domingo, 18 de junio de 2006

Sigo con el asunto de los caminos

La metáfora vida-camino se ha usado mucho en el ámbito religioso. Es completamente natural, porque la mayoría de las religiones aportan al ser humano un sentido de trascendencia ante el miedo a la muerte, una alternativa consoladora al todo se acaba de la biología. Así, nuestra vida es un camino que nos lleva a otra vida que ya no es camino, ya es paz absoluta. Hay muchas variantes. Por ejemplo, el budismo y la rueda cuasi eterna de las reencarnaciones; en todo caso, muchos caminos, pero al final llega la paz: siempre se pasa de la dinámica a la estática.

Es curioso que en la mayoría de las religiones se entienda la vida (el camino) como una prueba para ganarse el descanso. Estamos aquí para caminar hasta alcanzar el ansiado descanso. Implícitamente, el caminar es actividad dolorosa, sufriente, esforzada … Y se hace sólo porque se quiere llegar a un fin: esa paz eterna (¿eterna?) que es la que da sentido a todo el caminar. Así se cierra el círculo religioso: el sentido de la vida es hacer méritos para alcanzar la paz, el descanso feliz y pleno.

La “explicación” religiosa, me parece a mí, desmerece la vida. La vida sólo es una prueba, sin valor en sí misma; algo que hay que pasar para conseguir el premio (o el castigo, o la repetición de curso). La vida se me antoja, entonces, como una broma perversa de un dios sádico que juega con nosotros. ¿Por qué no, mejor, nos quedamos en la paz estática maravillosa desde toda la eternidad? En fin, que no me convence.

Otra cuestión distinta (a la que me refiero sólo de pasada) es la “normativización” de ese camino-prueba. Es decir, cuando se nos dan las reglas que debemos cumplir para escoger EL camino correcto, el que lleva al premio. Aquí entra ya cada Iglesia (cada religión institucionalizada). En el caso de la cristiana, a la hora de buscar fuentes justificativas de su actividad doctrinaria, la remisión a Juan 14,6 es muy frecuente: “Yo soy el camino, la Verdad y la Vida. Nadie puede llegar hasta el Padre, sino por mí”. He aquí el monopolio del dogma desde el que tantos males y sufrimientos se han excusado (e incluso alentado).

Por cierto, esta frase de Jesús (¿la habrá dicho realmente?) en la Última Cena se presta a múltiples ejercicios dialécticos en relación al alcance de la metáfora: aparecen los dos términos que se comparan (vida y camino) como conceptos distintos (¿o es mera repetición retórica, de las que tanto gustaba el Nazareno) y encima añade a la verdad. No veas la de tinta que ha corrido sobre esta frasecita.

Pero volvamos al hilo de este post inconexo. Imagino que en estos tiempos pocos se plantean la vida como el valle de lágrimas que hay que atravesar para llegar al paraíso, cuya consecución da sentido a los sufrimientos vividos. Sin embargo, sí creo que la concepción religiosa de búsqueda de un sentido finalista a la vida sigue subyaciendo en la mayoría de nosotros, aunque ese sentido lo hayamos terrenalizado. Ahora el cielo que da sentido a nuestro caminar, que justifica el simple hecho de caminar, que nos guía en la elección de uno u otro de los caminos posibles (¿de las vidas posibles?) son nuestros propósitos. Propósitos definidos, con mayor o menor precisión, desde unos valores que tenemos, que la mayoría de las veces no son más que tópicos que nos han ido enquistando desde pequeñitos y que rara vez nos planteamos cuestionar (¡qué vértigo quedarnos sin las referencias, sin el sentido de nuestra vida!).

Una amiga, hace poco, me decía que sin propósitos la vida carecía de sentido y una vida sin sentido no era nada. No voy a despreciar los propósitos, ni mucho menos a reivindicar su inutilidad. Lo que reivindico es que la vida no necesita de nuestros propósitos para merecer ser vivida. Lo que digo es que la vida en sí misma es lo único que tenemos (y, por tanto, maravillosa) y que el principal propósito debiera ser (pero allá cada uno) el aprender a vivirla, a disfrutarla, a exprimirla. Y entonces, para mí, no existe EL camino (y mucho menos LA verdad), sino multitud de paisajes con senderos que se bifurcan hasta el infinito, múltiples oportunidades de exploración vital.

Por supuesto, cada uno se va haciendo sus mapas de ruta, sus reglas de uso personal para transitar; pero no me gustan los propósitos-anteojeras que te impiden desviarte de EL camino (el que es LA verdad). Por eso, más que de propósitos (con su connotación finalista) prefiero hablar de criterios (los míos), los que pongo en juego al dar cada paso y orientarlo en una u otra dirección, atento siempre a aprovechar, a descubrir, esos paisajes inesperados que me sorprenden a la vuelta de un recodo.

Pero de mis criterios no toca hablar en este post.

CATEGORÍA: Todavía no la he decidido
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