martes, 3 de abril de 2012

El valle de la sinfonía de la felicidad

Érase una vez una sinfonía maravillosa, tanto que al oírla te sentías colmado de plena felicidad, como si flotaras en la paz más absoluta, como si todas las células de tu cuerpo danzaran de alegría. Todos los que la escuchaban salían del grandioso auditorio real silenciosos y emocionados, con sonrisas arrobadas y ojos brillantes, los rostros iluminados. Luego, al volver a sus casas, los ricos en ostentosos carruajes, los pobres a pie, intentaban compartir lo que habían sentido, rememorar pasajes del concierto, tararear alguna de las bellísimas melodías. Pero siempre, sin ninguna excepción, descubrían asombrados que eran incapaces de repetir ni el más mínimo fragmento de la música que tanto les había impresionado. Hasta a los virtuosos más renombrados, capaces de identificar y reproducir cualquier composición por compleja que fuera, se les olvidaban las notas en cuanto abandonaban el teatro. Era, decían todos, como si esos bellísimos sonidos se les escurrieran entre los dedos, se les disolvieran de la memoria, cuando trataban de evocarlos. Les quedaba, eso sí, el recuerdo de la felicidad que habían sentido; ése era su consuelo y la mayoría con él se resignaba. Al fin y al cabo, comentaban entre ellos, en esta tierra todo es efímero; alegrémonos de haber tenido la dicha de conocer la felicidad que disfrutaremos en el cielo.

Algunos, sin embargo, no se conformaban, especialmente los príncipes de las naciones cercanas al pequeño país en el que, dos veces todos los años, en las noches de los equinoccios, la orquesta real interpretaba la sublime sinfonía. Era este país un pequeño valle entre las altas montañas del centro del continente, rodeado por varios estados mucho más extensos y poderosos. La población, sólo unos pocos miles, era pacífica, alegre y laboriosa. Cultivaban las huertas comunales que se alineaban a ambas riberas del río, pastoreaban rebaños de ovejas en las laderas y ellos mismos se hacían artesanalmente los vestidos, muebles y demás útiles necesarios. No les faltaba nada o, al menos, no echaban de menos nada de lo que no tenían y que veían en sus viajes a otros países. Verdad es que tampoco nada les sobraba, así que carecían de comerciantes, lo que irritaba a los magnates extranjeros pues, decían, con esa absurda actitud estaban obstaculizando el progreso. Cuando los mercaderes cruzaban el valle en sus viajes de negocios nada sacaban allí, ¿cómo podrían vender o comprar a esos palurdos si ni siquiera usaban dinero?

He dicho que no les sobraba nada, pero no es cierto. Les sobraba algo muy importante: tiempo. Todos trabajaban y aún así les quedaban muchas horas al día para dedicarse a otras cosas, cada uno a lo que más le gustara. No es extraño que muchos, casi todos, fueran excelentes músicos y así, en ese pequeño valle, abundaban los intérpretes y compositores, cuya fama alcanzaba todo el continente. De hecho, eran invitados regularmente a las cortes de los príncipes vecinos y sus obras eran acogidas fervorosamente en todos los países. Por supuesto, conocedores desde niños de la sinfonía, la piezas musicales que escribían buscaban su inspiración en las melodías olvidadas de aquélla, en intentos vanos de extraer parte de esa belleza de las oscuras aguas del subconsciente. No lo lograban, claro, por más que les resultaran excelentes composiciones que, en algunos momentos, llegaban a evocarlas muy sutilmente. A los habitantes del valle no les importaba, sabedores mejor que nadie que la perfección era inasible y que bastaba con avanzar hacia ella, disfrutando del camino. De más está decir que eran felices.

En algún siglo pasado, los príncipes vecinos, dominados por la envidia y sus ansias de apropiarse de la sinfonía de la felicidad, que así era denominada, habían ordenado a sus cancilleres que acordaran una ocupación común del valle y la deposición del rey, bajo la falsa acusación de instigar los movimientos revolucionarios que sacudían el continente. Inmediatamente instaurarían un protectorado con el objetivo de insertar al pequeño país en la economía común, removiendo las trabas medievales al progreso que imponía el monarca. Además, en una cláusula secreta de ese pacto, establecían que la orquesta real vendría obligada a una continua gira por todos los países vecinos, el mismo tiempo en cada uno de ellos, durante la cual los músicos, además de interpretar la sinfonía en las principales ciudades, impartirían clases en los respectivos conservatorios oficiales. La única concesión a la antigua situación sería mantener los dos conciertos equinocciales en el valle.

El malvado plan se llevó a efecto. Las tropas extranjeras invadieron el valle desde sus dos desfiladeros de acceso sin encontrar, como era previsible, ninguna resistencia entre los pacíficos y desconcertados habitantes. El rey fue detenido, así como los profesores de su orquesta. Sin embargo, los príncipes no consiguieron apropiarse de la sinfonía. Ninguno de los músicos, ni siquiera el director, era capaz de recordarla y mucho menos ejecutarla. Antes de cada concierto, explicaron a los rabiosos invasores, el monarca escribía la partitura que, al final, le era devuelta para ser quemada. El rey, el único que al parecer conocía la música, les dijo a sus captores que le era imposible porque tampoco la recordaba; sólo las vísperas de los equinoccios era capaz de transcribir las notas a los pentagramas. No le creyeron, desde luego, como tampoco que destruyera las partituras acabados los conciertos (tal era la tradición del reino, les contó). Pero, después de revolver todo el país en busca de transcripciones de la sinfonía sin hallarlas e incluso torturar inútilmente al prisionero para obligarle a escribirla, tuvieron que admitir que, por inaudito que resultara, debía ser verdad. Así que decidieron esperar el inicio de la primavera, para el que faltaban pocas fechas, y apropiarse entonces de la partitura en cuanto acabara el concierto. Pero la sinfonía que escucharon los príncipes no era la que otros años les había colmado de felicidad. Se trataba de una excelente composición, sin duda, como casi todas las que provenían de ese valle tan melómano (el rey no lo era menos que sus súbditos), mas no conseguía embargar al oyente con las sensaciones de infinita paz que tanto ansiaban.

Habían pasado sólo dos meses de ocupación y el plan de los príncipes se revelaba como un completo fracaso. Las nuevas leyes que imponían el comercio y regulaban el ejercicio de los oficios no se cumplían, no tanto porque los ciudadanos se rebelaran activamente contra ellas, sino por la absoluta incomprensión y desinterés que mostraban en aplicarlas. Aunque se les forzara, los resultados eran decepcionantes con el agravante añadido, que hasta a los despiadados príncipes les pareció preocupante, de que la tristeza fue adueñándose de los habitantes del valle que poco a poco dejaron de componer e interpretar música. De otra parte, una vez convencidos de que el rey no había tratado de engañarlos con su decepcionante composición, tuvieron que admitir que era probable que la desaparición de la sinfonía de la felicidad fuera consecuencia de la invasión. Además, entre la gran mayoría de los ciudadanos de sus respectivos países, la ocupación militar del pequeño reino había generado un sentimiento de profundo descontento, recrudeciéndose los conflictos revolucionarios. Así que, reunidos con caras hoscas, los príncipes y sus cancilleres decidieron retirar los ejércitos y dejar las cosas como estaban antes. Y así fue: el país enseguida recuperó la felicidad y volvió a sonar en sus dos citas anuales la maravillosa sinfonía, sin que nunca más intentaran de nuevo los poderosos estados extranjeros invadirlo.


Aria sulla IV corda (Bach) - Antonella Ruggiero (Luna Crescente (Sacrarmonia), 2001)

PS: Este es un cuento que inventé hará unos ocho años para mi sobrina, entonces de siete años, aprovechando que estaba empezando sus estudios musicales en el conservatorio. La que he escrito ahora por primera vez corresponde a la versión inicial, narrada una noche en Madrid según se me iba ocurriendo. Así acababa o, al menos, eso era lo que pretendía; pero no fue así. A la niña el cuento le gustó mucho pero no le bastó, quiso que continuara, y ella misma se ocupó de complicar la trama. De esa forma, durante los días siguientes entre los dos lo fuimos alargando, tirando del cabo suelto que eran las ansias de los gobernantes extranjeros por apropiarse de la sinfonía (suponiendo que fuera siempre la misma, como bien me hizo notar mi sobrina). En próximos posts a lo mejor me animo a escribir esas secuelas.

3 comentarios:

  1. Este post también es una sinfonía, sobre todo el primer párrafo.

    Os deseo unas Felices Pascuas a ti y a tu sobrina.

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  2. Gracias, C.C. Feliz semana santa también para vosotros.

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  3. JUAN: me ha gustado mucho, muy malos los principes
    GUILLERMO: muy bonito pero muy cortito.
    JESUS: Que bien escribes chato

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