jueves, 6 de abril de 2017

Funerales (1)

Esta que voy a contar es una historia triste, desazonadora también. Conocí “en persona” (por así decirlo) las escenas finales; me inquietaron y pregunté por los antecedentes. El relato no puede ser más que fragmentario, incompleto. Los protagonistas son dos hombres ya mayores, ambos al final de su vida laboral; llamémosles Ángel y Víctor. Son compañeros de trabajo, los dos en una misma institución pública. Uno, Ángel, jurista; el otro, ingeniero. Los dos entraron más o menos por las mismas fechas en la Administración, a principios de los ochenta. Entonces eran treintañeros, iniciando sus carreras profesionales, también sus vidas familiares. Cayeron en el mismo departamento y enseguida se hicieron amigos, íntimos según me cuentan. Fueron los años de vino y rosas, de proyectos en común, de compartir ilusiones y relaciones. También las mujeres se hicieron muy amigas, de modo que las dos parejas pasaban mucho tiempo juntas, incluyendo viajes de vacaciones, cuando hacía falta se ocupaban unos de los hijos de los otros …

El idilio duró algo más de una década. Nadie sabe con completa seguridad por qué se rompió. Parece que tuvo algo que ver con una decisión organizativa que adoptó Ángel –para entonces ya había sido nombrado jefe de servicio– y que Víctor interpretó como una humillación. Quienes me han hablado de aquellos tiempos recuerdan que la reacción de éste fue desproporcionada y fulminante: de golpe le retiró prácticamente la palabra a Ángel lo que, además de dejar a todos los compañeros asombrados, creó situaciones tremendamente violentas en la oficina. El propio Ángel no entendía por qué le había ofendido y le costó varios días conseguir que se lo explicara. Cuando lo hizo, se dio cuenta que, si bien había un hecho real de base, la mayor parte del cabreo de Víctor obedecía a que presumía unas intenciones en los actos de Ángel que éste nunca había tenido. Para Ángel, que quien consideraba un buen amigo pensara eso de él le supuso un duro golpe. Luego, atando cabos, se convencería de que la principal instigadora de esos pensamientos había sido la mujer de Víctor, empeñada en envenenarlo contra el amigo por antiguos y oscuros motivos que ahora no vienen al caso. Pero la decepción fue tan amarga que Ángel perdió las ganas de reconstruir la relación que quedó definitivamente rota.

A los pocos meses la situación se había hecho tan insoportable que Ángel pidió el traslado a otro departamento y vino al área en la que yo llevaba poco más de un año trabajando. Eso fue a principios de los noventa, así que hace unos veinticinco años que lo conozco; hemos trabajado estrechamente en varios momentos y, sin que pueda decir que hayamos sido amigos íntimos, sí creo que nos hemos apreciado mutuamente. Unos diez años mayor que yo y de carácter bastante reservado, Ángel, cuanto más lo conocía, más me parecía un buen tipo, una persona digna de respeto. A Víctor, en cambio, lo conocí menos y posteriormente. De hecho, tras la marcha de Ángel no permaneció mucho tiempo en aquel departamento. El empozoñamiento de la relación se había extendido y, aunque uno de ellos se hubiera marchado, el ambiente distaba de haberse calmado. Los que vivieron aquellos días en aquel lugar dicen que todos deseaban que se marchara, no tanto por encono personal (aunque unos cuantos sí) sino sobre todo porque sentían que era necesaria su desaparición para recuperar una suerte de equilibrio que se había roto. Compartiera o no esa impresión, lo cierto es que Víctor pidió la excedencia y se marchó para montar un despacho profesional, aprovechando la época de vacas gordas en el ámbito de la construcción y la obra civil.

Pasaron los años sin que los antiguos amigos recuperaran la relación, hasta que, hará unos cuatro años, Víctor pidió reincorporarse a la Administración; le interesaba alcanzar su próxima jubilación en su puesto de funcionario, aparte de que la crisis había casi vaciado su cartera de clientes. El caso es que entró en nuestro departamento donde, para la sorpresa de todos, se le creó una nueva plaza de jefatura de servicio. La explicación era sencilla: el joven consejero a cargo de nuestra área, también ingeniero, había sido compañero de universidad del hijo de Víctor y había además trabajado en el estudio de éste, antes de volcarse con dedicación completa a la política. Enseguida todos comprobamos que Víctor pasaba a comportarse como si más que un funcionario de carrera fuera una especie de asesor áulico plenipotenciario; también pronto aprendimos que convenía no tener conflictos con él. Lo cierto es que, tras unos primeros meses de tanteo, empezó a manifestar su autoridad consiguiendo del consejero varios cambios en los puestos de trabajo que, bajo la excusa de mejoras en la organización funcional, enmascaraban burdamente castigos contra las personas concretas que a Víctor le molestaban o simplemente no le gustaban.

El reencuentro entre Víctor y Ángel dejó claro que hay sentimientos que ni el tiempo es capaz de borrar (al menos, se necesitarían más de los casi veinte años que habían estado alejados el uno del otro). Los que albergaba Víctor creo que pueden calificarse sin erra de odio; un que había preservado por congelación y que, quizá por eso, se traslucía en halos fríos casi perceptibles sensorialmente, que helaban los ánimos de quienes asistíamos a su manifestación. Lo que Ángel sentía, en cambio, no era tanto odio como un rechazo visceral a tratar con su antiguo amigo, como si tuviera miedo a que le doliera una herida que nunca había logrado cerrar del todo. Entre ambos casi no se hablaban y, cuando no tenían más remedio que hacerlo (eran los dos jefes de servicio de la misma área) parecía que ensayaban ejercicios de economía oral y de envaramiento lingüístico. Pero mientras Ángel intentaba –sobre todo los primeros meses– seguir con sus rutinas y que la presencia del otro las trastocara lo menos posible, se vio enseguida que las acciones de Víctor tenían como objetivo último hacer daño al viejo enemigo, incluso parecía –así lo pensamos mucho– que respondían a un plan minuciosamente orquestado, construido mucho tiempo antes de regresar a la Administración. Puede parecer exagerado pero llegué a convencerme de que durante todos esos años de ausencia Víctor había estado maquinando su venganza y esperando el momento adecuado para ejecutarla.

8 comentarios:

  1. Vislumbro cuernos, reales o inventados, en el horizonte.

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  2. Coincido con los dos comentaristas anteriores.

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    1. Sí, te iba a enviar un e-mail al respecto, pero no llegué a recordar si alguna vez nos habíamos puesto en contacto y olvidé avisarte. He abierto un nuevo blog que va a estar concentrado en las creaciones que haré como aficionado a programar.

      http://barriodealienados.blogspot.com.es/

      El cambio de nick se basa en que Twitter me acostumbré a usar mi nombre y el acrónimo del mismo "capolanda", y he preferido, pues, cambiar al segundo en todos los medios. El cambio de avatar es simplemente una imagen de un corto antiguo de Mickey Mouse, El gaucho galopante, que vi mientras hacía estos cambios y quise ponérmela.

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  3. Estimados: yo he dicho cabronazo con chorreras como metáfora de ser mala persona. No que la mujer de Víctor le haya puesto la cornamenta a. Los hombre pusilánimes, a no ser que sean muy guapos, no se comen un rosco. Yo veo un tema de celos profesionales. De envidivias digo envidias, etc. Aunque lo otro aunque me contradiga puede ser cierto, ay. No me enrollo voy de camino a casa y creí que me voy a beber una cerveza. Fdo.: Joaquín

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    1. En ningún momento he pensado que dijeras que necesariamente era un tema de cuernos, pero es que me figuro unos cuernos imaginarios.

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  4. El porqué del título se desvelará en la próxima entrega pero, como seguro que imaginas, la historia acaba mal.

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