Consulta con el dermatólogo
La semana pasada pedí cita con el dermatólogo para la revisión que me hago anualmente. Este médico atiende en dos consultas, una en Santa Cruz y otra en La Laguna, que es a la que voy desde siempre (desde hace unos años). Llamé tras consultar el número de teléfono que tengo apuntando en la agenda del ordenador y que es, acabo de comprobarlo, el de La Laguna. Por tanto, cuando hablé con la enfermera, di por supuesto que la cita que me fijó para hoy a la una de la tarde era en esta ciudad. Así que, pocos minutos antes de esa hora, he salido de mi oficina y he caminado los escasos cuatrocientos metros y he subido al tercer piso del feo edificio en el que está la consulta dermatológica. La puerta estaba cerrada y en el rellano de la escalera, en una de las cuatro sillas que ahí habían colocado, estaba sentada una chica, esperando.
Le pregunto si tiene cita y me confirma que sí, con el mismo médico que yo y a la misma hora. Qué raro, comentamos, que esté cerrada la consulta; en fin, ambos suponemos que en breve la abrirán. Me siento y me pongo a leer el libro que previsoramente he traído. Pasa un rato, son ya más de la una y cuarto, y la consulta sigue cerrada. Volvemos a comentar entre nosotros lo extraño que nos parece. Me levanto y toco fuerte en la puerta (no hay timbre). Nadie abre, dejo pasar un ratito, y repito la llamada, golpeando más fuerte y ruidosamente. Una enfermera abre, con expresión a medias entre la sorpresa y el enfado. Hoy no hay consulta, nos dice. Pero si tenemos cita, contestamos ambos. No puede ser, nos dice, los miércoles el doctor está en Santa Cruz.
Nos hace pasar y nos pregunta nuestros nombres. Llama a su compañera de la consulta de Santa Cruz y, en efecto, tenemos cita allí (yo a la una y ella a la una y cinco). Pero, le digo, yo telefoneé a La Laguna, y lo mismo afirma la chica. No puede ser, nos asegura ella, los ordenadores no están conectados entre si, de modo que desde La Laguna no podemos dar cita para Santa Cruz ni a la inversa; o sea, si ustedes están apuntados en la consulta de Santa Cruz necesariamente han tenido que llamar a Santa Cruz. No tengo ningún motivo para dudar de la veracidad de lo que dice (¿para qué querría engañarnos?) pero estoy seguro de que llamé a La Laguna. Quizá hayan desviado el teléfono, de modo que salte de una consulta a otra. No, de ninguna manera, me asegura.
Bueno, misterios que ocurren. La chica pide que le pasen la cita al lunes. Yo, en cambio, opto por bajar a Santa Cruz, aprovechando que me dicen que el médico tiene un hueco y podrá atenderme. Justo antes de irnos, la chica coge mi libro que he dejado en el mostrador. Oye, le digo, que ése es mi libro. No, me contesta, es mío. No parece estar bromeando. Pero, si es el que he estado leyendo mientras esperábamos, ¿no te has dado cuenta? Parece dudar; apoya su bolso en el mostrador y pone el libro al otro lado, como para evitar que yo se lo arrebate. En un instante, del bolso saca un ejemplar del mismo libro, también en la edición de bolsillo. Enrojece súbita e intensamente. Perdona, me dice, y extiende las manos, en cada una uno de los libros, idénticos ambos. Me sonrío; qué casualidad, le digo, no pasa nada.
Bajamos en el ascensor, intercambiando opiniones sobre la novela; a los dos nos está gustando mucho. Al salir a la calle, veo que están ambos tranvías lo que significa que uno va a arrancar enseguida. Me despido apresuradamente y corro para que no se me escape. Me siento en la parte delantera y abro el libro por donde está el marcador, uno publicitario de la editorial Salamandra que me dieron en la librería cuando compré la novela. Empiezo a leer y enseguida me doy cuenta de que esos textos los he leído justamente hace un rato, durante el cuarto de hora que estado esperando en el rellano de la escalera. ¿Coloqué mal el marcador? Me extraña mucho haber errado en un gesto tan repetido. Tengo un pálpito y me pongo a pasar las hojas. Hacia el final del libro aparece una tira de cuatro fotos de carné de la chica. Vaya.
Le pregunto si tiene cita y me confirma que sí, con el mismo médico que yo y a la misma hora. Qué raro, comentamos, que esté cerrada la consulta; en fin, ambos suponemos que en breve la abrirán. Me siento y me pongo a leer el libro que previsoramente he traído. Pasa un rato, son ya más de la una y cuarto, y la consulta sigue cerrada. Volvemos a comentar entre nosotros lo extraño que nos parece. Me levanto y toco fuerte en la puerta (no hay timbre). Nadie abre, dejo pasar un ratito, y repito la llamada, golpeando más fuerte y ruidosamente. Una enfermera abre, con expresión a medias entre la sorpresa y el enfado. Hoy no hay consulta, nos dice. Pero si tenemos cita, contestamos ambos. No puede ser, nos dice, los miércoles el doctor está en Santa Cruz.
Nos hace pasar y nos pregunta nuestros nombres. Llama a su compañera de la consulta de Santa Cruz y, en efecto, tenemos cita allí (yo a la una y ella a la una y cinco). Pero, le digo, yo telefoneé a La Laguna, y lo mismo afirma la chica. No puede ser, nos asegura ella, los ordenadores no están conectados entre si, de modo que desde La Laguna no podemos dar cita para Santa Cruz ni a la inversa; o sea, si ustedes están apuntados en la consulta de Santa Cruz necesariamente han tenido que llamar a Santa Cruz. No tengo ningún motivo para dudar de la veracidad de lo que dice (¿para qué querría engañarnos?) pero estoy seguro de que llamé a La Laguna. Quizá hayan desviado el teléfono, de modo que salte de una consulta a otra. No, de ninguna manera, me asegura.
Bueno, misterios que ocurren. La chica pide que le pasen la cita al lunes. Yo, en cambio, opto por bajar a Santa Cruz, aprovechando que me dicen que el médico tiene un hueco y podrá atenderme. Justo antes de irnos, la chica coge mi libro que he dejado en el mostrador. Oye, le digo, que ése es mi libro. No, me contesta, es mío. No parece estar bromeando. Pero, si es el que he estado leyendo mientras esperábamos, ¿no te has dado cuenta? Parece dudar; apoya su bolso en el mostrador y pone el libro al otro lado, como para evitar que yo se lo arrebate. En un instante, del bolso saca un ejemplar del mismo libro, también en la edición de bolsillo. Enrojece súbita e intensamente. Perdona, me dice, y extiende las manos, en cada una uno de los libros, idénticos ambos. Me sonrío; qué casualidad, le digo, no pasa nada.
Bajamos en el ascensor, intercambiando opiniones sobre la novela; a los dos nos está gustando mucho. Al salir a la calle, veo que están ambos tranvías lo que significa que uno va a arrancar enseguida. Me despido apresuradamente y corro para que no se me escape. Me siento en la parte delantera y abro el libro por donde está el marcador, uno publicitario de la editorial Salamandra que me dieron en la librería cuando compré la novela. Empiezo a leer y enseguida me doy cuenta de que esos textos los he leído justamente hace un rato, durante el cuarto de hora que estado esperando en el rellano de la escalera. ¿Coloqué mal el marcador? Me extraña mucho haber errado en un gesto tan repetido. Tengo un pálpito y me pongo a pasar las hojas. Hacia el final del libro aparece una tira de cuatro fotos de carné de la chica. Vaya.
Annie Lennox - Primitive (Diva, 1992)
'Muy bueno! Te metiste en el típico bucle del tiempo, tal vez un agujero de gusano, yo te he metido por mi cuenta en otro, dedicándote por poderosos motivos mi post de hoy.
ResponderEliminarA veces la realidad se arma pequeños líos con el atrezzo y lo reparte mal, o a lo mejor es que no le llega a tiempo el suministro del día y tiene que tiene que repetirse para cubrir el cupo.
ResponderEliminar"...y tiene que tiene que repetirse..." ¿Qué decía yo?
ResponderEliminarVanbrugh escribe “tiene que tiene que repetirse” y de lo que se cuenta en el post ¡ni hablemos! Estas cosas son obra del diablo y deben ser conjuradas.
ResponderEliminarPropongo esta queimada virtual:
Búhos, lechuzas, sapos y brujas. Demonios maléficos y diablos, espíritus de las nevadas vegas. Cuervos, salamandras y meigas, hechizos de las curanderas. Podridas cañas agujereadas, hogar de gusanos y de alimañas. Fuego de las almas en pena, mal de ojo, negros hechizos, olor de los muertos, truenos y rayos. Ladrido del perro, anuncio de la muerte; hocico del sátiro y pie del conejo. Pecadora lengua de la mala mujer casada con un hombre viejo. Infierno de Satán y Belcebú, fuego de los cadáveres en llamas, cuerpos mutilados de los indecentes, pedos de los infernales culos, mugido de la mar embravecida. Vientre inútil de la mujer soltera, maullar de los gatos en celo, pelo malo y sucio de la cabra mal parida. Con este cazo levantaré las llamas de este fuego que se asemeja al del infierno, y huirán las brujas a caballo de sus escobas, yéndose a bañar a la playa de las arenas gordas. ¡Oíd, oíd! los rugidos que dan las que no pueden dejar de quemarse en el aguardiente quedando así purificadas. Y cuando este brebaje baje por nuestras gargantas, quedaremos libres de los males de nuestra alma y de todo embrujamiento. Fuerzas del aire, tierra, mar y fuego, a vosotros hago esta llamada: si es verdad que tenéis más poder que la humana gente, aquí y ahora, haced que los espíritus de los amigos que están fuera, participen con nosotros de esta queimada.
Eso tiene pinta de error en Matrix ¿ te has tomado la pastilla azul o la roja?
ResponderEliminarComo distintas formas vienen a decir Lansky, Vanbrugh y Guadalupe, lo que cuento debe obedecer a algún fallo en la programación de la realidad. Pero disiento de la opinión de Artman: no creo que se trate de cosas del diablo y mucho menos pienso que convenga ningún conjuro; al contrario, este tipo de cosas son las que dan interés a la realidad.
ResponderEliminarAh, Lupe, no recuerdo haber tomado pastillas azules o rojas. La única que tomo por las noches, gris, es para el lavado en seco (que te lo explique nuestro común amigo).
Pues yo pienso que todo podría conducir al encuentro hombre/mujer. La realidad rebasa la repetición cotidiana, perseverante y hasta pesada: las coincidencias se suceden para hacerte pensar por qué.
ResponderEliminarBúscala, tienes la excusa de sus fotos de carnet, encuéntrala, cítate con ella y... desvela el mensaje implícito en los encuentros no buscados. De no hacerlo esta historia no tiene pies ni cabeza, está sin cerrar.
Inquietante, ¿no? Por suerte, uno es muy racional y no se preocupa por ciertas cosas ;)
ResponderEliminarUn beso