sábado, 6 de diciembre de 2008

Universitarios

Era un día de fiesta, ahora no me acuerdo de la fecha exacta, pero lo era; la ciudad estaba vacía de tráfico y la cita era a las diez de la mañana en la facultad de Económicas. Llegué con unos minutos de retraso para descubrir que la verja estaba cerrada y en la garita del vigilante no había nadie. Al cabo de un rato, móvil mediante, apareció el compañero que había organizado el encuentro junto con cuatro ilustres catedráticos. Así estuvimos un buen rato, conversando a través de la alambrada, mientras esperábamos que apareciese el "señor de las llaves" y también, los dos también ilustres catedráticos que aún faltaban.

Hará de esto tres o cuatro meses. Entre los estudios monográficos que necesitábamos para el Plan General había uno que no sabíamos quién podría afrontarlo. Se trataba de evaluar la relevancia económica de una cierta concentración de lo que se ha dado en llamar "industria escaparate" y que, en realidad, de industria poco tiene; son negocios caracterizados por disponerse en naves de gran tamaño con frente a vías de bastante tráfico: concesionarias de automóviles, grandes almacenes de ferretería, de mobiliario, etc. El área en la que se localizan ha adquirido con los años una gran centralidad, poco acorde, en principio, con las actividades y la imagen de estas edificaciones. Pero, antes de plantear cualquier operación urbanística (de reconversión, erradicación o lo que fuera), convenía cuantificar los distintos efectos sobre la economía municipal.

Tras unos cuantos intentos infructuosos, uno de los compañeros de trabajo sugirió el nombre de uno de los catedráticos que, el año pasado, había participado en la elaboración del Plan estratégico de la capital tinerfeña; un documento que desconozco pero que, en palabras del preclaro alcalde de Santa Cruz, servirá de base al nuevo desarrollo de la ciudad. El caso es que, ante la ausencia de otras opciones, aparqué mis recelos hacia los universitarios y quedé con este compañero en que hiciera el contacto. Unos días después, me telefoneó para decirme que el ilustre catedrático le había citado ese día de fiesta en su despacho del departamento. Tal fue el primer error (tendríamos que haberle citado en nuestra oficina); la consecuencia: que no nos recibió solo, sino pertrechado por cinco colegas.

El caso es que con bastante retraso accedimos finalmente al despacho del departamento y tras las pertinentes cortesías de rigor me tocó explicar a mi académico auditorio lo que queríamos de ellos. Estuve hablando un rato largo, procurando concretar lo más posible el objeto del estudio, los plazos y las condiciones. Al acabar, uno a uno, los cinco ilustres profesores (todos menos el catedrático anfitrión con el que habíamos contactado) me brindaron educados rapapolvos, dándome a entender (o al menos así me lo pareció) que había demostrado una osadía inadmisible, atreviéndome siquiera a plantearles un trabajo así.

El primero me explicó que lo que nos interesaba no era lo que tenía que interesarnos; no habíamos de preocuparnos por un aspecto tan puntual y localizado de la economía municipal, sino indagar sobre la evolución general de ésta y afrontar un plan estratégico a partir de cuyas conclusiones tomar las pertinentes decisiones urbanísticas. Eso (el plan estratégico) sí que estarían dispuestos a hacerlo; en cambio no les parecía propio de sus saberes y experiencias dedicarse a un tema tan específico (no lo dijo así, pero dio a entender claramente que por ahí iban los tiros).

El segundo me hizo saber que el tiempo en el que yo necesitaba disponer del trabajo (apenas tres meses) era demasiado escaso. Ellos eran intelectuales y no podían trabajar bajo presión; lo que aportaban era, justamente, su capacidad reflexiva y la reflexión es sabido que no casa bien con las prisas. En todo caso, el plazo en que podrían acabar el trabajo (de aceptar el encargo, naturalmente), sería algo que ellos me dirían a mí después de cuantificar la información y recursos que tuvieran a su disposición (sospeché que estaba pensando en los alumnos a los que podría poner a currar).

Un tercero me contó que ellos estaban acostumbrados a tratar con políticos (como el alcalde de Santa Cruz, pensé) que tenían un estilo distinto al de los técnicos. Era una forma indirecta de decirme que les había molestado que hubiese sido excesivamente preciso al decir lo que quería. Parece ser que lo correcto al relacionarse con tan ilustres interlocutores es sugerirles vagamente lo que andamos buscando, para que sean ellos quienes decidan lo que van a hacer. Si uno sabe claramente lo que necesita, dirigirse a gente de tanta calidad intelectual era una falta de respeto, tal venía a ser el mensaje.

El cuarto, que por cierto era argentino, más que dirigirse a mí lo hizo al catedrático anfitrión al que, con muy buenas palabras, venía casi a recriminarle haberles puesto en esa situación tan incómoda. No se atrevía a descalificarme directamente (poco le faltó) pero, tras repetir brevemente casi todos los argumentos anteriores, insistió en que tenían que discutir entre ellos a solas, muy preocupado de que el jefe del departamento pudiera atreverse a contaminar su querida torre de marfil aceptando encargos tan inicuos como el que me había atrevido a presentarles.

El colofón lo puso el que había llegado más tarde porque había mucho tráfico (mentira cochina). Con un tonillo condescendiente nos confesó que ellos tenían la suerte de poder trabajar sólo en lo que les divertía y que ese privilegio era algo irrenunciable. Yo tenía que entender, me dijo, que para que colaborasen conmigo (para que me concediesen la impagable gracia de sus sabidurías) habían de estudiar bien lo que yo quería y revisarlo (cambiarlo) a fin de que el trabajo les divirtiese. Y no sólo en cuanto al tema, sino también en lo que se refería al plazo, precio y demás condiciones.

Entonces me tocó responder. Procuré mantener los modales más exquisitos aunque no daba crédito a lo que acababa de oír. Les dije que les agradecía que nos hubieran recibido, que entendía perfectamente sus posiciones y que yo, si estuviera en su lugar (es decir, bien apoltronado en mi cátedra e hinchado de vanidad), seguramente haría los mismo. Pero, lamentablemente (para mí) no estaba en su lugar sino en otro muy distinto: tenía la obligación de sacar un documento en un plazo determinado y, entre las cosas que necesitaba, estaba lo que les había pedido; no algo distinto que podría ser mucho más importante y divertido de hacer. Pero, en fin, que ya me dirían.

Pues sí, ya me dirían, concluyó el catedrático anfitrión; habían de discutirlo entre ellos y nos llamarían. Mi compañero y yo salimos del recinto universitario, sancta sanctorum del saber puro e inmaculado, y volvimos a la suciedad del mundo real. De más está añadir que ni siquiera llamaron para decir que no les interesaba el trabajo.

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

9 comentarios:

  1. De qué me sonará a mí todo esto...

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  2. "Parece ser que lo correcto al relacionarse con tan ilustres interlocutores es sugerirles vagamente lo que andamos buscando, para que sean ellos quienes decidan lo que van a hacer"

    O para que ellos crean que la idea surgió de ellos... Conozco bien el mundo de los académicos y la verdad es que los egos sí abundan ahí. Además viven apartados en una especie de burbuja. Ya vendría siendo tiempo de articular los dos mundos, para que de algo sirva lo que se produce (cuando se produce) en las universidades.

    Un beso

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  3. Quizás todavía estén estudiando el asunto :-)

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  4. Recuerdo perfectamente el comentario despectivo de un profesor de universidad (que ni es ni será catedrático) hizo de los profesores de instituto delante de mí en una ocasión: que nosotros nos situábamos mucho antes, pero casi inmediatamente habíamos tocado techo en nuestra carrera, y eso debía ser frustrante. Mientras que ellos tardaban más en llegar, pero siempre podían ir a más. Lo dijo con un tono de compasión que parecía casi verdadero y todo.

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  5. La universidad en España se está convirtiendo poco a poco en una colección de sinecuras insoportables. Un espacio al que se accede por cooptación más allá de la verdadera capacidad intelectual y en el que la mayoría de los elegidos acaban dedicándose a una vida orientada a sus placeres e intereses.
    Una excusa de muchos universitarios consiste en la ofensa que supone una sociedad no es capaz de reconocer su inestimable valor.
    Lo cierto es que existe un gran cinismo y disminución creciente de obligaciones entre los de dentro y la falta de exigencia cualitativa y resultados reales desde fuera. Las universidades españolas es que ni aparecen remotamente en las clasificaciones de excelencia internacional.
    El problema es que ese nirvana cultural nos sale carísimo al resto de los mortales ignorantes y creo que va llegando el momento de pasar a exigirles una contribución más ligada a la realidad, alejada de paraísos intelectuales y torres de marfil.
    Si estamos en una crisis y no podemos contar con los que tienen acceso privilegiado al conocimiento, apañados vamos.
    No deberíamos callarnos como hacemos normalmente de una manera hipócritamente educada.

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  6. Y seguro que ese estudio no te lo puede hacer cualquier recién licenciado, necesitado de dinero ....

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  7. En fin... hace poco alguien me dijo que dedicandonos como nos dedicamos a la tecnología y teniendo mucho campo para el I+D, porqué no contabamos con la universidad. Mi respuesta fue, "Nunca más".

    La razón, que tiene mucho que ver con lo que cuentas (en mi caso además con el agravante de reincidencia), te será fácil de comprender.

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  8. ....Es curioso, lo que cuentas, o mejor cómo lo cuentas (es decir, cómo lo percibiste) es casi exactamente como el relato "Tengo 11 hijos" de Kafka..
    ...estimulante isomorfismo....
    ..la realidad está traspasada de esos momentos de irrealidad...has tebido suerte de vivir (y anotar) uno de ellos.

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  9. Eso te pasa por "osar" subir a las alturas divinas para hablar con esos sacrosantos t sapientísimos varones... ejem...

    Besos

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