Muertes
Hoy ha sido día de funeral. Ayer por la tarde, en medio de una reunión de trabajo en Madrid, me telefoneó mi ex para decirme que acababa de morir el abuelo de su hijo (al que considero también como mío). Me quedé de piedra porque no sabía nada. Hará poco más de un mes, en una revisión rutinaria, le dijeron que convendría ponerle un by-pass y casi enseguida le operaron. Era un hombre de setenta y cinco años, del sur de la isla, que nunca había estado en un hospital. La intervención fue bien, aunque él se quejaba de dolores al respirar y le costaba mucho dormir. De hecho, la vez que fui a visitarlo se había quedado dormido viendo la tele, de tan cansado que estaba. Le dieron el alta y volvió para casa, con algunas molestias leves. La última vez que hablé con mi hijo, la mañana del sábado 5, me contó que había tenido una leve taquicardia pero que ya estaba bastante bien y parecía que se iba recuperando.
Pues resulta que esa misma noche sufrió un ictus. Estuvo ingresado dos semanas durante las cuales empezaron a fallarle progresivamente el sistema vascular, el respiratorio y el cerebro. Yo no supe nada; nadie me llamó ni yo, la verdad, volví a interesarme por su estado, convencido de que estaba en su casa y, por otro lado, inmerso en la vorágine de trabajo de la que no tengo modo de escapar. La noticia, como ye he dicho, me impactó. Era un hombre bueno, muy tranquilo y generoso, en cuya casa he estado multitud de veces como un hijo más. Esta mañana, después de un madrugón para coger el primer avión a Tenerife, llegué a mi casa para bajar con mi ex a Granadilla, el pueblo donde ha sido el velatorio, el funeral y el entierro. Acabo de regresar hace un rato, muy impresionado por el dolor de todos (su viuda está absolutamente destrozada) y por la enorme cantidad de gente que lo quería.
Pero además hoy me he enterado de otra muerte ocurrida hace unos meses que también me ha descolocado. Se trata de una persona a la que conocí profesionalmente y con la que llegué a tener gran amistad, Enrique Copeiro, ingeniero de caminos. Enrique era un ingeniero singular, además de una bellísima e interesantísima persona. Se dedicaba al estudio de las dinámicas marinas litorales y a las obras costeras. Su cualificación técnica estaba fuera de dudas y todos sus colegas, por más que lo denostaran, le reconocían la máxima autoridad profesional. Pese a su valía apenas pudo llevar a la práctica la multitud de propuestas y proyectos de intervención en numerosos tramos litorales. ¿Por qué? Pues porque el litoral español es "propiedad" de la Dirección General de Costas y Enrique disentía de la forma de hacer de este organismo, de las directrices de "ingeniería dura" (espigones con escolleras ciclópeas con mínimas adaptaciones al lugar) que imponía a quienes querían conseguir un proyecto oficial. Los responsables de costas le tenían tal inquina que negaban cualquier propuesta de ayuntamientos u otras administraciones públicas si estaba elaborada por él. El caso más escandaloso fue un concurso de proyectos para el malecón de La Habana que hacia mediados de los noventa, con excusa de la celebración del centenario de la independencia cubana (y con la verdadera intención de ir situando al capital español con vistas al futuro de la Isla), fue apoyado financieramente por nuestro gobierno. Ganó el proyecto de Enrique con un equipo de urbanistas tinerfeños, pero el Ministerio se empeñó en condicionar la financiación española a que, en vez de ése, se hiciera otro alternativo (bastante peor) redactado por ellos. Al final la cosa quedó en nada porque llegó Aznar y a Cuba "ni agua".
Yo conocí a Enrique a principios de la década pasada, cuando se desplazó a Canarias para colaborar con nosotros en el Plan del Cabildo de mejoras en la costa tinerfeña. Pretendíamos presentar a Costas un repertorio de muchas actuaciones "blandas" para mejorar la accesibilidad al mar, siempre buscando alterar lo mínimo el morfología litoral, los ecosistemas y la dinámica marina y sedimentaria. Por supuesto, todas las propuestas de Copeiro, por más que las peleamos, chocaron con la intransigente negativa del Ministerio. Aun así, muchos de sus trabajos se han convertido en directrices de intervención que pasaron a recogerse en documentos normativos que están vigentes (cuestión distinta es que se respeten como debieran). Hacia finales de los noventa, Enrique se mudó a Gran Canaria y allí desarrolló una intensa actividad de apoyo y asesoramiento en casi todas las broncas de defensa de la costa de esa isla; si se busca en internet, su nombre aparece en varias páginas de grupos ecologistas y asociaciones ciudadanas preocupadas por el litoral.
Mientras estuvo en Tenerife, como ya he dicho, mantuvimos una relación bastante intensa que, de lo profesional pasó rápidamente a la amistad, tanto que durante un par de años estuvo viviendo en un apartamento que yo tenía en una urbanización cercana a Santa Cruz. Nos veíamos frecuentemente y gastábamos muchas horas en largas conversaciones. Tanto mi mujer como yo le teníamos un gran aprecio y disfrutábamos con su actitud ácrata y apasionada. Luego le visitamos un par de veces en su casa rural de Firgas, en el norte de Gran Canaria, donde vivía con su compañera. Le teníamos mucho cariño, aunque cada vez nos viéramos menos.
La última vez que hablé con él fue hacia 2004. Mi ex acababa de salir de una mastectomía por un cáncer de mama y le tocaba empezar con la quimio. Enrique tenía un cáncer desde hacía muchísimos años (era por la zona abdominal, pero no recuerdo con precisión los órganos afectados). En su momento, los médicos lo habían desahuciado dándole como única alternativa, con pocas probabilidades de curación, un tratamiento agresivísimo de quimio y radio. Él se negó y no quiso saber nada más de médicos. Nos dijo que se curó él mismo ordenando a sus células que dejaran de reproducirse patológicamente. Siguió siempre con problemas y molestias, de intensidad variable, pero cuando nos lo contaba llevaba casi treinta años sin haberse muerto como habían asegurado los médicos. Cuando supo que mi mujer tenía cáncer nos llamó para insistir en que no se sometiera a la quimio, pero lo hizo con su apasionamiento habitual y, lo que me dolió mucho, acusándome de que yo la estaba forzando contra su voluntad a recibir ese tratamiento. Fue muy agresivo conmigo en esa conversación y aunque traté de reconducirla no quiso escucharme. Ahora, enterado de su muerte, me quedo con la tristeza de que esa haya sido la última vez que hablé con él. Y es que, aunque a lo largo de estos últimos cinco años a veces lo he recordado, lo cierto es que no he hecho ningún intento de contactar, seguramente porque todavía me quedaban posos de esa conversación. Ya no habrá una nueva ocasión.
La noticia de su muerte me la ha dado mi ex mientras bajábamos en coche al funeral. Lo curioso es que ella lo ha sabido buscando en internet para comprobar una intuición que le había asaltado hace unos meses. Estaba en Gijón, me ha dicho, viendo unas obras en la costa que le recordaron algún proyecto de Enrique y al querer comentárselo a los amigos con los que estaba, sin pensarlo, le salió hablar de él en pasado porque sintió que había muerto. Yo, hace un rato, he hecho el mismo ejercicio de verificación y también he buscado información en la red sobre Copeiro, sin encontrar nada personal, ninguna reseña de su vida y obra, sólo referencias indirectas. Luego he llamado a un amigo que trabajó con él quien me ha contado que murió hace ya unos siete meses, con un tumor que lo estaba ahogando. También me ha dicho que, pese a lo mucho que se desvivió por tanta gente y en tantas guerras, a su funeral fueron poquísimas personas. Yo desde luego habría ido.
Pues resulta que esa misma noche sufrió un ictus. Estuvo ingresado dos semanas durante las cuales empezaron a fallarle progresivamente el sistema vascular, el respiratorio y el cerebro. Yo no supe nada; nadie me llamó ni yo, la verdad, volví a interesarme por su estado, convencido de que estaba en su casa y, por otro lado, inmerso en la vorágine de trabajo de la que no tengo modo de escapar. La noticia, como ye he dicho, me impactó. Era un hombre bueno, muy tranquilo y generoso, en cuya casa he estado multitud de veces como un hijo más. Esta mañana, después de un madrugón para coger el primer avión a Tenerife, llegué a mi casa para bajar con mi ex a Granadilla, el pueblo donde ha sido el velatorio, el funeral y el entierro. Acabo de regresar hace un rato, muy impresionado por el dolor de todos (su viuda está absolutamente destrozada) y por la enorme cantidad de gente que lo quería.
Pero además hoy me he enterado de otra muerte ocurrida hace unos meses que también me ha descolocado. Se trata de una persona a la que conocí profesionalmente y con la que llegué a tener gran amistad, Enrique Copeiro, ingeniero de caminos. Enrique era un ingeniero singular, además de una bellísima e interesantísima persona. Se dedicaba al estudio de las dinámicas marinas litorales y a las obras costeras. Su cualificación técnica estaba fuera de dudas y todos sus colegas, por más que lo denostaran, le reconocían la máxima autoridad profesional. Pese a su valía apenas pudo llevar a la práctica la multitud de propuestas y proyectos de intervención en numerosos tramos litorales. ¿Por qué? Pues porque el litoral español es "propiedad" de la Dirección General de Costas y Enrique disentía de la forma de hacer de este organismo, de las directrices de "ingeniería dura" (espigones con escolleras ciclópeas con mínimas adaptaciones al lugar) que imponía a quienes querían conseguir un proyecto oficial. Los responsables de costas le tenían tal inquina que negaban cualquier propuesta de ayuntamientos u otras administraciones públicas si estaba elaborada por él. El caso más escandaloso fue un concurso de proyectos para el malecón de La Habana que hacia mediados de los noventa, con excusa de la celebración del centenario de la independencia cubana (y con la verdadera intención de ir situando al capital español con vistas al futuro de la Isla), fue apoyado financieramente por nuestro gobierno. Ganó el proyecto de Enrique con un equipo de urbanistas tinerfeños, pero el Ministerio se empeñó en condicionar la financiación española a que, en vez de ése, se hiciera otro alternativo (bastante peor) redactado por ellos. Al final la cosa quedó en nada porque llegó Aznar y a Cuba "ni agua".
Yo conocí a Enrique a principios de la década pasada, cuando se desplazó a Canarias para colaborar con nosotros en el Plan del Cabildo de mejoras en la costa tinerfeña. Pretendíamos presentar a Costas un repertorio de muchas actuaciones "blandas" para mejorar la accesibilidad al mar, siempre buscando alterar lo mínimo el morfología litoral, los ecosistemas y la dinámica marina y sedimentaria. Por supuesto, todas las propuestas de Copeiro, por más que las peleamos, chocaron con la intransigente negativa del Ministerio. Aun así, muchos de sus trabajos se han convertido en directrices de intervención que pasaron a recogerse en documentos normativos que están vigentes (cuestión distinta es que se respeten como debieran). Hacia finales de los noventa, Enrique se mudó a Gran Canaria y allí desarrolló una intensa actividad de apoyo y asesoramiento en casi todas las broncas de defensa de la costa de esa isla; si se busca en internet, su nombre aparece en varias páginas de grupos ecologistas y asociaciones ciudadanas preocupadas por el litoral.
Mientras estuvo en Tenerife, como ya he dicho, mantuvimos una relación bastante intensa que, de lo profesional pasó rápidamente a la amistad, tanto que durante un par de años estuvo viviendo en un apartamento que yo tenía en una urbanización cercana a Santa Cruz. Nos veíamos frecuentemente y gastábamos muchas horas en largas conversaciones. Tanto mi mujer como yo le teníamos un gran aprecio y disfrutábamos con su actitud ácrata y apasionada. Luego le visitamos un par de veces en su casa rural de Firgas, en el norte de Gran Canaria, donde vivía con su compañera. Le teníamos mucho cariño, aunque cada vez nos viéramos menos.
La última vez que hablé con él fue hacia 2004. Mi ex acababa de salir de una mastectomía por un cáncer de mama y le tocaba empezar con la quimio. Enrique tenía un cáncer desde hacía muchísimos años (era por la zona abdominal, pero no recuerdo con precisión los órganos afectados). En su momento, los médicos lo habían desahuciado dándole como única alternativa, con pocas probabilidades de curación, un tratamiento agresivísimo de quimio y radio. Él se negó y no quiso saber nada más de médicos. Nos dijo que se curó él mismo ordenando a sus células que dejaran de reproducirse patológicamente. Siguió siempre con problemas y molestias, de intensidad variable, pero cuando nos lo contaba llevaba casi treinta años sin haberse muerto como habían asegurado los médicos. Cuando supo que mi mujer tenía cáncer nos llamó para insistir en que no se sometiera a la quimio, pero lo hizo con su apasionamiento habitual y, lo que me dolió mucho, acusándome de que yo la estaba forzando contra su voluntad a recibir ese tratamiento. Fue muy agresivo conmigo en esa conversación y aunque traté de reconducirla no quiso escucharme. Ahora, enterado de su muerte, me quedo con la tristeza de que esa haya sido la última vez que hablé con él. Y es que, aunque a lo largo de estos últimos cinco años a veces lo he recordado, lo cierto es que no he hecho ningún intento de contactar, seguramente porque todavía me quedaban posos de esa conversación. Ya no habrá una nueva ocasión.
La noticia de su muerte me la ha dado mi ex mientras bajábamos en coche al funeral. Lo curioso es que ella lo ha sabido buscando en internet para comprobar una intuición que le había asaltado hace unos meses. Estaba en Gijón, me ha dicho, viendo unas obras en la costa que le recordaron algún proyecto de Enrique y al querer comentárselo a los amigos con los que estaba, sin pensarlo, le salió hablar de él en pasado porque sintió que había muerto. Yo, hace un rato, he hecho el mismo ejercicio de verificación y también he buscado información en la red sobre Copeiro, sin encontrar nada personal, ninguna reseña de su vida y obra, sólo referencias indirectas. Luego he llamado a un amigo que trabajó con él quien me ha contado que murió hace ya unos siete meses, con un tumor que lo estaba ahogando. También me ha dicho que, pese a lo mucho que se desvivió por tanta gente y en tantas guerras, a su funeral fueron poquísimas personas. Yo desde luego habría ido.
CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas
Las frases hechas ya sabemos lo que son, pero a veces aciertan implacablemente: te acompaño en el sentimiento, Miros. Hace tiempo tuve una experiencia muy similar con mi amigo Antonio Estevan, también ingeniero y podríamos decir que ecologista, si ese término no se hubiera banalizado tanto. En unos momentos así da la impresión de que se nos van los mejores y encima atropellados por los triunfadores oportunistas que pusieron escollos a su obra, pero no es cierto del todo. Lo sé, porque sin ellos este lamentable mundo, donde “triunfan” los oportunistas en lo inmediato, sería mucho peor de lo que es. Pero da mucha pena, y mucha rabia. Otros, peores, tiramos la toalla hace tiempo.
ResponderEliminarUn abrazo
Lo siento mucho Miros. Un beso.
ResponderEliminarLo siento. Un abrazo
ResponderEliminarUn beso.
ResponderEliminaraunque muy tarde, lo siento
ResponderEliminarhe comprobado que los bloggers huyen de los posts necrológicos como de la muerte misma.
De algún modo, este texto encarna aquella conversación que nunca fue. Un beso,
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