Tarde, de noche ...
Llegó tarde (luego pensó que si hubiese cortado antes la cháchara con la Bizca, pero no, Manu siempre se lo decía: prohibido el pluscuamperfecto del subjuntivo). Llegó tarde, pasado el último tren y la estación de esa periferia hosca a punto de cerrar. Volver donde la bizca, pensó, pero ella no tenía teléfono así que antes buscar alguna cabina, difícil empeño en ese trozo desvaído de ciudad a medio hacer, feo como los campos secos que lindaban ahí mismo, separados por bordillos, frágiles intentos de contener las presencias oscuras del otro lado; ya estaba fantaseando, alimentando sus miedos y eso que Manu no cesaba de prohibírselo. Porque tenía que avisar a casa, que supieran que no llegaría esa noche y que no pasara nada (cruzaba los dedos), que su ausencia no rompiera el pacto implícito y su padre no oyera las voces y su madre no tuviera que llorar hasta vaciarse el alma. De pronto se sorprendía ansiando que todo se fuera a la mierda, que los viejos reventaran, que se suicidaran de una vez. Incluso había sentido que tenía que ser ella quien lo hiciera (no, no oía voces, era otra cosa); meterlos en el viejo auto y pisar a fondo hasta salirse de la carretera, despeñarse por algún barranco o, mejor todavía, llegarse hasta el acantilado costero. Pero eran pensamientos que ahuyentaba (Manu le había enseñado tantos trucos para eludir las trampas de su cerebro), los apartaba enseguida o, si no, los pensaba en voz muy baja, mejor dicho: los pensaba como distraída, sin atenderlos demasiado, ocupando sólo un departamento subalterno de la mente. Se trataba de ser positiva, como decía Manu, y entonces, al salir de la estación, remoloneó por las calles desiertas, zigzagueando hacia casa de la Bizca mientras buscaba una cabina, pero qué va, ni una vio y le estaba empezando a crecer la bola del estómago, que además ya era muy tarde y casi no había luz, farolas muy separadas con bombillas flojas cuando no fundidas. A lo mejor algún vecino de la Bizca tenía teléfono, pero se lo decía sin fe porque en ese edificio de apartamentos cochambrosos ocupados por inmigrantes, todos sin un cobre, nadie lo tendría, antes gastarían lo poco que ganaban en comer o en tabaco o hasta en alguna puta (y se sonrojó de pensar eso, ella que era virgen). Además, ya era muy tarde, para cuando llegara donde la Bizca más de medianoche, y a esas horas los vecinos dormirían porque madrugaban mucho, porque antes de las seis tenían que ir al descampado al otro lado de las vías a esperar a los camiones de las obras por si había suerte y los cogían para currar esa jornada. Entonces se acordó y se dijo: mira qué tonta, cómo no haberlo pensado antes. La academia, toda la noche el bedel de guardia, y él sí tenía teléfono, el de la centralita. Dio la vuelta aunque le costó orientarse, se había desviado; de ese barrio que ni barrio era todavía su mapa mental se limitaba a un triángulo cuyos tres vértices eran la estación, la academia y la casa de la Bizca. ¿Dónde estaba? En la bola del estómago se agudizó el cosquilleo; inspiró profundamente (se lo había enseñado Manu para atenuar las crisis de ansiedad) y miró en derredor: al fondo un kiosco, le pareció el que estaba cerca de la academia, pero entonces … ¿tanto se había apartado de su ruta habitual? No, no era el kiosco que pensaba, ni tampoco reconocía esa plaza de losetas rojas y blancas, pero en la esquina opuesta, junto a unos soportales, había una autobús parado (¿llegaban autobuses hasta esa parte de la ciudad?) y ella casi corrió, esperanzada, seguro que iba hacia el centro, donde no se cerraba de noche, y había teléfonos y taxis y personas por las calles. El conductor estaba espatarrado, un gordo de barriga desbordada, la camisa desabotonada, apuntando algo en una libreta de hule. No, le dijo, había acabado el servicio, él ahora llevaba el bus a las cocheras. Sintió que le asomaban las lágrimas, ella no quería pero notó la humedad en las mejillas, y evocó a Manu, quiso traer la imagen de su cara, de su sonrisa, para espantar esa tristeza terrible que amenazaba con paralizarla y no podía rendirse, no podía dejar que todo se desmoronase, no llegar a su casa, no avisar a sus padres, la catástrofe. El conductor habló entonces y la cara de Manu se evaporó, en las cocheras tengo mi coche, le dijo, podría acercarte a algún sitio que te conviniera siempre que me quedara de paso. Ella esbozó una sonrisa agradecida pero al mirarlo la cara fláccida y anodina del hombre se desfiguró en una mueca diabólica, fue un instante sólo, mas suficiente, como si de pronto se le quitara la máscara y mostrara su faz verdadera, un rostro lascivo, cruel. No son más que imaginaciones mías, se dijo, y volvió a mirarlo: era otra vez la cara hastiada de un cincuentón feo y sudoroso de apariencia inofensiva; sin embargo, la aprensión no se le iba y le dijo que no, que gracias, y se dio la vuelta nerviosa y apresurada, pero ahora qué voy a hacer, pensó mientras se alejaba y oía a su padre que la llamaba y a su madre llorando muy queda, suaves gimoteos. Caminó, caminó sin rumbo, ya sin esforzarse siquiera en identificar señas reconocibles en ese barrio hostil, repitiéndose tercamente que enseguida iba a salir de ese laberinto, que alguien la iba a sacar, a salvar de esa pesadilla. Casi no veía entre las lágrimas, pero seguía andando, acelerando sus zancadas, para no llegar tarde a donde ese alguien la esperaba; las piernas las notaba pesadas, doloridas, ¿cuánto llevaba? Oyó de pronto unos ladridos y se asustó y alegró a la vez. Un minuto después, mientras cruzaba una calle, apareció: un auto grande, americano, que casi la atropella. Iban dos chicos. Uno le gritó: ten más cuidado, pero era en tono alegre, como de broma. Habían parado en medio de la calzada desierta. Tú eres amiga de la Bizca, dijo el otro, un pelirrojo, la cara toda de pecas, vas a la academia de oficios. Ella les sonrió: ¿podéis acercarme al centro? Claro, siempre les hacemos favores a las chicas guapas, contestó el del volante. Se sintió ligera, contenta: por fin la salvaban, pensó. Pero se equivocó.
Are you lonesome tonight? - Mina (Uiallalla, 1989)
Sigo con los cantantes italianos aunque con una pequeña trampa, porque este tema es el clásico americano (en inglés) popularizado por Elvis. Pero se trata de la grandísima Mina (¡más de medio siglo en el candelero!) y la protagonista de este relato se sintió solitaria esa noche.
Sniff. Tenía que haber pasado del
ResponderEliminarpluscuamperfecto y haberlo cambiado por un imperativo:
- Basta Bizca! No ves que se me hace tarde?
- Pues no.
- Pues ponte gafas...
- Las rojas o las blancas?
- A ver... prefiero las verdes.
- Las verdes las perdí la otra noche, en la parada del tren.
- Por cierto, el tren...
- No lo veo.
- Pues ponte gafas...
- Las rojas o las blancas?
-A ver... prefiero las verdes.
Fiu fiuuuu!
- Si hubiese cortado antes la cháchara con la Bizca...
Y todo por culpa de unas gafas...
Besotes en gerundio.
Sniff. Tenía que haber pasado del
ResponderEliminarpluscuamperfecto y haberlo cambiado por un imperativo:
- Basta Bizca! No ves que se me hace tarde?
- Pues no.
- Pues ponte gafas...
- Las rojas o las blancas?
- A ver... prefiero las verdes.
- Las verdes las perdí la otra noche, en la parada del tren.
- Por cierto, el tren...
- No lo veo.
- Pues ponte gafas...
- Las rojas o las blancas?
-A ver... prefiero las verdes.
Fiu fiuuuu!
- Si hubiese cortado antes la cháchara con la Bizca...
Y todo por culpa de unas gafas...
Besotes en gerundio.