Don't shoot your gun (elogio de la contención)
Me gusta cargar el arma; cargarla despacio, poco a poco. Cuando se hace despacio, cuando uno se demora largo rato en ese juego paciente y meticuloso, se acumulan tantas sensaciones placenteras como en ninguna otra actividad. Estoy vivo, contento. La mente acallada, fuera preocupaciones, remansado el incesante flujo de los pensamientos, paz. Y al mismo tiempo me siento lleno de energía, potente. Como si la energía inmensa que guarda la pistola cargada me inundase; o mejor: como si yo me convirtiera en esa energía y la concentrase en el arma.
Naturalmente, tengo ganas de disparar; y a veces disparo. Está muy bien disparar y mejor cuanto más se involucra uno en el acto, cuanto más se consigue que el acto repentino del disparo se disocie en una sucesión encadenada de sensaciones conscientes. Apuntar cuidadosamente, percibir la cilíndrica rigidez del cañón que ansía encauzar la salida del proyectil, notar sus infinitésimas vibraciones al ajustar su eje hacia el blanco, sentir como si cañón y objetivo se fundiesen en un solo ente, anticipando el disparo, vivir la explosión del arma en todo el cuerpo, convertirse uno en la bala que vuela e impacta y, con el impacto, se disgrega en minúsculas partículas, las mismas en que yo me disuelvo.
Pero antes de disparar conviene entretenerse largamente en los rituales deliciosos de cargar el arma. Porque una de las raíces del placer está en las ganas de disparar, así que, si uno dispara, finaliza ese proceso de incremento progresivo del placer. Por eso, cuando las ganas de disparar me parecen inaguantables, me obligo a descargar el revólver: abro el tambor y lo hago rodar, sin fijarme en las balas, disfrutando también de ese lánguido estiramiento de la energía del arma que me recorre todo el cuerpo. Y ese placer relajado no disminuye -al contrario- mi excitación de saberme cargado. Son momentos en los que todo mi cuerpo se diluye para luego volver a generar una mayor energía en el arma concentrada.
Lo maravilloso, por supuesto, es jugar a este juego con otra persona; dejar que sea ella quien te cargue el arma. Y el no va más es alcanzar con alguien la complicidad íntima en la que se es capaz de alargar casi infinitamente el proceso. Porque entonces pueden abrirse puertas mágicas al placer compartido, a la confusión disolvente de ambas energías. En esas situaciones el arma se carga hasta límites que uno no la creía capaz de alcanzar, porque la potencia que llega a acumular proviene de dos fuentes. En esas ocasiones no sé si el arma que creía mía lo es, porque se ha convertido (así la siento) en algo común, en un canal por el que fluyen mezcladas nuestras dos almas.
Usar bien el arma, aprovechar al máximo el placer que es capaz de producirnos, requiere -como todo- un aprendizaje. Una de las primeras lecciones es que el mayor placer que te proporciona un arma no es dispararla. Eso a mí me costó entenderlo. Cuando era joven porque me gustaba cargar y disparar rápida y frecuentemente; al fin y al cabo -pensaba- para eso es una pistola. Luego fui aprendiendo (me fueron enseñando) a entretenerme con las distintas formas de cargar el arma, pero siempre buscando mejores y más satisfactorios disparos. A medida que me hacía mayor, empecé a notar dificultades para cargar el arma así como menos capacidad de disparo. Además, por circunstancias que no viene al caso relatar ahora, fui perdiendo interés en el arma, reduciendo su uso a ejercicios ocasionales de carga y descarga, más casi por las exigencias de mantenimiento. Sólo recientemente he descubierto que no se trata de disparar (aunque dispare) sino de compartir, lo más intensamente posible, el juego de cargarla.
Más que en cualquier otro aprendizaje, tener la suerte de hallar un buen maestro es fundamental. En este caso -obvio es decirlo- el maestro es también el compañero del juego y además quien, a su vez, ha de aprender de ti. Se trata pues de un aprendizaje compartido, como compartida es toda la experiencia; y tanto más intensa cuanto más compartida. Lo estimulante es que pareciera un juego que no tiene fin, que siempre se renueva, que continuamente permite descubrir nuevas formas de cargar y descargar las armas. Claro, hace falta confianza mutua, sentirse a gusto el uno con el otro, no tener miedo a abandonarse (al contrario: propiciarlo). Me parece que no hay por qué negar a esos sentimientos el título de amor. Pero, llamémoslo como queramos, lo cierto es que este uso de las armas posibilita alcanzar estados de conciencia plenos de paz y felicidad.
Y, cambiando de tema, quiero aclarar que no me gustan nada las armas de fuego.
CATEGORÍA: Sexo, erotismo y etcéteras
Pero seguro que hay fuegos que te encienden, hay llamas que no se apagan y ....... estás tú muy romántico....;).
ResponderEliminarComentado elDomingo, 7 Enero 2007 11:48
pues para que quieres armas de fuego??
ResponderEliminartu eres fuego puro chico...
magnificamente explicado...
es asi ...
un gran beso,
Comentado el Domingo, 7 Enero 2007 15:14
Espléndida descripción del juego. Me encanta.
ResponderEliminarComentado el Lunes, 8 Enero 2007 21:22
Pol Dios, pol dios Milo!!
ResponderEliminarPonle rombos a tus posts que no está una para según qué lecturas...;)
besos
Comentado el Miércoles, 10 Enero 2007 17:07