miércoles, 29 de junio de 2011

La torre giratoria (2)

Antes de aventurarnos a bajar a la pasarela dejamos rodar hasta ella una pesada piedra a fin de probar su resistencia y, confirmada ésta (ni la más ligera vibración generó el impacto), le tocó a Bailey, el bocazas de la propuesta, apoyar muy despacio su peso, embutido, eso sí, en un arnés del que pendían tres sogas, cada cabo sujeto por uno de los que estábamos sobre "tierra firme". Caminó nuestro compañero con pasos cautelosos pero cada vez más confiados a medida que el puente le mostraba absoluta indiferencia y así llegó en poco rato hacia la mitad, momento en el que no se le ocurrió sino ponerse a saltar, bravuconería inútil y peligrosa porque los botes no hicieron ningún efecto en la rigidez de la estructura pero en cambio, como la superficie era extremadamente pulida, en uno de ellos Bailey resbaló y se desequilibró, quedando con medio cuerpo suspendido en el vacío, a punto de caer al rugiente mar tan lejano allá abajo. Menos mal que las cuerdas lo sujetaron y nos permitieron devolverlo a la plataforma, donde se enderezó a medias con el rostro lívido y ya sin ninguna gana de seguir la aventura. Comenzó entonces a desandar lo avanzado, encorvado el cuerpo como si en cualquier momento fuera a ponerse a gatear, el miedo y el vértigo en sus ojos. En cuanto llegó al borde, brincó ansioso fuera del puente y se tiró sobre la hierba con las palpitaciones todavía aceleradas y ajeno a las chanzas y sarcasmos que a cuenta de su valor nos regodeamos en dedicarle. Pero salvo disminuir el nerviosismo que nos colmaba, nada ganábamos con burlarnos de Bailey y enseguida nos dimos cuenta de que otro de nosotros, menos asustadizo y poco dado a sufrir de vértigo, amén de algo más prudente, debería cruzar enteramente la pasarela y examinar de cerca esa extraña torre, trayéndonos sus observaciones para que en discusión conjunta reflexionáramos sobre la naturaleza y finalidad del misterioso artefacto. Cuando se preguntó si alguien se atrevía, animado de un impulso súbito, me ofrecí voluntario y, una vez pertrechado con el arnés que tan providencial se había revelado, bajé hasta el puente y caminé despacio pero sin pausas (y sin ninguna tontería) hasta el borde extremo de la pasarela, apenas separado una pulgada de la superficie cilíndrica de la torre.

Toqué esa superficie. Era lisa, extremadamente lisa, más incluso que el pavimento del puente. El tacto era muy suave, acogedor, como si invitara a ser tocado, acariciado. Desde luego, esa pared tenía que estar hecha de algún material metálico, pero no se me ocurría cuál podría ser pues no se asemejaba a ninguno de los que yo conocía. Probé su dureza intentando rayarla con una piedra puntiaguda que llevaba en el bolsillo, pero pese a que la apreté intensamente no quedó ninguna seña (tampoco oí el más leve chirrido) y la pequeña roca, en cambio, se desmochó completamente. Sin embargo, cuando apoyaba las palmas de la mano percibía la impresión de que éstas se amoldaban levemente, como si presionaran una materia mullida. Empujé con el índice derecho y el tacto me decía que lo estaba hundiendo en una sustancia casi gelatinosa mientras la vista me mostraba que no se producía la más mínima distorsión en la forma de la superficie metálica. Un espejismo sensorial, sin duda, pero no sabía de cuál de los sentidos. Luego estaba el problema de la temperatura, pues me era difícil decidir si esa pared estaba caliente o fría, que tan pronto me parecía una cosa como la otra, y no eran pequeñas variaciones sino de ardores quemantes a fríos gélidos, pero con tanta rapidez en sus cambios que uno no llegaba a estar seguro de si sentía lo que sentía, que además las oscilaciones térmicas parecían corretear velocísimas por toda la superficie haciéndome sentir una cosa en una mano y otra en la otra. Al poco de mantener las manos sobre el cilindro empecé a pensar que esos movimientos y oscilaciones térmicas eran la muestra de una energía que animaba la torre. Me vino a la cabeza la extraña idea de que estaba tocando la piel de un ser vivo, por la que corrían millones de partículas frenéticas; a lo mejor, lo que notaba equivaldría a células transportadas por algo similar a un flujo sanguíneo o a los impulsos eléctricos de un inmenso sistema nervioso. Fuera lo que fuera, como ya dije, uno se sentía muy a gusto apoyando las palmas sobre la superficie de la torre; a través de ellas me llegaba una especie de vibración de bajísima frecuencia que imaginaba (así lo sentía, al menos) que me subía por los brazos y desde ambos hombros se repartía por todo el interior de mi cuerpo, relajando las vísceras, suavizando los huesos, tonificando los músculos y, sobre todo, dejándome una sensación de paz, de abandono feliz, de somnolencia. No he mencionado todavía la cualidad más llamativa de esa pared curva: que, como habíamos alcanzado a ver desde la isla, se movía, muy despacio pero se movía. Como tenía las palmas de la mano apoyadas, se me iban desplazando siguiendo la rotación de la torre, pero tan lentamente que casi ni me percataba. De hecho, inconscientemente, iba moviendo mis pies hacia la izquierda para mantener la perpendicularidad de los brazos y no despegar las manos, hasta que, al cabo de un rato, los gritos de mis compañeros me sacaron del peligroso ensimismamiento que me embargaba y me di cuenta de que ya un pie rozaba el borde lateral de la pasarela; un poco más y me habría precipitado al abismo marino.

No era tan benévola la sensación de paz que transmitía esa extraña torre, me dije mientras retiraba las manos de su superficie y rectificaba mi posición hasta el centro del puente. Me tomé unos momentos para obligarme a despertar todos mis sentidos, a espabilar mi inteligencia. Pensé que, como primera medida, habría de tomar algunas medidas, tratar de averiguar las dimensiones de la torre, la velocidad a la que rotaba. Ya sabía que era enorme, pues apenas se apreciaba la curvatura de la pared; también había comprobado que el giro era muy lento, pues se habían necesitado cinco o seis minutos para que mi cuerpo se desplazase la mitad del ancho de la pasarela, de unos cinco pies. Pero se me ocurrió que no bastaban burdas aproximaciones, que precisábamos estimar con mayor exactitud las dimensiones físicas de la torre para encontrar en ellas algunas explicaciones. Además, me consideraba suficientemente buen científico como para confiar en resolver, si no todos, sí unos cuantos de los enigmas que derivaban de la existencia de esta construcción cilíndrica. Mientras todas estas ideas me rondaban la cabeza (y algunas otras que es preferible omitir de momento) me había sentado en el centro del puente, algo separado de la torre, y la miraba fijamente a la espera de que su presencia, su movimiento, me sugirieran posibles hipótesis de trabajo. Pasé así un buen rato, entre media y una hora, calmando más de una vez la impaciencia de mis compañeros asegurándoles que no pasaba nada y pidiéndoles que me dejaran en mi observación algún tiempo más. Por fin, cuando estaba a punto de levantarme para regresar, con la intención de discutir con el grupo los métodos e instrumentos necesarios para proceder a las mediciones (que habríamos de posponer hasta el día siguiente pues ya comenzaba el ocaso), vi aparecer por la derecha una hendidura en la pared curva. Era como si en la superficie cilíndrica, hasta ahora absolutamente lisa y homogénea, se hubiera recortado un rectángulo. ¿Se trataría de una abertura, de un vano de acceso al interior de la torre? Todavía no se podía distinguir bien, lo que me parecía un hueco estaba a unas tres yardas del puente y a la exasperante lentitud de la rotación pasaría un buen rato hasta que llegara hasta mí, hasta que pudiera examinarla de cerca, mirar a su través. Presa de gran excitación, consideré que era muy importante que uno o dos de mis compañeros estuvieran a mi lado cuando la presunta puerta, la abertura al interior de la torre, llegara frente a la pasarela. Estimando que contaba todavía con más de media hora, crucé casi corriendo el puente y expliqué breve y acaloradamente al resto de mi grupo lo que había vivido. Pese al escepticismo que identifiqué en sus ojos, los dos que eran más de mi confianza, equipados con algunos instrumentos, se prestaron a volver conmigo hasta la torre. Sólo habrían pasado unos veinte minutos y la abertura todavía no era accesible desde el extremo del puente. No obstante se distinguía mucho mejor que antes y ahora, sin ningún género de dudas, podía asegurarse que, efectivamente, el metal había sido recortado. Lo que aún no se alcanzaba a ver era nada del interior. Esperamos un buen rato y por fin (todo llega) la "puerta" entró en el espacio del puente. La teníamos delante de nuestros ojos, podíamos verla, tocarla incluso …


Sea of Tranquility - Gordon Lightfoot (Songbook, 1999)

Esta canción, por su título, habría correspondido mejor al post anterior, pero cuando lo publiqué estaba de viaje y no la tenía a mano. En todo caso, Gordon Lightfoot, cantautor canadiense de larga trayectoria y muy recomendable pese a ser poco conocido en España, no se refiere a ningún mar de aguas quietas como el que yo describía, sino a la región de la Luna conocida bajo ese nombre.

6 comentarios:

  1. "...por la que corrían millones de moléculas frenéticas;"

    "1865, FA Kekule intuyó la forma de la molécula de benceno forzando una relación con un sueño de una serpiente mordiendo su cola..."

    Me vas a permitir que siga viendo anacronismos donde probablemente no los hay, como tus torres medievales con relojes mecánicos (que no)

    Por lo demás, la historia está muy bien, con sus (supuestos) anacronismos y todo.

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  2. Oído cocina: cambio moléculas por partículas. Es complicado escribir sin usar nada de lo descubierto/inventado durante los últimos trescientos y pico años.

    En cuanto a los relojes mecánicos de esfera circular y aguja(s) para señalar la hora, hay referencias en el Libro del Saber de Astronomía de Alfonso X y se conocen ejemplos en torres públicas desde el XIV. Muchos de origen medieval (más o menos alterados) siguen existiendo (el más famoso el de Praga). El primer sistema de funcionamiento eran las pesas que hacían girar las ruedas dentadas, luego vendría el escape, el péndulo, etc ... Hasta los relojes de pulsera, ciertamente muchísimo más recientes. Así que estoy prácticamente seguro de que sí, de que mi protagonista podía describir el sentido de giro por referencia al reloj, siempre que (y esto no lo he podido verificar) para el siglo XVII en todos los muchísimos relojes circulares que ya existían, las agujas se movieran en el mismo sentido (como actualmente).

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  3. Sigue pareciéndome estupendo el relato y sigue pareciéndome muy prometedor lo relatado. También, serán manías mías, sigo encontrando que tanto el lenguaje como el punto de vista del narrador son más propios del XVIII, y aún del XIX, que del XVII en que al parecer lo sitúas. (Claro, que eso también lo emparenta con Defoe: recuerdo que cuando hace unos años releí el Robinson me sorprendió un tono decididamente "moderno" en su forma de narrar. Es posible que, inconscientemente, esperemos del XVII un lenguaje más arcaico, y lo echemos en falta cuando, como en el caso de Defoe y en el tuyo, el idioma original es, o se supone que es, el inglés). El caso es que alusiones como la de las moléculas, los impulsos eléctricos, el sistema nervioso o hasta la propia palabra "gelatinoso" me despiertan serias dudas sobre su uso real en el XVII. No cabe duda de que tu narrador es un científico y pensador de vanguardia. Porque lo que choca no es solo la terminología o los conocimientos que trasluce, sino una mentalidad más científica y menos mediatizada religiosamente de lo que uno espera en esa época para un marinero joven, por viajado que esté.

    Observación final, ya que dices que el sentido de giro es importante: si tu protagonista debe desplazarse hacia la izquierda para mantener la vertical sin separar las manos de la torre giratoria, es que esta está girando en el mismo sentido que las agujas del reloj. Si girara en sentido contrario,él se vería obligado a moverse hacia la derecha.

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  4. Vanbugh: Quiero creer que en el XVII había pensadores de actitudes racionalistas y no demasiado mediatizados por la religión. No obstante, me has convencido. Más que probablemente la narración sería más verosímil si mis viajeros fueran del principio del XIX. No tenía mayor argumento para el XVII que el mero capricho de hacer que mi protagonista en su juventd hubiese atracado en el puerto de Garachico, pero lo quito y punto.

    En cuanto al giro de la torre, el error que he cometido es de lo más tonto. Simplemente me había olvidado que en el post anterior había escrito en sentido contrario a las agujas del reloj y estaba suponiendo que la torre rotaba en el sentido de las agujas del reloj. Para que cuadre cambiaré el primer post.

    Me alegro que te guste y gracias por tus aportes.

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  5. Mira, Miroslav, me tuviste tan captivada leyéndote que me comí medio kilo de cerezas sin darme cuenta.
    Lo que describes (cuando él toca la torre) es un "posorgasmo".¿ Existe esta palabra ?
    Espero que no vas a perder la paciencia con tantas correcciones, y nos dejes sin tercera parte.
    Y sí, hay muchas historias que no acaban, pero no tienen que ser presisamente las de tu blog.
    Un beso.

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  6. Ayer, mientras escuchaba último podcast de Mediterráneo me acordé de tí y me dije: en caso de que ya no lo conozca, seguro que le encanta a Miroslav. Y no sólo por la música.

    http://www.rtve.es/alacarta/audios/mediterraneo/mediterraneo-festival-mar-musicas-cartagena-26-06-11/1138604/

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