Rafa Nadal
Creo que no tendría aún siete añitos cuando H, mi hijo, empezó a jugar al tenis. Su madre era socia de un club de tenis situado casi enfrente de la casa en la que vivíamos entonces, así que nos resultaba de lo más cómodo que después del cole pasara un rato desahogándose a raquetazos (le sobraban energías). Lo cierto es que le gustaba mucho y además enseguida empezó a demostrar que tenía dotes. De modo que durante los siguientes años, como miembro del equipo del club, participó en el circuito de tenis insular en las distintas categorías que le tocaban por edad: pre-benjamín, benjamín, alevín, infantil … Hacia los trece años, cuando estaba en lo alto del ranking, su entrenador del club nos propuso que lo pasáramos a otro nivel, que nos (y le) planteáramos la posibilidad de una carrera profesional. Según él, el niño podía tener futuro, pero para verificarlo era necesario ver cómo respondía a mayores niveles de exigencia. No lo teníamos nada claro, pero H, sin duda halagado y fantaseando con ser una estrella de la ATP, dijo que sí. Sin embargo, lo cierto es que no fue capaz de aguantar ni dos meses el cambio de ritmo; lo que hasta entonces había sido una diversión se convirtió en una carga que le imponía sacrificios que no estaba dispuesto a hacer. Así acabó, antes realmente de empezar, la que podría haber sido una prometedora carrera tenística, pero el verano anterior, debió ser cuando H tenía trece años, en 1998, fue seleccionado con otros dos tinerfeños para participar en un clinic de tenis en Mallorca. Cuando volvió –todavía mantenía el entusiasmo por hacerse profesional en el futuro– nos contó que había conocido a un chaval que iba a llegar a ser número uno. Tiene un año menos que yo, nos dijo, y me dio una verdadera paliza. Ese crío, en efecto, era Rafael Nadal.
Por supuesto, nosotros no sabíamos nada de ese mallorquín, aunque leo ahora que por entonces ya había ganado el campeonato de España alevín. Y seguimos sin saber nada de la incipiente carrera del muchacho (llena de victorias) hasta que estuvo en el circuito de la ATP. Pero no desde sus inicios, porque aunque mi ex y yo disfrutábamos mucho viendo partidos de tenis, no recuerdo haber sabido de Rafa antes de la primera eliminatoria de la Copa Davis de 2004 contra la República Checa. Eran los primeros días de febrero y todos los aficionados nos sorprendimos cuando los tres capitanes que había entonces –Arrese, Avendaño y Perlas– anunciaron que, dadas las bajas de Moyá y Ferrero, ponían a Tommy Robredo de número 1 y al jovencísimo Nadal de 17 años como número 2 (Rafa hacía pocas semanas había ganado al número 1 checo, Jiří Novák, en las semifinales del torneo australiano de Auckland y eso sin duda influyó). De esa eliminatoria sí me acuerdo, la dieron en la 2 de TVE. Rafa jugó el primer partido y perdió en tres sets con Novak, pero sorprendió muy agradablemente. Y le tocó acabar la eliminatoria el domingo 8 de febrero, cuando el marcador estaba empatado a dos, vaya presión para un crío tan joven pero si la sintió no se notó porque jugó de maravilla. Fue en ese fin de semana cuando conocimos a Nadal, cuando nos enamoró y empezamos a seguirle con constancia. Por supuesto, también fue entonces cuando H nos dijo que ese chaval era el mismo que le había apalizado cinco años y pico antes en Mallorca.
Acabada esa eliminatoria, Rafa se fue a Milán donde jugó al día siguiente y apenas un mes y medio después se encontró por primera vez con el que había de ser su gran rival, el suizo Roger Federer, en tercera ronda del Masters de Miami. ¡Y lo ganó con un doble 6-3! Federer era en ese momento el número 1 del mundo y Nadal andaría por el puesto 50 más o menos. Imagino que el juego de Rafa desconcertaría al flemático Roger, a quien le costaría entender que el manacorí llagara a sus esquinados y veloces golpes ganadores y los devolviera aún más terribles; no lo sabía entonces, pero iba a tener tiempo y ocasiones para acostumbrarse (también para desesperarse). En todo caso, ese partido de Miami ha de pasar a la historia del tenis como el inicial de una de las grandes rivalidades de este deporte, comparable si no superior a la de Connors y McEnroe, o Borg y Lendl o Sampras y Agassi. El segundo enfrentamientos de estos dos monstruos llegaría un año después, en el mismo torneo de Miami y esta vez en una final a 5 sets e igualadísima en la que, aunque Nadal ganó los dos primeros sets, hubo de rendirse tras perder el tercero en el tie break. Gracias a Youtube he podido recordar esa final y hasta ver la ceremonia de entrega de trofeos (con Mary Joe Fernández traduciendo a Rafa que todavía no se soltaba en inglés), los dos finalistas contentos, ya parecen buenos amigos. En esas fechas tempranas como profesional Nadal (o su tío) orienta su carrera con preferencia a la tierra batida. De hecho, en ese 2005 antes de Miami –que es superficie dura– había jugado ya tres torneos americanos en arcilla (Buenos Aires, Costa do Sauipe y Acapulco) y seguiría con los europeos (Valencia, Montecarlo, Barcelona y Roma) para atacar por primera vez el mítico Roland Garros. Sólo hacía un año que lo conocía, no tenía más que dieciocho años, pero a la vista de su juego y resultados (5 victorias de 7 torneos) ya pensaba que podría ser sucesor de los varios españoles que lo habían ganado en los últimos diez años, y que incluso podría ganarlo varias veces.
El domingo 5 de junio de 2005, con 19 añitos recién cumplidos, Rafa Nadal levantó la copa de Roland Garros en su primera participación en los Internacionales de Francia, tras derrotar en la final al argentino Mariano Puerta (6-7, 6-3, 6-1, 7-5). Pero el partido clave fue dos días antes, en su cumpleaños, la semifinal en la que ganó a Federer en cuatro sets y dos horas cuarenta y siete. Era el primer enfrentamiento en un Grand Slam y la tercera vez que se veían las caras. En total, hasta la fecha, se han cruzado en 37 torneos oficiales, con clara ventaja para el mallorquín (23-14), con momentos tan emotivos como la final del Open Australia de 2009, la primera que ganaba Rafa, cuando Federer rompió en llanto en la ceremonia de entrega de trofeos; este año, ocho ediciones después, se ha repetido aquella final que esta vez ha ganado Federer. Supongo que aquel chaval de pelo largo vestido con una camiseta verde que besaba la primera copa de los mosqueteros que conseguía (en su primera participación) no podía ni soñar que volvería a ganarla nueve veces más, que volvería a subir a ese podio otras nueve veces, la última este pasado doming, ya sin carita de niño, ni pelo largo, un rostro que acumulaba una carrera ya larga, llena de éxitos pero también de muchos sinsabores y, sobre todo, de unos hercúleos esfuerzos que a mí se me hace difícil concebir que se puedan mantener si no es gracias a una fuerza de voluntad y una disciplina mental absolutamente excepcional. Por supuesto, como no se han cansado de repetir, nadie ha ganado Roland Garros diez veces. El que sigue a Nadal es Max Decugis, un francés que en la primera década del siglo pasado lo hizo en ocho ocasiones pero, evidentemente, el tenis de entonces y el de ahora son casi dos deportes distintos. En la “era Open” (a partir de 1968) el mejor es el mítico sueco Björn Borg con “solo” 6 trofeos. Pero es que tampoco en ninguno de los otros tres torneos de Grand Slam hay nadie que haya alcanzado la decena de triunfos (tres tenistas tienen 7 Wimbledons, también tres tienen 5 Abiertos USA y el record del de Australia lo tiene Novak Djokovic con 6 títulos). Ya sé que citar estadísticas es farragoso, pero en este caso creo que ayudan a valorar en su justa medida la barbaridad que ha hecho Nadal y que difícilmente nadie va a repetir (no en Roland Garros desde luego).
He de confesar que, como muchos, pensé hasta hace poco que por culpa de las lesiones y de la edad, la carrera de Nadal estaba ya casi acabada. 2016 fue un via crucis. La maldita lesión de muñeca le obligó a retirarse de Roland Garros (el año anterior lo había eliminado Djokovic en cuartos) y forzó la máquina para participar en los Juegos Olímpicos de Río, donde se vio que no estaba del todo recuperado (a pesar del oro en dobles). Luego vendrían los últimos meses hasta llegar al decepcionante Masters 1000 de Shanghai. La prematura derrota le hizo tomar una sabia decisión: dar por acabada la temporada y encerrarse para lograr una buena recuperación tanto física como mental. Y en este 2017 no ha cesado de alucinarme (también supongo, como a muchos otros), porque está jugando con una potencia renovada, un despliegue físico que recuerda al chaval que corría sin descanso, una variedad y calidad de golpes mayor que nunca y, sobre todo, una confianza en sí mismo y una fortaleza mental espeluznantes. El resultado es que sus partidos son una exhibición apabullante de autoridad, un machaqueo constante e inmisericorde del rival que acaba desesperado de impotencia. Eso lo he podido comprobar en todos los partidos de los tres torneos de tierra que ha ganado este año (Montecarlo, Barcelona y Madrid) y en los dos últimos de Roland Garros (los anteriores, como eran de pago, no he podido verlos). De verdad, me ha dejado impresionado, tanto que todavía no se me ha pasado, tanto que en estos tres días desde la proeza del domingo he pasado bastantes horas por las tardes recordando viejos partidos, evocando con éstos vivencias de los últimos trece o catorce años. Ciertamente, este muchacho me ha regalado muy buenos momentos como espectador y quiero dejar aquí mi público agradecimiento.
Por supuesto, nosotros no sabíamos nada de ese mallorquín, aunque leo ahora que por entonces ya había ganado el campeonato de España alevín. Y seguimos sin saber nada de la incipiente carrera del muchacho (llena de victorias) hasta que estuvo en el circuito de la ATP. Pero no desde sus inicios, porque aunque mi ex y yo disfrutábamos mucho viendo partidos de tenis, no recuerdo haber sabido de Rafa antes de la primera eliminatoria de la Copa Davis de 2004 contra la República Checa. Eran los primeros días de febrero y todos los aficionados nos sorprendimos cuando los tres capitanes que había entonces –Arrese, Avendaño y Perlas– anunciaron que, dadas las bajas de Moyá y Ferrero, ponían a Tommy Robredo de número 1 y al jovencísimo Nadal de 17 años como número 2 (Rafa hacía pocas semanas había ganado al número 1 checo, Jiří Novák, en las semifinales del torneo australiano de Auckland y eso sin duda influyó). De esa eliminatoria sí me acuerdo, la dieron en la 2 de TVE. Rafa jugó el primer partido y perdió en tres sets con Novak, pero sorprendió muy agradablemente. Y le tocó acabar la eliminatoria el domingo 8 de febrero, cuando el marcador estaba empatado a dos, vaya presión para un crío tan joven pero si la sintió no se notó porque jugó de maravilla. Fue en ese fin de semana cuando conocimos a Nadal, cuando nos enamoró y empezamos a seguirle con constancia. Por supuesto, también fue entonces cuando H nos dijo que ese chaval era el mismo que le había apalizado cinco años y pico antes en Mallorca.
Acabada esa eliminatoria, Rafa se fue a Milán donde jugó al día siguiente y apenas un mes y medio después se encontró por primera vez con el que había de ser su gran rival, el suizo Roger Federer, en tercera ronda del Masters de Miami. ¡Y lo ganó con un doble 6-3! Federer era en ese momento el número 1 del mundo y Nadal andaría por el puesto 50 más o menos. Imagino que el juego de Rafa desconcertaría al flemático Roger, a quien le costaría entender que el manacorí llagara a sus esquinados y veloces golpes ganadores y los devolviera aún más terribles; no lo sabía entonces, pero iba a tener tiempo y ocasiones para acostumbrarse (también para desesperarse). En todo caso, ese partido de Miami ha de pasar a la historia del tenis como el inicial de una de las grandes rivalidades de este deporte, comparable si no superior a la de Connors y McEnroe, o Borg y Lendl o Sampras y Agassi. El segundo enfrentamientos de estos dos monstruos llegaría un año después, en el mismo torneo de Miami y esta vez en una final a 5 sets e igualadísima en la que, aunque Nadal ganó los dos primeros sets, hubo de rendirse tras perder el tercero en el tie break. Gracias a Youtube he podido recordar esa final y hasta ver la ceremonia de entrega de trofeos (con Mary Joe Fernández traduciendo a Rafa que todavía no se soltaba en inglés), los dos finalistas contentos, ya parecen buenos amigos. En esas fechas tempranas como profesional Nadal (o su tío) orienta su carrera con preferencia a la tierra batida. De hecho, en ese 2005 antes de Miami –que es superficie dura– había jugado ya tres torneos americanos en arcilla (Buenos Aires, Costa do Sauipe y Acapulco) y seguiría con los europeos (Valencia, Montecarlo, Barcelona y Roma) para atacar por primera vez el mítico Roland Garros. Sólo hacía un año que lo conocía, no tenía más que dieciocho años, pero a la vista de su juego y resultados (5 victorias de 7 torneos) ya pensaba que podría ser sucesor de los varios españoles que lo habían ganado en los últimos diez años, y que incluso podría ganarlo varias veces.
El domingo 5 de junio de 2005, con 19 añitos recién cumplidos, Rafa Nadal levantó la copa de Roland Garros en su primera participación en los Internacionales de Francia, tras derrotar en la final al argentino Mariano Puerta (6-7, 6-3, 6-1, 7-5). Pero el partido clave fue dos días antes, en su cumpleaños, la semifinal en la que ganó a Federer en cuatro sets y dos horas cuarenta y siete. Era el primer enfrentamiento en un Grand Slam y la tercera vez que se veían las caras. En total, hasta la fecha, se han cruzado en 37 torneos oficiales, con clara ventaja para el mallorquín (23-14), con momentos tan emotivos como la final del Open Australia de 2009, la primera que ganaba Rafa, cuando Federer rompió en llanto en la ceremonia de entrega de trofeos; este año, ocho ediciones después, se ha repetido aquella final que esta vez ha ganado Federer. Supongo que aquel chaval de pelo largo vestido con una camiseta verde que besaba la primera copa de los mosqueteros que conseguía (en su primera participación) no podía ni soñar que volvería a ganarla nueve veces más, que volvería a subir a ese podio otras nueve veces, la última este pasado doming, ya sin carita de niño, ni pelo largo, un rostro que acumulaba una carrera ya larga, llena de éxitos pero también de muchos sinsabores y, sobre todo, de unos hercúleos esfuerzos que a mí se me hace difícil concebir que se puedan mantener si no es gracias a una fuerza de voluntad y una disciplina mental absolutamente excepcional. Por supuesto, como no se han cansado de repetir, nadie ha ganado Roland Garros diez veces. El que sigue a Nadal es Max Decugis, un francés que en la primera década del siglo pasado lo hizo en ocho ocasiones pero, evidentemente, el tenis de entonces y el de ahora son casi dos deportes distintos. En la “era Open” (a partir de 1968) el mejor es el mítico sueco Björn Borg con “solo” 6 trofeos. Pero es que tampoco en ninguno de los otros tres torneos de Grand Slam hay nadie que haya alcanzado la decena de triunfos (tres tenistas tienen 7 Wimbledons, también tres tienen 5 Abiertos USA y el record del de Australia lo tiene Novak Djokovic con 6 títulos). Ya sé que citar estadísticas es farragoso, pero en este caso creo que ayudan a valorar en su justa medida la barbaridad que ha hecho Nadal y que difícilmente nadie va a repetir (no en Roland Garros desde luego).
He de confesar que, como muchos, pensé hasta hace poco que por culpa de las lesiones y de la edad, la carrera de Nadal estaba ya casi acabada. 2016 fue un via crucis. La maldita lesión de muñeca le obligó a retirarse de Roland Garros (el año anterior lo había eliminado Djokovic en cuartos) y forzó la máquina para participar en los Juegos Olímpicos de Río, donde se vio que no estaba del todo recuperado (a pesar del oro en dobles). Luego vendrían los últimos meses hasta llegar al decepcionante Masters 1000 de Shanghai. La prematura derrota le hizo tomar una sabia decisión: dar por acabada la temporada y encerrarse para lograr una buena recuperación tanto física como mental. Y en este 2017 no ha cesado de alucinarme (también supongo, como a muchos otros), porque está jugando con una potencia renovada, un despliegue físico que recuerda al chaval que corría sin descanso, una variedad y calidad de golpes mayor que nunca y, sobre todo, una confianza en sí mismo y una fortaleza mental espeluznantes. El resultado es que sus partidos son una exhibición apabullante de autoridad, un machaqueo constante e inmisericorde del rival que acaba desesperado de impotencia. Eso lo he podido comprobar en todos los partidos de los tres torneos de tierra que ha ganado este año (Montecarlo, Barcelona y Madrid) y en los dos últimos de Roland Garros (los anteriores, como eran de pago, no he podido verlos). De verdad, me ha dejado impresionado, tanto que todavía no se me ha pasado, tanto que en estos tres días desde la proeza del domingo he pasado bastantes horas por las tardes recordando viejos partidos, evocando con éstos vivencias de los últimos trece o catorce años. Ciertamente, este muchacho me ha regalado muy buenos momentos como espectador y quiero dejar aquí mi público agradecimiento.
Me temo, Joaquín, que las probabilidades de que Rafa lea este blog son tantas como las que tengo yo de ganar Roland Garros.
ResponderEliminarNo creas, Miros, yome he llevado alguna sorpresa al respecto. Y es que la mayoría de famosos están suscritos a servicios de seguimiento de su imagen en prensa e internet. Probablemente, nunca mejor dicho, la probabilidad de que Nadal dé con este post es mayor que la de que tú leas alguno de mis posts.
ResponderEliminarSi tuvieras razón, Lansky, entonces estaríamos ante la certeza de que Nadal lea este post, dado que yo leo absolutamente todos los tuyos. Distinto es que los comente, pero a ese respecto podría decir yo lo mismo.
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