sábado, 19 de abril de 2025

El origen de Europa

Es bien conocido el mito del rapto de Europa por Zeus, transfigurado en un bello toro blanco. La referencia documental más antigua al mito aparece en La Iliada (datada mayoritariamente hacia el siglo VIII aC). En el Canto XIV, Hera llega al Gárgaro, la cima más alta del monte Ida, en la Tróade (en la actual Turquía). Allí estaba Zeus, “el que nubes reúne”, quien al mirarla se embargó de amor como la primera vez. Para convencerla de que acceda a acostarse con él, le asegura que jamás ha sentido tanto amor por mujer o por diosa como el que le invade el corazón en ese momento. Acto seguido, enumera sus distintas amantes, entre ellas, a la hija de Fénix, “madre de Minos y de Radamantis divino”. Se trata de Europa, y aunque su nombre no es citado expresamente, queda claro que ya por entonces existía el mito.

Más preciso es el poema de las Eeas, también conocido como Catálogo de Mujeres, atribuido a Hesiodo hacia el año 700 aC. En su fragmento 140 se narra que “Zeus vio que Europa, la hija de Fénix, recogía flores en un prado acompañada de ninfas y se enamoró, bajó del Olimpo, se transformó en toro y, a modo de aliento, echó de su boca una flor de azafrán. De este modo engañó a Europa y la subió por los aires, la transportó hasta Creta y se unió a ella”. Fénix (que en algunas versiones no es padre, sino hermano de Europa) era uno de los hijos de Agénor quien, a su vez, era hijo de Libia y Poseidón. Pero lo que nos importa es que Agénor se asentó en Fenicia, donde reinó, se casó con Telefasa y procrearon a Cadmo, Fénix, Cílix y Europa.

Así pues, la joven Europa era una princesa tiria y el prado en el que jugaba con las ninfas estaría situado junto a las playas del sur del actual Líbano. Desde allí, Zeus la trasladó sobre su lomo taurino hasta Creta, nada menos que ochocientos cincuenta kilómetros en línea recta sobre las aguas del Mediterráneo. Si en la actualidad hubiera vuelos regulares directos entre el Líbano y Creta (que no los hay), el avión habría de llamarse “El rapto de Europa”. Ciertamente, un toro volador con una muchacha encima ha de ser un espectáculo inolvidable. No obstante, en la versión del mito que escribió Mosco de Siracusa hacia mediados del siglo II aC (y que habría de ser la que marcaría las posteriores), el toro se adentra en el mar –que se calmó y las bestias marinas retozaban ante el gran Zeus y los delfines y nereidas le abrían pasillo y los tritones entonaban música nupcial a través de sus largas conchas–.

Por insistir en mis anacronismos, diré que tampoco existe hoy conexión marítima entre el Líbano y Creta; si la hubiera, el trayecto duraría al menos unas catorce horas. Claro que ese esfuerzo no era nada para el rey del Olimpo, pues una vez llegado a la isla micénica el Dios recuperó su antropomorfismo y, sobre un lecho de flores, poseyó a Europa, tras desatar su cinturón de doncella (versión de Mosco). Horacio, más escueto, simplemente nos informa que en Creta “se unió a ella”. Europa engendró a tres hijos de Zeus: Minos, Sarpedón y Radamantis (la Iliada no menciona al segundo). No he logrado aclarar si los hermanos nacieron de un único parto o en tres sucesivos. En todo caso, una vez que Zeus dio por culminada su aventura extraconyugal, se ocupó de desposar a Europa con Asterión, príncipe de Creta, quien adoptó a las criaturas. Minos ocupó el trono de la isla y se considera el rey legendario fundador de la civilización minoica, hacia el 3.000 aC, la más relevante de las prehelénicas.

El mito del rapto es, sin duda, la leyenda fundacional de Europa. Europa –entendida como entidad cultural– nace en Creta, en el mundo helénico, pero es traída del exterior, de Fenicia, en Asia Menor. Parece que el origen etimológico de la palabra proviene del acadio, la lengua semítica hablada en la antigua Mesopotamia durante el III milenio aC (el fenicio, también semítico, derivaba del acadio). Europa derivaría de ereb que significaba atardecer, noche (en hebreo, noche es erev). De tal modo, Europa sería la tierra donde atardece, por contraste a Asia palabra que se dice proveniente del término asu, también acadio, que significa salir y que se asociaría al amanecer. En todo caso, ambos términos fueron adaptados al idioma griego (Ευρώπη y Ασία) para designar dos de los tres espacios geográficos que conformaban la Ecúmene (οἰκουμένη, la tierra habitada).

Probablemente, la primera aproximación cartográfica de la Ecúmene se debe a Anaximandro de Mileto (610-546 aC), discípulo de Tales, que “fue el primero que se animó a dibujar la tierra habitada sobre una tablilla” (Agatamero, Introducción geográfica). Ese “mapa” no ha llegado hasta nosotros, pero podemos imaginarlo gracias a los que en él se basaron (en especial, Hecateo de Mileto). Más que un mapa, era una representación del modelo geográfico de Anaximandro, que concebía el mundo como una isla continental rodeada circularmente por el océano. La masa terrestre se dividía en dos partes por un eje horizontal que unía tres puntos: las columnas de Hércules (Gibraltar), Delfos (actual Grecia) y Mileto (actual Turquía). La parte norte de este continente único se denominaba Europa y la sur Asia. En el posterior mapa de Hecateo (550-476 aC) y en los siguientes serían tres partes: Europa, desde Gibraltar hasta los mares Negro y Caspio, Asia y Libia (África), divididas entre sí por el Mar Rojo.

Si Anaximandro llama Europa a una de las partes del mundo que conocían ha de suponerse que en sus tiempos ese era el nombre con el que los griegos se referían al que consideraban su continente (aunque Mileto se situaba en Asia). También en esa época el mito del rapto de la princesa fenicia era más que conocido. La pregunta es qué fue antes: ¿se denominó Europa al continente en honor a la hija de Agénor o se compuso la leyenda para dotar de filiación mítica al continente al que ya se conocía como Europa? La etimología parece apuntar a esta segunda opción: es natural que los pobladores de la antigua Mesopotamia se refirieran a las tierras  más allá de los límites de su imperio como las de la puesta de sol (ereb). Si así fuera, el término acadio pasaría, deformado, al idioma griego, a partir de los primeros contactos entre ambas partes del mundo. Quienes aportarían el nombre, como tantos otros intercambios entre Oriente y Occidente, habrían sido los fenicios.

Los pueblos que serían luego los fenicios (los cananeos de la Biblia) se asentaron en la franja costera del actual Líbano procedentes de la península arábiga hacia el 3.500 aC. Este territorio tenía un importante valor estratégico, al ser la zona de paso entre las dos grandes civilizaciones antiguas, Egipto y Mesopotamia. Ya a principios del segundo milenio antes de Cristo, habían florecido varias ciudades litorales cuya prosperidad se basaba en el comercio y la navegación. Aunque nada es seguro, parece que las aportaciones fenicias fueron decisivas para el progreso cultural de las civilizaciones helénicas, empezando por Creta. A este respecto, hay que destacar que el alfabeto griego deriva directamente del fenicio, el primero de los consonánticos.

Así pues, veo razonable pensar que los griegos “inventaran” la leyenda del rapto de Europa –probablemente hacia el principio del primer milenio– para explicar el origen del continente. Para ello, siguiendo la tradición mitológica, lo personifican en una mujer fenicia cuya estirpe, dignificada por provenir de la simiente del más grande de los dioses, haría entrar a Europa en la civilización. Minos fue pues el primer gobernante de Europa, quien inició la historia cultural de nuestro continente.

Se me ocurre, por último, que la leyenda del rapto de Europa ha de estar relacionada con el de Helena por Paris que originó, según la mitología, la guerra de Troya. El problema de los mitos es que carecen de cronología que permita ordenar los acontecimientos que narran en el tiempo, de modo que es imposible saber si Zeus se autorizó a llevar a Europa hasta Creta dado que los “asiáticos” previamente habían avalado el rapto de Helena o, por el contrario, Afrodita animó a Paris en su rapto pensando que su padre no iba a oponerse por sentirse culpable de haber perpetrado el mismo crimen. En todo caso, no descarto que cuando se esbozó la historieta de Europa sus autores tuvieran en mente la de Troya (o quizás fue al revés).

sábado, 15 de febrero de 2025

Sobre el delito de agresión sexual y el beso de Rubiales

Como todos sabemos, se está juzgando a Luis Rubiales acusado del delito de agresión sexual regulado en el artículo 178 del Código Penal (además del de coacciones, pero de eso no va este post). La agresión sexual exige la realización de actos que cumplan dos requisitos: (1) que sean de contenido sexual y (2) que se realicen empleando violencia, intimidación o abuso de una situación de superioridad o de vulnerabilidad de la víctima. La segunda condición se traduce en la ausencia de consentimiento. Es decir, si la víctima no ha manifestado libre y claramente su voluntad de consentir el acto, éste se considera una agresión sexual (antes de la última reforma, el CP distinguía entre abusos y agresiones sexuales).

Durante el juicio se ha dedicado muchísimo tiempo a discernir si hubo o no consentimiento de Jenni al beso de Rubiales, entendiendo que éste era el asunto central para probar el delito. No ha sido hasta la penúltima jornada que la abogada del expresidente de la RFEF, Olga Tubau, ha cuestionado lo que todos daban por sobreentendido: si se cumplía o no el primer requisito del delito, que el beso tuviera contenido sexual. Porque, como ella dijo, si no tiene tal contenido, el beso no se encuadra en el tipo delictivo del artículo 178 CP y, consiguientemente, carecería de relevancia discutir sobre si hubo o no consentimiento.

El Código Penal vigente no aclara cuando un acto tiene contenido sexual, pero sí hay jurisprudencia al respecto. Encuentro una primera sentencia del Supremo de 2015 (490/2015) que se refiere a un abuelo que besó varias veces a su nieta, menor de edad, e intentó tocarle en el pecho y en la zona genital, con ánimo, según la sentencia de primera instancia (confirmada por la Audiencia Provincial), de satisfacer sus deseos libidinosos. Ciertamente, este asunto difiere notablemente del actual, de entrada porque el delito por el que se le acusa era el de actos contra la indemnidad sexual de un menor de trece años (183 del CP vigente a la fecha de los hechos y que actualmente se encuentra en el artículo 181 incluyéndose los menores de hasta 16 años). Ahora bien, lo que nos interesa es que en el sexto fundamento de derecho de esa sentencia se dice lo siguiente: “Esta Sala incluye en las conductas sancionadas por el tipo del Art. 183 1º, los actos de inequívoco carácter sexual, incluidos tocamientos en la zona vaginal o pectoral, idóneos para menoscabar la indemnidad sexual de las víctimas, es decir su derecho a no verse involucradas en un contexto sexual, y a quedar a salvo de interferencias en el proceso de formación y desarrollo de su personalidad y su sexualidad. Pero los besos, incluso en los labios, no revisten objetiva e inequívocamente este carácter sexual, pues son frecuentes en determinados ámbitos familiares, incluso sociales, sin que necesariamente impliquen un comportamiento lascivo, merecedor de condena penal”. Añade el Supremo que “deberán, en consecuencia, valorarse en cada caso las circunstancias concurrentes …” Lo sorprendente de esa sentencia es que los magistrados consideraron que no estaba probado el carácter sexual de esos besos, entendiendo que podían “ser calificados, dada su naturaleza y el malestar que generaban a la menor que debió ser percibido por el acusado, como falta de vejación injusta” (artículo 173 CP) y consiguientemente anularon las sentencias condenatorias. En mi opinión, se trata de una sentencia claramente errónea (diez años después me parece impensable) porque es evidente que había un ánimo libidinoso en el abuelo (lo prueba que además de besar a su nieta intentara tocarle pecho y genitales), de modo que el Tribunal contradice su propia doctrina pues las circunstancias manifiestan a las claras el carácter sexual de los besos.

Pero, al margen de lo desafortunado de la sentencia, lo relevante es que el Supremo sentó que no todos los besos tienen contenido sexual y que, en cada caso, deben examinarse las circunstancias concurrentes para determinarlo. En sus conclusiones, la fiscal afirmó que la jurisprudencia ya no exige que existe una intención libidinosa para que el acto tenga contenido sexual y lo hizo mientras estaba citando la STS 3348/2024. Sin embargo, dicha sentencia (que, como señaló la abogada defensora, se refiere a un policía que abusó de una detenida en el calabozo) no dice eso sino que, por el contrario, da por probado que las intenciones del acusado eran lujuriosas y afirma que el beso que le dio (que fue en la mejilla porque la víctima apartó los labios) tenía contenido sexual. Es decir, en esa sentencia se califica de agresión sexual un beso en la mejilla, pero porque el Tribunal concluye que se dan los dos requisitos que exige el artículo 178 CP: que tiene contenido sexual y que no fue consentido. Nótese que, aunque incluso un beso en la mejilla puede ser agresión sexual, de ahí no se deduce que todo beso en la mejilla no consentido lo sea. Lo mismo cabe concluir respecto de los besos en la boca.
 
La cuestión estriba pues en determinar si el acto presuntamente delictivo tiene o no contenido sexual. En muchos casos, eso resulta directamente de la propia naturaleza objetiva del acto. Pero en varios actos la cosa no está tan clara y es entonces cuando el juez ha de valorar si existe tal contenido sexual. Ciertamente, los besos, incluso en los labios (mientras sean “piquitos” fugaces), se encuadran en nuestro entorno cultural en esa “zona de sombra”; es decir que, según las circunstancias pueden o no tener contenido sexual. A este respecto más clara y más reciente es una sentencia del Supremo citada por la abogada (3348/2024) que se refiere a un individuo que lamió los pies de dos menores contra su consentimiento y que se defendió alegando que “el pie no puede ser nunca considerado como zona erógena a los efectos objetivos del tipo penal que establece la "realización de actos de carácter sexual", no teniendo tal connotación la acción llevada a cabo por el recurrente en dicha parte del cuerpo de la menor”. Sin embargo, el Tribunal señaló que ello “no implica que los tocamientos en otras zonas del cuerpo, las que en sí mismas y al margen del contexto en que se producen carecen de contenido sexual, puedan adquirir este carácter”. Y, en el caso que se juzgaba, concluyó que “atendiendo precisamente a las circunstancias en que se desarrollaron los hechos, … los contactos corporales llevados a cabo por el acusado … tuvieron una significación indudablemente sexual”.

El párrafo que más nos interesa de esta sentencia dice: “No hay duda de que existen actos de inequívoco carácter sexual (tocamientos en la zona vaginal, pectoral etc.), idóneos para menoscabar la indemnidad o la libertad sexual de las víctimas. Junto a ellos existen otros, como los besos, incluso en los labios, que no revisten objetiva e inequívocamente este carácter sexual, pues son frecuentes en determinados ámbitos familiares, incluso sociales, sin que necesariamente impliquen un comportamiento lascivo, merecedor de condena penal”. En resumen, la jurisprudencia viene a establecer que para determinar si actos concretos tienen contenido sexual (siempre que éste no sea inequívoco, como es el caso de un “piquito” en los labios) no basta con el acto en sí mismo (el hecho objetivo), sino que hay que considerar las circunstancias en que se produce, incluyendo entre éstas el ánimo del que lo comete (por más que la fiscal afirmara que no debe tenerse en cuenta).

Ante esto, el magistrado José Manuel Fernández-Prieto habrá de discernir si el beso tuvo contenido sexual porque, de entender que no, no cabe encuadrar el hecho en el delito de agresión sexual del artículo 178 del Código Penal. Naturalmente la defensa sostiene que no lo tuvo, pero es que incluso las acusaciones, implícitamente, parecen reconocer esa ausencia de contenido sexual, llegando a despreciar ese aspecto como irrelevante y centrándose exclusivamente en el consentimiento. Pero no lo es porque, como ya he dicho, es condición necesaria para el delito. Si un acto no consentido no reviste significación sexual no es delito de agresión sexual. Será, en todo caso, un delito contra la integridad moral (de Jennifer Hermoso), encuadrado probablemente en el artículo 173 CP. En fin, habrá que esperar la sentencia para ver que falla el juez y, sobre todo, como argumenta respecto del contenido sexual del beso de Rubiales.