lunes, 30 de junio de 2008

El que no está conmigo, está contra mí

Leonardo era un amigo de adolescencia de mi padre, algo más joven que él. Habían coincidido en el bachillerato de los jesuitas de Sarriá (Barcelona), allá por los tristes cuarenta. Durante mi infancia fue uno de esos "tíos" que ocasional e inesperadamente aparecían por casa y, gracias a su ingenio y perenne buen humor, nos fascinaba. Se dedicaba a los negocios, término ambiguo que no nos aclaraba nada y que, como supe más tarde, incluía casi todo. Hacia finales de los setenta apareció por Lima, poco antes del regreso a España de mi familia. Nunca he sabido la naturaleza exacta de sus negocios peruanos (uno de ellos estaba relacionado con la gestión de las prisiones) pero imagino que mi padre debió facilitarle contactos y abrirle algunas puertas. El caso es que, durante los siguientes dos años y pico, ya viviendo solo, comencé con él una relación distinta a la infantil aunque no fuera, ni mucho menos, en términos de igualdad entre dos adultos.

Leonardo se creó un círculo de amigos bastante más jóvenes que él; el ambiente de su casa combinaba aromas bohemios y frívolos con irónicas dosis de transgresión. Yo no terminaba de soltarme, pues no podía evitar ciertos recelos ante un señor que, por muy divertido y "colega" que fuese, era uno de los amigos de mi padre, cuya figura y valores chirriaban radicalmente en esa casa. No obstante, compartí bastantes ratos con ese grupo y viví con ellos más de una experiencia curiosa, en una edad (diecinueve, veinte, veintiuno) en la que somos esponjas ansiosas de absorber. Dos de esos amigos leonardianos eran un matrimonio de argentinos que me enviciaron por un tiempo en la ingesta de mate y me presentaron a la hermana de ella cuando apareció para pasar unas semanas de vacaciones; ahora apenas me acuerdo de su nombre, Graciela, y de sus labios sorprendentemente carnosos.

Otra de las asiduas era Marita, una chica que no llegaba a los treinta, y con quien Leonardo, que andaría por los cuarenta y ocho, se casó. Me pidió que fuera su padrino, representando a mi padre que era uno de sus amigos más queridos pero también por mí mismo, porque quería, así dijo, que entre nosotros creciera una amistad propia. En la foto que sigue puede vérseme firmando en el correspondiente libro oficial de la municipalidad, bajo la atenta mirada del argentino cuyo nombre he olvidado y, cortados por la impericia del fotógrafo, a los dos novios mirándose amorosamente. Advierto a quienes esto lean que cualquier parecido entre quien escribe y ese chaval de melenita hortera y americana de tweed a cuadritos es, a estas alturas de mi vida, pura coincidencia.


Seis años después de la escena de la foto yo vivía en un piso alquilado del barrio de Chueca (Madrid) y trabajaba como profesional autónomo en urbanismo. Para entonces, ya sabía por mis padres que el matrimonio de Leonardo se había acabado y que, además, sus actividades en Lima le habían causado muchos problemas. Parece que el nuevo gobierno peruano (del aprista Alan García, ganador de las elecciones del 85) había destapado asuntos turbios en sus negocios y que el amigo de mi padre, previendo consecuencias penales, había tenido que dejar el país (de hecho, nunca volvió a Perú). Uno de esos días me llamó Leonardo para que fuera a visitarlo a su piso de Madrid. Vivía en un maravilloso ático de la calle General Oraá (barrio de Salamanca) de unos 400 m2 y con dos espléndidas terrazas. Tenía pensado dividirlo en cuatro apartamentos de lujo, quedarse uno y vender los otros. Como la propiedad no era suya (pequeño inconveniente al que no daba importancia), necesitaba contar con los planos rápidamente para de forma discreta conseguir los créditos que le permitieran comprar el inmueble y hacer las obras. En un par de semanas le presenté un anteproyecto que me quedó bastante bien, pese a los múltiples problemas que hube de solucionar, sobre todo con las instalaciones sanitarias, para lograr unas distribuciones racionales en una planta en V con un único acceso central. Mas la cosa no cuajó y esa reforma nunca llegó a hacerse.


Pero Leonardo estaba siempre iniciando nuevos negocios, con un entusiasmo indestructible. Un domingo de la primavera del 86 fui, como solía, a almorzar a casa de mis padres. También había ido Leonardo para contarnos que estaba montando unas empresas (porque eran varias) de promoción inmobiliaria y turística en el sur de Tenerife. Estaba convencido de las enormes posibilidades de negocio del núcleo de Los Gigantes y su entorno y además tenía estrechas relaciones con políticos locales, incluyendo al alcalde del municipio. El dinero lo ponía un importante empresario valenciano, a quien conocía de muchos años y que confiaba plenamente en él. Como pensaba construir muchísimos edificios, quería contar con su propia oficina de arquitectos y necesitaba, al frente de la misma, a un profesional de calidad y del que se fiara. Tantas quimeras y peloteo concluían, obviamente, proponiéndome que me fuera a vivir a Tenerife y ofreciéndome una oportunidad magnífica de experiencia profesional y enriquecimiento. Mi padre, quizá sintiéndose culpable por la frustración de la anterior "oportunidad" que él había alentado (el trabajo en Arabia), se sumó a esas recomendaciones, por más que siempre había pensado que los negocios de su amigo no solían ser demasiado claros. Yo, entonces, estaba muy contento tanto con mi forma de vida como con mi trabajo; sin embargo, opinaba que había que subirse a los trenes, así que unos días después acepté. No fue una decisión demasiado meditada; por supuesto, no sabía la importancia de sus consecuencias.

Pasé un año viviendo en Los Gigantes, urbanización turística en el extremo oeste de la Isla. Desde el principio las cosas no fueron como me habían dicho. Una de las empresas me facilitó un coche y una casa en Playa de la Arena, desde cuya terraza disfrutaba de unos preciosos atardeceres marinos con La Gomera enfrente. Pero no tenía sueldo; se suponía que era un profesional libre que cobraba por los proyectos que hacía. Me incorporaron a un estudio que habían montado en la urbanización tres arquitectos de Las Palmas, amigos de uno de los socios de Leonardo. El cabecilla de estos arquitectos era un hombre tremendamente soberbio que se consideraba un excelente diseñador (he de reconocer que era bueno) y que apenas me dejó colaborar en "sus" proyectos más que como mero delineante. Para colmo, era también un acendrado nacionalista que no cesaba de dejarme claro mi pecado esencial de representar a un país colonial, opresor del noble pueblo canario. Me lo tomé con filosofía, no obstante, y procuré aprovechar el tiempo y aprender arquitectura. Mi subsistencia material se iba resolviendo con esporádicos pagos de los arquitectos cuando decidían que me tocaba, sin que nunca llegara a saber ni las cuentas facturadas ni los criterios con los que se hacían los repartos. Lo cierto es que, en el verano del 87, cuando acabó esa aventura, yo tenía en el banco 25.000 pesetas. Considerando que a mi llegada a Tenerife mi saldo era de unas 250.000, no puede decirse que las expectativas de enriquecimiento se vieran realizadas.

Durante mi estancia en Los Gigantes, como es lógico, visitaba con cierta frecuencia a Leonardo, retomando las relaciones personales aparte del contacto laboral. Él vivía con otra chica peruana, con la que, propiciado por ella, llegué a tener cierto grado de intimidad que me descubrió algunas facetas del amigo de mi padre que me turbaron e incomodaron. Su trato conmigo era siempre encantador pero, al mismo tiempo, lo suficientemente ambiguo para no saber bien a qué carta quedarme. Según él, los negocios iban estupendamente y, de hecho, yo comprobaba que se planteaban a cada rato nuevos proyectos y planes: un complejo de apartamentos turísticos, un hotel, dos grupos de viviendas en un pueblo cercano, una urbanización en lo alto de unas montañas pendientes de ser declaradas espacio natural ... Con su entusiasmo constante, me pintaba un futuro esplendoroso y me recomendaba no impacientarme y esperar. Pero, pese a que yo permanecía en una especie de jaula de cristal, sin acceso a las interioridades de los negocios, pasados unos meses no pude dejar de notar algunas cosas raras, desde rumores a comportamientos extraños de distintas personas de ese entorno. Hacia la Semana Santa del 87 apareció un tipo de mi edad, José Luís se llamaba, que venía de parte del empresario valenciano para chequear la situación. Enseguida fue evidente, hasta para mí, que las cosas no eran tan de color de rosa.

José Luís me fue presentado por el propio Leonardo, quien nos animó a que congeniásemos sin, por supuesto, darme ninguna pista sobre lo que verdaderamente deseaba. Supongo que lo que esperaba de mí sería que le mantuviese informado y, eventualmente, utilizarme con el valenciano para defender sus intereses. Pero en las siguientes semanas todo ocurrió muy rápido: José Luís empezó a destapar innumerables chanchullos, entre otros más de una estafa a terceros en la que estaban implicados algunos políticos locales, y a medida que se iban conociendo me los contaba con pelos y señales. Leonardo, mientras tanto, pasaba cada vez menos tiempo en Tenerife, como si la cosa no fuera con él; antes del verano ya había desaparecido definitivamente, dejando colgada en la Isla a la pobre chica peruana, quien en una última cena y entre lloros, se despidió contándome escenas conyugales que habría preferido desconocer. Antes de eso, cuando ya la situación estaba más que tenebrosa, había tenido mi último encuentro con Leonardo; fue en su despacho, aprovechando que ese día José Luís no estaba. Entonces no se comportó como el viejo y encantador amigo de la familia, sino como un hombre duro que me echaba en cara mi deslealtad, acusándome sin ambages de haberle traicionado. Yo intenté justificarme, defender mi posición neutral, máxime cuando había sido totalmente ignorante de todos los cocimientos que entonces salían a la luz. El que no está conmigo, está contra mí, dijo. Ahí acabó nuestra relación; no he vuelto a verlo.

Más de una vez he reflexionado luego sobre esas palabras de Jesús (Lucas 11, 23); incluso he leído glosas pías negando que con esa frase el Maestro provocara la división, el conflicto, y argumentando que deben interpretarse, en el contexto global del Evangelio, como una invitación amorosa a seguir sus enseñanzas. Pero a mi modo de ver, a esta cita suelen recurrir quienes reclaman lealtad ciega, fidelidad sin la más mínima crítica, pagos de las deudas, ciertas o presuntas, a que creen ser acreedores. En todo caso, nunca antes nadie me había dicho esas palabras y no puedo negar que Leonardo consiguió hacerme sentir culpable. Pasé varios días preguntándome, como fiscal de mí mismo, si de verdad le había traicionado, si me había comportado con él de forma indigna. Creo que no, pero tampoco me concedería una absolución completa; aunque haga ya mucho tiempo que he desterrado los inútiles sentimientos de culpabilidad. No volví a verlo, como ya he dicho, pero no porque lo evitase; más bien fue él quien desapareció de mi entorno. Mis padres, en cambio, rompieron las relaciones a consecuencia de lo que había pasado. Sé que, años después, llamó a mi padre para ir a visitarlos y mi madre se negó a que entrara en su casa. Pocos meses después murió mi padre. El día del entierro me dijeron que estuvo en el cementerio; yo no lo vi.

PS: Este fin de semana, a raíz de mis ensoñaciones que he contado en el post anterior, me puse a buscar fotos del segundo viaje a Italia. Las encontré, pero también apareció la que aquí he colocado y que disparó estos otros recuerdos. Así que, fiel a mi inevitable dispersión que tanto divierte a Juliá, he postergado el verano perugino. Aunque me pregunto si esto de rememorar viejas historias no es un síntoma inequívoco de ñoña decrepitud.

CATEGORÍA: Recuerdos

miércoles, 25 de junio de 2008

Viaje a Italia

En octubre de 1981 visité por primera vez Italia. Fue un viaje organizado y pagado por la Dirección General de Arquitectura del entonces Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo (MOPU), que formaba parte de un curso de postgrado para la especialización en trabajos de rehabilitación arquitectónica. Yo apenas llevaba unos meses en España; había vuelto a Madrid, a casa de mis padres, al poco de finalizar la universidad. Había estado seis años fuera y no fueron seis años irrelevantes. Ciertamente, el periodo que va desde los dieciséis a los veintidós es una etapa fundamental en la formación personal de cualquiera. Pero esa relevancia, en mi caso, se agudizaba por las singulares circunstancias geográficas e históricas que me tocaron. Salí de este país con Franco todavía vivo, impregnado de una educación determinada que, además, en ciertos temas (los de índole moral especialmente) se me había impuesto con técnicas muy cercanas al condicionamiento mental, hábilmente manejadas por los docentes del Opus. Aterricé a casi 10.000 kilómetros de distancia, en una capital cuyo idioma, a pesar de ser oficialmente el mismo que el mío, me costaba mucho entender y, sobre todo, entre una gente cuyas formas de comportarse, de ser, de pensar, eran radicalmente distintas a las que estaba acostumbrado. En esa ciudad, Lima, experimenté casi todas mis primeras veces y me integré de tal modo que al cabo de esos años era en una gran proporción mucho más peruano que español. Pero, por otro lado, la referencia que podía tener yo de lo español (al menos a la que respondía la forma de ser de aquel adolescente recién llegado al Perú) estaba en esos años transformándose radicalmente, como consecuencia de los tremendos cambios que vivió este país entre el 75 y el 81. Así que, cuando volví a Madrid, inmediatamente después del tejerazo (pura casualidad), la ciudad y el país con que me reencontraba muy poco tenían que ver con los de mi infancia. Y lo mismo cabe decir respecto a los viejos amigos del colegio: me parecían unos desconocidos que poco o nada tenían que ver conmigo.

Por eso, al principio de mi estancia en Madrid, estaba completamente desubicado, falto de referencias y sin saber muy bien qué hacer con mi vida. Para colmo, he de decir que yo no quería regresar, que hubiese preferido seguir en Perú donde ya había hecho planes profesionales con buenos amigos. Pero, a través de mi padre, me ofrecieron un trabajo en Arabia Saudí, uno de esos megaproyectos en el desierto financiado con los petrodólares, que me aportaría una intensísima experiencia laboral y técnica. Por varias razones no pude negarme y embalé mis trastos más imprescindibles (en esa mudanza renuncié a mi más que decente colección de vinilos) pensando que, quizá, al cabo de un par de años, podría volver a Lima para quedarme. Sin embargo, por circunstancias que ahora no viene al caso contar, ese trabajo no salió y me encontré descolocado y desconcertado en una ciudad que me resultaba ajena. Gracias a una de esas casualidades que van configurando nuestro devenir, me enteré de que el Ministerio acababa de convocar las becas para el curso de postgrado antes citado. Cada año se admitían sólo doce alumnos y tres de ellos debían ser arquitectos hispanoamericanos (todavía coleaba el discurso oficial de la hispanidad, antes de que fuéramos Europa y se popularizara el despectivo sudaca). Tuve la suerte de que, mientras la cuota de españoles estaba muy demandada, no ocurría igual con la de americanos de modo que la simple solicitud acompañada de mi título peruano bastó para ser admitido, en compañía de un arquitecto de Miami y otra que también era limeña. El curso aquel era un lujo, aunque como correspondía a nuestras edades contestatarias insistiésemos en abundantes protestas y quejas ante el Ministerio. Se impartía en un piso enorme de la calle Rios Rosas, enfrente de la plaza de San Juan de la Cruz, donde estaba el MOPU. Allí recibíamos clases teóricas de distintas materias y trabajábamos en un ejercicio práctico que duró los seis meses del curso (un plan para la rehabilitación urbanística del barrio del Pozo Amargo, en Toledo). Además, en nuestra calidad de becarios, éramos una especie de niños mimados del mundo oficial relacionado con la protección de los centros históricos. 1981 fue el año europeo de la conservación del patrimonio urbano y arquitectónico y al Ministerio le interesó "pasearnos" por distintos eventos y facilitarnos el acceso a profesionales y actividades con renombre en ese campo. En ese marco, entendieron que sería bueno llevarnos a Italia para que nos empapásemos de las doctrinas y prácticas de quienes, desde mediados de los setenta, eran reconocidos como la vanguardia en el estudio y tratamiento de la "ciudad histórica".

De tal guisa, un grupo de doce arquitectos jóvenes (yo el más de ellos) y unos pocos de nuestros profesores (afortunadamente los más "marchosos") volamos hasta Milán y recorrimos en diez días un buen número de ciudades italianas para acabar en Roma. En cada una de estas ciudades nos atendían las autoridades competentes (me hacía mucha gracia uno de esos cargos: superintendente per i bieni culturali e ambientali) que nos enseñaban las actuaciones en marcha, nos presentaban a profesionales de enorme prestigio que casi nos parecían dioses y nos regalaban montones de documentos. Luego, por las noches, siempre había cachondeos desenfrenados e intentos patéticos de algunos por ligar con italianas. Ya había muy buen rollo entre casi todos nosotros, pero la experiencia de este viaje sirvió para estrechar buenas amistades que se mantuvieron, ya acabado el curso, durante bastante tiempo. En resumen, que aquél fue un viaje fantástico, divertido e instructivo y, en cierta forma, como una especie de revelación.

La revelación fue la propia Italia o, más en concreto, las ciudades de las regiones norcentrales: Véneto, Emilia-Romagna, Toscana, Umbria (Roma, en menor medida; puede que me apabullara un poco su desmesurada monumentalidad, falta quizá de las pautas de escala y proporcionalidad de las que gusto). Me impactaron esas ciudades de escala intermedia y me gustó mucho la que entreví de las formas y ritmos de vida. Tanto que no sería exagerado decir que sufrí un enamoramiento italiano que me llevó a fantasear con la posibilidad de irme a vivir y a trabajar a ese país. No es que me tomara esa fantasía demasiado en serio, pero tampoco lo consideré un imposible. De entrada, al año siguiente me matriculé en la Escuela Oficial de Idiomas para empezar a estudiar italiano, y ahí seguí hasta tercero, lo que me permite chapurrear la lengua y leérla con cierta facilidad. Luego, los acontecimientos vinieron como vinieron y la vida me fue liando; los sueños italianos se fueron arrinconando en esos compartimentos del cerebro ambientados con ternuras melancólicas.

Ayer, antes de dormirme, me asaltaron a traición recuerdos de mi segundo viaje a Italia, en el verano del 84. Pasé un buen rato recreando esas viejas imágenes, mientras me adormilaba, dejando que se volvieran vaporosas y fueran absorbidas en la materia de los sueños. Esta mañana tenía la impresión de que, efectivamente, durante la noche había vuelto a vivir sensaciones de aquel verano y me levanté con ganas de poner por escrito algunos de esos recuerdos. Pero, como siempre me ocurre, empiezo a teclear y, con la manía de apuntar los antecedentes, me enrollo demasiado y he acabado contando el viaje anterior. Tampoco importa; así ya tengo materia para un próximo post.

CATEGORÍA: Recuerdos

jueves, 19 de junio de 2008

Una película y su arquitectura (II)

La arquitectura del Poder

El Poder, en esta película, es el Ministerio de Información. Se nos muestra una sociedad absolutamente dominada por su Gobierno que pretende organizar y controlar hasta los más nimios detalles de las vidas cotidianas de las personas; con tal fin, se ha creado una inmensa y compleja maquinaria burocrática que está incesantemente recogiendo y procesando datos. En realidad, es al revés: la paranoica recopilación y procesamiento de datos se ha convertido en una necesidad en sí misma, una exigencia para el mantenimiento del voraz sistema burocrátrico. Probablemente, es el mismo sistema quien alienta (si no controla directamente) a sus propios outsiders, terroristas que no llegan nunca a identificarse aunque abunden los sabotajes con bombas, para justificar la permanencia de las dos formas complementarias de ejercicio del poder: la burocracia y la represión (fuerzas de seguridad y torturas). Evidentemente, la referencia inmediata es la orwelliana 1984; de hecho, el director reconoció que uno de sus primeros planteamientos era hacer una sátira de la novela británica e incluso inicialmente pensó en 1984 y medio como título para esta peli.


La arquitectura del Poder es, específicamente, aquella mediante la cual éste se exhibe; es, por tanto y eminentemente, escenografía. Así pues, no me referiré aquí a los espacios de la burocracia ni a los de la represión, por más que éstas sean las dos actividades con las que se manifiesta el ejercicio del Poder y por más que, sobre todo de los primeros, haya abundantes y magníficos ejemplos en la peli. Muestro en cambio esos escenarios diseñados para que el gobernado perciba la inmensidad del Poder que lo gobierna y su infinitesimal proporción respecto a él. Este primer mensaje no admite demasiadas sutilezas estilísticas y se traduce en una característica imprescindible en toda obra arquitectónica de esta naturaleza: la monumentalidad, la escala excesiva. En la película, el ejemplo paradigmático es, sin duda, el Ministerio de Información y, sobre todo su vestíbulo principal. Comentaré pues en este post arquitectura de interiores, la del espacio que queda detrás de la impresionante fachada que puede verse en la imagen anterior.

Aquí el protagonista, solitario, llega para incorporarse en su primer día de trabajo al elitista departamento de Obtención de Información. Lo primero que llama la atención son, efectivamente, las enormes dimensiones del espacio; se trata de una planta rectangular de 40 por 25 metros (calculo) y, lo que es más importante, una altura inabarcable (no llegan a verse los techos) que se nos antoja infinita. La segunda nota característica es la desnudez del espacio, la ausencia casi absoluta de cualquier objeto cuya presencia pudiera mínimamente distraer del mensaje fundamental: estás ante el Poder, ante el Poder como idea abstracta, que prescinde aquí de sus toscas y brutales manifestaciones para exhibir la pureza de su esencia. En tercer lugar, fijémonos en la direccionalidad geométrica de la composición. El eje principal de la planta rectangular aparece notoriamente remarcado: las grandes baldosas de mármol del pavimento se orientan en ese sentido que se refuerza con el burdo recurso compositivo de dos pares de bandas oscuras. Queda así definido un camino tensado en sus extremos mediante dos elementos de fuertes simbolismos: la puerta de entrada (que en la anterior imagen el protagonista acaba de traspasar) y el desproporcionado pupitre marmóreo del conserje del Departamento. El protagonista (o cualquiera), al recorrer esos cuarenta metros, tiene el tiempo para asumir su insignificancia frente a la inmensidad del Poder, de modo tal que la arquitectura convierte ese breve paseo en una ceremonia de sometimiento, de casi religioso homenaje del súbdito ante la majestad. La alusión religiosa no es gratuita; basta comprobar la descarada semejanza del mostrador del conserje con un altar cristiano, ensalzado hacia la divinidad gracias al luminoso vitral situado a sus espaldas. La direccionalidad del espacio se potencia, además, con los machones, también de mármol, que flanquean las paredes laterales, a modo de estaciones de este singular vía crucis. Por supuesto, otro elemento fundamental es la división del espacio en dos niveles: el súbdito, hacia la mitad del camino, debe ascender nueve escalones para llegar ante el altar; no hace falta subrayar el simbolismo. Por último (aunque podría seguir enrollándome), la iluminación: apliques en los pilares de mármol orientados hacia arriba reforzando, a la vez, la axialidad compositiva y lo majestuoso del espacio, que quedan abrumadoramente subordinados a la potente luminosidad del vitral central, a modo de imagen de un Dios omnipotente. Y todo en una composición de absoluta simetría geométrica que el director acentúa (no podía ser de otra manera) mediante una opresiva perspectiva axial. En síntesis, esta escena nos muestra los más obvios recursos de la arquitectura del poder tan explícitamente que no puede sino percibirse como irónica.

La filmación de este escenario paradigmático de la "arquitectura del poder" contribuye muy eficazmente a realzarla. La cámara empieza enfocando de arriba abajo, como si estuviera pegada sobre la pared por encima de la espectacular puerta de entrada al vestíbulo que vimos en la imagen anterior. Por supuesto, está dispuesta axialmente, en el eje de simetría, de modo tal que la curiosa ornamentación art decó del dintel exagera su radialidad a modo de índices que apuntan convergentes al centro del suelo. Un segundo después se abren casi a la vez las dos hojas gruesísimas, acompañando sus giros con el ensanchamiento de un haz de luz horizontal que va cubriendo (no es casualidad) el pavimento a recorrer por el visitante. Esa luz, además, crea una sombra alargadísima que precederá en horizontal el andar del protagonista; sombra que, además, genera una sensación de inquietud debido, creo, a que resulta excesiva, ilógica, ya que dada la altura de la puerta (y, consiguientemente, del foco lumínico exterior) uno la esperaría mucho más corta. Lo cierto es que el efecto artificioso viene muy bien al ambiente opresivo y, de paso, contribuye al realce de la arquitectura. Un último comentario a propósito de esta imagen. El decorado del dintel que aquí vemos nos remite al lenguaje del art decó, sobre todo en sus derivaciones estilísticas de los años treinta. No es casual que el referente "linguístico" de la arquitectura del poder de esta película nos lleve a cierta época y ciertas concepciones estéticas, tan del gusto de las megalomanías fascistas (y, en menor medida, nacionalsocialistas) de entonces. Salvando las distancias (y bajando la calidad compositiva), no creo que pasen desapercibidas las similitudes entre ese tipo de ornamentos y la composición del espacio de la imagen anterior con algunas obras públicas del primer franquismo en nuestro país.

No me resisto a insertar el momento en que el protagonista, con su "uniforme" de funcionario (hombre de gris), llega hasta el altar-meta del via crucis ya descrito. La cámara ha abandonado su filmación axial (siempre desde lo alto del dintel de la puerta) y ahora se dispone transversal a los dos hombres enfrentados. El pupitre o mostrador o como queramos llamarlo detrás del cual está el impasible conserje es, nuevamente, de proporciones excesivas. Obviamente, tiene que tener por detrás algunos escalones que den acceso a una tarima elevada sobre la cual se coloque la silla en la que está sentado este individuo; pero nada de eso es visible durante el recorrido axial, como corresponde a la escenografía de lo majestuoso (los trucos deben mantenerse ocultos). De esta manera, el conserje, a modo de sacerdote del dios Poder, asemeja levitar inmóvil. Sobre ese mostrador austero y ciclópeo no hay nada, salvo tres elementos que, con toda intencionalidad, desentonan de la rigidez estilística autoimpuesta; se trata de los tres artilugios que mejor simbolizan la "obtención de información". Son, por tanto, los tres únicos detalles que aluden al contenido real de ese Poder abstracto del cual el vestíbulo que estamos viendo es el Templo. Si no fuera por ellos, el Poder al que la arquitectura remite podría ser cualquiera; gracias a su presencia sabemos que se concreta en la burocracia dominadora, cuyas más altas acciones se desarrollan, justamente, en las distintas dependencias de este inmenso edificio. Pese a estos elementos comunes, débiles pero eficaces conectores entre las dos arquitecturas, ya veremos que la de la burocracia recurre a un lenguaje e imaginería radicalmente distinto. Añado, por cierto, que el otro elemento conector que unifica todas las tan diversas arquitecturas de la peli también aparece en esta escena: los tubos, que en este caso salen del ordenador y se exhiben impúdicamente (como siempre) ante la majestuosidad del Poder.

Una última imagen sólo para mostrar la misma arquitectura del Poder, un espacio casi idéntico (aunque no el mismo) abarrotado de gente. Se trata de la entrada pública (y de los funcionarios de otros departamentos) al Ministerio de Información. Como se ve, la pureza desnuda del Poder se pervierte aquí con el exceso de señales explícitas sobre su naturaleza concreta, pero son éstas las concesiones que ha de hacer a sus fieles, de forma demasiado parecida a cualquier religión. "Se seguro, sé desconfíado", "Información, la clave de la prosperidad", "Ayuda y el Ministerio de Información te ayudará" y, en la base de la colosal escultura central (que perfectamente podría haber estado en el palacio de los congresos nazis de Nuremberg), "la Verdad te hará libre". Incluso, como guiño irónico al kistch, un árbol de navidad con paquetes de regalos a sus pies.

Y lo dejo ya, que este post me ha salido más largo de lo que pensaba. Sigo con ganas de continuar hablando de otras arquitecturas de esta curiosa película. Por cierto, como de sobra sabían Tito y Reverendo, se trata de Brazil, de Terry Gilliam.

CATEGORÍA: Todavía no la he decidido

domingo, 15 de junio de 2008

Aborto

Esto va mal; no hay latido. Las palabras del ginecólogo le llenaron la cabeza, opacándolo todo. Tuvo que ser una fulminante bajada de tensión: en un instante sintió que la sangre se le iba y que todos sus músculos se derretían. Instintivamente, antes de derrumbarse, asió el respaldo de una silla, lo suficiente para guiar su caída y lograr sentarse. Hay algo más fuerte que el dolor y es la nada, el aniquilamiento, pensó.

Llevaban tres años intentándolo. Un vía crucis interminable, el cuerpo de ella llevado químicamente a sus límites, visitas y pruebas, mimar la frágil esperanza. Habían sido seis fracasos, anunciados con dolorosas menstruaciones espesas. Y cada vez, a volver a intentarlo, sin pausas para lamentos; simplemente, poner los medios porque era lo que había que hacer. Y, al final, el embarazo.

Ella había llorado muchas veces durante esos tres años; el dolor, los nervios, también la sobrecarga hormonal. Esa mañana, cuando cumplidos los días señalados el predictor se tiñó de púrpura, también lloró y ambos se abrazaron. Luego hubo análisis de sangre confirmatorios y más lágrimas de felicidad; y luego vinieron muchos días de espera emocionada, y ella siguió con lloros frecuentes.

Él no; él pensaba que no debía llorar, que debía ser su roca, su ancla. Quiso serlo durante los tres años de dolores, ansiedades y frustraciones. También lo fue a lo largo de esos tres meses escasos. No se planteó atisbar sus emociones; tampoco -la verdad sea dicha- tenía mucha práctica, así había sido educado. Pero además creía honestamente que no podía permitírselas, que su obligación era otra. Estaba a su lado, sin siquiera darse cuenta de cuánto la estaba amando durante ese tiempo, de cuánto deseaba tener el hijo que empezaba a crecer en ella.

Quizá por eso, mientras insomne daba vueltas en la cama la noche del día aciago, entre tantos otros pensamientos se colaba su propia sorpresa por la violenta intensidad de su desmoronamiento anímico. A pesar, se decía, de que él se había prohibido dar nada por probable hasta pasado más tiempo; a pesar de que había procurado enfriar en ella los excesos de optimismos, aconsejando cautelas que pudieran acolchonar un nuevo disgusto. Y sin embargo, ahí estaba; sintiéndose madre vacía a la que han desgarrado el feto y con él muchas más cosas. De pronto se encontraba sin nada.

A ella le extrajeron el feto muerto al día siguiente; salió de un cuerpo cuyos niveles de estrógeno eran los de un embarazo a pleno rendimiento, no los de un aborto. El cerebro de ella se negaba a admitir que el proceso se hubiera interrumpido y lo mismo sus emociones. Él la abrazó e intentó consolarla, ser la roca, el ancla que pensaba que ella necesitaba. Siguió sin llorar, sin mirar hacia dentro, sin dejar salir esas emociones de dolor casi maternal que tan fuerte lo habían sacudido. Y así, quizá, dejó pasar algo importante. Pero es que -ya lo dije- no tenía práctica y, además, creía hacer lo que debía.

No hubo más intentos; la decisión casi ni fue explícita. Ellos no volvieron a hablar, dejaron ambos que el tiempo pasara, que la rutina fuera adormeciendo el desencanto, el dolor. Él pasó un par de años con una especie de abulia interior que no sabía explicarse; también por entonces empezaron sus insomnios, que atribuyó a las exigencias laborales. Pero, aun así, ante ella, ante el mundo, no mostró debilidad y no es que le costara esfuerzo. Tampoco pensaba en el aborto (no despierto, al menos). Hacía lo que tenía que hacer y se volcaba a fondo en el trabajo. Nunca vinculó para nada la depresión que le sorprendió rozando los cuarenta con los dolores de cinco años antes.

Salió de ese bache sin tampoco sacar conclusiones y siguió haciendo lo que creía que había de hacer sin darse cuenta de que eso no era lo que a sí mismo se debía. Pasaron otros cinco años y hubo nuevos golpes, muy duros algunos. Los encajó, o eso parecía. Pero la erosión progresaba en silencio ante su ceguera. Hasta que ella lo dejó y volvió a derrumbarse como aquella tarde en la consulta del ginecólogo, pero esta vez no había silla que amortiguara su caída. Y aun así, necesitó varios meses para darse cuenta.

CATEGORÍA: Reflexiones sobre emociones

martes, 10 de junio de 2008

Una película y su arquitectura (I)

La arquitectura para los proletarios

El ejemplo es el conjunto Shangri-La. Lenguaje con reminiscencias de la primera etapa del Movimiento Moderno, pero sin renunciar a romper y pautar las fachadas planas con alusiones años veinte. Por supuesto, la boutade estilística la conforman los inmensos troncos cilíndricos que sobresalen en las cubiertas a partir de seis plantas sucesivamente retranqueadas a modo de zigurat de esquinas remarcadas con pináculos. Esas inmensas chimeneas (¿qué función tienen?) se convierten en el signo más definitorio de la imagen, alusión quizás a los entornos fabriles de los trabajadores de este inmenso grupo residencial. Por cierto, esas grandes torres cilíndricas de color azul cielo están decoradas con nubes: ¿técnica de camuflaje o detalle kitsch que remite a felicidades de marketing?


La monótona grandiosidad exterior (vista desde fuera) cambia radicalmente cuando se entra en el espacio "comunal" del conjunto. Patios oscuros y sucios desde los que se accede a los portales; paredes de ladrillo sin cuidar y hormigones mal encofrados; aparecen ya los tubos omnipresentes; ropa tendida desde ventanas tristes, basura abandonada junto a las paredes. No parece que el exterior y el interior correspondan a los mismos edificios, pero tampoco sería imposible. Aunque no se ve en la escena que adjunto, en una de las paredes de este patio comunal se dispone un cartel, de notoria estética sesentera yanqui, en el que una familia (papá, mamá, niño, niña y perro) viajan sonrientes en un coche por un paisaje de idílicos prados con un radiante sol y en el que se lee: La Felicidad, todos juntos estamos ahí; se supone que era la publicidad de esas Shangri-La Towers. Detalle simpático: el cochito individual en el que llega a los bloques el protagonista de la peli es real. Se trata de un Messerschmidt (sí, los de los aviones nazis), fabricado en Alemania en los cincuenta.


El protagonista ha traspasado el portal y subido hasta la planta correspondiente. El pasillo desde el que se accede a las distintas viviendas es el que cabe esperar después del patio vecinal, aunque ahora los tubos adquieren todavía más preeminencia: grandes y verticales rígidos, horizontales flexibles por los techos, otros más pequeños dispersos en distintas áreas de este espacio deprimente. Las paredes divididas horizontalmente por dos colores de pintura recuerdan un recurso muy usado en los cuarenta y cincuenta. La propia estética de los cacharros aparcados en el pasillo (un coche de bebé, un armazón de silla, un cubo de basura) remiten también a la primera postguerra europea. La puerta ofrece una cierta dignidad compositiva; si no fuera por la anacrónica ranura del buzón, hasta me atrevería de calificarla de moderna. El adorno navideño es la nota irónica obligada.

He aquí el interior de la vivienda a la que abre la puerta de la imagen anterior (si bien esta escena se ve media hora antes). Los adornos navideños, los papás y los niños, las ropas, los muebles, la atmósfera hogareña: se trata de una familia de escasos recursos pero bien administrados. La sala se ve limpia y ordenada, salvo por la potentísima y tosca presencia de los tubos que, casi pegados al techo, atraviesan las paredes. Pero prescindiendo (si se pudiera) de la imagen simbólica omnipresente durante toda la película, llama la atención el diferente lenguaje estético, tanto de la arquitectura interior como del mobiliario. Si los espacios comunes de esos bloques residenciales nos llevan a los pauperizados años de posguerra (que, saltando de continente, podrían enlazar con ambientes similares de los edificios de vivienda social de los guetos norteamericanos de treinta o más años después), este interior evoca quizá el periodo de entreguerras, con detalles más o menos art decó; el estarcido (¿o empapelado?) de las paredes, cuyos paños son enmarcados entre elementos verticales estrechos y limpios, la sobriedad de los muebles, con ligeras concesiones ornamentales en los herrajes que exhalan un sutil aroma art nouveau y, por supuesto, detalles de un kistch congruente con la estética ecléctica de las primeras décadas del XX. Se nos transmite una voluntad de orden y hasta de cierta pretensión estilística, pero sin estridencias, discreta. Como, por otra parte, uno imagina que corresponde a un trabajador de recursos limitados quien, pese a todo, logra crear su refugio individual frente a la opresión agobiante del sistema. Refugio, en todo caso, hasta cierto punto, como recuerda el feo contraste de los tubos y enseguida (poco después de la escena que adjunto) comprobará ese hombre tranquilo y ajeno a la que le espera. Era un hombre bueno, dirá más tarde su mujer casi enloquecida; pero la bondad no cuenta para nada en esta película.

La vivienda justo encima de la de esa idílica familia ofrece una imagen completamente distinta. Un complejo residencial con dos caras incongruentes: la exterior y la interior; además, podemos suponer que cada una de las celdas que alberga tiene su propia individualidad, siempre con el denominador común de los tubos. Cuesta ahora reconocer la similitud entre las paredes y demás elementos de la arquitectura interior que habrían de ser iguales en todos los pisos del edificio. La razón es que, mientras en la vivienda anterior todo era orden y detallismo, aquí es caos y provisionalidad. Fotos sin marcos dispuestas aleatoriamente sobre una pared, una estantería metálica de almacén, televisor años sesenta reflejado en espejos inclinados, una cama casi a ras de suelo con una colcha que parece patchwork. Aquí tiene que habitar una persona joven, que pasa poco tiempo en casa, soltera, por supuesto. Se trata, en efecto, de una chica camionera, la Julieta de la historia.

Aquí la tenemos, tomando un baño (la cámara ha ido acercándonos desde la habitación de la imagen anterior). ¿De qué época son esos sanitarios? El alicatado cutre hasta 1,60, la bañera, alzada sobre cuatro patas que no pegan demasiado, el lavabo, la grifería, el calentador (geniales los chorretones de óxido sobre los azulejos), el váter oscuro y sin tapa, ese paño que parece de hule tapando el ventanuco, el estantillo de alambre plastificado en el que la mujer acumula botes. Quitando la suciedad y el desorden, me recuerda el baño de la casa de mis abuelos en un edificio del XIX cerca de la glorieta de Quevedo. La nota discordante es la pantallita de televisión sostenida por un soporte tipo lámpara flexo: modernidad de los cincuenta (por cierto, la chica está viendo una película de los hermanos Marx). En esta estética los tubos no parecen tan fuera de lugar como en el piso de la planta inferior.
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Todas las imágenes provienen de la misma película; supongo que la mayoría sabrá su título y quien lo ignore puede entretenerse un ratito averiguándolo. Este fin de semana la conseguí en alta definición y volví a verla después de muchos años. Disfruté enormemente del barroquismo visual y, muy especialmente, del intencionadísimo y espectacular uso que el director hace de la arquitectura. Para perder un poco el tiempo y desconectar del frenético ritmo laboral en el que estoy, estas dos últimas noches me he dedicado a ir haciendo pantallazos de "escenas arquitectónicas". Esta primera serie trae la arquitectura los proletarios; ya añadiré otros posts sobre las restantes arquitecturas de la peli: la de los ricos, la de los burócratas, la del poder ... Al final, me gustaría mostrar las referencias reales que inspiraron al director. Claro que todo eso será si mi veleidad lo permite.

PS: Para ver bien las imágenes (aunque las he pasado a jpg para que pesaran menos e imagino que han perdido calidad), recomiendo que hagan un clik sobre cada una de ellas.

CATEGORÍA: Todavía no la he decidido

viernes, 6 de junio de 2008

Negatividad

La negatividad es la actitud de quienes tienden a ver el lado desfavorable de las cosas. Los pensamientos y los sentimientos están muy interrelacionados, no en vano están hechos de la misma "materia". No es ningún descubrimiento que cuando en uno predominan emociones "negativas" tiende a ver la realidad con pesimismo; encuentra defectos por doquier a casi todo, piensa que las cosas van a salir mal, etc. Tampoco es una novedad que esa negatividad refuerza el decaimiento emocional.

Creo que la mayoría de las personas, cuando admiten (que no es frecuente) que en ellos predominan pensamientos negativos lo justifican por su "bajo estado emocional". Es que no te puedes imaginar los problemas que estoy sufriendo, pueden decir, ¿cómo no he de ver las cosas con pesimismo? También es normal que digan que hasta que no mejore su estado de ánimo no pueden abandonar su negatividad. Parecieran asumir que su actitud mental deriva necesariamente de su situación emocional, y que no pueden hacer nada para cambiar ésta ni tampoco, consecuentemente, sus pensamientos. Así, resulta que seríamos esclavos de nuestras emociones, que nos poseen o liberan al margen de nuestra voluntad.

Sin embargo, también compruebo que hay mucha gente que tiene la tendencia, casi al margen del estado emocional coyuntural, a pensar negativamente. Me pregunto si, en esos que han hecho de la negatividad casi un hábito, el motivo se encuentra en el estado de ánimo. Sea así o no, estoy convencido de que el pensamiento negativo no conduce precisamente a la felicidad. Digo más: también estoy convencido de que esforzarse en pensar positivamente contribuye a dificultar la aparición o permanencia de sentimientos negativos. Y por último: es posible, aunque difícil, pensar y actuar en positivo incluso en estados emocionales bajos (por supuesto, antes de que lleguemos a situaciones cercanas a lo patológico, tales como depresiones).

En esta semana, la primera en la que estoy plenamente volcado en mis nuevas tareas, me he encontrado con al menos tres personas con fuertes actitudes negativas hacia el trabajo que hemos de desarrollar. A las tres ya las conocía bien, así que no me han sorprendido. Pero no ha dejado de llamarme la atención cuánto sus actitudes estaba limitándoles su capacidad para ser efectivos en los objetivos que pretendemos. Con el efecto añadido de generar un clima de "mal rollo" hacia los demás, a modo de un virus insidioso que se filtra sutilmente y va minando las ilusiones y creatividad. Para ser más explícito: me estoy refiriendo a esas personas que insisten continuamente en los problemas, los fallos, las dificultades de cualquier empresa y apenas en lo que hay que hacer para llegar a donde se quiere.

A raíz de ello, se me ha ocurrido pensar en otras personas y he comprobado cuánto abundan las actitudes negativas, no sólo referidas al ámbito laboral. Debe producir un cierto morbo el regodearse en ver el lado malo de las cosas, dada la complacencia con que tantos insisten en esa actitud. Incluso los que se dan cuenta (por sí mismos o porque alguien se lo hace notar) de que con la negatividad lo único que propician es su infelicidad y la de quienes los quieren, son incapaces, no ya de cambiar de actitud, sino ni siquiera de interiorizar de verdad que merece la pena esforzarse en hacerlo.

Pondré un ejemplo que parece tonto. Hace ya tiempo me dijeron que hay que tratar de sonreír, habituarse a esbozar una leve sonrisa (no una mueca pánfila) en la cara, de modo que logremos que esa sea la expresión normal, relajada, de nuestro rostro. El hábito sí hace al monje y en este caso, además, es perfectamente explicable por las conexiones entre los rasgos faciales y la actividad neuronal. Si uno consigue, mediante el esfuerzo consciente al principio, convertir la sonrisa en la expresión "por defecto", reducirá muy significativamente la aparición de los estados de bajón emocional. Y si uno está en uno de esos estados y se fuerza a sonreír, contribuirá a atenuarlo. Alguien muy querido me dijo que es muy difícil sonreír cuando se está de mal humor (o triste, o ...). Es muy difícil, ya lo sé, pero no imposible; en todo caso, más difícil es estar triste cuando se sonríe. Lo gracioso es que aunque esa persona admite que esforzarse para convertir la sonrisa en su expresión habitual sería bueno para su estado de ánimo, no lo hace. Y cuando, viéndola con cara seria, le digo que sonría, puede contestarme de malos modos que la deje en paz.

El ejemplo tonto de la sonrisa puede extrapolarse a mil pequeños detalles parecidos y, por supuesto, a la forma de pensar. No basta con saber que el pensamiento negativo es un obstáculo para nuestra felicidad; hay que creérselo o, como a veces digo, saberlo no con la cabeza sino con las tripas. E, inmediatamente, ponerse manos a la obra, esforzarse conscientemente en actuar contra nuestras tendencias, sean de carácter o aprendidas, para cambiar esos hábitos mentales. Pero, como ya he dicho, paradójicamente la mayoría de la gente no lo hace; pareciera que se empeñan en sufrir.

No deja de ser también gracioso que la misma persona a la que antes me refería me dijera hace poco que le encanta mi buen humor. Porque ese buen humor no es, en mi caso, espontáneo o, al menos, no lo ha sido siempre; es resultado de esos esfuerzos pasados para desterrar actitudes propias de la negatividad. Gracias a ellos, mi actitud mental "por defecto" es bastante positiva, lo cual no obsta para que pase por alguno que otro bache, ya que la vida se encarga de darnos a todos motivos para ello.

Lo cierto es que cada vez valoro más rodearme de personas que vean las cosas de modo favorable, constructivo. Por lo mismo, cada vez noto una cierta tendencia, quizá sea una forma de autoprotección, a alejarme de quienes se empeñan en perseverar en la negatividad. Si se trata de personas a quienes quiero, procuro animarles a que den pasos en la dirección que he descrito, pero la verdad es que mis éxitos son escasos. Sin duda debido a mis pobres capacidades para llegar a sus tripas (me es mucho más fácil en el plano racional). Pero también, válgame como excusa, debido a que casi nadie cambia (o se esfuerza en cambiar) si no sale de él mismo, le digan lo que le digan.

Constatados mis fracasos (y tardo en rendirme) lo que siento es pena. Pena por la persona que quiero, porque compruebo impotente que podría ser mucho más feliz, pasárselo mucho mejor, y eso no ocurre porque "no quiere". Y también algo de pena por mí, porque constato que yo también podría ser mucho más feliz con esa persona si se empeñara en ir despojándose de la negatividad. Pero, como trato de ser positivo, procuro no regodearme en ese sentimiento y confiar (¿seré un iluso?) en que esas personas irán poco a poco cambiando sus actitudes. También procuro no dejar que me afecten los efectos erosivos de la negatividad.


CATEGORÍA: Reflexiones sobre emociones

domingo, 1 de junio de 2008

El robo de la Mona Lisa (III)

En 1820, cuando el país recién estrenaba independencia, llega a Buenos Aires un español de dudoso origen. Dice ser el marqués de Valfierno y que su fortuna -dos bolsas cargadas de monedas de oro- procedía de la venta de las tierras de su fallecido padre, quien sería hijo natural nada menos que de Carlos IV, concebido durante el exilio del monarca español en Bayona. Las fechas, dicho sea de paso, no cuadran; si fue verdad que el triste Borbón tuvo un hijo en esos tiempos, no alcanzaría todavía la veintena cuando el que se decía su hijo arribó a Buenos Aires. Pero ya entonces entre los porteños corrieron rumores muy distintos sobre la identidad del forastero. Se decía que este Eduardo Valfierno formaba parte en España de una banda de salteadores de caminos (montoneros se llamaban) y que el oro era el botín robado a una diligencia en los campos manchegos. También se musitaba que el joven Eduardo había escapado de sus compinches, desplumándoles, tras haber preñado a la hija del jefe. Como fuera, el recién llegado se instaló acomodadamente entre las clases altas de la joven república e incluso casó a su primogénito, Nicanor, con una Ezcurra, familia política del famoso prócer argentino Juan Manuel de Rosas, por entonces gobernador de la provincia bonaerense. Dato importante: tanto a este primer Valfierno, como a su hijo Nicanor y a su nieto Eduardo les apasionaba el juego.

Este sería el origen familiar del Eduardo Valfierno, que habría nacido un 23 de mayo de 1870 en la calle Defensa de Buenos Aires y, cuatro décadas más tarde, organizado (¿o no?) el robo de la Gioconda. Pero esta historia dista mucho de ser fiable. La que he contado viene a ser la versión que aparece en la novela “El robo de La Gioconda - una historia argentina” de Diego Ramiro Guelar (Grupo ILHSA, 2004). Pero hay otra novela también argentina sobre el mismo personaje que nos cuenta una historia muy diferente; se trata de Valfierno, de Martín Caparrós, ganadora del Premio Planeta argentino en 2004. Según Caparrós, este caballero nació en Rosario de Santa Fe (más o menos por las mismas fechas que dice Guelar), de madre soltera. A los diecinueve años lo encarcelaron por pertenecer a un grupo anarquista y cuatro años después se embarcaba en un carguero para recorrer mundo y cursar la maestría de estafador. De vuelta de su periplo, se radica en Buenos Aires y se dedica a los más variopintos oficios, incluyendo el de administrador de un prostíbulo. Parece que durante esos años se documentó concienzudamente para crearse una nueva personalidad y hacerse un experto en arte. Hacia los últimos años del XIX, según esta versión, se presentaría como Eduardo Valfierno y contaría una biografía de estancias en París, fortunas despilfarradas y títulos nobiliarios españoles.

La versión de Caparrós parece más atrayente que la de Guelar, pues nos presenta a un estafador que se hace a sí mismo, cuya primera estafa es justamente inventarse el propio personaje. En lo que ambos coinciden (y no sólo ellos) es en que, hacia mediados de su treintena, Valfierno dirigió sus intereses al arte. Empezó como marchante, intermediando en la venta de cuadros en Buenos Aires, seguramente avalado por su presunto origen nobiliario e imaginativos contactos europeos. Pero pronto derivó hacia el comercio de falsificaciones; sin duda a partir de que se cruzó con Yves Chaudron, otro personaje imprescindible en esta historia.

Poco he logrado averiguar de este Chaudron; era un pintor francés, de Lyon o de Marsella (depende la fuente), con una habilidad extraordinaria para la copia. Tampoco me ha quedado claro si Valfierno lo conoció en París o en Buenos Aires, aunque parece que fue en esta última ciudad donde ambos estrecharon su sociedad delictiva. ¿Por qué fue el francés a la Argentina? Sin duda porque no le debían ir demasiado bien las cosas en Europa; es más probable que se hubiese metido en algún lío debido a sus actividades. Podemos imaginar, si así nos apetece, que Valfierno le había previamente ofrecido "asilo" o que fue el azar el que los juntó en la capital americana. En algún sitio he leído que, al conocerse, Chaudron le confesó a Valfierno que creía ser la reencarnación de Leonardo, que había pintado ya varias de sus obras (sobre todo la Mona Lisa) poniendo en estas nuevas versiones lo que al genio italiano no le había dado tiempo. Él no se consideraba un falsificador; decía que "un artista que copia es mas hábil que el copiado. El artista copiado no ha hecho más que dar libertad a sus instintos: hace lo que le sale, lo que puede. En cambio el que copia se fuerza, se tuerce para hacer lo que el otro hizo sin querer. Lo que en uno fue naturaleza, en el otro es arte". Parece, en todo caso, que Chaudron le pidió ayuda a Valfierno para curarse de su locura.

Valfierno no sólo no lo curó, sino que le alabó su genio, animándole a perseverar en ser Leonardo. Seguramente empezaría ya desde entonces a madurar su atrevido plan. Pero antes, todavía en Buenos Aires, se dedicó a colocar en el mercado pinturas de Chaudron atribuidas a artistas más célebres. Imagino que serían los ensayos previos, necesarios para asegurarse de que la sociedad funcionaba. También valdrían para introducirse en ese mundo, conocer los nombres de millonarios coleccionistas, dispuestos a pagar discretamente grandes sumas por obras de arte robadas.

Los dos amigos dejan finalmente Buenos Aires para ir a París. ¿Tenía ya el argentino pergeñado su plan o, como dice Caparrós, escapan al haber sido descubiertas sus actividades ilícitas? Ambas hipótesis pueden conciliarse, así que no importa demasiado. Lo cierto es que, nada más instalados en Francia, Valfierno pide Chaudron que pinte seis copias perfectas de la Gioconda. Debía ser hacia el principio de 1910, porque al Leonardo reencarnado le llevó más de un año acabarlas. Hubo de conseguir tablas antiguas y pigmentos de los que se usaban en el Renacimiento; acabada cada una de las copias, además, se esmeró en "envejecerlas". Mientras tanto, Valfierno se encargaba de la manutención de ambos mediante el viejo negocio (entre Mona Lisa y Mona Lisa, Chaudron hubo de pintar algún que otro cuadro; parece que un Murillo, entre otros), pero también de ir haciendo los pertinentes contactos. Así, se dirige por carta a unos cuantos millonarios ofreciéndoles la Gioconda. Nueve de ellos se muestran interesados (cinco estadounidenses, dos ingleses, un alemán y un brasileño), dispuestos a concretar los detalles de la transacción. Si es verdad, el robo tenía ya que haberse producido pues, de otra forma, en el mejor de los casos, las personas contactadas habrían considerado las cartas como una simple broma. Sin embargo, si las recibieron cuando ya la Mona Lisa había desaparecido, la oferta adquiría verosimilitud, máxime para unos coleccionistas ansiosos de poder colgar la tabla en sus mansiones. Pero, entonces, asombra la audacia del argentino dedicando tanto tiempo y esfuerzo antes de saber siquiera si iba a ser capaz de robar la pintura de Leonardo.

Estas objeciones son resueltas en la novela de Guelar, haciendo que Valfierno y Chaudron se conociesen en París, justamente en los salones del Louvre. En esta versión, el argentino habría llegado a Francia también perseguido por sus estafas bonaerenses, pero sin ningún plan sobre la Mona Lisa. Chaudron, al conocerse, ya tendría pintadas las seis copias y saberlo fue lo que le dio la idea a Valfierno. La locura del francés y la voluntad de afianzarla del argentino encajan también (incluso más) en esta otra hipótesis. Lo que no deja de sorprender es la enorme casualidad de que se cruzasen tan oportunamente el hambre y las ganas de comer, el genial falsificador y el imaginativo estafador. Aunque no sé por qué me sorprende ya que, últimamente, no paro de comprobar cuánto le gusta al azar enredar la historia.

Aceptemos pues que, en la primavera de 1911, Valfierno dispone de seis indistinguibles copias de la Mona Lisa y las direcciones de algunos millonarios a quienes podría ofrecérselas. Claro que para que las ventas sean posibles el original ha de ser robado. Es aquí cuando aparece nuestro Peruggia; pero, ¿cómo lo conoció Valfierno? No encuentro ninguna explicación suficientemente detallada en Internet (quizá en alguno de los varios libros que tratan del asunto, pero no los he leído). Guelar habla de unos italianos, los Lancelotti, conocidos del argentino y que le pondrían en contacto con Peruggia; Caparrós introduce a una mujer en la trama, una tal Valerie Larbin que habría sido quien señaló al lombardo. También nos queda el recurso, nuevamente, al azar: que Valfierno se topase con Peruggia, a lo mejor mientras éste aún trabajaba en el Louvre, hablase con él y descubriese que su nacionalismo y odio a los franceses podrían utilizarse en su plan. No es inverosímil barruntar que la patraña de que la Mona Lisa había sido robada por Napoleón se la sugiriese el taimado argentino al inocente carpintero. Así, añadiendo a los argumentos patrióticos, la promesa de una buena cantidad de dinero, Valfierno convenció a Peruggia para que llevase a cabo el robo, lo que éste efectivamente hizo.

Cabe suponer que en cuanto la sensacional noticia fue mundialmente conocida Valfierno envió sus cartas, recibió las respuestas y seleccionó a los seis compradores. Acordados los tratos, las tablas falsas se enviaron por correo y el argentino recibió los pagos en bancos suizos. No está clara la cantidad que obtuvo; Seymour Reit, autor del libro "The Day They Stole the Mona Lisa" (1981), dice que entre treinta y sesenta millones de dólares, pero otras fuentes rebajan considerablemente estas cifras. Chaudron obtuvo el 30% de los ingresos. Ambos socios dejaban definitivamente atrás sus penurias y podrían vivir lujosamente hasta sus muertes. En cuanto a Peruggia, el 21 de octubre, dos meses después del robo, recibió en su pensión (en la misma en la que escondía la Gioconda) una maleta con 300.000 liras. Sin embargo, nada se sabe de ese dinero; de hecho, Vincenzo salió de la cárcel casi sin una lira en el bolsillo.

Excluyendo el dudoso envío del dinero, Valfierno no contactó nunca con Peruggia después del robo. Él no quería la Mona Lisa, cuya posesión era sin duda peligrosísima; sólo necesitaba que permaneciese desaparecida el tiempo suficiente para cobrar sus estafas y darse el piro. Peruggia fue el séptimo estafado. Es fácil imaginar su nerviosismo esperando que el falso marqués le pidiese la tabla para devolverla a la Patria (Valfierno le había dicho que iba a venderla a un coleccionista italiano). El constante silencio, prolongado durante más de dos años, tuvo que ser angustioso para el pobre carpintero. Al final se convencería de que había sido burlado y vio en el anuncio del galerista florentino la única opción disponible para salir del embrollo.

Chaudron se casó en París con una rusa y se trasladó a Los Angeles, donde siguió pintado para la gente de Hollywood. Valfierno se mudó a Nueva York donde, en 1915, se casó con la hija de un magnate bostoniano, impresionada, imagino, ante un marqués millonario. Más tarde, aconsejado por un amigo, invirtió casi toda su fortuna en la bolsa y quedó prácticamente arruinado con la crisis de 1929. En 1931, poco antes de su muerte, le confesó a un periodista norteamericano, un tal Decker, la "verdadera" historia del robo de la Gioconda. Aportó múltiples datos, incluso el nombre de quienes habían comprado las copias. No he leído esa entrevista (me encantaría conseguirla) pero debió ser muy convincente porque, veinte años después del golpe, no se tomó como una invención estrafalaria.

Sin embargo, nadie corroboró la versión de Valfierno. ¿Sería ésta la última mistificación del argentino? Pero, aunque no fuera cierta, no puede negarse que la historia es fascinante y que da, ciertamente, para varias novelas, cada una con sus propias versiones.


CATEGORÍA: Personas y personajes