sábado, 11 de noviembre de 2017

El cajero pródigo

El banco que custodia mis haberes solo tiene un cajero en la Isla y no está precisamente a dos pasos de casa. Por eso, he adquirido la costumbre de sacar 600 euros cada vez, de modo que el efectivo me dure lo más posible (600 euros, por cierto, es el límite diario que tiene mi tarjeta; me han dicho que podría aumentarlo, pero tampoco lo necesito). Como además solo tiro de efectivo para gastos pequeños (el único importante es el pago semanal de la asistenta), entre dos visitas al cajero suele pasar en torno a un mes y medio. Añado que, tras marcar la cantidad requerida y el pin, el cajero me entrega invariablemente diez billetes de cincuenta euros y cinco de veinte. Valgan estas líneas introducción para situar la anécdota que paso a relatar, cuyo primer episodio ocurrió a finales del pasado septiembre.

Eran las siete y media de la tarde –ya había anochecido– cuando me planté en el cajero. Introduje mi tarjeta y seguí los pasos de siempre, tecleando en cifras la cantidad de 600 euros. El cajero hizo el ruido normal de conteo de billetes y expulsó por la abertura inferior un fajo del grosor habitual pero enseguida me llamó la atención que algo era distinto. En vez de los acostumbrados billetes de 50 y 20 euros tenía en mis manos diez de 500 y cinco de 200: ¡6.000 euros! Aluciné, claro, pero solo unos segundos, porque enseguida, por acto reflejo, me metí el fajo en el bolsillo e, intranquilo, eché una mirada en derredor. Seguía ahí de pie, sin salir aún del estupor, cuando escuché el doble pitido, sonido que me advierte de la llegada de un sms. Como ya sabía, era el mensaje del banco que me informaba de que había hecho una disposición en efectivo, pero la cantidad que aparecía era de 600 euros. Pedí entonces los últimos movimientos al cajero y, en efecto, constaba el egreso de 600 euros desde mi cuenta, para nada de seis mil. Seguir allí parado como un pasmarote no tenía ningún sentido; con la sensación de haber cometido algún delito por el que en cualquier momento podían detenerme, caminé a pasos rápidos hacia el coche, arranqué y regresé a mi casa. Una vez “a salvo” extendí los billetes sobre la mesa de la cocina: no lo había soñado, allí estaban uno a uno los diez billetes lilas y los cinco amarillentos.

Pasé mala noche, sobresaltado con sueños extraños que me provocaron dos o tres despertares con confusas ansiedades. No merece la pena este desasosiego, decidí por la mañana, de modo que después del ineludible desayuno funcionaril, me di un salto hasta la oficina del banco y pedí hablar con el director. Ayer saqué dinero del cajero, le dije, pero me dio más de lo que había pedido. El hombre, bastante más joven que yo, me pidió el DNI, tecleó en el ordenador y con tono levemente sabihondillo me contestó: usted sacó seiscientos euros, ¿cuánto había solicitado? No, repliqué, seiscientos fueron los que pedí, lo que me dio fue más, bastante más. Hubo un lapso silencioso, adiviné que el tipo se daba cuenta de que no quería declarar la cantidad que el cajero me había entregado y que especulaba sobre mis motivos. Al cabo se concentró en su ordenador y tras unos tecleos y apuntes a bolígrafo en un papel me informó de que el programa de control del cajero dejaba constancia de que había sacado, a las 19:36 del día anterior, 600 euros. Es la única disposición por esa cantidad de ayer por la tarde, dijo, esa es la hora en que la hizo usted, ¿verdad? Sí, contesté, pero le repito que no fueron 600 euros. Opté por empezar a enseñar mis cartas: cada vez que vengo saco seiscientos y el cajero me entrega billetes de 50 y de 20, pero ayer había billetes de 200. No, no, me interrumpió raudo el director, en el cajero no se ponen billetes mayores de cincuenta. ¿Y no pudo haberse equivocado el que lo cargó? Por supuesto que no, es absolutamente imposible, no puede usted imaginar lo riguroso que es el protocolo que observamos. Se hizo un silencio tenso. Me daba cuenta de que mi interlocutor no me creía en absoluto, que se estaba preguntando qué interés podía yo tener en contarle semejante patraña –tendría lógica si hubiera ido a decir que me habían dado menos–. Entonces, le dije, el cajero no ha podido entregarme billetes mayores de 50. Así es, contestó. Entonces, insistí, del cajero ayer solo saqué 600 euros y esa es la cantidad que figura y figurará como cargo en mi cuenta. Así es, repitió. Me planteé pedirle que me certificara por escrito que había ido esa mañana a la oficina y le había contado esa historia y que él me había asegurado lo que me había asegurado. Pero pensé que sería pasarse y quizá hasta contraproducente. Así que me levanté, le tendí la mano y me despedí diciéndole que no entendía nada de nada. Supongo que el tipo se mordió la lengua para no recomendarme que visitara al psiquiatra.

Como dije han pasado seis semanas. Ese día, al volver a mi casa, separé tres billetes de 200 (lo que había pretendido sacar y lo que me habían cargado en la cuenta) y guardé los 5.400 euros restantes en un sobre que escondí en el fondo de una gaveta. Comentaré, de pasada, que no me fue nada fácil cambiar esos billetes amarillos, con los que, desde luego, no podía pagar el bocadillo y zumo de naranja de todos los días en el bar de los uruguayos. Pero, aún con esfuerzos y trucos (a la mujer de la limpieza, por ejemplo, le pagué de golpe cuatro semanas con uno de los billetones), he ido pagando mis gastos más o menos igual que los pagaba anteriormente. Además, a medida que disminuía ese efectivo inicial de 600 euros, comprobaba con frecuencia que no apareciera en mi cuenta corriente ninguna sorpresa desagradable. Ayer ya casi se me había acabado el dinero y nada raro había pasado en mi saldo bancario. Regresé pues al único cajero de mi banco, más o menos hacia la misma hora que hace mes y medio. Inserté la tarjeta y tecleé retirada de efectivo, 600 euros, mi pin; volví a escuchar el ruido de los billetes; el cajero me devolvió la tarjeta … Miré hacia la abertura inferior: empezaron a asomar los billetes.

15 comentarios:

  1. No sé si te has dado cuenta: te has llevado parte del botin que empleados del banco habían preparado para robar al banco. Te recuerdo que conocen tu dirección, saben que no tienes una caja de seguridad, al menos no en su surcursal, y que es probable que guardes el fruto de tu mejicaneada junto a tus medias.

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    1. ¿Me estás diciendo que ellos iban a sacar el dinero a través del cajero y yo me adelanté? No se me había ocurrido que se trataba de un complot. Pero, bueno, imagino que había más dinero y que se lo birlaron cuando yo me fui. Tampoco creo que me ataquen por solo 6.000 euritos. ¿O sí?

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  2. Si la historia es auténtica, me parece curioso que el director del banco declare inmediatamente su imposibilidad. No sé si es porque el hombre está convencido de que semejante error es sumamente improbable o porque, como dice Chofer fantasma, ahí están conchabados. No obstante, contra esta última versión se me ocurre que es muy absurdo dejar el dinero en cualquier cajero que pueda usar un cliente, aunque también se podría decir que la trampa se ha preparado estropeando el cajero y este reparte el dinero decuplicado a clientes perfectamente inocentes; ya sea de manera accidental, ya sea porque los autores de la gracia pretenden así despistar a la policía cuando, descubierto el pastel, quieran saber quién es el responsable de la broma. Pero entonces, no entiendo demasiado bien qué necesidad había de usar el cajero en primer lugar si el dinero ya estaba en las manos del operario, por ejemplo, cómplice de una estafa tan aleatoria.

    Ahora, en serio, ¿ha ocurrido o no? ¡Ya te conocemos!

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    1. Pues si ya me conoces, saca tus conclusiones. Porque, como dicen los italianos, se non è vero, è ben trovato que, en traducción libre vendría a ser que lo que importa es la historia, lo de menos si es cierta o no.

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    2. Consultaré el caso con la almohada, a ver qué me dice...

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  3. Peor es, desde luego. Al fin y al cabo, no puede calificarse de malo el que el banco te regale 5.400 €.

    Ahora bien, yendo a tu anécdota, me parece increíble que hayas podido seobrevivir tantos años sin sacar nunca pasta del cajero.

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  4. No me trago la historia... por muy bien contada que esté. Los tamaños de los billetes son distintos, por lo que no encajan en los dispendadores de billetes salvo que todos sean del mismo valor y en ese caso habría muchos más casos como el tuyo.

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    1. Tienes razón, Números. Pero, ¿no pueden los dispensadores tener algo de holgura? Y en cuanto a lo de que haya habido más casos, ¿quién dice que no? Lo que pasa es que los afortunados se lo callan :)

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  5. Dejaremos en suspenso la cuestión de si la historia es verídica o no. Diré solo que me encantaría que lo fuera. Y ya puestos, que me hubiera pasado a mí.

    No se me ocurre ningún motivo por el que pueda ocurrir una cosa así. Alguien tiene que haber colocado en el cajero billetes de 200 en vez de 20, y de 500 en vez de 50 y, descartado el error -no creo que los billetes gordos anden por ahí, al alcance del primero que quiera equivocarse con ellos- no imagino qué finalidad puede tener esta sustitución. Si, como dice Chófer, es parte de un plan de los empleados -los únicos que pueden hacerlo- para atracar al banco, sigue escapándoseme por completo el mecanismo exacto por el que piensen hacerlo, ni el papel que en él juega el cambiazo (lo cual no quiere decir nada, mi imaginación es francamente pobre. Es uno de los motivos por los que nunca he atracado un banco). En cualquier caso, yo no me inquietaría, un atraco por estos medios parece estar evitando deliberadamente la violencia. No creo que vayan a caer en ella por seis mil cochinos euros.

    Otra cosa sería si hubieras hecho lo que, en tu caso -o en el del protagonista de esta historia, vaya- habría hecho yo: volver a sacar otros seiscientos euros, y luego otros seiscientos... hasta agotar el disponible diario, o hasta que los billetes dejaran de salir con su valor multiplicado por diez. No por codicia: por simple curiosidad científica. Puestos a guardar en tu gaveta los 5.400 € de regalo, lo mismo te daba guardar 10.800, o 16.200, o 27.000... Pero en cambio, claro, es bastante probable que al autor del cambiazo no le diera tanto lo mismo.

    Me resigno de antemano a no saber nunca si tu segunda extracción fue igual de fecunda que la primera, ni a qué se debió la prodigalidad cajeril. Tu cabeza, ya lo he aceptado, funciona demasiado deprisa y acerca de demasiadas cosas como para terminar nunca la mayoría de ellas. En compensación, la próxima vez que vengas por estos pagos podemos quedar, y me invitas a algo con el producto de tus rapiñas involuntarias.

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    1. La hipótesis de Chofer es sugerente pero, en efecto, tiene también sus fallos. Así que a mí me pasa lo que a ti: tampoco se me ocurre ningún motivo por el que pueda ocurrir una cosa así. Aunque, para ser francos, lo cierto es que ocurren (y me ocurren) muchas cosas de las que desconozco sus motivos. A veces pareciera que los hechos, para suceder, no necesitan tener motivos.

      En todo caso, cuenta con que te pague unas cañas son los euros del cajero, sean reales o imaginarios.

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    2. Yo creo ontológicamente imposible que algo suceda sin motivo. Todo lo tiene. Puede ser obvio, puede no serlo pero sí discernible, tras el necesario estudio, puede tener tantos y tan complejos que nos resulte imposible averiguarlo, pero creo que siempre es.

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  6. En mi variopinta carrera profesional, pasé unos meses trabajando como ¡bibliotecario! en la embajada madrileña de un país sudamericano. Era un chollo: se trataba de ir catalogando, sin prisas, los cinco o seis mil volúmenes que tenían almacenados en un agradable local, al fondo del jardín de la Embajada, y de atender a los escasísimos usuarios que se pasaran por allí buscando algún libro concreto, que rara vez estaba. A cambio me pagaban una discreta miseria mensual, o teóricamente mensual: la cuestión del pago solía ser problemática, y yo cobraba cuando Dios quería, cantidades aleatorias, que rara vez eran múltiplos exactos de mi mensualidad teórica.

    Cuando me fui me debían dos o tres meses. Los cobré tarde y mal: me pagaron sesenta y tantas mil pesetas más de lo que debían, lo cual en aquellos tiempos era una pequeña pastita. Como por aquel entonces era yo un muchacho honrado y de principios, llamé al Secretario y se lo hice notar. Me lo agradeció mucho, me explicó que había sido un error. ¿Sería yo tan amable de enviarles un cheque con la diferencia? Naturalmente, sin problema. Y... esto... ¿me importaría que el cheque no fuera a nombre de la Embajada? Por unos líos administrativos, ya usted sabe, si no yo no tenía inconveniente... en fin, a ellos les resultaría más cómodo que mi talón fuera a nombre de D. Xxxx. ¿De acuerdo? A esto mi asentimiento ya fue menos entusiasta, le expliqué que yo no podía hacerle un pago a un señor con el que no tenía ningún negocio, que Hacienda... Pero no me hizo ni caso. No pasa nada, mi amigo, usted nos manda el talón a nombre de ese señor y verá que todo está en orden. Ha sido muy amable, mil gracias, nos vemos, dé recuerdos.

    Total, que envié a la Embajada, por correo certificado, un cheque por el exceso cobrado. Pero a nombre de la Embajada, claro, que era a quien yo tenía que devolvérselo. Y Dios y las maquinaciones financieras ultramarinas de aquella panda de sinvergüenzas premiaron mi honradez, porque el cheque, claro, jamás llegó a hacerse efectivo. Son las sesenta mil pesetas que más ricas me han sabido de toda mi vida.

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    1. ¡Me encanta tu historia, Vanbrugh!

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    2. Confío en que no fuera la embajada peruana :(

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    3. Me alegro de que te guste mi historia, Lansky. Mis andanzas en aquella embajada -no quiero dar pistas sobre el país, Miroslav, así que no te diré que no era la peruana- fueron bastante entretenidas. Me lo pasé bien, y tengo un buen recuerdo. Leí como un cosaco, aprendí un montón sobre la Clasificación Decimal (ya se me ha olvidado todo), reiné temporalmente sobre un pequeño grupo de becarias entusiastas y conocí un surtido de gente rara muy estimable e instructivo. Y me regalaron sesenta mil pesetas...

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