sábado, 24 de septiembre de 2016

Diario de Casandra (6)

El tiempo, Casandra, es la regla, la instrucción, que pone en orden la secuencia de los elementos del universo. Imagínate infinitas escenas fijas, cada una conteniendo la totalidad de lo existente. Pero esas escenas se siguen una a otra, sin cesar el movimiento, en un orden determinado: eso es el tiempo. Nosotros, con todo el universo, pertenecemos al dominio del tiempo; Dios, en cambio, al de la Eternidad, está fuera del tiempo, como estaremos nosotros, nuestras almas, cuando acabemos la vida, cuando llegue la escena en la que morimos. Yo creo que algunas personas son capaces –por voluntad de Dios, desde luego– de trasladar su alma a esa dimensión de la Eternidad, de escapar, siquiera parcialmente, del fluir temporal en el que estamos atrapados y entonces ver desde fuera esas escenas, el orden en que están dispuestas, en suma, conocer las que aún no han ocurrido, el futuro. Más o menos y muy resumido, de este estilo fue el rollo que me largó Apolo cuando le pedí que me ayudara a desarrollar esas aptitudes proféticas que el mismo creía que poseía. Por supuesto, en aquellos días su explicación ni la entendí ni me interesó especialmente. Hoy, entrada en la treintena y con demasiada experiencia y sufrimientos a cuestas, me asombra que aquel curita tuviera una intuición que, pese a su tosquedad elemental, no andaba tan desencaminada, no divergía tanto de la concepción que me ido formando de lo que es el tiempo. Y, sobre todo, de nuestra incapacidad esencial de alterarlo, porque somos sus criaturas, estamos hechos de tiempo y necesariamente el tiempo nos arrastra con él, porque somos él. Está muy manida pero no se me ocurre una metáfora mejor que la del río. Y no, a nosotros no nos arrastra la corriente, somos ella, el agua que fluye. Salirse del río, que nuestra alma, conciencia o como queramos llamarlo, se suspenda fuera de la corriente para otear unos metros más allá, intentar percibir cómo es el paisaje al que llegaremos en unos días, unas semanas, unos meses. Algo así son mis trances: percepciones, en todo caso, excesivamente breves, incompletas, confusas. Porque nadie puede salir del río más que unos instantes pues si no, imagino, corres el riesgo de no poder regresar. Miedo recurrente de mis últimos años, no volver de mis crisis, quedarme para siempre en otra realidad, instalarme definitivamente en la locura que tantos me atribuyen.

Pero en este diario prefiero narrar hechos en vez de perderme en mis reflexiones, aunque solo sea porque las conclusiones que me he construido sobre el tiempo son mucho más difíciles de explicar. Y eso que, sin tontas falsas modestias, pocas personas se han imbricado tan íntimamente con ese tirano del que somos parte, pocas se han esforzado tanto como yo en liberarse de su dominio. Incluso, en algunos instantes de presuntuoso éxtasis, he creído encontrar escapatorias pero nunca me he atrevido a intentarlas. En otro momento, quizá, hable de ello, pero no ahora; ahora quiero seguir rememorando a aquella treceañera inquieta que todavía era feliz y no lo sabía; a esa muchacha que, obedeciendo a su maldito destino, se empeñó en ser desgraciada, en condenarse. La mujer que ahora soy la mira con sentimientos encontrados: amo a esa chiquilla que fui yo con ternura de madre, y al mismo tiempo la repudio con odio por ser la muñidora de mi infelicidad. Podría en su descargo alegar su bobería adolescente, creerse tan única, tan especial, tan predilecta de los dioses. Diría que, pobre ingenua, no sabía lo que hacía, no sabía lo que quería. Sería verdad, pero una verdad a medias. Porque esa chica sabía en el fondo, aunque fuera de forma vaga, que estaba eligiendo un camino peligroso, que quería algo prohibido. Y además –he de ser justa con él– el propio Apolo se lo advirtió, el sacerdote, cuando intuyó a lo que podía llegar, quiso dar marcha atrás, convencerme para que me detuviera. Creo que se asustó, hasta la lujuria que lo dominaba, su obsesivo deseo por mí, dejó de tener importancia. Pero no quise atenerme a lo que, en el fondo de mi mente, sabía que era lo correcto, lo que me convenía. Al fin y al cabo, la que cometí fue la transgresión más sublime de la naturaleza humana: querer lo que no es propio de ésta sino de los dioses. Adán –acuciado por Eva, no se olvide– quiso el conocimiento divino. Yo no pude resistirme a la misma tentación, por más que presintiera que conllevaría una penitencia excesiva. Aunque no sé, tal vez desde mi doliente sabiduría actual esté siendo demasiado severa con aquella niña. Tal vez debamos perdonar la inconsciencia adolescente; ya he dicho que siento también la ternura de una madre …

Apolo, por favor, ayúdame a desarrollar mi clarividencia. Lo llamé por su nombre, lo tuteé por primera vez, concediéndole lo que llevaba días pidiéndome (los amigos se tutean, Casandra, y querría que a mí, más que como sacerdote, me vieses como amigo). Has de conseguir abrir los sentidos que tienes cerrados, los que acceden a otras vías de percepción. Esos sentidos están reprimidos por la consciencia; por eso, para que se abran, tienes que dejar la mente en blanco, no pensar. Probablemente, el curilla no tenía demasiada idea de lo que hablaba; sus instrucciones eran un potpurrí de lecturas new wave y las prácticas de diversos orientalismos a los que había sido aficionado antes de ordenarse (y seguía siéndolo en secreto, porque esos rollos no eran bien vistos por la jerarquía eclesial). O sea, que me había buscado un mentor que no disponía de más bagaje que “palos de ciego”, pero era lo que había y lo cierto es que sus ejercicios, mal que bien, funcionaron. De ello deduzco que, en el fondo, dan un poco igual las fórmulas y ritos, por muy vistosa que pueda ser cualquier parafernalia esotérica; al final lo que importa es una cierta combinación de voluntad y aptitud y, sobre todo, que suene la flauta. Los primeros ejercicios que me propuso Apolo fueron simples técnicas de relajación, al estilo de las típicas meditaciones de yoga. Olvidaba anotar que ya para entonces quedábamos en mi casa, en esta misma desde la que ahora escribo; obviamente, las aulas del colegio no eran lugar seguro para que un sacerdote y una adolescente practicaran ese tipo de actividades. Por entonces aún no tenía mi propio apartamento, pero ya Troya era un gran complejo donde mis hermanos y yo teníamos fácil escapar del control de los adultos, quienes, por otra parte, tampoco se esforzaban mucho en ejercerlo, siempre tan ocupados con muchas y urgentes tareas. El lugar que escogí fue, desde luego, la habitación de la atalaya, que en aquellos días Héctor había convertido en su refugio privado, donde se reunía con sus amigos a escuchar música y (esto lo supe después) fumar marihuana. Aprovechándome del favoritismo que despertaba en mi hermano mayor –al cual yo correspondía con un amor ciego– conseguí que lunes, miércoles y viernes, de cinco a siete de la tarde, me cediese el usufructo de tan acogedor escondite.

Recuerdo nítidamente la primera sesión de lo que Apolo denominó “entrenamiento espiritual”. Para excusar su heterodoxia me soltó un rollo sobre los éxtasis de los místicos –con Santa Teresa de prima donna, claro– y cuánto le había interesado el fenómeno, motivándole a buscar sus propias vías de acceso al ámbito espiritual. Después de la “teoría”, y notando mi expresión escéptica y un tanto burlona, abrió un maletón con el que había llegado a Troya que resultó ser una camilla portátil y me pidió que me echara bocarriba sobre ella. Ahora cierra los ojos y concéntrate en la repiración, inspira por la nariz, percibe el flujo de aire que entra, nota su frescura, observa cómo se desliza por la laringe, cómo te infla los pulmones. Retén unos segundos el aire, visualiza las múltiples moléculas que lo componen, son como burbujas de un azul muy claro, ¿las ves? La voz de Apolo era muy agradable, acariciadora, casi hipnótica. Pese a mi ironía desafiante, no me costó casi nada abandonarme a la cadencia de su fraseo; enseguida empecé a sentir sus palabras como entes vaporosos que se colaban en mi respiración. Y, en efecto, dejé que me guiaran y sentí el frescor del aire que inhalaba como nunca antes y también, al poco rato, creí ver las burbujas azuladas del oxígeno revoloteando juguetonas entre los alvéolos pulmonares. Apolo seguía hablando y yo, lentamente, me iba deslizando hacia un estado de sopor en el que los pensamientos se diluían y mi mente se limitaba a obedecer las instrucciones del cura. Al cabo de un rato, todas mis facultades se centraban en el fluir del aire, entrando, distribuyéndose por mi cuerpo (llegué a verlo flotando en las arterias, las bolitas azuladas empapándose de sangre), saliendo por la boca en tonos grisáceos. Apolo no paraba de hablar, pero también, tímidamente, ensayó breves caricias, apenas esbozos, sobre mi cabeza. El sutil escarbar de sus dedos en mi pelo tuvo el mismo efecto que una descarga eléctrica, una vibración aguda que recorrió como un rayo las mismas vías interiores de mi cuerpo por las que percibía mi respiración. Inmediatamente, los músculos del abdomen se desmadraron en rápidas y cortas palpitaciones.

Nunca había experimentado esos espasmos a los que en el futuro me acostumbraría de sobra. De pronto se rompió el ensalmo, se quebró la maravillosa relajación de mi cuerpo y mente. Me alcé de golpe y me quedé sentada en la camilla, asustada, con expresión de desconcierto. También Apolo parecía impresionado por la reacción que había sufrido. Eres muy sensitiva, Casandra, muchísimo. Tienes una capacidad inmensa para absorber energía, debes aprender a encauzar ese poder. Si te parece, el próximo día podemos probar con el Reiki, una técnica mediante la cual puedo intentar reequilibrar tus nodos energéticos fundamentales, tus chakras, y al mismo tiempo, abrirlos al universo. Sólo tenía trece años pero esa palabrería no me impresionó en absoluto. Sin embargo, aunque Apolo me pareciera bastante fantasmón, era de momento todo lo que tenía y lo cierto es que, aunque fuera por casualidad, me había servido de catalizador para despertar en mí unas sensaciones en cuya experimentación quería profundizar. Eso era lo fundamental, y nada me importaba dejarle a cambio que me manosease. Así acabó ése que luego consideré mi primer paso para adquirir la capacidad profética, para condenarme definitivamente a una vida de sufrimientos.

  
Tomorrow never knows - The Beatles (Revolver, 1966)

4 comentarios:

  1. El oxígeno en los estados líquido y sólido es azul, sí. Pero las moléculas en estado gaseoso no tendrían "color", porque la probabilidad de encontrar un fotón es muy reducida.

    El esoterismo se basa mucho en el ritual porque da sensación de poder, en efecto... que no poder en sí, y he ahí el drama.

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    1. Naturalmente, ni Casandra ni nadie que esté "meditando" concentrado en su respiración ve de verdad las "burbujas" de oxígeno. Como dice SBP, gracias a la autosugestión, adecuadamente guiada por el que habla, creen verlas azules.

      Cualquier ritual repetitivo contribuye poderosamente a "abandonarse", aflojar los mecanismos de control consciente.

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  2. ¡Ay la autosugestión, Casandra de 13 años! ¡Una droga muy peligrosa! Repite conmigo: "no veo nada, no veo nada, no está, no existe".

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    1. La autosugestión es la droga más poderosa, sí, porque la fabrica nuestro propio cerebro. De todos modos, ¿no existe? Pero, ¿qué es lo que existe? Como en todo, se trata de encontrar el equilibrio. Pese a sus trece años, "mi" Casandra es una chiquita muy inteligente y bastante escéptica. Aún así, con su intuición (y vanidad) adolescente quiere aprovecharse de esas técnicas de relajación para activar potenciales capacidades (o, al menos, ver si tales potencialidades existen).

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