viernes, 6 de julio de 2018

Verdad obligatoria

De momento no parece existir un medio que nos permita saber con suficiente fiabilidad si lo que dice alguien es verdad o mentira. Convengamos, naturalmente, que la veracidad de una afirmación ha de entenderse subjetivamente; es decir, una declaración será verdad cuando quien la haga crea que es verdad, lo sea o no objetivamente (suponiendo que pueda hablarse de verdad objetiva). Ahora bien, disponer de medios para conocer lo que saben otros es una obsesión de muchos desde hace muchos siglos. En la actualidad hay dos tipos básicos de métodos. De un lado, los que se basan en que al declarar algo se produce una respuesta emocional dependiente de la veracidad/falsedad de lo declarado y que esa respuesta emocional se refleja en indicadores fisiológicos (tensión arterial, pulso, respiración); el famoso polígrafo es el mejor ejemplo. Sin embargo, estos “detectores de mentiras” carecen de toda validez científica y, pese a llevarse empleando décadas en diversos ámbitos y lugares, constan no pocos casos de personas que engañaron repetidas veces al aparatito. El otro grupo comprende las drogas que bloquean la capacidad cerebral de mentir, los no menos famosos (y de gran popularidad en la ficción) “sueros de la verdad”. Ciertamente, estas drogas producen efectos que propiciarían una desinhibición de los mecanismos represores conscientes pero eso no garantiza que se diga la verdad o, sobre todo, que no se mezcle con fantasías del drogado.

Así pues, de momento no, pero no creo descabellado prever que a no muy largo plazo, dado el interés de muchos (en especial de agencias vinculadas a la defensa y a la seguridad nacional estadounidense) se disponga de algún medio que permita obligar a decir la verdad o, al menos, discernir con seguridad si lo que alguien dice es cierto o falso. Y entonces, cuando eso ocurra, se planteará un interesante debate ético: ¿sería lícito obligar a un imputado a decir la verdad? Pensemos por ejemplo en el reciente juicio a la manada. Los acusados aseguran que la chica consintió en mantener sexo grupal con ellos, versión que ha creído uno de los tres jueces. Si se le administrarse a cada imputado y a la propia chica una droga de la verdad y se les hiciesen las pertinentes preguntas, podríamos saber con seguridad y en qué grado lo que cada uno creía estar haciendo. Pues bien, me pregunto cuál sería la opinión pública si se planteara esa posibilidad. Tras hacer un breve sondeo en mi entorno, concluyó que muy mayoritariamente se pediría que se impusiera la administración obligatoria de la droga de la verdad.

Ello implicaría, claro, desmontar uno de los derechos reconocidos en el Pacto internacional de los Derechos civiles y políticos, por el que nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo ni a declararse culpable; es decir, aún siendo culpable, el acusado tiene derecho a mentir para que no se le condene. A partir de aquí, en un sistema judicial irrestrictamente garantiza, se ha consagrado que la declaración del imputado no pueda utilizarse en su contra. No olvidemos que el derecho a la no discriminación deriva del respeto a la dignidad de la persona, uno de los fundamentos básicos de los mecanismos procesales de cualquier Estado de Derecho actual. A su vez, recordemos, que este derecho es resultado del abandono de la concepción inquisitorial del Antiguo Régimen, cuando se veía al acusado como mera fuente de averiguación de la verdad –de modo que la confesión era la forma ideal de acabar un juicio–, lo que justificó numerosos abusos y excesos, como las torturas.

Ahora bien, con una droga como la supuesta, desaparecería para el ciudadano común la incómoda molestia moral de la tortura, y difícilmente podrían oponérsele argumentos convincentes que contrarrestasen el indiscutible beneficio de saber la verdad y, por tanto, hacer justicia. Incluso, es probable que, en una primera etapa, para no contravenir frontalmente el derecho consagrado, se empezará a usar esa droga sólo si el imputado acepta, pero derivando efectos incriminatorios de su negación (esto ya está ocurriendo, parece). De este modo, poco a poco, iríamos hacia un modelo procesal completamente distinto del actual que abriría la puerta a situaciones desde luego nada deseables (supongo que no hace falta que ponga ejemplos). Pero tengo para mí que, en la actualidad, los riesgos de esa eventual deriva no frenarían la imposición de la hipotética droga. Por eso, confío en que no se descubra; la sociedad en la que se convirtiera en práctica me da miedo.

4 comentarios:

  1. No dudes que algunos programas sensacionalistas aprobarían con entusiasmo una idea semejante para así seguir haciendo caja. Están creando un estado de pánico constante, lo que se suele traducir no en ciudadanos preocupados, sino en turba desquiciada.

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    1. No hablo de programas sensacionalistas sino de si, en términos éticos, pesa más conocer la verdad (y, consiguientemente, lograr una mejor justicia) o el derecho a la no autoincriminación.

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  2. Vale, pero por ir a lo concreto, la cuestión es si te parecería ético administrar coercitivamente un infalible suero de la verdad a los integrantes de La manada para estar seguros de si creían o no estar forzando a la chica.

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  3. Sinceramente creo que dicha pastilla sería ´poco menos que inútil.

    Como ya te ha indicado Joaquín, habitualmente la verdad depende del punto de vista del observador y no sería de extrañar que si a violadores y otra calaña se le preguntase acerca de su delito, contestasen que no hubo tal, que la víctima lo estaba buscando y hasta que disfrutó en el acto. ¿Que haríamos entonces?

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