martes, 23 de diciembre de 2008

Coincidencias entre mi vida y una novela (II)

En mi afán por resaltar las coincidencias, en el post anterior omití algunas notas diferenciales entre el grupo de chicos de Coney Island en el verano de 1947 y el que estaba (yo entre ellos) en el Club Regatas en 1977. La más significativa es que las edades diferían una media de cinco años, lapso más que importante cuando se es tan joven. Los estadounidenses eran graduados superiores, intelectuales, como deduce Stingo; en mi grupo había chavales recién ingresados a la universidad o, como Jessica, del último año de la secundaria. Así, aunque esa tarde en el Regatas se habló de orgasmos y de Freud, el nivel hubo de ser bastante más superficial que el de la novela, cuyos personajes tenían sobre la arena ejemplares de La Función del Orgasmo. Por aquellas fechas no es que no hubiera leído a Reich, sino que con toda seguridad desconocía su existencia. Tampoco, a diferencia de los de Brooklyn, los chavales limeños habíamos sido psicoanalizados, si bien creo recordar que Jessica contó que su madre estaba asistiendo a sesiones con un analista extraordinario. De hecho, me impactó que en esa conversación se ligaran dos términos para mí entonces tan ajenos como padres y sexualidad. No diría que Jessica afirmara algo tan provocativo como Leslie (Antes de empezar el psicoanálisis era completamente frígida, ¿os lo podéis imaginar? Ahora no pienso en otra cosa que en joder. Wilhelm Reich me ha convertido en una ninfómana. Me refiero a la sexualidad cerebral -página 222), pero aunque las voces de aquella tarde no estén frescas en mi memoria, sí creo que ese día me convencí, como Stingo, de que mi nueva amiga tenía toda la experiencia necesaria para ser la mejor maestra sexual que pudiera encontrar.

Así que, si he de describir mi estado al día siguiente, antes de salir hacia casa de Jessica, el siguiente párrafo de la novela resulta casi perfecto: Mientras yacía en la rosácea luz de mi habitación ( la luz probablemente no era rosácea, vale) y los minutos de la tarde se arrastraban con lentitud, se unió a mi enfermizo estado una incredulidad cercana a la demencia. Hay que recordar que mi castidad se hallaba casi intacta (en mi caso, usar el casi es casi pretencioso). No estaba sólo a punto de yacer mucho mejor que en aquel momento; me había embarcado en un viaje a Arcadia, a la Tierra Prometida, a las estrelladas regiones de terciopelo negro situadas más allá de las Pléyades. Traía de nuevo a mi memoria (¿cuántas veces había evocado su sonido?) las claras indecencias que Leslie había pronunciado y, mientras lo hacía, el visor de mi mente volvía a dar forma a cada hendedura de sus húmedos y suculentos labios, a la ortodóntica perfección de sus brillantes incisivos, incluso a una sutil mota de espuma en el borde del orificio bucal. Me parecía el más fabuloso de los sueños de un fumador de opio la casi seguridad de que, antes de que terminara aquella misma noche, aquella boca sería ...No podía permitirme tales pensamientos sobre aquella resbaladiza boca y sus inminentes empleos. (La boca de Jessica, ciertamente, me obsesionaba pero, aclaro, no era la única parte de su cuerpo que me mantenía en permanente desasosiego).

Luego, caminando las escasas cuadras entre mi casa y la de Jessica, me pregunté, cómo sería un hogar y una familia judía ya que, al igual que el narrador de La decisión de Sophie, nunca había conocido ninguna. Mi ignorancia era aún mayor que la de Stingo ya que, en la España franquista de la que provenía, judío era algo así como una categoría mítica respecto a la cual se mantenían de forma genérica leyendas muy parecidas a las de 1492. Por supuesto que yo no creía para entonces en conspiraciones judeo-masónicas (uno de los mantras favoritos del General) pero comprobé que carecía de la mínima información fiable con la que sustituir todas esas bazofias antisemitas. Por eso, a diferencia de Stingo, no me hice ninguna imagen mental previa de unas habitaciones sombrías revestidas de nogal, ni de una mesa con el Menorah u otra con el Talmud; tampoco pensé en que los padres pudieran ser inmigrantes centroeuropeos que hubiesen llegado al Perú escapando de las persecuciones nazis (¿o quizá los abuelos?) y que hablarían un castellano con acento rasposo, herencia de su idioma eslavo natal. Pero, aunque carente de imágenes, sí es cierto que iba con prevención, pensando que me metía en un mundo ajeno a mis referencias. Luego, como pasa en la novela, descubrí que la casa era de lo más normal (la normalidad propia de la clase medio-alta de San Isidro en aquellos años) y también de los más normal eran los padres de Jessica. Sin embargo, aunque por esos días no fui capaz de entenderlo en toda su dimensión, el judaísmo de Jessica (o más bien mi no judaísmo) fue uno de los factores (entre varios otros) que determinó que mi relación con Jessica no pasase de un simple amago.

Una empleada doméstica (no era negra como en la novela) me hizo pasar a la sala donde me recibió el padre de Jessica. Lo recuerdo como una persona encantadora, algo bajito y rechoncho, que hablaba con voz muy suave y me hacía infinidad de preguntas: sobre España, sobre mis padres, sobre la carrera de arquitectura, sobre todo ... Me ofreció una cerveza y cuando llevábamos un rato charlando, apareció la madre, que era lo más opuesto al marido que cabía imaginar; se trataba de una mujer enorme que, además, vestía de forma extremadamente barroca. Iban a salir a una cena, de forma que Jessica y yo tendríamos la casa entera a nuestra disposición. Es decir que se daban exactamente las mismas circunstancias que las que narra Styron en la novela. Asimismo, para describir la aparición de Jessica en la sala, justo en el momento en que sus padres se disponían a despedirse, me vale de sobra el siguiente párrafo:

Por fin apareció Leslie, hermosa y rubicunda (1), con un vestido negro de punto que se adhería y adaptaba a sus ondulantes redondeces de un modo dolorosamente atractivo (no me atrevería a jurar que el vestido fuera negro y de punto, pero sí que se adaptaba demasiado bien a las curvas de mi amiga). Me dio un húmedo beso en la mejilla, momento en que noté los efluvios de una inocente agua de tocador que olía a algo tan fresco como un narciso (tampoco lo aseguraría pero sí que no llevaba ninguno de esos perfumes agobiantes que tanto me desagradaban) y que, por alguna razón, la hacía tres veces más excitante que las calientapollas que había conocido en Tidewater, aquellas absurdas vírgenes empapadas de su almizcleño (2) perfume de odaliscas. Esto era clase, verdadera clase judía. Una chica con suficiente seguridad para vestir de aquella manera no podía ignorar lo que era la sexualidad.

Poco después, en la despedida, el padre de Jessica le dijo a su hija palabras muy similares a las que dice a Leslie su padre al dejarla sola con Stingo: Serás buena, ¿verdad, mi princesita? Podrán acusarme de mentiroso, pero me acuerdo perfectamente de que el padre de Jessica usó exactamente el vocativo princesita, con una mezcla de cariño protector y entonación admonitoria. Desde luego desconocía el arquetipo de la princesa judía, su modus vivendi y su significado en el orden de las cosas (Styron dixit) y, a diferencia de él, tampoco puedo decir que he llegado a conocerlo. Pero oír llamar princesita de su papá a la que en ese momento representaba el culmen de mis deseos eróticos tuvo un cierto efecto anticlímax. De hecho, a la vista de cómo transcurrió mi velada en las siguientes horas, creo que el término "princesa judía" se me ha grabado en el subconsciente y no precisamente como un refuerzo de mi libido. Por cierto, un par de años después, cuando Zappa sacó su fantástico Sheik Yerbouti, la audición de su Jewish Princess (quiero una guarrilla princesa judía, una pequeña princesa judía cachonda) me recordó inevitablemente a Jessica.

Y aquí paro esta segunda entrega, para que Alicia vuelva a quejarse (con razón) de que no llego a lo mejor (he dado más de una pista); habrá una tercera.



(1) Rubicunda es una palabra que siempre me ha sonado mal y, sin embargo, en este caso, tiene la virtud de que sus dos acepciones valen perfectamente para la imagen que conservo de Jessica: era rubia tirando a rojizo y tenía un estupendo color que denotaba completa salud.

(2) No sé identificar el olor almizcleño pero, atendiendo a la definición del DRAE (Sustancia grasa, untuosa, de olor intenso que algunos mamíferos segregan en glándulas situadas en el prepucio, en el periné o cerca del ano, y, por ext., la que segregan ciertas aves en la glándula debajo de la cola. Por su untuosidad y aroma, el almizcle es materia base de ciertos preparados cosméticos) puedo suponer que corresponde a esos perfumes que tanto me agobian.

CATEGORÍA: Literaturas y Recuerdos

5 comentarios:

  1. Miroslav, Miroslav...tendré que seguir esperando :-)Un beso.

    ResponderEliminar
  2. Me uno a la queja...

    Felices fiestas y un beso.

    ResponderEliminar
  3. Supongo que estas coincidencias dan lugar a lo que algunos denominan serendipia. En contra de lo dicho por algunos, y para mi desgracia, admito no haber vivido nada parecido...

    Como siempre, quedo a la espera del capítulo final.

    ResponderEliminar
  4. Miroslav, tengo pendiente una lectura de tus últimas entradas. Hoy sólo quiero desearte Feliz Navidad.
    Un abrazo

    ResponderEliminar
  5. Vaya, Miro fiel a su costumbre de dejarnos con la miel en los labios.... Habrá que seguir esperando menos mal que los dos primeros capítulos me los he leído de un tirón :)

    Besos

    ResponderEliminar