casa de los Nuño casi al tiempo que las campanas de la iglesia mayor tañían la hora sexta y la familia rezaba el ángelus en torno a la mesa ya preparada con las viandas del almuerzo. Era buen momento para refugiarme en la cocina y parlamentar con la Aldonza los pormenores de nuestro acuerdo. Disgustada se mostró la fámula de que un chiquillo hubiera de ocuparse de tan delicada labor, pero creo que persuadíla de mi pericia, amén de que lo que había eran lentejas. Algo más tarde, cuando los señores se retiraron a hacer la siesta, costumbre de ricos que los pobres no catábamos, la Aldonza me condujo, sigilosos ambos, en el piso principal, hasta la alcoba de mi princesita, la hermosísima y no menos altiva Elisenda. ¿Quién es este zagal, Aldonza? Es el hijo de la comadrona de la que os hablé, señora, que ella os envía para desfacer vuestro infortunio. El juicio habéis extraviado, insensata, que diríase que no apreciáis que sólo es un crío o que habéis olvidado lo mucho que tengo en juego. Fue oír esas palabras de mi adorada para que el rubor me encendiese la faz e indignado le contesté que práctica sobrada tenía en tales filigranas y que menos niño que ella era, aunque mis rasgos infantiles y mi tez imberbe otra impresión dieran. La violencia de mi voz hizo que por un momento de otro modo me mirara Elisenda, y hasta parecióme notar una leve sonrisa y un efímero brillo de sus ojos; pero enseguida retomó su actitud disgustada, que ella a la afamada hechicera reclamaba y no a su hijo, por muy buen aprendiz que fuese. Pero es que la madre anda indispuesta de un percance que sufrió ayer mismo, le informó Aldonza. Pues esperaremos a que se recupere, que aún dispongo de una semana. Pero señora mía, interrumpí yo, si queréis tener las mayores garantías, esta noche ha de ser el zurcido, que hoy es la de la Candelaria, y después de remendada habréis de orientar vuestra cama hacia la ventana abierta y exponer la herida a la luna para que los rayos de la Diosa terminen de sanarla de modo que, como ella, renazcáis virgen sin vestigio ninguno de no haberlo sido siempre. Bien sabía yo que tales juicios eran patrañas para incautos, pero acertada estaba mi madre cuando me dijo que todos las creían, tanto villanos como burgueses, y lo mismo le ocurrió a doña Elisenda, que abrió en mucho los ojos y palideciósele la tez durante mi discurso y al final del mismo guardó silencio unos largos momentos hasta que al final habló y dijo que sí, que la había convencido y que fuera a prepararme pues después de la vísperas haríamos aquello que había que hacer.

Pasé la tarde ocupado en los quehaceres que los criados de los Nuño me encomendaron (baldear y fregar los suelos hasta que relucieran) y al ocaso me avisó Aldonza para que subiera. Recogí el canastillo que me había preparado mi madre con pellejos de vejiga, hilos de seda, sutiles hojas de piel, y pomadas, jarabes y otros líquidos, además de las agujas y afiladas cuchillas, amén de un espejo de alinde para aumentar mi visión de las costuras. En su habitación, ya preparada, me esperaba Elisenda, con un camisón holgado como única prenda y acostada sobre una tela basta, para que no se mancharan de sangre ni de otros humores las sábanas de finos brocados. Al verla así yacida, tan desprovista de la arrogancia de apenas unas horas antes, lívido el bello rostro por el miedo, sentí una oleada de terneza amorosa que me oprimía desde dentro y, tragando, endurecí mi mirada pues era yo ahora quien mandaba, el médico de cuya arte pendía el devenir de esa muchacha, y ordené a Aldonza y a la otra criada que para asistirme allí estaban que halaran del cuerpo de Elisenda hasta que las nalgas quedasen al borde de la cama, y entonces acerqué dos sillas de respaldos altos y estrechos y subí sus piernas hasta en ellos apoyarlas. Colocada ya la paciente, dispuse blandos almohadones al pie de la cama y en ellos me asenté, con mi cara y mis manos frente a la vulva abierta de la doncella que ya no lo era. Para aquellos que sean legos en estos asuntos, que hay mayoría entre los varones e incluso no pocas mujeres, diré que al virgo lo llaman hymen los galenos y eso es porque en el greco antiguo significa membrana pues no otra cosa es que una sutil lámina que cubre el introito del orificio femenino. Y aunque se crea que si intacto es prueba de honestidad, tal idea no siempre es cierta, que mi madre me había contado de más de una tenida por doncella que, atenta a no rasgar el velo aprovechándose de su elástica naturaleza, había gozado con meteduras de vergas y distintos utensilios. Pero también hay constancias de lo contrario, de mujeres castas con virgos rotos por accidente o incluso que nunca los han tenido. Pero estos asertos, veraces y conocidos desde muy antiguo, no se consideran en estos tiempos, si es que alguna vez lo han sido, y cosa buena para nuestro oficio que así sea, pues por ello tantas nos reclaman para dar unas puntadas; tampoco demasiadas ni demasiado prietas, que han de deshilvanarse en la noche de bodas sin mucho esfuerzo pero con suficiente sangre.

Elisenda había sido cuidadosa en sus manejos lujuriosos con ese primo tan favorecido, pues el virgo poco se le había rasgado. Ella misma me lo confesó, que varias semanas llevaba practicando juegos amorosos y sólo hace unos días había sucedido lo tan temido, sin que ella hubiera sentido dolor ninguno y sólo se percataron cuando el de Montalbán, al retirarse, mostró el bálano ensangrentado. No sé cómo pudo ocurrir, me decía la niña, pues apenas me entraba una pizca y además yo humedecía mucho que así más fáciles son los estiramientos. Mientras ella hablaba, yo estudiaba en detalle en qué trocitos de esa pielecilla mejor aguantarían las puntadas, y no sólo miraba sino que también tocaba delicadamente con los dedos, tanteando consistencias y rugosidades. Era apenas un aleteo de mis yemas, suavísimos roces por las comisuras de esos labios que se iban tornando más purpúreos, pero también, no lo negaré, circunvalaba con el índice el botoncito que, así me había explicado mi madre, es capaz de desbordar las pasiones más arrebatadas en las mujeres. Y ocupado en estos trajines preliminares, noté con secreto regocijo que la vulva de mi amada se humedecía con abundantes fluidos, y que ella callaba y su cuerpo vibraba en sordas convulsiones. Era mi momento de triunfo, la dulce venganza del sirviente ante el amo: Señora Elisenda, hemos de esperar a que se sequen estas partes, que con tantas humedades no es posible coser el virgo y entretanto, que Aldonza me acerque una esponja y algunos trapos. Pero mis palabras no avergonzaron ni un ápice a la joven, pese a su voz entrecortada: Yo os diré otra forma más eficaz de escurrir esas aguas, pequeño aprendiz de brujo, y de paso sabré hasta donde os habéis instruido en esas artes vuestras. Aldonza, Lucrecia, salid de la cámara y vigilad fuera que nadie entre; os avisaré en un rato, para rematar este negocio.


Flory Jagoda - Aseriko de kindze anjos (Memories of Sarajevo: Judeo-Spanish songs from Bosnia, 1997)

4 comentarios:

  1. Jaaaa!

    El estilo : mejor aún que en la primera parte.

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  2. Pero vamos a ver: ¿este chico es virguero por componer virgos o por acabar de descomponerlos?

    (La juventud de este nuevo siglo -¡XVII ya!- está por completo echada a perder. Yo no sé dónde vamos a parar...)

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  3. Como dice Lansky, es un virguero remendón. Seguro que se esfuerza por hacerse indispensable.

    Un abrazo (te leo con retraso)

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