La torre giratoria (5)
Tremenda fue la conmoción que nos causó la muerte de Gordon. Desatamos el cadáver y con él a cuestas cruzamos el puente hasta depositarlo en el centro del que había sido nuestro campamento improvisado. Justo entonces, los seis hombres alrededor del envejecido cuerpo sin vida, sentimos como si una nube densa y oscura, hecha de una pavorosa sustancia, nos calara hasta los huesos. Pánico, un pánico helador, nos invadió anulando cualquier otra sensación. Alguno gritó, otro se dejó caer sobre la hierba como si un rayo lo hubiese fulminado, hasta Morris, siempre tan impasible, tenía los ojos desencajados, la mirada extraviada. Pasaron los breves minutos de estupor paralizante y, empujados por un ansia unánime que no requirió palabras, los seis echamos a correr alejándonos del precipicio, de esa torre maligna. Corrimos a largas zancadas trastabilladas hasta llegar, en el borde de la meseta, al sendero que habíamos abierto a golpes de machete en la ladera boscosa. Para entonces, probablemente gracias al esfuerzo físico, noté que ya parte de ese miedo viscoso y agobiante se había disuelto, que mis sentidos comenzaban a despertar y, sobre todo, que mi cerebro recuperaba la capacidad pensante. Ordené a mis hombres que se detuvieran. Les dije que no podíamos abandonar así a Gordon (a quien había sido Gordon aunque costase reconocerlo), que debíamos oficiar alguna ceremonia por su eterno descanso. Mientras les hablaba, buscando ganar tiempo para calmar sus ánimos, comprobé que en esos momentos por nada del mundo aceptarían volver. En intento febril de justificar con apariencia de racionalidad sus terrores, argumentaron que no contábamos con nada para fabricar una parihuela sobre la que transportar al muerto hasta el barco y ninguno estaba dispuesto a sostener con sus manos el cuerpo durante tan largo trayecto; tampoco disponíamos de picos o palas para cavar una fosa en la misma meseta y clavar una cruz con la preceptiva lápida. Di por buenas esas razones, consintiendo en regresar a la nave, pero que una vez allí, tras discutir con el resto de la tripulación lo sucedido, habríamos de regresar adecuadamente pertrechados. A esas alturas, ya prevalecía en mí, por encima del miedo, la voluntad de seguir investigando hasta descubrir el secreto que encerraba la inmensa torre giratoria. Para ello, me decía, era necesario volver al bergantín y acopiar no sólo los útiles para la inhumación de Gordon, sino cuantos otros pudieran servirnos para desvelar el misterio. Esa pausa me bastaría para conseguir convencer a algunos marineros y organizar otra expedición.
Hacia el inicio de la tarde arribamos al campamento de la playa. Allí, bajo las órdenes del segundo, una docena de hombres se afanaba serrando troncos talados de la inmediata ceja de monte, recolectando grandes frutas esféricas de vago parecido con los cocos y desollando una especie de jabalí que, nos contaron, habían logrado abatir con facilidad pues se notaba que la bestia carecía de depredadores. Se aprovechaba la escala en esta isla ignota para aprovisionar el buque tanto de víveres como de materiales para eventuales reparaciones futuras. Llevaban algo más de un día trabajando y a la vista estaba que su esfuerzo había sido altamente fructífero. Al vernos llegar, cesaron en su ajetreo y se acercaron curiosos por conocer lo que habíamos visto, ya que éramos el primer grupo que regresaba. Enseguida reprimí con voces secas las ganas de mis compañeros por contar lo que nos había sucedido; no quería que el desorden narrativo de sus relatos unido al dramatismo con el que los colorearían sus emociones exageradas, jugara en contra de mis fines. Me limité pues a anunciar que habíamos descubierto algo asombroso, único en el mundo, y que requería ser descrito detalladamente y de una sola vez ante la tripulación completa, por lo que les pedía paciencia hasta que, regresados los otros dos contingentes expedicionarios, pudiéramos reunirnos todos y, una vez enterados de los hechos, discutir serenamente lo que habríamos de hacer. Como es natural mi exigencia de silencio no hizo ninguna gracia ni a los de la playa ni a los de mi grupo, pero cumplieron mi orden aunque fuera a regañadientes. Un par de horas después de nuestra llegada aparecieron los integrantes del grupo que había costeado hacia el sur y, cuando comenzaba a anochecer, fueron los que habían marchado hacia el norte quienes se presentaron en el campamento. Un poco antes, atendiendo mi sugerencia, el segundo se llegó al barco a buscar al capitán, y éste había venido con los hombres que allí estaban, a excepción de dos marineros que dejó de guardia. Así que ahí estábamos casi todos, cuarenta hombres preparados para oír lo que habíamos descubierto, para discutir conjuntamente sobre los misterios de esta isla ignota.
Aprovechando la autoridad que me confería mi prestigio, impuse que fueran los otros dos grupos quienes contaran sus experiencias antes que la nuestra; prefería disponer de la máxima información antes de aportar la mía, previendo incluso que algún dato que nos facilitaran influyera en lo que iba yo a narrar o en la forma en que me convenía hacerlo. Empezó a hablar el jefe del grupo que marchó hacia el sur. Durante unas horas, nos dijo, caminaron por una estrecha franja arenosa al borde del frondoso bosque que (lo iba teniendo claro) ocupaba todo el espacio central de la isla. La costa, límite de un mar que parecía inmóvil, iba orientándose gradualmente hacia el oeste hasta chocar bruscamente contra un promontorio pétreo, el primer cabo con habíamos topado unos días antes en nuestro intento frustrado de circunnavegación. Ante el obstáculo, el grupo se dividió: los dos más ágiles se atrevieron a escalar la roca mientras que los otro cinco la bordearon por su base, adentrándose en la espesura del bosque. Con no poco esfuerzo y algunos traspiés que les obligaron a extremar las cautelas ante el riesgo de despeñarse, los primeros alcanzaron la cumbre de la roca desnuda y pudieron ver desde lo alto el extraño espectáculo del movimiento marino. En el lado occidental de la isla, la parte opuesta a la playa en la que estábamos, el mar se aparecía como un singular meandro fluvial: una ancha banda de aguas se movía desde el norte hasta la altura del cabo y allí daba la vuelta acercándose a la costa. El origen y final de ese flujo acuático no se alcanzaba a divisar pues se escondía tras la montaña que, más alta que el promontorio rocoso, remataba la isla por el norte. Escuchando la descripción de este curioso fenómeno no dudé (y con una rápida mirada comprobé que lo mismo pensaban mis compañeros) de que era la torre la que lo generaba. Añadieron estos hombres que era justamente el cambio de rumbo de esa corriente lo que causaba en su cerrada curva las violentas turbulencias marinas que habían impedido a nuestro barco doblar el cabo. El resto del grupo, mientras tanto, había ido abriéndose paso entre la maleza hasta llegar de nuevo a un tramo de playa arenosa, muy similar al de la bahía en que estábamos, con la notable diferencia de que a ras del mar se apreciaba la notable velocidad de las aguas en dirección noroeste; velocidad, aseguraron, que superaba los veinte nudos, desmesuradamente mayor que la de cualquier corriente que conociéramos y también que la que podía mantener nuestra nave. Siguieron costeando hasta llegar a las faldas de la montaña y, sabedores de que nosotros la habríamos subido, optaron por dar la vuelta. Cuando ya estaba atardeciendo, se reunieron con los dos escaladores del promontorio e hicieron noche acampados en la playa, al borde del bosque, temerosos de dormir demasiado cerca de ese inquietante flujo marino. Al día siguiente decidieron, para no repetir la misma ruta, atravesar el bosque trazando un recorrido recto hasta la bahía, con la intención de ampliar el territorio explorado y aportar más datos para precisar la cartografía insular. Sólo se habían adentrado una media milla entre la feraz vegetación cuando encontraron el primero de los artefactos. Se trataba de un cono invertido, la punta hendida en la tierra, cuyo eje vertical presentaba una ligera inclinación. Quedaron, como es natural, absolutamente sorprendidos ante ese objeto tan rotundamente ajeno a la naturaleza virgen que les rodeaba. Pero con ser inusitada la forma geométrica, más todavía les desconcertó el material con el que estaba fabricada, un metal desconocido, de pulidísima superficie y extrema dureza. No hace falta decir que tampoco ahora nos cupo ninguna duda de que ese material era el mismo que el de la torre y antes de que mis compañeros profirieran alguna exclamación prematura pregunté al narrador si habían percibido, tocándolo, que el metal vibrara, cambiara de temperatura o mostrara cualquier otro comportamiento anómalo. Nada de ello, sin embargo, habían notado; al tacto las paredes del cono eran frías, pese al clima templado, pero sin ningún indicio de actividad. Siguió contando que, curiosos, habían aupado a hombros a uno de ellos para que observara la base circular superior. Tenía un diámetro aproximado de seis pies y la superficie ligeramente cóncava y recubierta completamente de minúsculas piezas cuadradas que parecían hechas de algún cristal oscuro. Apoyándose en el borde, el hombre alzado quiso arrancar uno de esos cuadraditos pero nada más tocarlo recibió una fuerte sacudida eléctrica que le hizo apartar inmediatamente la mano. No se rindieron no obstante y repitieron el intento armados de un palo puntiagudo con intención de usarlo como palanca, pero los cristales estaban fuertemente adheridos entre sí sin junturas visibles. Se les ocurrió entonces que tal vez hubieran otros artefactos similares en las cercanías y dedicaron varias horas a batir lo más ordenadamente que pudieron el entorno boscoso. La suposición fue acertada porque encontraron otros cinco, todos idénticos al primero. El asombro de estos hombres se acrecentó aún más cuando, tras medir las distancias entre ellos (siempre de 60 pies entre cada dos sucesivos), comprobaron que formaban un hexágono regular: resultaba claro que los seis conos tenían una finalidad que se cumplía mediante esa disposición conjunta, pero esa evidencia sólo aumentaba la incógnita sin darnos en principio ninguna pista sobre su solución. (He de reconocer que tardé hasta aquella noche, mientras peleaba por encajar en mi cerebro las sorprendentes noticias de los otros grupos, en darme cuenta de que el diámetro de la circunferencia que circunscribiría ese hexágono de conos era aproximadamente el mismo que el de la torre giratoria; otro datos más que confirmaba la indudable relación entre esos artefactos y la imponente construcción que había matado a Gordon).
Hacia el inicio de la tarde arribamos al campamento de la playa. Allí, bajo las órdenes del segundo, una docena de hombres se afanaba serrando troncos talados de la inmediata ceja de monte, recolectando grandes frutas esféricas de vago parecido con los cocos y desollando una especie de jabalí que, nos contaron, habían logrado abatir con facilidad pues se notaba que la bestia carecía de depredadores. Se aprovechaba la escala en esta isla ignota para aprovisionar el buque tanto de víveres como de materiales para eventuales reparaciones futuras. Llevaban algo más de un día trabajando y a la vista estaba que su esfuerzo había sido altamente fructífero. Al vernos llegar, cesaron en su ajetreo y se acercaron curiosos por conocer lo que habíamos visto, ya que éramos el primer grupo que regresaba. Enseguida reprimí con voces secas las ganas de mis compañeros por contar lo que nos había sucedido; no quería que el desorden narrativo de sus relatos unido al dramatismo con el que los colorearían sus emociones exageradas, jugara en contra de mis fines. Me limité pues a anunciar que habíamos descubierto algo asombroso, único en el mundo, y que requería ser descrito detalladamente y de una sola vez ante la tripulación completa, por lo que les pedía paciencia hasta que, regresados los otros dos contingentes expedicionarios, pudiéramos reunirnos todos y, una vez enterados de los hechos, discutir serenamente lo que habríamos de hacer. Como es natural mi exigencia de silencio no hizo ninguna gracia ni a los de la playa ni a los de mi grupo, pero cumplieron mi orden aunque fuera a regañadientes. Un par de horas después de nuestra llegada aparecieron los integrantes del grupo que había costeado hacia el sur y, cuando comenzaba a anochecer, fueron los que habían marchado hacia el norte quienes se presentaron en el campamento. Un poco antes, atendiendo mi sugerencia, el segundo se llegó al barco a buscar al capitán, y éste había venido con los hombres que allí estaban, a excepción de dos marineros que dejó de guardia. Así que ahí estábamos casi todos, cuarenta hombres preparados para oír lo que habíamos descubierto, para discutir conjuntamente sobre los misterios de esta isla ignota.
Aprovechando la autoridad que me confería mi prestigio, impuse que fueran los otros dos grupos quienes contaran sus experiencias antes que la nuestra; prefería disponer de la máxima información antes de aportar la mía, previendo incluso que algún dato que nos facilitaran influyera en lo que iba yo a narrar o en la forma en que me convenía hacerlo. Empezó a hablar el jefe del grupo que marchó hacia el sur. Durante unas horas, nos dijo, caminaron por una estrecha franja arenosa al borde del frondoso bosque que (lo iba teniendo claro) ocupaba todo el espacio central de la isla. La costa, límite de un mar que parecía inmóvil, iba orientándose gradualmente hacia el oeste hasta chocar bruscamente contra un promontorio pétreo, el primer cabo con habíamos topado unos días antes en nuestro intento frustrado de circunnavegación. Ante el obstáculo, el grupo se dividió: los dos más ágiles se atrevieron a escalar la roca mientras que los otro cinco la bordearon por su base, adentrándose en la espesura del bosque. Con no poco esfuerzo y algunos traspiés que les obligaron a extremar las cautelas ante el riesgo de despeñarse, los primeros alcanzaron la cumbre de la roca desnuda y pudieron ver desde lo alto el extraño espectáculo del movimiento marino. En el lado occidental de la isla, la parte opuesta a la playa en la que estábamos, el mar se aparecía como un singular meandro fluvial: una ancha banda de aguas se movía desde el norte hasta la altura del cabo y allí daba la vuelta acercándose a la costa. El origen y final de ese flujo acuático no se alcanzaba a divisar pues se escondía tras la montaña que, más alta que el promontorio rocoso, remataba la isla por el norte. Escuchando la descripción de este curioso fenómeno no dudé (y con una rápida mirada comprobé que lo mismo pensaban mis compañeros) de que era la torre la que lo generaba. Añadieron estos hombres que era justamente el cambio de rumbo de esa corriente lo que causaba en su cerrada curva las violentas turbulencias marinas que habían impedido a nuestro barco doblar el cabo. El resto del grupo, mientras tanto, había ido abriéndose paso entre la maleza hasta llegar de nuevo a un tramo de playa arenosa, muy similar al de la bahía en que estábamos, con la notable diferencia de que a ras del mar se apreciaba la notable velocidad de las aguas en dirección noroeste; velocidad, aseguraron, que superaba los veinte nudos, desmesuradamente mayor que la de cualquier corriente que conociéramos y también que la que podía mantener nuestra nave. Siguieron costeando hasta llegar a las faldas de la montaña y, sabedores de que nosotros la habríamos subido, optaron por dar la vuelta. Cuando ya estaba atardeciendo, se reunieron con los dos escaladores del promontorio e hicieron noche acampados en la playa, al borde del bosque, temerosos de dormir demasiado cerca de ese inquietante flujo marino. Al día siguiente decidieron, para no repetir la misma ruta, atravesar el bosque trazando un recorrido recto hasta la bahía, con la intención de ampliar el territorio explorado y aportar más datos para precisar la cartografía insular. Sólo se habían adentrado una media milla entre la feraz vegetación cuando encontraron el primero de los artefactos. Se trataba de un cono invertido, la punta hendida en la tierra, cuyo eje vertical presentaba una ligera inclinación. Quedaron, como es natural, absolutamente sorprendidos ante ese objeto tan rotundamente ajeno a la naturaleza virgen que les rodeaba. Pero con ser inusitada la forma geométrica, más todavía les desconcertó el material con el que estaba fabricada, un metal desconocido, de pulidísima superficie y extrema dureza. No hace falta decir que tampoco ahora nos cupo ninguna duda de que ese material era el mismo que el de la torre y antes de que mis compañeros profirieran alguna exclamación prematura pregunté al narrador si habían percibido, tocándolo, que el metal vibrara, cambiara de temperatura o mostrara cualquier otro comportamiento anómalo. Nada de ello, sin embargo, habían notado; al tacto las paredes del cono eran frías, pese al clima templado, pero sin ningún indicio de actividad. Siguió contando que, curiosos, habían aupado a hombros a uno de ellos para que observara la base circular superior. Tenía un diámetro aproximado de seis pies y la superficie ligeramente cóncava y recubierta completamente de minúsculas piezas cuadradas que parecían hechas de algún cristal oscuro. Apoyándose en el borde, el hombre alzado quiso arrancar uno de esos cuadraditos pero nada más tocarlo recibió una fuerte sacudida eléctrica que le hizo apartar inmediatamente la mano. No se rindieron no obstante y repitieron el intento armados de un palo puntiagudo con intención de usarlo como palanca, pero los cristales estaban fuertemente adheridos entre sí sin junturas visibles. Se les ocurrió entonces que tal vez hubieran otros artefactos similares en las cercanías y dedicaron varias horas a batir lo más ordenadamente que pudieron el entorno boscoso. La suposición fue acertada porque encontraron otros cinco, todos idénticos al primero. El asombro de estos hombres se acrecentó aún más cuando, tras medir las distancias entre ellos (siempre de 60 pies entre cada dos sucesivos), comprobaron que formaban un hexágono regular: resultaba claro que los seis conos tenían una finalidad que se cumplía mediante esa disposición conjunta, pero esa evidencia sólo aumentaba la incógnita sin darnos en principio ninguna pista sobre su solución. (He de reconocer que tardé hasta aquella noche, mientras peleaba por encajar en mi cerebro las sorprendentes noticias de los otros grupos, en darme cuenta de que el diámetro de la circunferencia que circunscribiría ese hexágono de conos era aproximadamente el mismo que el de la torre giratoria; otro datos más que confirmaba la indudable relación entre esos artefactos y la imponente construcción que había matado a Gordon).
I can't get you out of my head - Carmen Consoli (Per niente stanca, 2010)
Me recuerda al monolito de 2001 una odisea del espacio.
ResponderEliminarYo no conozco al Manolito de 2001, pero el libro me tiene totalmente despistada. Para variar.
ResponderEliminarUn beso grande!