miércoles, 31 de julio de 2013

Aristóteles y Phyllis (1)

El comportamiento de Alejandro preocupaba seriamente a los prohombres de Macedonia. Desde que se había prendado de Phyllis su desapego de los asuntos de gobierno rayaba lo intolerable. Cierto que era apenas un veinteañero, pero era el rey de lo que ya no era una tribu de pastores montañeses sino un pequeño pero ambicioso estado que aspiraba a ser el primero de la Hélade. En la corte sólo Olimpia estaba complacida del encoñamiento de su hijo; así acabarán de una vez las murmuraciones, se decía, y anhelaba que ese amor diese frutos, aunque fueran bastardos. Pero no sirve un monarca reblandecido por la lujuria y menos cuando esos signos de debilidad podrían incitar a los tesalios a discutir nuevamente la hegemonía macedonia. Fueron pues algunos nobles a hablar con Aristóteles el sabio, a quien el difunto Filipo había convocado hacía ya varios años como preceptor de Alejandro. ¿Qué me vais a decir a mí? Si ni aparece a mis lecciones y a mis reproches sólo otorga irónicas sonrisas. ¿Qué fue de aquel muchacho respetuoso y ansioso por el saber? Habla con él, convéncele de que ha de moderar su trato con esa cortesana, son razones de estado a las que el rey es el primero en deberse. No podemos consentir que esta situación se prolongue, si no tienes éxito habremos de recurrir a medios definitivos, por mucho que nos desagraden.

Convocó pues el anciano (que ya rondaba la cincuentena) al impetuoso y juvenil monarca y éste asistió porque aún le guardaba el respeto que su sabiduría y prestigio le confería. Fue una larga reunión en la que el maestro volvió a imponer su oratoria sobre la del discípulo. Alabó Alejandro las artes amatorias de Phyllis, las técnicas que tan excelsamente dominaba y que, se decía, eran secretos confiados por la propia Afrodita, los goces arrebatadores que sabía darle ... Confesó que se sentía esclavo de esa mujer maravillosa, hechizado por su cuerpo y sus vaivenes, reconoció avergonzado –él, el altivo Alejandro– que sentía no tener fuerzas suficientes para renunciar a sus caricias. Pero todos sus argumentos fueron contestados por Aristóteles, despojados por el sabio de cualquier atisbo de verdad y arrojados, nudos y viles, ante los ojos de su pupilo. Y a la vez se cuidó de insuflar en el joven los ánimos necesarios para fortalecer sus virtudes, para recordarle la importancia de su destino, para impulsarle a actuar como debía a fin de ser digno de la gloria que la historia le tenía reservada. Fue el último y no el menor servicio que prestó el gran filósofo a Macedonia. Se despidieron con un abrazo y Alejandro fue a hablar con su madre para que se ocupara, ofreciéndole un generoso regalo, de apartar a Phyllis de la corte.

La mujer, claro está, no recibió de buen grado la orden del rey, pero era realista y supo qué era lo que más le convenía. Olimpia, buena conocedora de la eficacia mortal de los venenos, le advirtió de los riesgos que le acechaban. Distinto habría sido, le dijo, si como te aconsejé hubieses retenido en tu vientre la semilla de mi hijo; tuviste tu tiempo y lo desaprovechaste. No se puede apostar todo a la querencia de un amante, ni siquiera aunque sea el rey; porque, además, es un rey bisoño, incapaz todavía de enfrentarse a los experimentados nobles del Consejo y menos por una mujer. Abandona Macedonia cuanto antes, le dijo la reina madre, las riquezas que te ha otorgado mi hijo te aseguran una vida fácil donde quiera que te asientes. Phyllis asintió, no era tonta. Pero antes, se prometió a si misma, he de vengarme de Aristóteles.

Y así fue que esa misma semana la cortesana se coló en los aposentos del sabio mientras éste dormía, y pasó al hermoso jardín al que daba la ventana de su cámara, y allí, vestida con escasas ropas, empezó a danzar y cantar melodías de hipnótico erotismo. La brisa del alba transportó hasta el lecho los vapores de los perfumes de la bella y también los dulces sonidos, que removieron el sueño de Aristóteles antes incluso de que la conciencia se le avivase completamente. Como embriagado se acercó a la ventana y el espectáculo de tanta belleza le sacudió como un mazazo; le invadió de pronto una oleada de deseo que ni siquiera había sentido en sus años mozos y la sangre se le concentró de golpe, asombrándole la violencia de la fuerza ya olvidada. Llamó a la cortesana por su nombre, la instó a pasar a su cama; pero Phyllis le sonreía mientras seguía con su baile y su canto. Salió al jardín Aristóteles, excitado y sudoroso, se acercó a la mujer, se atrevió a rozar su breve túnica, quiso abrazarla ... Ella lo apartó delicada, pero al mismo tiempo que lo rechazaba, deslizó sus brazos y sus manos por el cuerpo del anciano, y hasta acercó a la suya su cara, la lengua atisbando entre los labios húmedos entreabiertos. Ven a mí, preferida de Afrodita, gimió el filósofo, déjame conocer los placeres de la diosa; y se derrumbó de rodillas, afiebrado e implorante. Ahora no puede ser, dijo por fin Phyllis; pero sí esta tarde, en el claro entre los granados y mirtos a la espalda del palacio.

Preso del desasosiego vivió Aristóteles las eternas horas de aquella mañana sin atender sus estudios. Apenas pudo tragar su frugal colación del mediodía. Llamó a sus esclavos para que lo acicalasen: le untaron el cuerpo con aceite de oliva y se lo frotaron con estrígilos y esponjas, le hidrataron con ungüento de miel perfumado con esencia de almendro, le recortaron y rizaron la barba y también los ralos y escasos cabellos, incluso pidió, para asombro de sus fámulos, que le aplicasen algo de maquillaje para esconder arrugas y dar vivacidad a sus ojos. Vanos eran sus esfuerzos para embellecerse y de sobra lo entendía, y sin embargo, para su vergüenza, en ellos persistió hasta que la sombra del gnomon se acercó a la hora señalada. Entonces vistió su mejor túnica de lino y partió solo hacia su cita.

Para su alivio, en el sombreado calvero le esperaba Phyllis. Se aproximó a Aristóteles con pasos sensuales, luminosos los ojos, labios entreabiertos; llegó hasta él, muy cerca, embriagándole con su perfume, enardeciéndole el deseo. Habló la mujer: he de dejar Pella, donde tan feliz he sido, abandonar al rey a quien tanto amo, pero antes he de agradecerte a ti, su maestro, por lo mucho que a través suyo me has enseñado; también yo tengo saberes que puedo darte en pago. Aquí con frecuencia nos amábamos, sobre esta yerba blanda y fragante; él me montaba como a Bucéfalo y cabalgábamos hasta el éxtasis. Quiero iniciar mi lección, respetado filósofo, siendo yo la jinete y tú el caballo, aferrarme apretadamente a tu cuerpo desnudo, azotar tus nalgas con la fusta para despertar tus sentidos a los misterios del placer, diluir tu poderosa mente en la arcana sabiduría de la materia y así, rendida tu voluntad a las fuerzas del instinto, seas capaz de experimentar los gozos sagrados reservados a los dioses.

Dominado por la libido y entregado a las palabras de Phyllis, nada objetó Aristóteles a sus órdenes. Soltó su cinto para despojarse del quitón y, desnudo, se arrodilló a gatas en la yerba. La mujer le ajustó una brida y le montó, los muslos apretados a sus flancos, y azotándole las nalgas comenzó a brincar sobre su lomo incitándole a una bufa cabalgada. Enseguida ella empezó a declamar a voces unos versos sobre el sometimiento de la sabiduría ante el amor, y avisados por esos gritos convenidos aparecen en el escondido recinto Olimpia, Alejandro y los más principales nobles de la corte. Al ser sorprendido en tan ridícula postura, comprende Aristóteles la burla; rojo de ira y vergüenza se desembaraza de Phyllis y busca sus ropajes para cubrirse, coreado por las risotadas de los hombres y los simuladamente airados reproches de su regio discípulo. Nada queda de la autorictas del maestro y aún así, esforzándose en templar su espíritu, logra el sabio humillado pronunciar su última lección: "advierte, Alejandro, los peligros de la lujuria que, si hasta un hombre viejo y sabio sucumbe a ella, cuanto más puede a ti dañarte". 

En los siguientes días Phyllis abandonó Pella para siempre y Alejandro se volcó en sus obligaciones de gobierno, consiguiendo en pocos meses pacificar las revueltas griegas y preparándose luego para cruzar a Asia e iniciar su carrera imperial. Aristóteles, el filósofo burlado, dio por concluida su misión en Macedonia, agrupó su vasta biblioteca y también partió en silencio hacia Atenas, con la promesa del monarca de silenciar el incidente; de tal modo pudo instalarse en la capital del Ática, alcanzar el más alto prestigio como sucesor del gran Platón y fundar su famoso Liceo. Nunca volvieron a encontrarse estos dos colosos del helenismo. En cuanto a Phyllis desapareció en las brumas del tiempo, aunque para mí que marchó hacia el oriente, hasta la India de la que sin duda provenía.

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Estaría bien que éste fuese un relato veraz, mas no es así. Quienes desconozcan las fuentes del mismo que esperen al próximo post.

Nota: Todas las ilustraciones de este post provienen de la página de Flickr de petrus.agricola, que contiene una abundante colección de muestras artísticas sobre este asunto.

   
Ride of love - Smokey Fingers (Columbus Way, 2011)

4 comentarios:

  1. No conocía esta faceta de Aristóteles como ilustre precedente de Pedro Jota. Me tranquiliza saber que no es cierta la historia, según tu propia aclaración y mis sumarias investigaciones guglescas, porque soy un clásico y me desagrada imaginar al filósofo en una situación tan desairada. En cualquier caso, magníficamente contada la historia, como de costumbre.

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  2. C.C.: No tardaré, C.C (o, al menos, eso espero).

    Vanbrugh: Supongo que tus investigaciones guglescas te hacen innecesaria la lectura del próximo post (lástima, pierdo uno de mis escasos lectores). Yo también pensé en PedroJota (inevitable) pero, sobre todo, que desde hace mucho –por no decir de siempre– el ser humano no cambia, sólo lo hacen los accesorios. Lo cual no quita para que el hecho de que no sea cierta la historia no quiere decir que Aristóteles no pudiera haberse visto envuelto en escenas análogas. En todo caso, ello no no debería restar un ápice de admiración por sus méritos, aunque ciertamente siempre nos es desagradable imaginar a personas que admiramos en situaciones desairadas.

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  3. Efectivamente, que la historia no sea cierta no impide que pudiera serlo, es decir, que fueran ciertas otras historias similares desconocidas. Y que lo fueran no tiene por qué empañar la admiración que el protagonista nos produzca por otros motivos. (Y conste que opino lo mismo en el caso de Pedro Jota). Lo que a mí me tranquiliza no es creer que Aristóteles nunca se vió en situación semejante, sino que, si lo hizo, fue en privado, sin testigos y sin rechiflas, como esas cosas deben hacerse. Cualquier práctica sexual placentera para y consentida por todos sus protagonistas me parece legítima y deseable. Lo que me molesta, como sabes, es la publicidad. El espectáculo de los retozos ajenos es algo que las personas sensibles preferimos ahorrarnos. Y si uno de los protagonistas tiene las carnes más bien fláccidas y los cueros tirando a marchitos, con más motivo. (Vuelvo a precisar que sigo opinando lo mismo en el caso de Pedro Jota, cuya historia, a mi juicio, no le desacredita a él -por quien no siento la menor simpatía- sino a los hijos de puta que la amañaron y la airearon -por quienes siento menos simpatía aún.)

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